22/2/22

Capítulo 16 (Novela 'Julio y las viejas')

En una reunión a las siete de la mañana organizaron la operación de registro de la casa del cura con mucho de precipitación, descuidando algunos detalles con la seguridad de que era imposible que alguien tan conocido y que acumulaba tantos años sobre sus huesos y sus pasos pudiera siquiera pensar en escaparse. En esa reunión previa con el equipo, Santamarta se dirigió a los agentes de la Científica y les dio una orden corta y certera:

—Buscamos pelos. Sueltos o en mechones. Cortos, de vieja. Pelos de vieja. —Y ante la cara de sorpresa de alguno, añadió—: Pelos de la cabeza, de la cabeza…

Nadie entendía nada, nadie era capaz de explicarse por qué iban a por el cura. Pero la figura del juez exigiendo atrapar al asesino de su madre pesaba demasiado en el ánimo de todos como para que ninguno pidiera más explicaciones de las mínimamente necesarias.

Cinco minutos antes de las once de la mañana Soto y Santamarta, después de haberse asegurado de que todo el papeleo estaba en orden, se presentaron en la iglesia del Carmen, acompañados por un coche patrulla con dos agentes uniformados, que se dirigieron a la entrada trasera del edificio para cubrir un más que improbable intento de fuga del cura. Don Esteban estaba sentado en uno de los bancos cercanos al altar, con la mirada perdida en dirección a la imagen de la Virgen, rezando. Precisamente bajo esa imagen a la que parecía mirar el cura estaba Blanca, barriendo con parsimonia. Ella fue la primera en ver a su marido y a Soto, que habían entrado por la puerta principal y avanzaban por el pasillo después de haber localizado de un primer vistazo al cura. La mujer quedó un poco sorprendida por esa visita inesperada y unos segundos después reaccionó y se acercó a ellos, alcanzándoles unos metros antes de que llegaran a la altura de don Esteban, convencida de que su marido venía a buscarla o a decirle alguna cosa a ella. Iba tamblando, sobre todo al ver la cara tan seria que traía el inspector.

—Julio, ¿va todo bien? —le dijo en voz baja.

—Sí, Blanca, tranquila, venimos a hablar con él.

—¿Con don Esteban?

—No te metas. Esto es importante, así que déjanos trabajar y estate tranquila.

Santamarta agarró a su mujer de la muñeca y la obligó a echarse a un lado mientras él y Soto terminaron de llegar a la altura del cura, que ya se había vuelto a observar qué ocurría, intrigado al ver a Blanca dirigirse a la zona central del pasillo y oír después la conversación a su espalda.

—Eres el marido de Blanca, ¿no? —le preguntó.

—Sí, pero ahora soy solo un inspector de Policía. Don Esteban, está usted detenido como presunto autor del asesinato con agravante de agresión sexual de Francisca Gómez Burredo —le dijo mientras le entregaba la orden de detención firmada por el juez Esquide.

Sonó un golpe seco. Era la escoba que Blanca tenía en su mano y que, de la impresión, había dejado caer. El cura no lograba decir nada, incapaz de comprender qué estaba ocurriendo. Durante unos segundos se hizo el silencio. Los policías mirando al cura, que no acertaba a comprender ni a responder cosa alguna, mientras Blanca dejó de temblar y notó un escalofrío muy desagradable en la espalda.

—Pero, pero… Julio, ¿qué dices? —se atrevió a preguntar ella al fin.

El inspector, visiblemente incómodo y molesto con la presencia de su mujer, le contestó, agarrando a don Esteban por el codo para sacarlo de allí:

—Blanca, no te metas que esto no va contigo.

Y ella se quedó allí observando cómo se lo llevaban por el pasillo central de la iglesia, con una sensación de irrealidad y una bola de desesperación creciéndole en la parte más baja de sus intestinos, porque encima de sus ovarios de mujer acobardada se encendió una pequeña chispa de rebelión. Sus hijos y aquello eran la última frontera. Sus dos hijos, aquella iglesia, don Esteban y los ratos que con él y con el sacristán pasaba eran lo poco que le quedaba limpio y bueno en una vida contaminada por un marido cada vez más violento, cada vez más maltratador. Y que Santamarta se hubiera presentado allí y hubiera detenido al cura suponía para Blanca perder lo único que le quedaba más allá de sus hijos, perder lo único que era suyo, el último resquicio de una vida que mereciera la pena. Porque sabía que Laura y Mario iban a volar pronto de una casa convertida en un infierno, incapaces de continuar junto a un diablo maltratador cada vez más insoportable. Y ella se quedaría a solas con su miedo y ese diablo maltratador. Con esta detención en la iglesia, Santamarta había contaminado la última estancia pura de su alma, había orinado sobre su iglesia y su don Esteban. Su marido, sin él saberlo, le había terminado por quitar todo con esa detención. Y eso es peligroso, es muy peligroso dejar a una persona sin nada que perder porque ya le da igual qué hacer o decir, porque con cualquier reacción, por muy absurda que sea, lo único que puede hacer es ganar y la más mínima ganancia es un tesoro cuando se ha perdido todo. Blanca se agachó y recogió la escoba, agarrándola con tanta fuerza que la piel de los nudillos se quedó blanca por la tensión que impedía el riego habitual de sangre en la capa exterior de la piel. Quiso tragar saliva pero tenía la boca seca, quiso pensar pero solo le invadía un asco oceánico por su marido, quiso ser pero solo sentía. No era cuerpo, ni pensamiento, ni alma. Solo la esencia del sentir, de la rabia y, a la vez, de una derrota insondable.

Santamarta y Soto avisaron a la patrulla que vigilaba la entrada trasera y se dirigieron a la casa del cura, donde ya les esperaban los de la Científica y la secretaria judicial, acta de entrada y registro en mano, dispuesta a tomar nota de todas las pruebas que allí se recogieran.

Don Esteban entró en su propia casa muy silencioso, impresionado como un niño que no comprende las cosas que le dicen los mayores pero que obedece por miedo a que su comportamiento pueda llegar a empeorar la situación. No entendía por qué aquel nutrido grupo de agentes se dedicaban a buscar algo, tampoco sabía el qué, pero comprobaba alucinado cómo lo hacían a conciencia, en cada rincón, en cada habitación y en cada cajón. De abajo a arriba, de izquierda a derecha, siempre en el mismo orden.

Al final se atrevió y preguntó varias veces, muy bajito, qué era lo que buscaban, pero nadie quiso contestarle. Los agentes realizaban su tarea con una sombra de vergüenza, sin casi hablar, y el único ruido que se escuchó en la casa durante la mayoría del tiempo fue el de los cajones que se abrían y cerraban, el de los objetos que se movían y el de los policías yendo y viniendo. Nadie hablaba y la pregunta de Don Esteban se deshizo después de caer al suelo en medio de todos sin que nadie la recogiera.

El cura decidió colocarse en una esquina para no molestar, íntimamente convencido de que aquello solo podía ser una enorme equivocación que más pronto que tarde quedaría aclarada. Además, recuperada un poco la compostura, pensó que sería bueno que aquello terminara cuanto antes, porque aunque a la cita para cortarse el pelo ya no le iba a dar tiempo a llegar, quizá sí a oficiar el funeral de la madre del juez Esquide: “Pobre mujer, justo la visité anteayer, parece mentira”, pensó sin dejar de observar el ajetreo que había montado en su casa.

Mirando a los policías también se dio cuenta de que el silencio entre ellos fue dando paso poco a poco a susurros y conversaciones en voz baja. Y hasta le pareció que la mayoría miraban de reojo a Santamarta y al que estaba junto a él, el que había estado también presente en su detención en la iglesia. A estos dos a los que el resto miraban, al menos eso le pareció a don Esteban, se iban encontrando cada vez más incómodos con la situación. Y al cura, eran muchos años de tratar con gente y no solía equivocarse con estas apreciaciones, casi le daban lástima, tan quietos y tan tensos después de haber irrumpido veinte minutos antes con espíritu avasallador y aires casi marciales.

Empezó a atar cabos y concluyó que el marido de Blanca y el otro serían los responsables de la gran equivocación que era el hecho de que estuvieran allí con ese registro, lo que le despertó cierta tierna piedad por ellos, de modo que sacó su rosario y empezó a rezar para que ese error no lo pagaran demasiado caro.

Mientras pasaba las cuentas entre sus dedos al ritmo que marcaban sus rezos, el equipo desplegado continuó su labor con el mismo resultado que habían logrado hasta entonces, ninguno. Nada fuera de lo normal, ni siquiera ningún objeto mínimamente incómodo de la intimidad del cura. Aquello era buscar alguna prueba para incriminar a un santo, un ejercicio policial que casi avergonzaba a quienes lo estaban realizando, como si Dios les mirara desde las alturas omnipotentes y lamentara aquella afrenta contra uno de sus más fieles y bondadosos servidores. Las frases susurradas se fueron repitiendo, haciéndose cada vez menos susurros y más conversación en voz alta hasta que uno de la Científica, con la cabeza afeitada y brillante como una bola de billar y cuerpo cincelado en el gimnasio, se fue a Santamarta y se atrevió a decirle lo que todos tenían ya muy claro.

—Nada, inspector, aquí no hay nada.

—Me cago en mi puta vida —contestó Santamarta mirando fijamente a un Soto que tenía la vista clavada en el suelo.

El subinspector sintió un pequeño vuelco del corazón porque en ese suelo al que había bajado la mirada, vencido por la vergüenza y la impotencia, había visto un pelo, justo en el borde de una de las baldosas de la cocina. Se agachó a recogerlo sacando una bolsita de plástico transparente de las que se usan para guardar las pruebas. En el breve tiempo que duró su gesto de agacharse y sacar la bolsita fantaseó con la posibilidad de que el caso se resolviera gracias a un pelo en el suelo de la cocina en el que se había fijado cuando ya pensaba que estaba todo perdido.

Cogió el pelo con delicadeza ante la inquisidora mirada de Santamarta y el compañero calvo de la Científica. Entornó los ojos para observar bien lo que tenía entre los dedos enguantados y toda su fantasía se rompió como un vaso de cristal que se deja caer, porque lo que parecía un pelo era una hebra de lana, de lana de la chaqueta que en ese preciso momento llevaba puesta don Esteban.

—Es lana de la chaqueta —le dijo al inspector, haciéndole un gesto con la cabeza que señalaba al cura.

—Con esto nos hacemos un llavero —le comentó con ironía y en voz baja uno de los agentes al de la Científica que había dicho a Santamarta que allí no encontrarían nada, mientras terminaban de guardar el material desplegado para la recogida de pruebas.

Santamarta se acercó a la secretaria judicial y se escuchó en toda la habitación explicarle, en unas palabras que daban la sensación de tener eco, que era suficiente, que daba por finalizado el registro y que aquello se acababa allí. La orden llegó rápidamente a todo el equipo.

—Soto, cerramos el tema. Ya hemos hecho bastante el tonto. Venga, plegando… que es gerundio —le dijo Santamarta.

—Y ahora, ¿qué? —se le escapó al subinspector.

Santamarta le miró encendido de ira. Y le contestó:

—Ahora, primaveras, vas a saber lo que es comerte un plato de mierda hasta arriba. Mierda calentita y humeante. Y yo, contigo.

Todos firmaron el documento de entrada y registro que había ido rellenando la secretaria judicial. Ninguna de las pruebas que habían conseguido merecía ese nombre, porque en realidad salían de allí como quien se ha dedicado a pegar golpes en la oscuridad y ha acabado reventándose los puños contra una pared.

Preso de la desesperación, Santamarta fio todo a la toma de declaración al cura, al que de nuevo agarró por el codo y llevó a comisaría. Don Esteban cada vez sentía más lástima por el marido de Blanca. Le miraba con disimulo y sabía que debería temerle porque en cierta medida ahora estaba a su merced, pero solo lograba compadecer a este hombre. Cada vez lo intuía con mayor claridad, solo era un hombre que demostraba tanta agresividad porque parecía haber dejado el amor de su vida a la intemperie, más allá de una muralla orgullo, era en el fondo un hombre que estaba solo y no se atrevía a admitirlo.

El cura pensó un momento en Blanca y le entró una tristeza gris al imaginarla cuando su marido llegara aquella noche a casa, aunque también se dijo que para eso son los matrimonios, para estar a las duras y a las maduras.

Salió Soto del portal tras Santamarta y el cura, todavía más cabizbajo, observando como lo haría un naturalista las raíces salpicadas de verdín de un arbusto solitario en medio de un parterre. Le pesaba el mundo más que nunca, como si al levantar la cabeza le fuera a caer encima, desgajada de un cielo cargado de nubes, una buena porción de ángeles caídos, vestidos de derrota. El subinspector boqueaba porque un nudo de ansiedad se le había acomodado en la garganta y el aire que por ella pasaba comenzaba a tener anhelos sólidos.

Santamarta metió a don Esteban en el coche y volvió a donde Soto, al que dio un empujón para que entrara también en el coche. Después se montó él y condujo hasta la comisaría como si llevara piloto automático.

Hicieron todo el papeleo como quien arrastra grilletes camino de cumplir una condena a galeras y al fin se vieron en la sala de interrogatorios con don Esteban, el más sereno de los tres pese a que acabara de ser detenido por el asesinato de una feligresa a la que había profesado un gran cariño.

Se fueron directos a la toma de declaración para tratar de sacarle algo, después de que le tomaran las huellas y rellenaran la documentación protocolaria para cualquier detenido, pero evitándole el paso por el calabozo de comisaría. Ninguno de los dos lo quiso decir en voz alta, pero aquello era una ofensa añadida que no querían echar encima del cura. No se dijeron eso en voz alta y mucho menos se dijeron lo que ambos empezaban a tener demasiado claro, que este hombre no era culpable de ningún asesinato. Y tampoco se dijeron, claro, que eso suponía que toda esa operación impulsada por los dos era un monumental error.

El interrogatorio fue un desastre, porque intentaron una escenificación de película cutre, de poli malo y poli bueno, que resultó absurda desde el principio, casi cómica si no fuera porque la figura del cura, su mirada tranquila y sus gestos bondadosos les hacía ácidamente presente la creciente certeza de que habían metido la pata. Terminaron el interrogatorio por inercia profesional, mirándose los dos policías como dos náufragos desde dos islas cercanas pero perdidas en medio de un océano oxidado.

—Don Esteban, Esteban, Estebancito, Estebanete… tú mataste a doña Paca —acabó por decir a la desesperada Santamarta.

—No sabe lo que está diciendo —le contestó el cura con un hilo de voz, negando a la vez con la cabeza.

—Será mejor que nos lo cuente y acabamos lo antes posible con todo esto —añadió Soto con una dramatización excesiva en los movimientos de sus manos.

—Si supieran ustedes lo que lloré al enterarme de la muerte de esa mujer, comprenderían que se están equivocando.

—Tenemos su ADN en la escena del crimen —insistió el subinspector.

—Claro, por supuesto. Tenía mucha relación con esa mujer. Procuraba visitarla al menos una vez a la semana. Por Dios, cómo se les ocurre pensar que yo pudiera hacerle daño. Bajo ningún concepto, bajo ningún concepto…

Los dos policías se miraron, sabiendo que se habían rendido pero incapaces de reconocérselo abiertamente. Soto dio un paso atrás, sin darse cuenta, en un gesto inconsciente de abandono de la lucha. Santamarta permanecía en el mismo lugar, sin cambiar de posición, de pie con las dos manos apoyadas sobre la mesa, pero con la zona de las patillas y de la nuca empapada en sudor. Le aguantó la mirada desafiante y el cura no añadió nada más.

El subinspector acabó por salir al pasillo y Santamarta, que sintió aquello como una flaqueza, salió detrás.

—Me cago en tu padre, Soto. Un poco más, que ya lo tenemos.

—No lo tenemos, inspector. No lo tenemos. Esto no funciona. Este tío es un santo o el asesino más cínico que se pueda imaginar. Y yo creo que es lo primero. Vamos a parar esta locura.

—¡Por los cojones! ¿Me oyes? Vamos a parar esto por los cojones. Tú me has metido en esto con tus mierdas de teorías y tus mapitas. Ahora vamos a ir hasta el final. Vaya que sí… y si hay que comer mierda, nos vamos a hartar de mierda. Pero hasta el final, ¿me oíste?

El subinspector sintió que aquello era un castigo por alguna falta que había cometido en el pasado, algún karma bien negro, alguna falta gravísima que no era capaz de concretar pero que era muy real en su pensamiento y que le llevaba a aceptar con relativa resignación el descalabro vital que se le estaba viniendo encima. Santamarta estaba fuera de sí, con la falsa valentía que da el principio de locura.

Completaron el papeleo como dos sonámbulos, incapaces de evitar un destino que no era más que el fruto de sus propias equivocaciones y, metiendo en una carpeta el acta de entrada y registro, pruebas de ADN, peritajes de la Científica, orden de detención y algún que otro documento más, sacaron al cura de la habitación de interrogatorios y se fueron con él a los juzgados, ante la mirada triste y sorprendida del resto de compañeros que a esa hora estaban en la comisaría.

—Y ahora se pone a rezar —dijo en voz baja Santamarta, hablándose a sí mismo en el coche camino de los juzgados al oír el bisbiseo de don Esteban.

Dejaron al cura en los juzgados como si les quemara, convencidos de que se estaban jugando mucho más que el caso y volvieron directos al bar de Lola. Siguiendo el protocolo habitual, don Esteban, aquí sí, acabó en la celda de los detenidos que esperan a pasar ante el juez, sin todo aquello que ya le habían quitado en comisaría y que Soto y Santamarta habían entregado en una bolsa de efectos del detenido. El cura era la encarnación del patetismo, un hombre que iba sin cordones en los zapatos, sin cinturón y con el pantalón bailándole con exageración en la cintura, sin reloj ni anillo y, lo que más echaba en falta, sin el rosario para sus rezos.

Soto, sentado en la barra del bar de Lola, miraba absorto el ralentizado movimiento de los hielos de su Coca Cola Zero. Santamarta se fue al cuarto de baño a meterse una raya de la que solo le aprovechó la mitad porque el resto, presa de los nervios y de un casi imperceptible principio de Parkinson, se le cayó al wáter, elevando a dimensiones estratosféricas su mala leche de serie. Al salir se fue hacia Soto y, acercándosele mucho a la oreja, le dijo arrastrando cada sílaba:

—Me cago en tu puta madre en bicicleta.

Soto levantó con lentitud la cabeza y le sostuvo la mirada, desafiante, aunque a Lola, testigo fascinada de la escena, le pareciera que se estaban mirando a una distancia de millones de kilómetros.

—Por lo menos he investigado algo —le contestó con rabia indisimulada.

Santamarta iba a explotar en una bronca que marcara e impusiera sus galones de veterano pero, en el segundo que tardó en reaccionar, su subordinado ya se había levantado del asiento, le había dado la espalda y se encaminaba hacia la puerta de salida. Soto se marchó rápido, casi corriendo, no por miedo a lo que se le venía encima con el inspector, sino por miedo a lo que estaba a punto de decirle. Porque a la frase que sí dijo, la referida a que él sí había investigado, hubiera añadido: “No como tú, farlopero de mierda, putero, violento de mierda”.

Salió del bar casi a la carrera camino del coche, aliviado de que esas palabras no hubieran sido dichas y se cruzó con Marín en la acera. Ebrio de fracaso, como un acto reflejo, sin comprender por qué hacía lo que hacía pero consciente de que se jugaba de nuevo su carrera profesional, se avalanzó sobre la inspectora y la besó el tiempo que ella tardó en recomponerse de la sorpresa y darle un empujón que lo derribó.

—¿Estás gilipollas? ¡Otra como esta y te saco todos los dientes del hostión que te meto!

Soto se levantó, sintió que le envolvía una densa niebla de locura y salió corriendo a grandes zancadas hacia su coche. Montó y salió quemando rueda del aparcamiento de la comisaría, rumbo a ningún sitio, que es a donde van los que no saben a dónde van.

Marín observó la huida y, cuando al fin desapareció el coche de su vista al doblar una calle, pese a la rabia que sentía por el beso robado, no pudo evitar una leve sonrisa coqueta de conquistadora. Furiosa de ira, pero sonriendo.

Dentro del bar, Lola logró calmar a un Santamarta que había estado a punto de ir, pistola en mano, a explicarle a Soto algún detalle sobre el debido respeto a un superior. La dueña del bar tuvo que salir de la barra y ponerse delante de él, como una barrera de buen juicio, y sujetarle suavemente la muñeca en la que ya tenía el arma, hasta que consiguió que la volviera a guardar. Por fortuna no había nadie más en el bar y para cuando Marín entró, la pistola había vuelto a su funda y Santamarta se camisaba con impostada calma, gesto que había vuelto a sus rutinas en las últimas semanas y que había sido muy habitual en sus momentos de máxima tensión de lucha contra ETA, tantos años atrás.

—¿Cómo estás? —le preguntó la inspectora.

—Vete a tomar un poco por culo, Marín.

—Pero… ¿qué os pasa a vosotros dos hoy? Te vas tú a tomar por culo, payaso. Te vas a tomar un mucho por culo. Y luego vienes y me lo cuentas

El inspector miró a Lola, que le devolvió una mirada en la que le recomendaba sosiego y eso le hizo sosegarse, a su manera.

—Vete a tomar por culo y que te guste —le dijo a Marín antes de salir él también del bar, como unos minutos antes lo había hecho Soto, camino también de ningún sitio.

La tarde se puso en blanco y negro y el cielo pareció perder altura sobre esta ciudad del norte de España en la que dos policías se sentían incapaces de atrapar a un asesino de viejas.

A esas alturas del día, don Esteban pasó al despacho del juez Esquide. Un juez que solo lograba pensar que la muerte de su madre le había nublado definitivamente el entendimiento y que por eso no lograba comprender nada, especialmente no lograba comprender nada del despropósito de diligencias que le habían facilitado los dos policías tras detener al cura y tramitar su paso a disposición judicial. El juez se frotaba las sienes, la frente o el entrecejo, leía y releía la documentación y sentía que se iba apoderando de él una nada y una tristeza muy grandes, como dos depósitos comunicados por un envenenado vaso comunicante.

Con el cura ante sí, desarmado por las últimas coces que le había pegado la vida en las tripas del alma, el juez se vio incapaz de iniciar un interrogatorio al uso.

—¿De qué va esto, don Esteban?

—Juan, no entiendo nada —le contestó el cura acercándose a él con los brazos abiertos.

Ambos se fundieron en un abrazo cerrado y el juez rompió a llorar como un niño, repitiendo todo el rato lo mucho que quería a su madre. Cuando recuperó un poco el control de su desborde de emociones le despidió con el enorme cariño que le tenía y gestionó su puesta inmediata en libertad sin cargos. Después se sentó en su silla, cogió aire, contó hasta diez mentalmente y ordenó a su secretaria que llamara a Santamarta y Soto para que acudieran a su despacho.

Era la hora de cenar cuando los dos, llegando cada uno desde su parcela de infierno particular, coincidieron en la puerta de los juzgados, se saludaron con un pequeño movimiento de cabeza y entraron a la vez.

—¿Saben quién se está descojonando ahora mismo? —les preguntó el juez Esquide como inicio de conversación cuando estuvieron ya en su despacho.

—No, señoría —respondió Soto, porque Santamarta permaneció callado, con los músculos de la mandíbula muy marcados por la presión que estaba haciendo al apretar con fuerza la boca.

—El asesino de Francisca y de mi madre. Se está descojonando de que hayan encargado este caso a dos patanes a los que no se les ha ocurrido otra cosa que detener a un cura. Un cura… al que habría que rebuscar mucho para encontrarle una falta.

Soto no contestó nada y miró un abrecartas que tenía Esquide sobre su mesa y se le ocurrió que hubiera sido una pieza clave si aquello fuera una novela de Agatha Christie. Se sorprendió a sí mismo con este pensamiento, puesto que parecía no importarle demasiado la bronca tan descomunal que le estaba cayendo por parte del juez, como si le diera igual una bronca más que nada añadía en realidad a la vergüenza que él sentía en su fuero interno por el enorme fracaso de su hipótesis investigadora.

Santamarta tampoco reaccionaba pese a que el juez les tildara de pareja de inútiles que, por no tener, ni siquiera tenían buenas intenciones.

Era de noche cuando salieron de los juzgados y el inspector vio que tenía tres llamadas perdidas del comisario. “Mi ración de mierda está cubierta por hoy”, se dijo antes de montarse en el coche sin despedirse de Soto y marchar a su casa. El subinspector recibió entonces también una llamada del comisario y Soto sí respondió porque todavía iba camino de su coche, que había aparcado más lejos.

—Salimos ahora de los juzgados —se justificó—, de hablar con el juez.

—Mañana a primera hora en mi despacho, a las nueve. Los dos, le hago responsable de que Santamarta esté también.

Iba a contestar, pero el comisario había colgado. Estaba ya cerca del coche y lo miró unos segundos con detenimiento. Se le ocurrió que le gustaría tener uno nuevo, más potente, con mejor carrocería. Pero quizá no era buena idea meterse en gastos cuando el suelo de la vida se le estaba llenando de baches y aceite y todo el mundo sabe lo que derrapan las vidas llenas de baches y aceite.