tag:blogger.com,1999:blog-65236871532385353722024-03-19T04:40:34.079+01:00Al calor de La FraguaFLAMENCO Y LITERATURAÍñigo Ruiz Cantaorhttp://www.blogger.com/profile/14351535119847445340noreply@blogger.comBlogger284125tag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-55503225484831258822022-09-12T22:06:00.007+02:002022-09-12T22:57:26.685+02:00'La tarde' #poema #poesía #AmamaosLaPoesía<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/hrdnJivgopc" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><p>La tarde es ancha<br />pero no sabe de ti,<br />de tu andar ilusionado<br />cuando de la mano conmigo,<br />la tarde desprecia<br />nuestras querencias<br />y nuestros bellos silencios<br />sin pasado ni torres.</p><p>La tarde se burla<br />porque hay un río casi seco<br />mientras estamos lejos y a solas<br />y me pregunta de qué me sirve<br />lo que solo yo sé<br />si tú no estás cerca.</p><p>La tarde es la bestia<br />de la tranquilidad<br />que tiembla un poco y ríe:<br />debe de resultarle gracioso<br />tener dentro una ciudad<br />y dentro de la ciudad un poeta<br />que canta a una mujer<br />con versos de rubio y distancia.</p><p>La tarde está cansando al sol<br />y le peina los rayos despacio<br />para que el tiempo camine<br />con una lenta mochila de pereza.</p><p>La tarde no escucha<br />porque no tiene la memoria<br />dulce de tus caderas<br />y se cree que nada ignora<br />porque su madre Mañana ha consumido<br />todos los afanes del mundo.</p><p>Así que disimulo y la entretengo,<br />verso arriba, verso abajo,<br />la dejo que se ría,<br />que no escuche, que pregunte,<br />se burle, diga y no sepa<br />porque ya viene asomando la noche.</p><p>La noche, amor, que sí nos conoce,<br />que sabe de ti, de mí,<br />de nuestras sábanas<br />y nuestras bocas <br />llenas de pronombres.</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-20233350435281384602022-08-02T15:42:00.008+02:002022-10-07T08:35:53.249+02:00'Letras y besos' #versadicto #poema #poesía #AmamaosLaPoesía<p style="text-align: center;"> <iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="604" src="https://www.youtube.com/embed/_nGXitjksHQ" title="'Letras y besos'#poesía #poema #amamoslapoesía #versadicto" width="340"></iframe></p><p></p><p>Anochece en mi juventud<br />pero no en mi deseo<br />y quiero todavía besarte<br />aunque bronce frío<br />o ceniza en los labios,<br />caminos oscuros,<br />ríos sucios, soles tristes.</p><p>Se agota mi cuaderno<br />pero no mis poemas<br />y sigo todavía escribiéndote<br />aunque kilómetros y peajes<br />o febreros larguísimos,<br />viento racheado,<br />ojeras grandes, tarde sola.</p><p>Aunque tanto aunque,<br />tengo todavías, luegos, siempres<br />y sigo y quiero<br />escribirte y besarte.</p><p><br /></p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-63205039343789144402022-07-07T22:10:00.003+02:002022-07-07T23:25:13.549+02:00'Saldo positivo' #versadicto #amamoslapoesía #poema #poesía<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/nzOoIzrYVW8" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><p>No sé si te has fijado<br />en los paseantes tranquilos,<br />en los instantes cabalgando al sur de la tarde<br />cuando tú y yo, nosotros,<br />temblor de muslos en sábanas deshechas.</p><p>Todo como en estreno,<br />caligrafía de buen colegial<br />o el camino preciso a tu corazón<br />por olorosa piel de gacela<br />alta y sabia.</p><p>He apretado en un montón arrugado<br />mi colección de derrotas<br />para presentarme limpio ante ti<br />y he abierto todas las ventanas<br />para que el viento y tu risa<br />laven los dolores viejos y las nuevas rabias.</p><p>Tenerte entre mis brazos es un camino,<br />es un vuelo quieto,<br />permitirnos que todo empiece sin permiso,<br />es la vida convertida en un asunto alado.</p><p>Y si, en vez de poeta,<br />fuera contable, simplemente diría:<br />"Estoy enamorado".</p><p>Y añadiría: "De ti;<br />saldo positivo".</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-2267126310827234502022-06-24T09:23:00.012+02:002022-06-24T09:28:44.402+02:00'Esperando el milagro' #versadicto #amamoslapoesía #poema #poesía<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="594" src="https://www.youtube.com/embed/VupzbXB4NTE" title="'Esperando el milagro' #versadicto #amamoslapoesía #poema #poesía" width="334"></iframe></div><p>Siempre he mirado al sol esperando el milagro<br />
y he mirado las puertas cerradas<br />
esperando la corriente de aire<br />
que va de tu pecho al mío.</p>
<p>Intenté ser malo y me salió mal,<br />
todo fue extraño menos tú,<br />
preferí la espuma del mar a las alfombras de los palacios<br />
y, si me puse un traje grave, fue por poco tiempo<br />
y por no saber decirles que no.</p>
<p>El tiempo ha pulido con su lengua y sus estaciones<br />
las aristas de mi viejo dolor<br />
que ahora es como un amigo lento y entrañable.</p>
<p>Siempre he mirado al sol esperando<br />
y he comprendido que no hay más milagro que la espera,<br />
que el sol, que la corriente de aire que llega de tu pecho<br />
al mío a pesar de las puertas cerradas.</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-66608143518052401292022-06-09T08:35:00.006+02:002022-06-10T09:07:45.508+02:00'El lugar y el tiempo' #Versadicto #poema #AmamosLaPoesía #Poesía<p style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/uBjLUQMKyT4" title="YouTube video player" width="560"></iframe></p><p>Donde tú estés, a tu lado,<br />en el rincón más limpio del día<br />me voy a sentar a ver pasar el ansia,<br />a contemplar el ruido exagerado del mundo,<br />a disimular como si me importaran<br />las hipotecas, las banderas<br />o las aperturas de los telediarios.</p><p>Como un buen hombre bueno,<br />en una silla de tinta y humildad<br />me voy a sentar a tu lado<br />a esperar a que me mires,<br />a que me sonrías con esa luz tan tuya<br />para comprender que nadie me debe ya nada,<br />que nací justamente para esto,<br />para sentarme aquí<br />y no en ningún otro sitio.</p><p>No está mal, ¿verdad?,<br />solo me ha llevado media vida entender<br />que esto trata de luz y sonrisas<br />y que tú eres el lugar y el tiempo.</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-87154765704172295762022-05-20T08:49:00.005+02:002022-05-20T08:52:31.950+02:00'Todos me decís' #Versadicto #Poema #AmamaosLaPoesía<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/KmuBZ9PQFH4" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><p>Todos me decís que no tuerza el camino,<br />que no vuelva atrás, que no cometa el error de adentrarme de nuevo en la espesura,<br />todos me decís que renuncie a la parte de mí que quedó malherida y temblando,<br />que entregue al olvido aquel maltrato de mandíbulas y oscuridades.</p>
<p>Todos me decís que no regrese a la noche con su imperio triste,<br />que deje morir lo que allí agoniza aunque sea la mitad de mi valentía.<br />Todos me decís que ciegue los oídos<br />porque las bestias son ingobernables<br />y el mañana exige renuncias, exige dejar que se pudran trozos hermosos de mí.</p>
<p>Todos sois buenos y es bueno lo que me decís.</p>
<p>Pero no comprendéis que me estoy escuchando llamándome desde dentro de mí,<br />desde dentro del mundo, desde dentro del tiempo<br />porque yo mamé la leche orgullosa de mi madre<br />y no se puede enmohecer tan pronto mi frente.</p>
<p> </p>
<p>No comprendéis que me he visto la cara rota<br />y que he sentido los escalones del aire como espinos.<br />Entraré de nuevo en la casa de la pena,<br />avanzaré por la espesura para abrazarme y enterrarme si es que me encuentro muerto<br />o si la esperanza tirita desnuda junto a mis despojos.</p>
<p>Encararé de nuevo la noche,<br />gobernaré las bestias y no me abandonaré a solas en mi agonía.<br />Me adentraré en mí porque, quién sabe,<br />puede que salga vivo de mi muerte<br />y que los vagabundos descansen en camas con sábanas limpias y tibias<br />y que cualquier madrugada dura de enero el espanto duerma en mi regazo.</p>
<p>Me iré a mí.<br />Os quiero.</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-88322592229639321772022-05-08T21:49:00.005+02:002022-05-08T21:49:24.241+02:00'En mi cama' #Versadicto #Poema #Poesía #AmamosLaPoesía<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/pDpU18mT0iI" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div>
<p>Ahora que entras desnuda en mi cama<br />el mundo se ordena y se aparta<br />y nos deja tranquilos y amantes<br />porque todo es aquí,<br />primera persona del plural<br />inicativo del verbo ser.</p>
<p>Vestidos de penumbra,<br />
oigo una algarabía<br />
de sábanas rodeando tus pechos<br />
y todos los enemigos<br />
se imponen una tregua cálida<br />
y se hace más soportable<br />
el crujido inmemorial del horizonte.</p>
<p>Te siento patria perfecta<br />
con curvas y siglos completos,<br />
nos despeñamos en una bienvenida de piel<br />
que me hace sabio porque,<br />
cuando desnuda,<br />
el misterio es limpio y sencillo<br />
aunque después no y se olvida.</p>
<p>Yo dentro de ti, tú de mi cama,<br />
perdono a cualquiera lo imperdonable<br />
y lanzo el corazón al cielo<br />
para que llueva como tiene que llover<br />
en todas las sombras secas del amor.</p>
<p>Vamos en olas,<br />
como en una barca cerca del naufragio,<br />
pero no nos importa porque nos damos,<br />
y besos, sudor y lentitud,<br />
y nos importamos<br />
y nos somos desde siempre<br />
creyendo que hemos inventado el amor<br />
y que nadie más comprenderá luego.</p>
<p>Y así será.<br />
Nadie comprenerá, ni siquiera yo,<br />
cuando salgas desnuda de mi cama<br />
y te vistas.</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-37444041089948065412022-05-03T21:16:00.003+02:002022-05-20T08:53:45.553+02:00Todos los nombres #versadicto #poema<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/slMMHnuOSEM" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><p>Quiero desplegar las alas y la voz en esta jornada<br />cabalgada por tu nombre, ya sabes,<br />que es todos los nombres.</p><p>Quiero tu silueta a través de un paisaje<br />de luminosa negrura<br />y quiero tu mirada que invita a lo profundo y la memoria,<br />quiero que me defiendas de la herrumbre de las viejas armas<br />y los odios inmortales.</p><p>Quiero tu venida<br />y deposito junto a mi puerta un cuenco leve de agua pura,<br />como una ofrenda para cualquier sediento.</p><p>Quiero cogerte de las manos<br />y liberar a los pobres animalillos encadenados con corbatas<br />a la humedad de los edificios de oficinas.</p><p>Quiero entrar en ti, comprender, quedarme mudo y asombrado de lo fugaz,<br />como quien se hace gigante recostándose sobre una bahía tranquila.</p><p>Quiero ser mejor de lo que soy,<br />hacerte camino y volver a mí,<br />ser una plaza llena de gente y aire,<br />volver a inaugurar cualquier mañana brillante y limpia de abril<br />un monumento a tu risa y tus pechos.</p><p>Quiero llenarnos de nosotros,<br />acariciarte y desgastarnos antes de que todos los verbos se vuelvan intransitivos.</p><p>Quiero serte y que me seas.<br />Quiero tu nombre, ya sabes,<br />que es todos los nombres.</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-85152142570162051982022-03-21T22:06:00.003+01:002022-03-21T22:06:22.011+01:00Capítulo 24 y último (Novela 'Julio y las viejas')<p>Soto había sido un niño torpe y bruto. No un niño malo ni especialmente problemático, pero sí bastante movido. Su madre se acostumbró a que su hijo precisara de puntos de sutura, sobre todo y mucho más a menudo que en el resto del cuerpo, en cualquier lugar de su cabeza, con una frecuencia rutinaria que se presentaba cada dos o tres meses. Su niño Daniel se hacía una brecha en la frente o se abría alguna otra parte de su cabeza con una constancia trimestral fija que solo fue aminorando con la llegada de la adolescencia, momento en el que el mapa de su piel ya presentaba más de una veintena de cicatrices.
</p><p>No eran más que eso, el legado de los puntos de sutura y alguna grapa, pequeñas cicatrices que marcaban líneas en su frente y calvas entre su pelo únicamente visibles cuando se lo rapaba. No tuvo ninguna rotura de huesos y se podía decir que su torpeza se unía a una especie de fortaleza pasiva, una capacidad para atraer golpes y, a la vez, soportarlos sin quebrarse.
</p><p>Las roturas de clavícula y de muñeca que le provocó el sacristán habían sido los primeros huesos rotos de su vida y, al margen del dolor, causaron también en él una gran sorpresa. La barrera última de su fortaleza interna, esos huesos que no habían cedido nunca pese a los golpes recibidos, en esta ocasión habían dado muestra de su naturaleza humana quebrándose por los golpes que un asesino les propinó con un pesado candelabro.
</p><p>El mes y medio que estuvo de baja mientras las fracturas se soldaban le dieron para pensar largamente sobre ese detalle. Por una asociación de ideas obsesiva, relacionó sus huesos rotos con el fin de su mundo tal y como hasta entonces lo había conocido. Soñó muchas veces con vientres de ballena. Se dejó llevar por la bestia de la pena y lloró con abundancia la muerte del inspector Santamarta, la de las mujeres asesinadas y sus propios huesos rotos. Como si pudieran equipararse en la misma categoría de desgracias.
</p><p>Sara cuidó de él estos días con dedicación amorosa, atenta a cada necesidad, a cada lágrima, a cada gesto de su marido. Soto supo que lo del chaval repartidor de pizzas era una historia acabada. Su mujer insistió en que él fuera a terapia o que, al menos, se dejara ver por algún psiquiatra porque, según le advirtió, estaba coqueteando con la depresión. Al subinspector le llamó la atención que ella usara el verbo coquetear, pero no quiso ahondar en el asunto porque fue la conversación de una tarde en la que se encontraba especialmente cansado. Lo único que alcanzó a contestar fue que todo se le pasaría en cuanto volviera a trabajar.
</p><p>La inspectora Marín le mandó algún mensaje cariñoso que le hizo sentirse como un soldado jubilado en la reserva, al que se trata con condescendencia. Él le contestó que pronto estaría de vuelta y se sorprendió al añadir que “con ganas de besar a una chica guapa por la calle”. “Porque estás convaleciente, si no iba ahora y te metía una hostia, payaso”, le contestó ella.
</p><p>El día que fue a entregar el informe de cierre de caso se pasó por el bar de Lola pero ella no estuvo muy habladora y Soto sintió una barrera de hielo entre ambos. Él tampoco se encontraba muy bien porque era la primera vez en dos semanas que salía de casa y su cuerpo desacostumbrado a la actividad normal estaba acusando el esfuerzo.
</p><p>Cuando se reincorporó, tras despedirse de una Sara entregada a un amor renovado, revisó su sitio de trabajo en la comisaría, deshaciéndose de gran cantidad de papeles y documentos, para tener después una breve charla con el comisario que le dijo que se tomara su tiempo para coger de nuevo ritmo de trabajo. Trujillo le saludó con alegría, intercambiando bromas y risas. Marín le saludó con cariño y, cuando él le tiró un beso desde lejos al marcharse, ella le enseñó el puño de la mano derecha, eso sí, sin dejar de sonreír.
</p><p>Después, como si se tratara de un mandato al que no podía resistirse, se dirigió al bar de Lola.
</p><p>—Ponme un café, Lola —dijo Soto con una voz tan desgastada que parecía tener eco.
</p><p>—¿Un café? ¿Tú no eras de Cola Cao?
</p><p>—Sí. Era de eso y de muchas cosas. Era.
</p><p>—¿Uno solo?
</p><p>—Sí, pero no me lo pongas muy caliente.
</p><p>—Vale.
</p><p>—¿Cómo estás, Lola?
</p><p>—He tenido temporadas mejores, Soto. He echado de menos algún mensaje tuyo.
</p><p>—¿Mío?
</p><p>—Sí, joder. Algo sobre Santamarta.
</p><p>—Estos días te hubiera dicho y hubiera hecho muchas cosas, Lola. Pero pensé que era mejor no revolver más…
</p><p>—Me parece mentira que lo hayan matado.
</p><p>—A mí también. A su manera, el hijoputa se hacía querer.
</p><p>—Vaya… ahora, hasta dices tacos.
</p><p>—Ya ves.
</p><p>—Me han contado que se ha arreglado una buena pensión para la mujer.
</p><p>—Sí, así es. Se portó como un valiente con el cabrón del mataviejas. Si no es por Santamarta, ni su mujer ni yo lo hubiéramos contado. Hasta le han condecorado a título póstumo. Lo bueno es que le ha dejado un pellizquillo de más en la pensión a la viuda.
</p><p>—Me alegro.
</p><p>—¿Sabes una cosa, Lola, prenda?
</p><p>—¿Prenda?
</p><p>—Ya te dije que algún día te lo llamaría yo a ti.
</p><p>—No, no sé. No sé una cosa pero tú me la vas a decir, ¿verdad? —contestó ella sintiendo que la caldera de su entrepierna, tantos años fría, comenzaba a entibiarse, lo que le hacía sentirse culpable porque entre ambos estaba, como una presencia inexcusable, el cadáver de Santamarta.
</p><p>—No quería el café muy caliente porque llevo prisa —explicó Soto mientras notaba que el sudor le pegaba la camisa al cuerpo.
</p><p>—¿Por?
</p><p>—Porque me voy para casa, a divorciarme de mi mujer.
</p><p>Lola no volvió a decir nada más, incapaz de abrir la boca para elaborar una frase inteligible. Soto se tomó el café de un trago, sin echarle azúcar, y abandonó el bar.
</p><p>Condujo hacia su casa, desviándose sin saber por qué hacia la zona donde vivía el inspector Santamarta. Si le hubieran preguntado por qué hacía eso en lugar de ir directo a hablar con Sara, hubiera podido contestar que era una especie de homenaje a un perfecto impresentable al que, de algún modo, respetaba y al que había cogido enorme cariño entre tanta investigación e insulto. Cerca de la casa de Santamarta, algo impactó en el parabrisas de su coche. Un gorrión reventó contra la luna dejando unas gotas de sangre y alguna pluma encajada en el limpiaparabrisas. El ave cayó después, madeja inerte de alas rotas, junto a la boca de una alcantarilla.
</p><p>El golpe despertó a Soto de su letargo y ensimismamiento. Marcó el intermitente hacia la izquierda, apretó los dientes agarrando con fuerza el volante y giró el coche. Las ballenas vomitaban letanías ausentes en el océano, muy lejos de aquella ciudad del norte de España. En su casa le esperaba la que pronto sería su exmujer.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-22338209559140667872022-03-21T21:46:00.001+01:002022-03-21T21:46:08.237+01:00Capítulo 23 (Novela 'Julio y las viejas')<p>Soto comenzó a leer el informe psiquiátrico. Ese día le iban a dar el alta en el hospital y la inspectora Marín, tras mucho insistirle él, le había traído el documento al hospital donde se terminaba de recuperar del ataque del sacristán. El subinspector quería terminar de comprender, de interiorizar el perfil de este individuo que ya era toda una celebridad, que había matada a decenas de mujeres, al cura don Esteban, al inspector Santamarta y que casi acaba también con él. El sacristán se recuperaba también del ataque de Blanca en otra habitación custodiada del mismo hospital de Cabueñes.
</p><p>Leyó:
</p><p>Javier Domínguez - Psiquiatra Criminal y Forense
</p><p>Historia Clínica nº 13
</p><p>El informado responde a las iniciales A.O.C. y tiene 58 años de edad.
</p><p>Natural de Tarazona (provincia de Zaragoza).
</p><p>Soltero y barrendero de profesión.
</p><p>Su padre falleció cuando él tenía 9 años a causa de un accidente laboral en Alemania, a donde había emigrado en solitario para trabajar. La pérdida del progenitor marcó el carácter y evolución psicológica del informado. Quedó al cuidado de su madre, que regentaba una peluquería. Refiere de ella que cada vez fue más una figura ausente, que se sintió abandonado, que tuvo que hacerse cargo él de muchas tareas del hogar que incluían el cuidado de su abuela materna, una mujer dependiente a la que tuvo que atender (lo que incluía su alimentación y su higiene íntima).
</p><p>No ha tenido hermanos.
</p><p>En el resto de familiares no se han hallado datos de herencias psicopatológicas.
</p><p>Comenta que en el pueblo se murmuraba que “no era normal” que un muchacho de su edad tuviera que “encargarse de la casa y de la abuela, que era como un trozo de carne”.
</p><p>Nació el 4 de diciembre de 1966 y desconoce las circunstancias perinatales. Relata haber pasado la varicela. Sufrió frecuentes anginas que no supusieron mayores complicaciones en el ámbito de su salud.
</p><p>Crecimiento y desarrollo psicomotor aparentemente ordinarios.
</p><p>No se han encontrado ni relata antecedentes quirúrgicos, comiciales, venéreos, hepatíticos ni psiquiátricos.
</p><p>Presentó onicofagia hasta los 33 años.
</p><p>No relata ni constan consumos de sustancias tóxicas.
</p><p>Describe su infancia como “un tiempo cerrado en el que trataba sobre todo con unas pocas personas mayores”.
</p><p>A los 12 años tuvo una experiencia sexual con la mujer que atendía la tienda de ultramarinos donde acudía a hacer los recados. Una viuda de 52 años por aquel entonces, a la que conocía de siempre. “Un día empezó a abrazarme y tocarme y me cogió la mano y me pidió que le tocara el pecho y el sexo, que tenía algunos pelos ya canosos”. La experiencia se repitió de forma parecida en dos ocasiones más. Después, ella rechazó sus intentos de repetir. Él comenzó a masturbarse “casi todos los días” y la limpieza de la vagina de su abuela le “recordaba al sexo de la viuda”, lo que también le daba “algo de placer”.
</p><p>A los 14 años recuerda haber tenido un enorme deseo sexual hacia su madre, sobre todo cada vez que ella se quedaba en la peluquería para su cita con algún hombre, aunque reconoce que eso le producía “como gusto y vergüenza a la vez”.
</p><p>Fue escolarizado hasta 8º de E.G.B., con rendimiento escolar mediocre. No tuvo amistades con sus compañeros de clase porque las tareas del hogar y el cuidado de su abuela le llevaban mucho tiempo. Tampoco relata conflictos ni enfrentamientos graves con los chicos de su edad en aquella época, aunque sí era considerado en algunas ocasiones como “un bicho raro”. Su única socialización ajena a su entorno cerrado fue la iglesia, a la que acudía frecuentemente en calidad de monaguillo. Después fue sacristán antes de emigrar desde Tarazona hasta Gijón.
</p><p>Comenzó a trabajar con 14 años al morir su abuela y acabar la E.G.B. Entró como aprendiz en una fábrica de quesos pero fue despedido después de saltarse dos veces por olvido los protocolos de higiene y obligar a tirar a la basura dos lotes de producción semanal. Al ser despedido y dirigirse a su casa relata un accidente en el que fue atropellado por un turismo de un vecino del pueblo. Recibió un trauma craneal en la zona frontal y perdió “unos dos o tres minutos” el conocimiento. Se negó a ser asistido o acudir al hospital. Desde entonces sufre cefaleas en esa zona frontal que se mantienen intermitentemente hasta hoy día.
</p><p>Tuvo una relación estable con una novia a los 18 años que era 15 años mayor que él. Las relaciones sexuales fueron muy problemáticas porque los requerimientos de él eran abruptos e incomodaban a su pareja, lo que provocó “constantes riñas y malas palabras y algún empujón”. Esta relación duró año y medio. Después ha tenido otras pero ninguna ha superado el medio año de duración.
</p><p>Así continuó hasta que con 33 años comenzaron los hechos luctuosos por los que ha sido detenido. El informado admite haber tenido relación con 21 víctimas, aunque solo se han encontrado restos capilares en pequeños botes de cristal escondidos en el sagrario de la iglesia de El Carmen de Gijón de 16 de ellas.
</p><p> Estos son algunos de los extractos de su relato de los hechos en el sumario:
</p><p>1) “De las primeras no guardé el pelo ni apunté nada, así que igual no me acuerdo bien de todo. Yo saqué la oposición de barrendero en el Ayuntamiento un poco tarde, con casi 30 años. Hasta entonces hice algunos trabajillos para sobrevivir. Me vine desde Tarazona cuando murió mi madre. Conocí a don Esteban y le caí bien. Le acompañaba porque le ayudaba mucho en la parroquia y él no conducía y yo le llevaba y le traía en el coche cuando visitaba las casas de la gente. Con la primera no sé cómo ocurrió. Había estado de visita con don Esteban y luego subí yo solo, más tarde, que me entró la agresividad esa, me entraron unas ganas de tocarla y metérsela, que no lo hice. Bueno, sí la toqué pero nada más. Primero hablé con ella y no iba a hacer nada más, pero ella se empezó a reír y le temblaban las carnes del cuerpo y me excité y le tapé la boca. No la dejé que chillara, yo notaba como quejidos. Recogí luego las cosas, la dejé bien arregladita y dormida y me marché.”
</p><p>2) “Luego con las siguientes fue igual, las tapaba la boca por alguna cosa. Fue todo igual o parecido hasta que a una la toqué cuando se quedó dormida. La ataqué sin saber por qué cuando se puso a quejarse de su vida ay a suspirar, que me entró otra vez la agresividad. A esta después la subí las faldas y la toqué por todas partes. Luego la coloqué todo bien para que siguiera durmiendo bien y me marché. Bueno, antes la corté un poco de pelo, que fue la primera a la que corté un poco de pelo y lo guardé.”
</p><p>3) “Me entraban los agravamientos y las visitaba primero con don Esteban y luego yo solo. Los agravamientos no me entraban si estaba don Esteban. Era después, al quedarme solo. Ellas me abrían la puerta porque ya me conocían. Yo les tapaba la boca y la nariz y se dormían. Luego las tocaba, un rato. Y las arreglaba bien, para que estuvieran curiositas, que estuvieran dormidas pero bien peinaditas. Y cortaba un poco de pelo y lo guardaba apuntando el nombre y el día. Nunca robé nada, yo nunca las he hecho daño, ni soy un ladrón.”
</p><p>4) “Con doña Paca sentí la agresividad y no sé qué me pasó cuando se quedó dormida. La toqué mucho rato pero las furias no se me pasaban. Me saqué lo mío y lo usé. Ella estaba dormidita y no se movía. Y después ya sí, me calmé y la arreglé, le corté un poco de pelo y me marché.”
</p><p>Preguntado por si eyaculó, responde que no pudo y que al final le dolía el pene porque “rozaba mucho y me cansé y lo dejé”. En el último caso, refiere un modus operandi similar con doble penetración e imposibilidad de eyacular.
</p><p>Estamos ante un individuo con tipo de personalidad leptosomático (clasificación de Krestschmer) que ingresó en el Centro Psiquiátrico de la penitenciaría con enorme grado de inquietud, refiriendo amenazas del resto de internos. Solicitó ser internado en el Área de Agudos para tener protección ante posibles agresiones. Esta inquietud fue calmándose al día siguiente de su ingreso de forma espontánea y se adaptó de forma razonable a su nuevo entorno.
</p><p>Ha protagonizado buena orientación en tiempo, persona y lugar.
</p><p>Verbaliza buen orden cronológico y hace un relato coherente de su línea vital.
</p><p>El curso de su pensamiento no presenta quiebras, rupturas ni sonorizaciones.
</p><p>No presenta ideas delirantes, deliroides o sobrevaloradas en su contenido. Su relato tiene relación de sentido. También tiene continuidad de sentido.
</p><p>La memoria (de evocación y fijación) está conservada y es coherente.
</p><p>En las entrevistas mantenidas se aprecia una capacidad de concentración aumentada y una actitud hipervigilante. En ocasiones hay fricciones con el entrevistador que se denotan por sequedad en su boca y contracción evidente en sus músculos maseteros.
</p><p>El rapport es correcto.
</p><p>Sin embargo, su capacidad empática es muy pobre y casi no se aprecia resonancia afectiva. Su relato resulta hermético, estereotipado y frío.
</p><p>La inteligencia es ligeramente alta. En los estudios psicométricos realizados arroja un C.I. de 105.
</p><p>El estado de ánimo del informado es neutro—apático.
</p><p>Las barreras afectivas son notables y es evidente su falta de compasión, vergüenza y conciencia moral. Su juicio sobre sus propios actos es muy laxo y está convencido de que merece ser puesto en libertad.
</p><p>La capacidad de juicio y raciocinio es normal, distingue adecuadamente lo que es lícito de lo que no lo es.
</p><p>Su capacidad emocional presenta serias dificultades, que suple fingiendo expresiones de sentimiento por imitación de quienes le rodean.
</p><p>Las pruebas analíticas sistemáticas (sangre, orina, etc.) son normales.
</p><p>El informado presenta un cariotipo normal (fórmula cromosómica 46XY).
</p><p>No existen rasgos gráficos de valor patológico en el estudio electroencefalográfico.
</p><p>Para el diagnóstico del informado se ha empleado el criterio nosológico de Kurt Schneider por la plasticidad de la personalidad.
</p><p>El informado ha vivido y vive la realidad a través de sujetos y objetos apetecibles, aprovechables y destruibles. El prójimo, incluso su entorno cercano y su familia, son aprehendidos como presas a las que puede victimizar sin límites morales ni remordimientos.
</p><p>A esto se suma una neurosis vinculada al sexo que potencia su ansiedad y agresividad. La perversión sexual marca un comportamiento en este ámbito, con tintes de deseo incestuoso no satisfecho.
</p><p>Revisado todo lo anteriormente expuesto, puede establecerse como juicio clínico:
</p><p>PSICOPATÍAY PERVERSIÓN SEXUAL.
</p><p>Soto tuvo que coger aire antes de seguir leyendo.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-82602483124368694102022-03-19T10:25:00.008+01:002022-03-21T21:25:53.967+01:00Capítulo 22 (Novela 'Julio y las viejas')<p>El primero en entrar fue Santamarta.
</p><p>—¡Gracias a Dios que has venido! ¡Han matado a don Esteban! —le dijo el sacristán.
</p><p>El inspector miró un instante el cadáver en el suelo y le sorprendió la posición en la que estaba. Conocía muy bien esa posición en otros cuerpos. En el poco tiempo que tuvo para analizarla, le chocó algo y no supo ver entonces qué era. Más tarde lo comprendió: era la primera vez que veía un cuerpo de hombre asesinado en esa posición.
</p><p>Cuando estaba levantando la mirada para preguntarle al sacristán qué hacía él allí, oyó un grito entrecortado de su mujer y vio un objeto que se le venía encima lateralmente, con una velocidad sorprendente, para golpearle a la altura de la sien. El candelabro que sujetaba la mano de Alberto impactó con violencia un lado de la frente de Santamarta, que cayó fulminado en posición perpendicular, sobre el cura, formando ambos una cruz. El inspector tenía un ancho agujero en el límite izquierdo del hueso frontal, con restos de masa encefálica comenzando a deslizarse desde la patilla hacia la oreja.
</p><p>Blanca no pudo moverse ni era capaz de asumir la facilidad con que la muerte se había adueñado de aquella habitación. No podía dejar de mirar la cruz que formaban en el suelo los cuerpos del cura y su marido. Y se negaba a aceptar lo que tenía ante sí.
</p><p>—¡Cachis, Blanca, Blanquita de mi vida, así no! Me estáis obligando a ensuciarlo todo. Ya sabes tú la aversión que le tengo a la sangre. Y tu marido lo está dejando todo perdido.
</p><p>Ella miró al sacristán pero no fue capaz de decir nada. Solo tenía los ojos cada vez más abiertos y una sensación angustiosa de pesadilla e irrealidad. Aunque no era capaz de mover ni una sola parte de su cuerpo, sentía que su alma empezaba a bailar un obligado vals del espanto con Alberto, un hombre de ceniza mojada.
</p><p>El sacristán suspiró, asumiendo aquella situación como un contratiempo al que no le quedaba más remedio que poner solución, forzado a su pesar a añadir otra víctima más a su listado, aunque no le entusiasmara la idea de matar a su querida Blanca de aquella manera tan improvisada y sucia y en aquel lugar tan expuesto a dejar pruebas. Dio un paso levantando mucho la pierna para pasar por encima de los cuerpos de don Esteban y Santamarta, apretando con fuerza el candelabro manchado con restos de piel, pelo, sangre y cerebro del inspector.
</p><p>Blanca le observaba, todavía incapaz de moverse, cuando una figura apareció en la puerta de la sacristía que había quedado abierta. Instintivamente Alberto se abalanzó contra esa presencia y trató de golpear de nuevo a la altura de la cabeza. Como llevaba toda la atención puesta en el objetivo de su golpe, no se fijó demasiado dónde apoyaba la pierna en la que soportaba todo su peso para que ese golpe resultara tan mortal como el que había dirigido al inspector. Y precisamente apoyó el pie en una de las manos de Santamarta, lo que le provocó cierto desequilibrio y que el candelabro finalmente impactara en el hombre izquierdo de Soto, que era quien acababa de llegar.
</p><p>El subinspector cayó derribado en el umbral, tremendamente dolorido y con una fractura de clavícula. Para cuando quiso recomponerse, tenía a Alberto ante él, descargando como una furia un golpe tras otro, haciendo que el pulido bronce del candelabro lanzara destellos cada vez que reflejaba con el ángulo adecuado la luz de la bombilla de la sacristía. Sentado, casi vencido en el suelo, cada vez más herido y más indefenso, miró la cara de su agresor y terminó de comprender. Trató de sacar su arma pero uno de los golpes le partió la muñeca e hizo que la pistola cayera al suelo. Sintió una alegría absurda y fugaz por haber resuelto el caso unos segundos antes de convertirse en la última víctima del mataviejas. Se reconoció que había sido una buena investigación aunque fuera a acabar tan mal.
</p><p>Todo cesó, de un segundo para otro, y Soto creyó que había muerto. Sin ser muy creyente, algo dentro de sí le hizo perdonar y despedirse de Sara y, aunque no fuera demasiado creyente, se preparó para el túnel de luz y esas historias que dicen que ocurren al morir. Pero no fue así. Y un dolor cada vez más explosivo en su hombro y su muñeca le hizo ser consciente de que seguía vivo, dolorosamente vivo. Los golpes habían dejado de llover sobre su cuerpo y no sabía por qué. La sangre que le manaba de un par de brecchas en la frente le dificultaban la visión, pero poco a poco logró distinguir lo que tenía ante sí.
</p><p>El sacristán se encontraba arrodillado, con sus propias tijeras de cortar el pelo clavadas en el cuello, empapadas por los chorros de sangre arterial que salían impulsados con cada latido de su corazón.
</p><p>Detrás, Blanca, que había conseguido vencer su parálisis anterior, contemplaba horrorizada lo que acababa de hacer.
</p><p>El sacristán miraba muy fijamente a Soto, repitiendo cada vez con menos fuerza:
</p><p>—No sabes lo que ha pasado de verdad.
</p><p>Soto solo dijo dos palabras.
</p><p>—El sagrario.
</p><p>Alberto dio un respingo al oír eso y se le quedó mirando, muy fijamente. La sangre seguía manando con generosidad pero cada vez con menos energía de la arteria seccionada por la tijera, empapando toda su camisa de cuadros, deslizándose por el pecho y por el hombre y el brazo hasta la mano, que yacía inerte sobre su propio muslo. Ahora, más si cabe, parecía una estatua fría, de mármol, una fuente humana de mármol de la que brotaba sangre. Al fin, cuando su corazón estaba a punto de latir en el vacío, dejándose caer sobre el regazo del subinspector que se lo quitó de encima, entre quebrado y asqueado.
</p><p>Se oyeron unas voces en el exterior, cada vez más cercanas. Una de las voces era la de Aurori, que le iba explicando a dos agentes de la Policía Local y a dos sanitarios del SAMU que ella había dado el aviso porque aquello no era normal, que allí había entrado mucha gente, que aquello no eran horas, que se había asustado y se temía lo peor, aunque sabía que el inspector Santamarta, “¿sabe usted, el marido de mi amiga Blanca?”, estaba dentro y eso le daba mucha seguridad. Los policías, el médico y el camillero se quedaron de piedra al asomarse a la puerta. Aurori dio un grito. Los policías locales reaccionaron obligándola a retirarse para dejar trabajar a los sanitarios. Tras un rato de enorme tensión, lograron salvarle la vida al sacristán. También atendieron a Soto y a Blanca.</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-63127949456199571032022-03-16T22:58:00.003+01:002022-03-16T22:58:24.789+01:00Capítulo 21 (Novela 'Julio y las viejas')<p>Blanca recibió la llamada de Aurori y, mientras escuchaba su narración de que alguien había entrado en la iglesia a aquellas horas tan extrañas, su marido llegó a casa sin que ella se diera cuenta. El inspector se presentó sigiloso en la cocina, donde su mujer hablaba aún por teléfono mientras terminaba de preparar la cena. Blanca se sorprendió ante la presencia inesperada de Santamarta y él lo notó, lo que hizo que se dispararan todas sus alarmas de inspector de Policía y de marido celoso.
</p><p>—¿Con quién hablas?
</p><p>—Con Aurori, una de la parroquia —respondió Blanca, con un temor anticipado ante lo que se le podía venir encima.
</p><p>—Dame el móvil.
</p><p>Blanca le entregó el móvil, en el que todavía estaba activada la llamada.
</p><p>—Blanca, ¡Blanca! ¿me oyes? —preguntó la otra.
</p><p>—¿Eres Aurori? —dijo Santamarta.
</p><p>—Sí, soy yo. Es usted el marido, el policía, ¿verdad?
</p><p>—Sí.
</p><p>—Ya le he dicho a Blanca muchas veces cuando coincidimos en la parroquia lo bueno que es conocer a un policía, que nunca se sabe cuándo va a hacerle falta a una. Y, ya ve, ahora, pues hace falta.
</p><p>—¿Para qué?
</p><p>—¡Uy, sí, perdón! Es que han entrado en la iglesia.
</p><p>—¿En la del Carmen?
</p><p>—Claro, guaje, ¿en cuál va a ser?
</p><p>—¿No sería el cura?
</p><p>—Conozco a don Esteban desde que llegó hace treinta años. Y le puedo decir con toda seguridad que no era él. Yo creo que…
</p><p>—Vamos para allá —dijo el inspector cortando la conversación, justo antes de colgar el teléfono.
</p><p>Aurori iba a contarle también que acababa de hablar precisamente con don Esteban por teléfono y que le había dicho que se acercaba de inmediato, por lo que el párroco llegaría el primero desde su piso cercano, a escasos doscientos metros de la iglesia. A Aurori le daba un poco de miedo que el cura se enfrentara solo, a su edad, con un posible ladrón, pero se tranquilizó pensando que a un santo no le podía pasar nada y que la Policía iba de camino. Ignorante de lo verdaderamente importante, creía que Santamarta se daría muchísima prisa en llegar por la amistad de su mujer con el cura.
</p><p>Blanca salió de la cocina y apareció unos segundos después, calzada y lista para salir a la calle con su marido.
</p><p>—¿A dónde vas? —le preguntó él con un tono entre el desprecio y la sorna, haciendo una pausa en el gesto que había iniciado para ponerse una americana.
</p><p>—Contigo. Has dicho ‘vamos’ —contestó con sorpresa Blanca.
</p><p>—No jodas, me jodas. No. Y punto.
</p><p>Pero, al contrario que en el resto de asuntos, Blanca no retrocedió. Al revés, insistió porque se trataba de su parroquia y de su cura, un hombre por el que sentía la emoción de una hija y que encarnaba todos los valores que ella deseaba en un hombre, más o menos, los contrarios a los que había llegado representar su marido.
</p><p>—Voy, Julio. Conozco la iglesia, tengo las llaves y conozco a cualquiera que tenga las llaves para entrar. Seguro que hay una explicación lógica y conmigo allí será más fácil entendernos y saber qué pasa.
</p><p>Santamarta dudó un instante.
</p><p>—¡Niños! Vuestra madre y yo marchamos. Apañaos con la cena y no deis mucho por culo aunque eso ya va a ser más difícil...
</p><p>Los dos hijos se asomaron a las puertas de sus cuartos y miraron a su madre, que les devolvió una mirada cómplice de tranquilidad que les dejó aliviados. Después, el inspector mandó un whatsapp a Soto: “A la iglesia”. Por si no había quedado clara la urgencia de la orden, añadió otro mensaje: “Cagando hostias”.
</p><p>Más o menos a la vez que Santamarta salía con su mujer de su casa, el sacristán estaba metiendo los frasquitos, perfectamente etiquetados con nombres y fechas, en una bolsa. El lugar del que los sacaba había sido un buen escondite hasta ese momento, pero si no los sacaba de allí de inmediato era cuestión de tiempo, y no de mucho, que los policías acabaran por descubrir lo que llevaba tanto tiempo oculto.
</p><p>—Alberto, ¿qué haces aquí a estas horas? —oyó la voz de don Esteban, que retumbó por toda la nave principal de la iglesia—. Vaya susto nos has dado, tienes a Aurori imaginando yo qué sé qué cosas… ¿Va todo bien?
</p><p>Le hablaba desde el fondo del pasillo central, porque acababa de entrar por la puerta de la fachada principal, y la voz llegaba con reverberación.
</p><p>—No me toques los cojones, hombre, si tú siempre entras por la sacristía —murmuró Alberto entre dientes dejando con disimulo la bolsa con los frasquitos en el suelo, tras el altar. Avanzó unos metros y le dijo con un tono de forzada preocupación:
</p><p>—Don Esteban, ¿qué hace usted aquí a estas horas? ¿Ha pasado algo?
</p><p>—Me ha llamado Aurori —contestó el cura, sonriendo y llegando ya a su altura—, que ha visto entrar a alguien y ya sabes lo peliculera que es esta mujer… Vamos, que te ha visto entrar pero no te ha reconocido y se ha imaginado vete tú a saber qué… Y me ha llamado.
</p><p>—¿Ha llamado a alguien más?
</p><p>—Alberto, hijo, qué preguntas me haces. Pues no, no ha llamado a nadie más. No me asustes, de verdad, ¿pasa algo? Ya sabes que a mí me lo puedes contar.
</p><p>—No, está todo en orden.
</p><p>—Vale, me alegro. Me empezabas a preocupar. Bueno, pero dime qué estabas haciendo, a qué has venido tan tarde. Lo habíamos dejado todo preparado para el oficio de mañana. Ya sé que te pones muy nervioso cuando sacamos a la del Carmen, pero va a ir todo bien.
</p><p>—Sí, todo va a ir bien, es verdad. Nada, una tontería que me acordado al llegar a casa. Ya sabe cómo me obsesiono con el orden.
</p><p>—Alberto, Alberto… no se puede ser tan perfeccionista. No pasa nada si alguna vez las cosas no salen del todo perfectas. Lo hemos hablado muchas veces. No pasa nada, hombre, de verdad. Me parece un exceso que te hayas venido solo por eso.
</p><p>—Lo siento, de verdad, me entra el agobio y ya sabe…
</p><p>El cura echó un vistazo a la zona del altar donde había visto al sacristán al entrar en la iglesia, por ver qué era lo que le había motivado el volver tan tarde hasta allí. Pero no vio nada. Se fijó mejor mientras Alberto no le quitaba ojo y, al fin, don Marcelo se percató de un asa de bolsa de plástico que se podía ver en un lateral de la mesa del altar.
</p><p>—¿Qué es eso? —preguntó señalando ese lugar.
</p><p>El sacristán se fue sin decir nada hasta la bolsa y volvió con ella en las manos, impasible. Le mostró su interior al cura porque, al haber descubierto don Esteban la bolsa, se le habían terminaron de aclarar las pocas dudas que le quedaban sobre qué hacer con él. El cura echó un vistazo al interior de la bolsa y, al ver lo que contenían los frasquitos y leer los nombres escritos en un par de etiquetas, su gesto cambió. Durante unos segundos fue incapaz de aceptar lo que eso significaba. Después miró al sacristán, horrorizado.
</p><p>—Necesito confesión —gritó Alberto.
</p><p>—¿Qué te pasa? Mantén la calma —contestó don Esteban con un hilo de voz.
</p><p>—Estoy muy calmado, ¿no lo ve? —le contestó agarrándole las manos con un resto de sonrisa como la que había llenado su cara oliendo la colonia.
</p><p>El sacerdote se sorprendió al verse con las manos inmovilizadas. Eran las manos del sacristán dos tenazas aferradas a un imposible, a un deseo frío, a otra vida sin culpa, a una redención inalcanzable. Don Esteban trató de dar un paso atrás para zafarse del agarre de esas manos que eran todavía más fuertes y fibrosas de lo que había imaginado, dos manos acostumbradas a manejar la escoba seis horas al día. No lo consiguió y fue consciente de la determinación de Alberto al mirarle a los ojos y comprobar que los tenía clavados en los suyos con la fijeza de una vieja estatua de mármol.
</p><p>—No te podré confesar si no me sueltas —le advirtió en un tono más alto de lo que en él era habitual y que resonó con un vago eco en el espacio nocturno y desangelado de la iglesia a aquellas horas.
</p><p>A cualquier extraño que no conociera a los dos hombres pudieran haberle parecido dos amantes con las manos entrelazadas en una cita clandestina, en un lugar tan inapropiado como aquel templo católico cercano al mar en la noche previa a la fiesta de la Virgen del mar.
</p><p>Alberto soltó al cura sin dejar de sonreír, aflojando un poco la tensión que se le había instalado en la espalda y los hombros.
</p><p>—En el confesionario —exigió.
</p><p>—Podemos hacerlo aquí mismo, como hemos hecho otras veces. Estamos solos. Ya sabes que el confesionario me da un poco de claustrofobia.
</p><p>—Aquí no. En el confesionario.
</p><p>Don Esteban no tuvo fuerza de voluntad para seguir discutiendo. Ambos se dirigieron hacia el pequeño habitáculo en un lateral de la iglesia que prácticamente nunca se utilizaba. Mientras, el sacristán se crujió los nudillos de las manos y el cura no pudo evitar que ese sonido le provocara un breve y desagradable temblor.
</p><p>—Ave María Purísima.
</p><p>—Sin pecado concebida.
</p><p>—Alberto, por Dios, ¿qué has hecho?
</p><p>—Padre, he sido malooooo… —contestó con un deje cínico.
</p><p>Don Esteban se quedó en silencio y ese silencio proporcionó un placer obsceno al sacristán, que añadió:
</p><p>—Sí, don Esteban, es lo que usted está pensando.
</p><p>El cura sintió una descarga de maldad que le recorrió la espalda como si un rayo le hubiera quemado la médula del espinazo y comprendió ya completamente quién había asesinado a doña Paca y a la madre del juez y a todas las otras. Porque tuvo casi a la vez una revelación de otras mujeres a las que ambos visitaban y que habían fallecido de un día para otro sin tener ninguna enfermedad terminal. Le temblaba el labio inferior y, en la oscuridad del confesionario, se sentía doblemente cegado por la violencia de la revelación que estaba teniendo. Intentó huir pero Alberto le puso la zancadilla.
</p><p>—Padre, ¿se marcha sin absolverme? —le preguntó manteniendo una sonrisa angelical que resultaba mefistofélica—. Necesito su absolución, don Esteban.
</p><p>El cura se levantó con dificultad, ayudad por el propio sacristán al que miró todavía más horrorizado. Intentó encontrar algún resto de empatía o de humanidad en sus ojos, pero volvió a ver la mirada fría, opaca y sólida de una estatua. Trató de ganar tiempo:
</p><p>—Nadie es malo del todo, ni para siempre.
</p><p>—Eso es verdad, padre. Fíjese, ahí le doy la razón.
</p><p>—Y has venido a mí y me has pedido confesión. Eso quiere decir algo —continuó mientras notaba que el sacristán le tenía fuertemente agarrado por el codo.
</p><p>—Por eso, si no me absuelve voy a arder en el Infierno.
</p><p>—Yo te absuelvo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
</p><p>—Muy bien… ya me siento mejor. Qué bien me siento, don Esteban —le dijo con un tono indisimulado de ironía—. Ahora, ¿quiere que le corte el pelo?
</p><p>—¿Eh?
</p><p>—Sí, será mi penitencia. Porque le noto un poco agitado y hasta se ha olvidado de ponerme la penitencia. Yo le corto el pelo a cambio de su confesión. Es justo, ¿no?
</p><p>—Sí, sí… —contestó el cura, abrazado por el miedo y con dificultades para vocalizar por el temblor en aumento de su labio.
</p><p>—Vamos a la sacristía, no me parece que este sea un lugar para cortar el pelo.
</p><p>Con parsimonia y sin soltarle el brazo, Alberto llevó a don Esteban hasta la sacristía y le sentó en el centro de la estancia. El cura nunca había sentido tan de cerca la presencia del Maligno como en aquel momento con el sacristán a su lado. En cuanto lograra salir de allí le denunciaría ante la Policía, eso lo tenía claro, pero sintió una ola de fe creciendo desde sus entrañas y se tomó su situación como una lucha heroica entre la luz y las tinieblas. De tantas veces que había oído cómo le decían que tenía vocación de santo, acabó por creérselo justo en aquel momento. Y de tantas veces que se había dicho a sí mismo que no había nadie malo del todo, ni nadie que no mereciera la salvación, también acabó por creérselo entonces. Se convenció súbitamente de su vocación de santo y de que podría salvar el mínimo chispazo de bondad que tenía que existir en el fondo del alma enferma de su sacristán. Tenía que salvar esa alma y sintió aquella misión como un designio divino, un mandato celestial que formaba parte, sobre eso no albergó ni la más mínima duda, de un plan superior del Altísimo. Aunque el sacristán fuera a acabar en la cárcel, era necesario recuperar para Dios a aquella criatura que había hecho tantas barbaridades. Don Esteban asumió aquella encomienda sagrada como una oportunidad inesperada pero fundamental, también para él mismo, porque si lograba la salvación de Alberto sería a la vez su salvoconducto para acceder él mismo de forma directa al Paraíso de los beneficiados en el Juicio Final.
</p><p>—Todo irá bien, confía en Dios —le dijo cariñosamente al sacristán, recuperado el temple y dándole unos breves y confiados toques en el hombro, sonriéndole y comprobando con satisfacción que Alberto le seguía sonriendo también.
</p><p>Alberto cortaba el pelo al cura con movimientos excesivamente afectados, como la coreografía de un baile pasado de moda, mientras don Esteban le observaba dejándose llevar por lo magnético del ritual que desplegaba el sacristán.
</p><p>Muerto de miedo y asumiendo que soportar ese miedo era un ejercicio de santidad, el cura se acordó de su juventud llena de ansia, de aquella moza que arrinconó en una noche de fiesta de quintos en su pueblo de la Rivera navarra, con mucho calor y mucho vino en el cuerpo, que acabó con las bragas de ella en el suelo mientras decía que no débilmente y él no quería oírla concentrado en sus propios gemidos, mientras una solitaria lágrima se mecía en el borde del párpado del ojo izquierdo de ella, no lo olvidaría jamás, con las embestidas de aquel Esteban joven y fogoso. Fue un escándalo con sordina porque el padre de don Esteban, sargento de la Guardia Civil, pagó un dinero a la familia de la muchacha y quitó a su hijo de en medio, metiéndolo en el seminario. Nació siete meses después un niño muy débil que, para alivio de todos, murió sin haber cumplido las dos semanas de vida. Aguantó lo que le quedaba de curso en el seminario para no desbaratar el teatro y las argumentaciones montadas por su padre en el pueblo que, de tantas veces repetidas, acabó por creer la mitad de la gente.
</p><p>Esos meses entre aspirantes a cura fueron haciendo una labor de termita en la primitiva y tosca juventud de Esteban, lo que unido a un persistente sentimiento de culpa por ese niño muerto le llevó a tomarse en serio sus estudios para alcanzar el sacerdocio, asumiendo a la perfección el papel de pecador que pasaba de Saulo a Pablo, con su particular caída camino de Damasco. Dejó de ser Esteban y se convirtió en don Esteban y, unos pocos años después, la parroquia del Carmen fue el escenario donde se fue labrando, a base de tiempo y bondad, un legítimo y sincero currículum de santidad. En su interior permaneció siempre, ante su conciencia y ante los ojos omnipotentes de Dios, aquel tachón bochornoso, aquel guisante negro y podrido de aquella moza y aquel niño malogrado.
</p><p>Pero ahora, superadas la sorpresa y la angustia, si lograba cumplir con su misión de salvar el alma de Alberto de las llamas del Infierno, podría expiar esa parte de su pasado y llegar al Juicio Final, donde no paga nadie por nadie, con un buen expediente. Tenía que salvar el más allá de Alberto a través de un arrepentimiento sincero, garantizando cuando los tribunales celestiales decidirían sobre su caso que su alma cayera en el lado bueno de la Eternidad. Le miró otra vez mientras le cortaba el pelo, con verdadera esperanza de lograr la salvación para ambos.
</p><p>—No eres malo, Alberto.
</p><p>—¿No? —preguntó el sacristán, que seguía con la sonrisa y con los gestos exagerados.
</p><p>—Eres bueno.
</p><p>—Y voy a ser mejor, ya lo verá.
</p><p>Alberto retiró del cuello del cura la toalla que, como siempre, había colocado para evitar que los pelos cortados le cayeran sobre los hombros, en la camisa o la chaqueta. Sacudió la toalla para quitarle los pelos que aún conservaba y la empapó bien en un lavabo que había en una esquina de la sacristía, tomándose su tiempo para que ni una sola de las hebras quedara seca. Antes de volverse de nuevo y mirarle de frente, le dijo:
</p><p>—Padre, guarde ese móvil y no intente mandar ningún mensaje. Es mejor que no me haga enfadar.
</p><p>Don Esteban se puso tan nervioso al haber sido descubierto cuando trataba de mandar un mensaje de auxilio que se le cayó el teléfono al suelo.
</p><p>—Deje, deje… yo lo recojo —dijo Alberto, cogiendo el móvil y colocándolo en la repisa de la única ventana que tenía aquella habitación, lejos del alcance de su dueño—. Fíjese si soy bueno —continuó diciéndole cuando se le acercaba y don Esteban le miraba con gesto de espanto, petrificado el intento de sonrisa en su boca— que voy a enviarles a sus ovejitas el pastor que les falta.
</p><p>En un movimiento que al cura le pareció más rápido que un pestañeo, le echó sobre la cara la toalla empapada, tapándole la boca y la nariz con el tejido húmedo y sus firmes y nervudas manos acostumbradas al palo de la escoba. Don Esteban boqueaba bajo la toalla húmeda ante la falta cada vez más angustiosa de aire y lanzaba manotazos desesperados que Alberto esquivaba con agilidad, colocándose rápidamente a su espalda, lejos de esos intentos torpes de empujarle y golpearle, pero sin aflojar la presión que ejercía, logrando con éxito que la toalla no se despegara lo más mínimo de la boca y la nariz de su víctima. Mientras el cura iba perdiendo vigor en su torpe resistencia, el sacristán repetía una frase, divertido de su propia ocurrencia:
</p><p>—Ve con tus ovejitas, pastor, ellas te esperan.
</p><p>En un último segundo de lucidez, don Esteban se convenció de que aquella muerte era su penitencia por la muchacha y el niño perdido, lo que le hizo sentirse en paz y agradecer el espasmo que sintió en el pecho cuando su corazón realizó su último movimiento y se quebró.
</p><p>Dos goterones de sudor se deslizaban por las sienes de Alberto cuando aflojó la presión de sus manos para retirar después con lentitud la toalla mojada de la cara del cura. La dobló con calma mientras su respiración iba recuperando un ritmo menos acelerado. Miró la cara de ese hombre al que acababa de asesinar y le sorprendió la sonrisa dibujada en su boca, propia más bien de una buena y plácida muerte. Por primera vez desde hacía muchos minutos, fue el sacristán el que dejó de sonreír. Sacudió los pocos pelos que aún permanecían en el cuello y los hombros del cura tras el forcejeo. Después sacó del cuartillo de la limpieza una escoba y un recogedor para barrerlos y dejar inmaculado el suelo.
</p><p>Recuperó la compostura y volvió a sonreír al echar un vistazo a la sacristía y sentirse de nuevo dueño y señor de la vida de los demás, con control sobre la situación. Con esa enfermiza sensación íntima de bienestar, tumbó a don Esteban en el suelo, manipulando el cadáver con un gran cuidado que, por momentos, rozaba la ternura. A un testigo ajeno al crimen le hubiera podido recordar vagamente una escena de un cuadro de la Piedad, como quien recoge el cuerpo de un cristo crucificado. Lo colocó en posición recta, perfectamente alineado con la geometría que marcaban las baldosas agrietadas por el paso del tiempo y la humedad. Fue recomponiendo cada detalle de la ropa para eliminar las arrugas, secó su cara con papel de cocina que había en la repisa junto al móvil y sacó de su bolsillo un peine con el que fue arreglándole el pelo canoso, recomponiendo la raya izquierda que el cura siempre llevaba.
</p><p>Le cerró los ojos y cortó un mechón de pelo junto a su oreja derecha, que ató con un hilo que consiguió de un pequeño canastillo de costura, que también se guardaba en el cuartillo de la limpieza. Lo utilizaban para arreglos de urgencia en las casullas que se utilizaban en los oficios religiosos de aquella parroquia. Colocó ese mechón ya atado junto a los mechones de las mujeres y comenzó a sentir el vacío de quien ha completado una obra largamente planificada, cuyo final parecía no querer llegar nunca. Le vino también a la cabeza la pregunta respecto a la presencia de don Esteban a aquellas horas en la iglesia. Pensó en Aurori. Había sido una presencia inesperada que le había servido para poder completar una pulsión de asesinarle que le resultaba ya insoportable, pero, a la vez, alguna pieza no encajaba bien en su puzzle puesto que el cura no había acudido por un motivo que el sacristán hubiera provocado conscientemente y eso le empezó a inquietar. La vecina cotilla era un fleco suelto que no se podía permitir. En cualquier caso, su mente no pudo centrarse demasiado en ese pensamiento porque un ruido reclamó su atención.
</p><p>Un coche acababa de llegar al pequeño aparcamiento contiguo a la iglesia. Esperó, escuchando con ansia. Lo normal era que algún coche entrara de vez en cuando y se marchara prácticamente de la misma, porque casi nunca había ninguna plaza libre. Pero este no se marchó y oyó cómo se apagaba el motor. El cerebro de Alberto se puso en alerta porque, si no era alguna pareja de amantes que hubiera parado en aquel lugar apartado y mal iluminado para meterse mano u otra cosa, en ese coche vendría alguien que lo había dejado en doble fila de urgencia para ir directamente a la parroquia. Permaneció aun más atento y escuchó una voz de mujer a la que un hombre mandó callar conforme se acercaban. No logró entender con exactitud las palabras que ella había dicho, aunque sí se percató de que ambos fueron muchísimo más sigilosos conforme se acercaban a la puerta de la sacristía, porque no les oyó hablar más y, antes de escuchar la llave introduciéndose en la cerradura, tampoco escuchó sus pasos.
</p><p>Salió al altar, cogió un candelabro de bronce, volvió y lo colocó encima de la mesa de la sacristía. Miró el cuerpo del cura a sus pies y después la puerta comenzó a abrirse.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-14727786623206174322022-03-16T22:12:00.004+01:002022-03-16T22:12:31.047+01:00'A la espera...' #versadicto #poema<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/08ElhMNPsb4" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: left;"><br /></div>
La boca profunda de la noche<br />con el alba ya clarea,<br />el espanto se abriga<br />y se velan las estrellas.<p>La luz y el tiempo ingobernables<br />se abrazan y se besan<br />sobre las ciudades y por los campos:<br />noches quitan, mañanas siembran.</p><p>Los gorriones lanzan su vuelo<br />a través del cielo pequeño de las aceras,<br />los amantes huyen con prisa,<br />las panaderías bostezan.</p><p>En este nuevo día menos pensado<br />lejos suena cerca la guerra<br />pero me he sobrevivido<br />y todo vuelve y empieza.</p><p>Y aquí estoy, hombre pensativo,<br />del gremio de los poetas,<br />mirándome la vida,<br />atento, verde, a la espera...</p>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-62123587434008397942022-03-15T22:18:00.005+01:002022-03-15T22:18:48.848+01:00Capítulo 20 (Novela 'Julio y las viejas')<p>Alberto llegó a su casa y se quedó petrificado al ir a abrir la puerta de entrada y comprobar que estaban sin echar las dos cerraduras que siempre dejaba con doble vuelta al marcharse. Entró moviéndose muy lentamente, atento a cualquier ruido que pudiera llegar del interior y que le delatara la presencia de algún intruso. En el recibidor reparó enseguida en la foto con su madre en la peluquería. Maniático del orden de los objetos, notó que una de las esquinas de la foto se apoyaba sobre el mueble dos centímetros más cerca del borde que como él la colocaba.
</p><p>Un escalofrío recorrió su espalda y se quedó durante dos minutos a la escucha, sin moverse ni un ápice ni cerrar la puerta de entrada. Iban pasando los segundos y lo único que se escuchaba era el ruido amortiguado del niño del piso de arriba, que seguía jugando a la pelota. Su mente se hizo cargo de la situación y, cogiendo las riendas de su voluntad, dejó a un lado la pequeña rebelión de emociones que habían intentado apoderarse de él.
</p><p>Se movió al fin, despacio al principio, con paso normal conforme fue cogiendo confianza y convenciéndose de que nadie más había en la casa. Cerró la puerta. Quien hubiera entrado era alguien con talento y experiencia para hacerlo sin romper nada. Descartó enseguida la posibilidad de que fuera un ladrón porque un raterillo de poca monta hubiera dejado huellas de su torpeza; y un ladrón de guante tan blanco como para cometer un robo así no se habría tomado la molestia de elegir su casa como objetivo, una casa de un barrendero municipal, soltero y a punto de jubilarse, con una vida anodina sin más entretenimientos conocidos que el de ser uno de los beatos más antiguos de la parroquia de El Carmen, uno de los fieles más fijos de don Esteban.
</p><p>Alberto comprendió. Hizo un gesto con los hombros, como de torero que se enfrenta a un morlaco en la hora definitiva. Asumió rápido y con frialdad que eso solo podía significar que se acercaba el día que tantas veces había previsto, un día, de alguna manera, temido y deseado, en el que alguien pondría fin a su historia y sus hechos, como si él fuera un condenado a su propio destino. Una vez leyó un texto de Borges que contaba que el Minotauro, en realidad, deseaba que Teseo llegara y le matara, porque con su muerte se liberaba de una vida bestializada.
</p><p>Alberto, en la entrada de su casa y con un análisis de urgencia en cuanto se recompuso de la sorpresa inicial, lo vio muy claro: quien había entrado no lo había hecho para faltar al séptimo mandamiento, sino para lograr que él acabara en la cárcel. Pero él, eso lo sabía bien, no podía acabar en la cárcel. Se sentó en el sofá de la sala después de cerrar las ventanas que cada mañana dejaba abiertas para que la casa se ventilara en su ausencia. Conforme se le fue pasando la agitación que se había apoderado brevemente de su ánimo, se fue reclinando en el sofá tomando una postura cada vez más relajada que acabó en posición fetal, mientras una sonrisa muy ancha aparecía en su cara apoyada en el tejido oscuro del cojín que había colocado para acomodarse. “Ahora solo queda que os envuelva el regalo y os ponga un lazo bien brillante. Os va a encantar. Ahora sí que nos vamos a divertir”, susurró.
</p><p>Hecho un ovillo se dejó llevar a un estado de letargo cercano al sueño, como el trance hipnótico en el que parecen sumirse las cobras en los espectáculos para turistas, esos que alguna vez había visto en los documentales de viajes que tanto le gustaban aunque jamás se hubiera dedicado a hacer turismo ni a viajar más que lo imprescindible, obligado por alguna cuestión laboral o cuando murió su madre. Tratando de huir de sí mismo, del Alberto en el que se había convertido, se le abrieron las puertas de la memoria y se dejó llevar por imágenes y acciones de su pasado más lejano, cuando fue un niño en la peluquería de su madre. Era aquella una peluquería de una España que comenzaba a bostezar a finales de los sesenta, en un país levemente consciente de la pesadilla en la que estaba metido, aún más si cabe en aquel pueblo en el que él se acabaría criando, perdido en las faldas del Moncayo, un pueblo de hombres y mujeres cuajados por el viento que venía con alfileres de frío tras bajar de sus cumbres ,para caracolear por entre las calles y las gentes. Se movió un poco en su sofá y estiró la mano, abriendo el cajón superior de una cómoda lacada que había comprado años atrás para completar el mobiliario de esa sala. De ese cajón cogió un bote de desinfectante que usaba para limpiar a conciencia sus utensilios de peluquero y un frasco de colonia barata que utilizaba para perfumar a don Esteban y que le recordaba el olor de la peluquería de su madre. Se echó un poco de colonia en la parte interna de la muñeca, en un gesto más propio para un perfume caro. Ningún monstruo se reconoce cuando se mira al espejo, ni siquiera las ballenas, grandes leviatanes del mar.
</p><p>Volvió a hacerse un ovillo dejando la colonia y el desinfectante acomodados entre sus brazos Seguía con sus piernas encogidas y se sumió de nuevo en un duermevela, oliéndose la mano, permitiendo que los efluvios de la colonia dispararan desde su pituitaria recuerdos de infancia, restos de una niñez que le alcanzaban desde un tiempo en el que las piezas del mundo encajaban y las miserias solo aparecían en las historias que las clientas contaban, referidas siempre a la realidad externa de la peluquería. Su padre había desaparecido pronto de la casa y para Alberto pasó a ser una figura tan mítica como ausente. Su madre le contó pasado el tiempo que les dejó para irse a trabajar a Alemania y que allí una máquina y su falta de experiencia acabaron por reventarle la vida y el esternón. Aquello provocó que ella tuviera que meter muchas más horas en la peluquería que permitieron redondear la escasa pensión de viuda que le quedó. Y, también, porque al final todo se acababa sabiendo, para encontrarse de vez en cuando con un hombre que acudía a última hora a ese lugar en el que solo se cortaba el pelo a señoras. Llegaba ese hombre y el cartel de la puerta de entrada se giraba, mostrando la palabra ‘cerrado’. “Madre, de joven estabas con don Javier al acabar de trabajar y no tenías prisa por volver pronto a casa y yo con la abuela bien limpita y arreglada, allí esperándote. Después, cuando te hiciste vieja, me buscabas más…”, murmuró de nuevo.
</p><p>Alberto tuvo que hacerse cargo desde bien niño de su abuela materna, que había quedado impedida por un ictus al que sumó un montón de kilos y un inexpugnable apetito. Conforme fue creciendo, la abuela dio por perdida su propia guerra y cada vez se movía menos y pesaba más, cada vez era más un trozo de carne inmóvil y callado. Su madre iba descargando en él las tareas de cuidado de la abuela, de limpieza de la casa, de las compras y la comida. Acabó por encargarse hasta del baño e higiene de una abuela. Ella se dejaba hacer y le miraba con una media sonrisa que a él le parecía un paso intermedio e imposible entre el llanto desconsolado y el éxtasis de los místicos en presencia de su Dios.
</p><p>La espiritualidad estuvo también siempre en cada rincón de sus días y hallaba un alivio a lo ácido de su vida en las rutinas litúrgicas de la Iglesia, donde comenzó como monaguillo y acabó como sacristán, tras un fugaz paso por el seminario en el que conoció a un Esteban que todavía no era don y que estaba a punto de ordenarse.
</p><p>Olía la colonia y se sentía de nuevo sereno y con control, superado el instante fugaz de pánico, limpio como siempre de sus pecados, centrado en su objetivo y libre de temores. Tenía la certeza casi absoluta sobre quién había entrado en su casa, sobre todo después de que los dos policías hubieran detenido al cura el día anterior. Y también sabía que en la casa del sacerdote y en la suya no habían descubierto nada, aunque resultaba evidente que la búsqueda que se había puesto en marcha tras el asesinato de doña Paca estaba llegando a su fin. En su mente, al oler la colonia, saltaban las imágenes de la peluquería como chispazos, pero también del sexo de su abuela mientras lo enjabonaba, aclaraba y secaba, imágenes de la piel blanca con pocos pelos del pubis y los labios mayores de aquella mujer entregada a la inmovilidad y la gula. Creció con plena consciencia de la anatomía del sexo femenino mucho antes que sus compañeros de clase, enfermamente absorbido por la rutina de alimentación y limpieza de su abuela, sin atisbo de rebelión ante su destino, ni siquiera durante la adolescencia, intuyendo que su venganza íntima ante la vida llegaría en el futuro. Algo sobre lo que ahora no tenía ninguna duda.
</p><p>Dueño de sí mismo, colocó la fotografía en su lugar exacto modificándola dos centímetros, cogió el bolsito con las cosas de cortar el pelo y volvió a salir de su casa, echando de nuevo las dos cerraduras. Con andares de profeta diabólico se dirigió a la parroquia. Caminó por las calles conforme caía la noche y una bruma ligera iba llegando indolente desde el mar. Sintiendo que el espacio físico de la iglesia suponía una especio de impunidad donde acogerse a sagrado, un derecho que ninguna autoridad civil podría violar, entró por la puerta de la sacristía a deshoras con una tarea fija en el pensamiento. Además, empezó a valorar la idea de cambiar de sitio sus frasquitos allí escondidos, porque una vez inspeccionadas la casa del cura y la suya propia, intuyó que para la Policía el tercer lugar en la lista de posibles espacios donde obtener pruebas era la iglesia.
</p><p>Aurori, fija cada domingo en la misa de una y fija casi todos los días a casi todas las horas en su balcón con vistas, le vio entrar en el templo a aquellas horas extrañas cuando ella salió a tomar un poco el aire después de hacer la cena y mientras esperaba a su Manolo que remoloneaba como muchas noches en el bar. En realidad, desde su atalaya de vigilancia y cotilleo vio entrar en la iglesia a un hombre al que no identificó y, alarmada, llamó al cura y a Blanca, que siempre le había parecido una mujer estupenda y a la que consideraba la auténtica encargaba de sacar adelante aquella parroquia.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-62863359530152874172022-03-08T23:59:00.005+01:002022-03-15T21:55:54.594+01:00Geranios #versadicto #poema<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/XdRh3zP12oI" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: left;">Se me ha puesto en pie la sombra,</div><div style="text-align: left;">amenazadora entre mis días,</div><div style="text-align: left;">pero le he lanzado un rápido gesto de luz</div><div style="text-align: left;">y la he sorprendido un flanco tierno.</div><div style="text-align: left;">Así, como de golpe, ha ocurrido un milagro feliz</div><div style="text-align: left;">un abrazo anchísimo de padre amoroso,</div><div style="text-align: left;">de sábanas limpias.</div><div style="text-align: left;">Cultivo geranios en el gemir agotado</div><div style="text-align: left;">por las profundas gargantas </div><div style="text-align: left;">de los bueyes de arena,</div><div style="text-align: left;">arando los alargados campos de la desolación.</div><div style="text-align: left;">La vida no tiene adornos</div><div style="text-align: left;">y me revela que soy, que ahora, que estamos.</div><div style="text-align: left;">Sientate un suspiro conmigo,</div><div>eso me basta y te bastará;</div><div style="text-align: left;">ayúdame con tu risa a regar mis patios</div><div style="text-align: left;">cuando tarde y voz,</div><div style="text-align: left;">cuando primavera,</div><div style="text-align: left;">cuando tú y también yo.</div>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-40035356605020892962022-03-08T23:31:00.001+01:002022-03-08T23:31:00.976+01:00Capítulo 19 (Novela 'Julio y las viejas')<p>Pablo Corrientes conducía camino de su cita con Santamarta por la autovía del Cantábrico, dirección oeste, acercándose a esa ciudad del norte de España. El paisaje de montañas, de distintas gamas de verde y de un mar que aparecía y desaparecía jugando al escondite en cada curva se iba sucediendo ante sus ojos a través del parabrisas sin que él le prestara demasiada atención, porque su cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto que tendría entre manos el inspector. Le picaba mucho la curiosidad. No era normal que le hubiera llamado con tanta prisa y tanto secretismo.
</p><p>Lo conocía desde sus tiempos de servicio en el País Vasco, cuando Santamarta había sido un joven inspector digno de admiración, uno de aquellos héroes que se la jugaban en la lucha contra el terrorismo. Corrientes oyó después algunas historias que echaban por tierra la imagen que se había forjado de él y se negó a creerlas, porque aquel hombre con el que había trabajado no hubiera sido capaz jamás de llenarse de barro y dejar que le pillaran con lo de las torturas.
</p><p>Tenía otro vínculo muy especial con él. Cuando conoció a su mujer sintió un latigazo de atracción pero nunca dio ni un mínimo paso hacia Blanca, por respeto a su compañero y por no meterse en problemas. A su manera, eso provocó que creciera y exagerara la admiración que sentía por Santamarta, puesto que únicamente un tipo admirable era merecedor de tener a su lado a una mujer como Blanca. Los últimos años la vida les había llevado por caminos muy distintos y entre ellos se había abierto una distancia física y emocional muy grande. “Si este mamón me quiere ver con tanta urgencia, debe de haber algo gordo detrás”, pensó mientras conducía.
</p><p>Al llegar a un aparcamiento donde le había citado el inspector, siempre público y libre para evitar tener que dar la matrícula y así evitar también quedar identificados, sacó del maletero su bolsón de herramientas en previsión de lo que le pudiera pedir Santamarta, convencido de que iban a ser “cositas finas”, como solían comentar con mucha complicidad años atrás. Era necesario hacerlas, pero nunca se hablaba de ellas más que lo estrictamente necesario. El hombre que se encontró en aquel aparcamiento, al que hacía más de cinco años que no veía, le sorprendió por su delgadez y por lo marcado de los huesos de la cara. Nunca había sido de carnes generosas, pero a Corrientes le impresionó lo sobresaliente de sus pómulos que acrecentaban la sensación de unos ojos hundidos. También le impresionó notar con claridad los huesos, tendones y venas bajo la piel de sus manos.
</p><p>—¡Julito, cabronazo! ¿No te dan de comer caliente? —le dijo mientras se abrazaba a él y le daba sonoras palmadas en la espalda—. Dame un abrazo, dame amor del bueno…
</p><p>—Estoy consumido de tanto follar.
</p><p>—Venga, fulero, a otro con esos fantasmas.
</p><p>Se sonreían y se miraban con la confianza de un par de veteranos que habían compartido bares de mala muerte en aquellas madrugadas de Bilbao, después de alguna operación peligrosa, en alguna barra mugrienta entre putas, confidentes y traficantes. El ‘Chapuzas’ notó que los años habían golpeado los hombros de Santamarta, que tenía un porte menos orgulloso, más derrotado. Y, además, una pizca de súplica en su gesto hacia él, algo impensable en el inspector que él había conocido en su juventud.
</p><p>Corrientes le preguntó por Blanca y Santamarta le contestó con un protocolario e incomodado “bien”, que dio paso a una explicación resumida y precipitada del caso en el que andaba metido.
</p><p>—Me tienes que abrir la puerta de esa casa, pero sin dejar huella, ya sabes.
</p><p>—Venga, va… ¿en serio? ¿Por ahí va el caso, un tío que ha matado a todas esas viejas?
</p><p>—Pablo, de verdad, ni puta idea. Es mi último cartucho. Por eso te he llamado, joder. Tú me conoces. No te lo pediría si no fuera importante. Si te supone mucho, vete a tomar por culo.
</p><p>—Venga… Julito, no te me pongas gallo.
</p><p>—Escucha… esta mañana casi nos comemos un expediente.
</p><p>—¿Tú y…?
</p><p>—Mi subinspector.
</p><p>—¿Y por qué no está aquí?
</p><p>—Es un primaveras. Creo que lo dejará de ser, pero está todavía muy verde. Y es un cornudo, pero es da igual y es cosa suya, además. Sobre el caso y el favor que te pido… que si esto sale mal, mejor me como yo solo el plato de mierda.
</p><p>—Vale, vale…
</p><p>—Ya sabes que no tengo una hoja de servicio muy presentable y a estas alturas me la suda. Pero quiero jubilarme, que ya me queda poco en el cuerpo. Si sigo haciendo el gilipollas con mi subinspector me veo cagándola del todo y haciendo después de cabeza de turco. Me cago en mi padre, si me echan, que sea a lo grande. Además, que lo de las viejas no es una invención. Este Soto, mi subinspector, no es tonto. Sí, joder, sí… ahí fuera hay un cabrón mataviejas y por mis muertos que le voy a pillar. Tú ábreme esa puerta sin dejar huella, que tú lo haces con la punta del capullo, y te piras. Lo demás es tarea mía. Pablo, no me pidas más explicaciones, joder…
</p><p>—Vamos —respondió lacónicamente el ‘Chapuzas’, dando unos golpecitos en su bolsa de herramientas, dándole a entender así que la conversación había finalizado y que podía contar con su ayuda.
</p><p>El inspector echó sus cuentas mentales, pensando en el horario de catequesis de Blanca con los niños pequeños, porque sabía que era paralelo al de Alberto, el sacristán, que tenía al grupo de los mayores. Empezaban ambos con los críos a las seis de la tarde, lo que cuadraba perfectamente con la hora a la que llegó a casa del sacristán acompañado del ‘Chapuzas’, con la descarada intención de no respetar la inviolabilidad del domicilio y no respetar tampoco algún que otro derecho fundamental más si fuera necesario.
</p><p>Subieron en ascensor hasta la séptima planta del bloque, charlando en voz muy baja sobre los viejos tiempos y las madrugadas en tugurios, calles grises y sucias de ambiente canalla, antes de los destellos plateados de un museo de titanio.
</p><p>Charlaban como dos colegiales, quitándose la palabra continuamente y dándose exagerados golpes en el hombro, el antebrazo y el pecho, repasando las vivencias compartidas, todo aquello que había marcado una juventud gastada en una tierra extraña para ambos, una juventud en la que el miedo les fue enseñando lo que no se incluye en ningún plan de estudios universitario.
</p><p>Santamarta se dejó llevar durante aquellos minutos de nostalgia y casi se olvidó de lo que había ido a hacer allí y por qué compartía ascensor con Corrientes. El golpe seco que dio el ascensor al llegar al séptimo despertó al inspector de su improvisado y dulce letargo. Le dijo, cortando la conversación:
</p><p>—Vamos, el peluquerito este de los cojones no acaba lo que está haciendo hasta dentro de cuarenta y cinco. Ábreme y te vas.
</p><p>—Parece que te sobro, maricona. Tampoco hace falta que salga corriendo, ¿no?
</p><p>Sacó una tarjeta de crédito y trató de abrir pero había otra cerradura que también estaba echada y que no cedía con facilidad. Corrientes rebuscó en su bolsón y sacó una pesada herramienta del tamaño de un puño, un poderoso imán con un sistema de deslizamiento para regular su efecto magnético. Lo aplicó a la zona de la segunda cerradura y, tras un chasquido sordo que le hizo sonreír, empujó suavemente la puerta con una sonrisa todavía mayor en sus labios, a la vez que giraba la cabeza y miraba a Santamarta con las cejas divertidamente alzadas. Pero el inspector estaba serio, con su brillo en los ojos habitual en los momentos de tensión.
</p><p>—De verdad, escúchame, que has hecho ya demasiado. Desaparece, anda, si me tengo que llenar de mierda que sea yo solo.
</p><p>—Estás pesadito con lo de la mierda.
</p><p>—Vete.
</p><p>—Que no te voy a pedir que echemos un culín de sidra ahí dentro.
</p><p>—Serás hijoputa. Venga, arranca. ¡Cago en Dios! Ven aquí y dame un abrazo… venga, marcha.
</p><p>—Julito, cuídate mucho… y no la líes más de lo necesario.
</p><p>Se abrazaron con precipitación.
</p><p>—Cojones, adiós, joder, adiós —insistió el inspector.
</p><p>—Adiós.
</p><p>El ‘Chapuzas’ guardó su herramienta en el bolsón y se metió de nuevo en el ascensor mientras Santamarta se ponía unos guantes de látex que le recordaron al primer confinamiento de la pandemia de tres años atrás. Entró en la casa solitaria y cerró la puerta mientras el ascensor ya descendía camino de la planta baja.
</p><p>Sin saber por qué, el inspector tuvo la intuición de que aquella entrada ilegal en esa casa iba a ser la última acción importante de su vida como policía. Y eso le puso nervioso. No lo pudo evitar y comenzó a temblar como un novato, especialmente al ver una foto del sacristán, una en la que aparecía siendo niño junto a su madre, ambos en la peluquería de ella. La mujer le rodeaba el cuello con el brazo en un gesto que pretendía ser cariñoso pero que acababa resultando llamativo, porque Alberto tenía un semblante poco familiar y una postura demasiada envarada para un niño que posa en una foto junto a su madre. El inspector agarró la foto y la miró con detenimiento. En el fondo de la peluquería, tras ellos dos, una mujer estaba sentada con uno de esos aparatosos secadores de pelo en la cabeza y, tras ella, en la pared había un cartel en el que se podía leer: ‘Salón Alberta. Peluquería de señoras. Experta en permanente.’. Colocó de nuevo la fotografía en su lugar, tratando de controlar el temblor de sus manos, y avanzó hacia la sala enfadado consigo mismo, sintiéndose un torpe aspirante a policía en lugar del inspector veterano que era. Un ruido en el piso de arriba provocado por un niño que jugaba a la pelota le hizo dar un salto involuntario y sacó su arma. La guardó enseguida, avergonzado de su propia reacción. Sudaba mucho, angustiado y, a la vez, todavía más enfadado consigo mismo por ese ataque de angustia sin motivo e impropio de un hombre con su experiencia. Quiso tomarse un coñac para calmar los nervios, quiso meterse un gramo para acelerarse y agitarse por un motivo lógico y quiso echarle un polvo rápido y sucio a Susi para no pensar en nada. Quiso hacerlo todo y a la vez. Respiró profundo y siguió recorriendo la casa con sumo cuidado pese al descontrol de sus manos. No encontraba nada de lo esperado y la sensación de ahogo y de callejón sin salida iba en aumento. Recorrida toda la casa por completo, revisado cada cajón y cada rincón, y consumida media hora en esa tarea, se paró en medio de la sala de pie, descompuesto, con ganas de volver a sacar la pistola y liarse a tiros con el mobiliario.
</p><p>—¡Me cago en mi puta vida! —dijo en un grito rabioso y contenido, vislumbrando un sonoro fracaso en este caso, que podría haber sido lo último decente en su hoja de servicios.
</p><p>Dio otra vuelta a la casa, buscó y rebuscó, y lo único destacable que halló fue un bolsito con una tijera, un peine y algún otro utensilio de peluquero que no supo identificar. Eso era lo que su mujer ya le había explicado que Alberto tenía y que usaba para cortarle el pelo al cura.
</p><p>Se marchó con un ademán violento que le llevó a golpear el sofá, levantando un polvo que se hizo muy visible al contraluz de los rayos del sol de la tarde que entraban por el ventanal.
</p><p>Se fue al bar de Lola y whatsappeó a Soto para que se acercara. El subinspector se levantó de su mesa de trabajo, como un zombi, después de haber pasado allí todo el día revisando documentación y planteándose extravagantes hipótesis para nuevas líneas de investigación.
</p><p>En la barra, uno con su Coca-Cola y el otro con su coñac, a Lola le parecían dos náufragos silenciosos.
</p><p>Soto pensaba por primera vez en su vida en hablar con un abogado para ir organizando su divorcio y Santamarta, también por primera vez en su vida, pensó en los papeles que tendría que rellenar para pedir una prejubilación.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-39032476573707481992022-03-06T21:43:00.001+01:002022-03-06T21:43:21.143+01:00Capítulo 18 (Novela 'Julio y las viejas')<p>—Sí, comisario. Sí…, sí, ahora mismo estamos ahí. Voy ya con Santamarta, sí, vamos ya. Estamos ahí, sin tardar, sí señor.
</p><p>Soto colgó el teléfono y miró a Santamarta, al que había ido a buscar a su casa con la intención de llegar lo antes posible a comisaría, donde Ventura le había dicho que le esperaba a primera hora. Y ahora le había vuelto a llamar para meterle más prisa.
</p><p>Después de lo del beso a Marín, se echaba a temblar solo con pensar en ella, con pensar en encontrársela o tener que mantener una conversación. Soto temió que ella le fuera a denunciar por acoso y con la llamada del inspector se imaginó que ya lo había hecho y que le iban a caer encima todo tipo de calamidades que pondrían fin a su vida profesional, primero, y personal, después. “Como si no fuera ya todo una mierda, ahora esto”, pensó.
</p><p>Soto había llamado a primera hora a Santamarta para avisarle de que pasaba a recogerle y el inspector había escuchado toda su explicación sin interrumpirle, aunque al final solo le contestó:
</p><p>—Primaveras… me la sudan las prisas del comisario. A mí Ventura me la suda octavo Dan. Pero me viene bien que me hagas de taxista, que no tengo el cuerpo para jaranas.
</p><p>Soto había salido de casa con mucha prisa y dejando a una soñolienta Sara aún en la cama. Ni ella ni él hicieron el más mínimo intento de retomar la conversación interrumpida unas horas antes, antes de quedar ambos dormidos, uno en la sala y la otra en su cuarto. Así que, sin desayunar, el subinspector llamaba diez minutos después al portero automático de Santamarta, que le contestó cagándose en todos sus muertos porque el timbrazo le había agudizado el dolor de cabeza que ya tenía desde temprano por la mañana. También le avisó de que bajaría cuando le saliera del arco del triunfo.
</p><p>—Es la comisaria, que nos está esperando —le dijo cuando Santamarta ya había bajado y después de contestar la llamada del comisario.
</p><p>—Que ya sé lo que nos va a decir, Soto, y que ya te he dicho que me la sudan sus prisas.
</p><p>Montaron en el coche de Soto y recorrieron los dos kilómetros que separaban la casa de Santamarta de la comisaría, por unas calles que tenían la actividad habitual de un día como aquel, aunque los dos policías no prestaran ninguna atención al exterior, enredados cada uno en su laberinto y sus bestias particulares. El subinspector repasaba mentalmente los datos y las teorías que había aplicado en la investigación, que le llevaban, una y otra vez, a un callejón sin salida en el que un cura bondadoso no podía ser un asesino en serie por mucho que todo lo que había aprendido de investigación criminal le condujera a esa conclusión. El disfraz de asesino en serie resultaba grotesco e increíble en un hombre como don Esteban, y Soto se iba rindiendo a esa evidencia que, de rebote, le situaba ante el precipicio de no saber por dónde continuar investigando. La única alternativa que se le presentaba era reiniciar las reflexiones y plantear otras hipótesis posibles retomando la argumentación desde el asesinato de doña Francisca.
</p><p>Santamarta, por su parte, pensó en intentar otra vez hablar con el ‘Chapuzas’, pero no quería bajo ningún concepto que el subinspector se enterara, así que se dedicó a darle vueltas a cómo iba a hacer a escondidas lo que sabía que era necesario hacer. Necesario y poco legal, aunque eso tampoco le importara demasiado.
</p><p>Después de recibir varias miradas preocupadas de Marín, Trujillo y algunos compañeros más, entraron al despacho del comisario como quien va al paredón, cabizbajo Soto, algo desafiante Santamarta.
</p><p>—¿De qué va esto, Julio? —preguntó Ventura directamente en cuanto ambos estuvieron sentados frente a él, en su despacho, dirigiéndose solo al inspector.
</p><p>—Es lo que hay, comisario. Para qué nos vamos a andar con hostias. La hemos cagado.
</p><p>Soto asistía a la conversación como un espectador de una velada de boxeo en silla de ring, seguro de que el sudor y la sangre acabarían por salpicarle.
</p><p>—La habéis cagado con ansia. Lo que tuve que oír ayer del juez… Y la culpa es mía, por dejaros ir a por el cura. En qué puto momento me tragué toda esa mierda de teoría sobre el círculo de los cojones. Supongo que habréis visto los titulares de El Comercio y de La Voz.
</p><p>—La prensa es mala para la salud —dijo Santamarta.
</p><p>—¡Me cago en todo lo más barrido… encima no te cachondees! —gritó Marín, soltando varias bolitas de saliva que trazaron parábolas de varias trayectorias hacia la mesa del despacho y hacia el suelo.
</p><p>—Yo le garantizo que… —empezó a decir Soto.
</p><p>—Tú me garantizas un expediente que estoy a punto de abriros por tener la poca vergüenza de mandarme al cura donde el juez, cuando los dos sabíais que no teníais una puta mierda contra él.
</p><p>En esta ocasión el comisario habló con un tono tan frío que bajó un par de grados la sensación térmica en la piel de Soto y Santamarta.
</p><p>El inspector negaba con la cabeza, pensando en que su subordinado tenía el don de la inoportunidad y no sabía estarse callado cuando lo prudente era no abrir la boca hasta que no acabara un chorreo como el que les estaba cayendo. Hubo un silencio que sabía a noche pasada a la intemperie, que finalmente rompió Ventura con una última frase lacónica y pretenciosamente motivadora, de la que el inspector se hubiera reído abiertamente si las cirunstancias hubieran sido otras:
</p><p>—Sois policías, comportaos como lo que sois.
</p><p>Santamarta se levantó con rapidez de la silla y agarró del brazo a un Soto sorprendido que también se puso en pie y le siguió fuera del despacho. Iba el inspector cavilando en cómo deshacerse de la compañía de Soto durante todo el día y fue este el que se lo puso en bandeja:
</p><p>—Necesito revisar el expediente del caso. Tiene que haber algo que se nos haya escapado… que se me haya escapado. Tiene que haber algo que se me haya pasado por alto.
</p><p>—Lo que necesites. Yo voy a airearme un poco, a ver si se me aclaran las ideas.
</p><p>Al subinspector le sorprendió la respuesta de Santamarta y creyó que estaba más afectado por todo lo ocurrido de lo que quería demostrar. También creyó que, de nuevo, el único avance posible en el caso dependía de su esfuerzo, inteligencia y talento investigador, eso sí, talento con un prestigio íntimo algo maltrecho tras el fiasco de don Esteban. Se sintió de nuevo como el último mohicano, el héroe definitivo ante la adversidad en la oscura tripa de la ballena. Y se puso a releer la documentación una vez sentado ya en su mesa, donde pasó un buen cesto de horas hasta que el hambre le recordó, cerca de las dos de la tarde, que llevaba desde el día anterior sin comer. Sara ya no le whatsappeaba, hacía días que había disminuido notablemente el volumen de sus mensajes, justo después del accidente con la moto del telepizzero. Pero Soto trataba de no pensar demasiado en barcos hundidos ni leviatanes marinos.
</p><p>Santamarta salió de la comisaría y llamó de nuevo al contacto memorizado como ‘Chapuzas’, que le cogió al cuarto tono:
</p><p>—¿Qué pasa, mamonazo? Siempre a sus órdenes, je, je, jeeee…
</p><p>—Nada, guaje, ya sabes, lo de siempre, deteniendo a los malos —contestó el inspector.
</p><p>—Ya… ¿Cómo te va?
</p><p>—Pues, mira, jodido, por eso te llamo. ¿Por dónde andas?
</p><p>—Por Galicia.
</p><p>—Galicia…
</p><p>—Sí, ¿qué pasa?
</p><p>—Es que necesitaría que te pasaras por aquí.
</p><p>—Julito, ¿tan grave es?
</p><p>—Ya sabes que no te llamaría si no lo fuera.
</p><p>—Joder, me empiezas a asustar. Venga, mira, me voy para allí. Tengo aquí un rollo de un ruso que creo que puedo dejar cerrado en unas horas. Pero antes de hacer nada me lo vas a explicar todo bien, muy bien… que no tenemos edad para hacer el gilipollas con según qué cosas.
</p><p>—Sí.
</p><p>—Acabo con lo de aquí para la una. Me planto allí sobre las cuatro y te llamo.
</p><p>—Hecho. Gracias.
</p><p>—Joder, qué serio te pones. Me la vas a comer de canto y lo sabes.
</p><p>—Dos veces si hace falta.
</p><p>—Ese es mi Julito —dijo con una gran carcajada—. Venga, voy a darle candela a este tema para poder salir lo antes posible.
</p><p>El inspector pidió un taxi y se fue cerca de su casa, para coger el coche y poder moverse libremente cuando Pablo Corrientes, el ‘Chapuzas’, llegara después de comer.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-71009730428778466942022-03-03T23:08:00.001+01:002022-03-03T23:08:13.301+01:00Capítulo 17 (Novela 'Julio y las viejas')<p>—¿Cómo está don Esteban? ¿Qué ha pasado? ¿Ha ido todo bien? —preguntó Blanca a su marido cuando le vio aparecer por la puerta.
</p><p>—¿Y por qué cojones tendría que ir algo mal? —le contestó un Santamarta muy agitado.
</p><p>Antes de ir a casa, harto de la vida y de sí mismo, harto de estar harto, había estado a punto de ponerle cualquier excusa a su mujer y marcharse a pasar la noche follando con Susi, la que hubiera sido su primera noche con ella. Le apeteció como nunca, con un sentimiento enfermizo, mezcla de sexo y de niño desvalido, follársela y después quedarse abrazado a ella, como si entre sus brazos pudiera encontrar una protección al mundo agresivo y afilado que le rondaba hasta en sueños.
</p><p>Las manos le temblaban imaginando las consecuencias que iba a tener el registro y la detención fallida del cura. Finalmente decidió ir a su casa, no por respeto a su mujer o por un último principio de fidelidad, sino por temor a que Susi se imaginara que lo suyo iba en serio y se enamorase de él más de la cuenta. Dentro de sus más profundos pensamientos, como un ratoncito ciego, algo débil y desesperado deseaba que todo se acabara cuanto antes, poner fin al sufrimiento y la rabia.
</p><p>La detención del cura había trastocado todos los horarios y rutinas previstas en la parroquia y Blanca pasó la tarde echa un manojo de nervios, impotente ante lo que estaba ocurriendo, especialmente afectada porque la iniciativa hubiera partido de su marido. Le miró, llena de curiosidad y temor por la situación de don Esteban. Arriesgándose a su furia, sacando valor de no sabía muy bien dónde, le insistió:
</p><p>—¿Qué ha pasado, Julio? Dicen que le habéis soltado. ¿Ha hecho algo malo?
</p><p>—Pues estás bien enterada. El curita no es tan bueno como parece.
</p><p>—Pero, ¿qué ha hecho? Por Dios, ese hombre no puede haber hecho nada malo.
</p><p>—No sé, Blanca, dímelo tú. Que parece que le conoces muy bien. A ver… ¿qué me dices de tu curita?
</p><p>A Blanca le fallaron las fuerzas cuando Santamarta se le acercó a escasos centímetros y la miró con media sonrisa forzada, pupilas dilatadas y un tic en una ceja. Rompió ella a llorar y, entre sollozos, solo logró responder:
</p><p>—No sé, Julio, de verdad… no sé. Esta mañana… esta mañana creo que don Esteban había quedado con el sacristán para que le cortara el pelo y justo antes de que marchara le habéis detenido. Es todo lo que sé. Ya no le hemos visto más en todo el día por la parroquia, hasta que hace un rato nos ha mandado un mensaje diciéndonos que estaba bien y en casa…
</p><p>El inspector se movió ligeramente y soltó un potente y sonoro golpe en la puerta del zapatero que tenían en el pasillo, provocando un meneo en todos los zapatos, botas y zapatillas de su interior, zarandeadas por el manotazo como la carga mal estibada de un barco en plena marejada. Blanca no pudo evitar un respingo. El hijo abrió la puerta de su cuarto con la intención de acudir en ayuda de su madre, pero Santamarta le fulminó con la mirada y el chaval se paró en seco y se echó después hacia atrás con miedo apresurado, cerrando de nuevo la puerta.
</p><p>Blanca se fue llorando a la cocina y Santamarta se quedó unos segundos mirándose la palma de la mano, sorprendido de su propia violencia, sintiéndose un extraño en su propia vida, como si su mano fuera una extraña con voluntad propia. La poca luz que le quedaba en lo profundo de sus entrañas dio un destello que iluminó por un instante las tinieblas de alcohol y cocaína en las que habitaba. Fue un chispazo inesperado, una herencia debilitada pero suficiente de sus añorados viejos tiempos de buen policía, unas palabras de quebradiza esperanza entre la niebla y la humedad, un resto de bondad e inteligencia en un hombre embrutecido. Se dirigió más calmado a la cocina, respiró tres veces profundamente y, con la mayor ternura que logró reunir en sus dedos, se acercó de nuevo a su mujer y le levantó suavemente la cabeza cogiéndole de la barbilla. Entre lágrimas, Blanca le miró sin entender qué más quería de ella y con la convicción cada vez más cierta de que iba a llegar al fin el día temido en que acabara por golpearla. Y que ese día podría ser ya, entonces.
</p><p>Sin embargo, Santamarta, conmovido por el rostro quebrado de su mujer y por el descubrimiento que creía haber hecho respecto del caso, le preguntó:
</p><p>—Blanca, por favor, repíteme a dónde iba a ir el cura esta mañana.
</p><p>—¿Qué?
</p><p>—El cura, es importante, cariño. Dime… a dónde me has dicho que iba esta mañana.
</p><p>—Julio, que él no ha hecho nada, créeme, es un buen hombre.
</p><p>El inspector quitó la mano de la barbilla de su mujer y se retiró un paso, tratando de controlar la nueva ola de ira que se le estaba acumulando en la parte alta del pecho. Desesperado por obtener cuanto antes la confirmación de su mujer, sin que eso le obligara a entrar en discusiones morales sobre el cura, insistió sin elevar la voz pero con un tono que sonaba a ladrido y amenaza:
</p><p>—¿A dónde iba a ir?
</p><p>Blanca dejó de llorar, se secó con torpeza las lágrimas y contestó como una cierva herida:
</p><p>—A cortarse el pelo donde Alberto.
</p><p>—El sacristán.
</p><p>—Sí… Le corta siempre él el pelo en su casa.
</p><p>—¿En su casa?
</p><p>—Sí, la madre de Alberto fue peluquera y él aprendió el oficio de crío, me parece…
</p><p>Santamarta no preguntó nada más. Se dio media vuelta y salió de la cocina, dejando a su mujer con un extraño sentimiento de culpa por si había perjudicado al cura y, a la vez, con una creciente curiosidad por saber qué importancia tenía dónde se cortara el pelo don Esteban y en qué acabaría todo aquello. No entendía nada y ni siquiera sabía si había algo que entender en aquella locura.
</p><p>Santamarta se dirigió a la sala pasando por las puertas de los cuartos de sus hijos, que seguían cerradas después del amago que había hecho su hijo Mario de pararle los pies. De nuevo temblando de miedo pero de nuevo llena de culpa y curiosidad por el futuro de don Esteban, Blanca le siguió y se arriesgó por segunda vez a hablarle después de que él hubiera dado por terminada la conversación.
</p><p>Se le había dibujado al inspector una sonrisa tan exagerada que parecía la obra de un artesano en una tosca escultura de madera. Cuando ella vio esa sonrisa no pudo evitar un escalofrío y la frase que estaba diciendo se le murió congelada en la boca:
</p><p>—Julio, yo quería preguntarte qué le va a pasar a…
</p><p>Él la miró un instante, fijando sus ojos en un lugar indefinido de su frente, de modo que a Blanca le dio la impresión de que estaba siendo atravesada por un hiriente hilo de sinrazón que partía del cerebro quebrado de su marido. El miedo la bloqueó por completo y quedó petrificada.
</p><p>El inspector cabalgaba sobre su sonrisa de estatua etrusca y movía afirmativamente la cabeza.
</p><p>—A tu curita no le pasará nada —dijo al fin, enseñando la doble fila de sus dientes.
</p><p>Oír de su marido que don Esteban estaba fuera de sospecha, sobre todo que lo dijera en un momento en el que todo era delirante, la ayudó a tranquilizarse y la permitió moverse, alcanzando de nuevo el espacio más seguro de la cocina. Mientras, el inspector miraba el televisor apagado, con la misma sonrisa, susurrando varias veces:
</p><p>—El Círculo...
</p><p>Unos minutos después cerró los ojos con fuerza y se dijo: “Pablito, te necesito”. Sacó el móvil del bolsillo, buscó un contacto que tenía archivado como ‘Chapuzas’ y llamó, sin que respondiera nadie al otro lado de la línea.
</p><p>—Pablito, cojones, que te necesito —dijo después, perdida ya la sonrisa canina que había engalanado hasta entonces su boca.
</p><p>Dejó el móvil sobre la mesita de la sala y se quedó ensimismado con la pantalla apagada del televisor. Media hora después se quedó dormido en el sofá, para alivio de una Blanca que ya estaba en la cama sin poder pegar ojo.
</p><p>Soto había llegado a casa sorprendido de sí mismo, sintiendo que su cuerpo era una marioneta manejada por algún diosecillo juguetón y libidinoso. Estaba fascinado por haber besado a Marín y, sobre todo, fascinado consigo mismo porque, más allá de las consecuencias que eso pudiera tener, se sintiera embriagaba por el recuerdo de esos labios voluptuosos de una inspectora de Policía en contacto con los suyos. Y así llegó a casa, con una razonable erección que perdió vigor por la culpa que le invadió al ver a su mujer. Algo dentro de sí le gritó con rabia que no debía sentirse culpable de nada, que ella llevaba desde Dios sabía cuándo bajándose las bragas con el telepizzero. “Hartita de salami, eso seguro”, se dijo el subinspector al dejar las llaves y la cartera en una bandejita de un mueble bajo situado junto a la puerta. En la breve lucha entre el Soto que estaba naciendo con los últimos acontecimientos y el hombre recto y formal que había sido toda su vida, ganó un asalto por última vez el Daniel de los viejos tiempos. Presa de unos absurdos remordimientos se dispuso a contarle a Sara lo del beso con Marín y que sabía que le estaba siendo infiel con un chaval que repartía pizzas a domicilio. Pensó que esa tarde, esa hora y ese lugar eran tan buenos como cualesquiera otros para desatar una tercera Guerra Mundial íntima en su matrimonio, una guerra total que diluyera su vida, permitiendo que acabara escurrida por un desagüe de larguísima tristeza.
</p><p>Le costó arrancar. Notó la boca exageradamente seca y tartamudeó al decirle que tenían que hablar. Le costó sobre todo cuando ella reaccionó a esa frase echando los hombros atrás y adoptando una postura de vertical rigidez. Le costó tanto que no pudo seguir. Como un alambre de espinos, la ansiedad se le agarró a la tráquea y no fue capaz de decir una palabra más, ni de dejar de temblar durante cinco minutos, los cinco minutos que Sara se dedicó a abrazarle y taparle con una manta hasta que logró que se calmara y, finalmente, se durmiera, también en el sofá, como su superior. Aunque por motivos muy distintos a los de Blanca, también la mujer de Soto sintió un alivio pasajero al ver que su marido se había dormido y whatsappeó a un contacto que tenía apuntado como ‘Ginecólogo’, aunque el propietario de ese número supiera poco de medicina pero sí de inspecciones genitales. “Nene, dame una semana de silencio. Ya te contaré”, le escribió con una buena dosis de emoticonos de corazón. Después borró el historial de whatsapp de ese número.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-30853174732054783872022-02-22T22:35:00.003+01:002022-02-22T22:35:26.428+01:00Capítulo 16 (Novela 'Julio y las viejas')<p>En una reunión a las siete de la mañana organizaron la operación de registro de la casa del cura con mucho de precipitación, descuidando algunos detalles con la seguridad de que era imposible que alguien tan conocido y que acumulaba tantos años sobre sus huesos y sus pasos pudiera siquiera pensar en escaparse. En esa reunión previa con el equipo, Santamarta se dirigió a los agentes de la Científica y les dio una orden corta y certera:
</p><p>—Buscamos pelos. Sueltos o en mechones. Cortos, de vieja. Pelos de vieja. —Y ante la cara de sorpresa de alguno, añadió—: Pelos de la cabeza, de la cabeza…
</p><p>Nadie entendía nada, nadie era capaz de explicarse por qué iban a por el cura. Pero la figura del juez exigiendo atrapar al asesino de su madre pesaba demasiado en el ánimo de todos como para que ninguno pidiera más explicaciones de las mínimamente necesarias.
</p><p>Cinco minutos antes de las once de la mañana Soto y Santamarta, después de haberse asegurado de que todo el papeleo estaba en orden, se presentaron en la iglesia del Carmen, acompañados por un coche patrulla con dos agentes uniformados, que se dirigieron a la entrada trasera del edificio para cubrir un más que improbable intento de fuga del cura. Don Esteban estaba sentado en uno de los bancos cercanos al altar, con la mirada perdida en dirección a la imagen de la Virgen, rezando. Precisamente bajo esa imagen a la que parecía mirar el cura estaba Blanca, barriendo con parsimonia. Ella fue la primera en ver a su marido y a Soto, que habían entrado por la puerta principal y avanzaban por el pasillo después de haber localizado de un primer vistazo al cura. La mujer quedó un poco sorprendida por esa visita inesperada y unos segundos después reaccionó y se acercó a ellos, alcanzándoles unos metros antes de que llegaran a la altura de don Esteban, convencida de que su marido venía a buscarla o a decirle alguna cosa a ella. Iba tamblando, sobre todo al ver la cara tan seria que traía el inspector.
</p><p>—Julio, ¿va todo bien? —le dijo en voz baja.
</p><p>—Sí, Blanca, tranquila, venimos a hablar con él.
</p><p>—¿Con don Esteban?
</p><p>—No te metas. Esto es importante, así que déjanos trabajar y estate tranquila.
</p><p>Santamarta agarró a su mujer de la muñeca y la obligó a echarse a un lado mientras él y Soto terminaron de llegar a la altura del cura, que ya se había vuelto a observar qué ocurría, intrigado al ver a Blanca dirigirse a la zona central del pasillo y oír después la conversación a su espalda.
</p><p>—Eres el marido de Blanca, ¿no? —le preguntó.
</p><p>—Sí, pero ahora soy solo un inspector de Policía. Don Esteban, está usted detenido como presunto autor del asesinato con agravante de agresión sexual de Francisca Gómez Burredo —le dijo mientras le entregaba la orden de detención firmada por el juez Esquide.
</p><p>Sonó un golpe seco. Era la escoba que Blanca tenía en su mano y que, de la impresión, había dejado caer. El cura no lograba decir nada, incapaz de comprender qué estaba ocurriendo. Durante unos segundos se hizo el silencio. Los policías mirando al cura, que no acertaba a comprender ni a responder cosa alguna, mientras Blanca dejó de temblar y notó un escalofrío muy desagradable en la espalda.
</p><p>—Pero, pero… Julio, ¿qué dices? —se atrevió a preguntar ella al fin.
</p><p>El inspector, visiblemente incómodo y molesto con la presencia de su mujer, le contestó, agarrando a don Esteban por el codo para sacarlo de allí:
</p><p>—Blanca, no te metas que esto no va contigo.
</p><p>Y ella se quedó allí observando cómo se lo llevaban por el pasillo central de la iglesia, con una sensación de irrealidad y una bola de desesperación creciéndole en la parte más baja de sus intestinos, porque encima de sus ovarios de mujer acobardada se encendió una pequeña chispa de rebelión. Sus hijos y aquello eran la última frontera. Sus dos hijos, aquella iglesia, don Esteban y los ratos que con él y con el sacristán pasaba eran lo poco que le quedaba limpio y bueno en una vida contaminada por un marido cada vez más violento, cada vez más maltratador. Y que Santamarta se hubiera presentado allí y hubiera detenido al cura suponía para Blanca perder lo único que le quedaba más allá de sus hijos, perder lo único que era suyo, el último resquicio de una vida que mereciera la pena. Porque sabía que Laura y Mario iban a volar pronto de una casa convertida en un infierno, incapaces de continuar junto a un diablo maltratador cada vez más insoportable. Y ella se quedaría a solas con su miedo y ese diablo maltratador. Con esta detención en la iglesia, Santamarta había contaminado la última estancia pura de su alma, había orinado sobre su iglesia y su don Esteban. Su marido, sin él saberlo, le había terminado por quitar todo con esa detención. Y eso es peligroso, es muy peligroso dejar a una persona sin nada que perder porque ya le da igual qué hacer o decir, porque con cualquier reacción, por muy absurda que sea, lo único que puede hacer es ganar y la más mínima ganancia es un tesoro cuando se ha perdido todo. Blanca se agachó y recogió la escoba, agarrándola con tanta fuerza que la piel de los nudillos se quedó blanca por la tensión que impedía el riego habitual de sangre en la capa exterior de la piel. Quiso tragar saliva pero tenía la boca seca, quiso pensar pero solo le invadía un asco oceánico por su marido, quiso ser pero solo sentía. No era cuerpo, ni pensamiento, ni alma. Solo la esencia del sentir, de la rabia y, a la vez, de una derrota insondable.
</p><p>Santamarta y Soto avisaron a la patrulla que vigilaba la entrada trasera y se dirigieron a la casa del cura, donde ya les esperaban los de la Científica y la secretaria judicial, acta de entrada y registro en mano, dispuesta a tomar nota de todas las pruebas que allí se recogieran.
</p><p>Don Esteban entró en su propia casa muy silencioso, impresionado como un niño que no comprende las cosas que le dicen los mayores pero que obedece por miedo a que su comportamiento pueda llegar a empeorar la situación. No entendía por qué aquel nutrido grupo de agentes se dedicaban a buscar algo, tampoco sabía el qué, pero comprobaba alucinado cómo lo hacían a conciencia, en cada rincón, en cada habitación y en cada cajón. De abajo a arriba, de izquierda a derecha, siempre en el mismo orden.
</p><p>Al final se atrevió y preguntó varias veces, muy bajito, qué era lo que buscaban, pero nadie quiso contestarle. Los agentes realizaban su tarea con una sombra de vergüenza, sin casi hablar, y el único ruido que se escuchó en la casa durante la mayoría del tiempo fue el de los cajones que se abrían y cerraban, el de los objetos que se movían y el de los policías yendo y viniendo. Nadie hablaba y la pregunta de Don Esteban se deshizo después de caer al suelo en medio de todos sin que nadie la recogiera.
</p><p>El cura decidió colocarse en una esquina para no molestar, íntimamente convencido de que aquello solo podía ser una enorme equivocación que más pronto que tarde quedaría aclarada. Además, recuperada un poco la compostura, pensó que sería bueno que aquello terminara cuanto antes, porque aunque a la cita para cortarse el pelo ya no le iba a dar tiempo a llegar, quizá sí a oficiar el funeral de la madre del juez Esquide: “Pobre mujer, justo la visité anteayer, parece mentira”, pensó sin dejar de observar el ajetreo que había montado en su casa.
</p><p>Mirando a los policías también se dio cuenta de que el silencio entre ellos fue dando paso poco a poco a susurros y conversaciones en voz baja. Y hasta le pareció que la mayoría miraban de reojo a Santamarta y al que estaba junto a él, el que había estado también presente en su detención en la iglesia. A estos dos a los que el resto miraban, al menos eso le pareció a don Esteban, se iban encontrando cada vez más incómodos con la situación. Y al cura, eran muchos años de tratar con gente y no solía equivocarse con estas apreciaciones, casi le daban lástima, tan quietos y tan tensos después de haber irrumpido veinte minutos antes con espíritu avasallador y aires casi marciales.
</p><p>Empezó a atar cabos y concluyó que el marido de Blanca y el otro serían los responsables de la gran equivocación que era el hecho de que estuvieran allí con ese registro, lo que le despertó cierta tierna piedad por ellos, de modo que sacó su rosario y empezó a rezar para que ese error no lo pagaran demasiado caro.
</p><p>Mientras pasaba las cuentas entre sus dedos al ritmo que marcaban sus rezos, el equipo desplegado continuó su labor con el mismo resultado que habían logrado hasta entonces, ninguno. Nada fuera de lo normal, ni siquiera ningún objeto mínimamente incómodo de la intimidad del cura. Aquello era buscar alguna prueba para incriminar a un santo, un ejercicio policial que casi avergonzaba a quienes lo estaban realizando, como si Dios les mirara desde las alturas omnipotentes y lamentara aquella afrenta contra uno de sus más fieles y bondadosos servidores. Las frases susurradas se fueron repitiendo, haciéndose cada vez menos susurros y más conversación en voz alta hasta que uno de la Científica, con la cabeza afeitada y brillante como una bola de billar y cuerpo cincelado en el gimnasio, se fue a Santamarta y se atrevió a decirle lo que todos tenían ya muy claro.
</p><p>—Nada, inspector, aquí no hay nada.
</p><p>—Me cago en mi puta vida —contestó Santamarta mirando fijamente a un Soto que tenía la vista clavada en el suelo.
</p><p>El subinspector sintió un pequeño vuelco del corazón porque en ese suelo al que había bajado la mirada, vencido por la vergüenza y la impotencia, había visto un pelo, justo en el borde de una de las baldosas de la cocina. Se agachó a recogerlo sacando una bolsita de plástico transparente de las que se usan para guardar las pruebas. En el breve tiempo que duró su gesto de agacharse y sacar la bolsita fantaseó con la posibilidad de que el caso se resolviera gracias a un pelo en el suelo de la cocina en el que se había fijado cuando ya pensaba que estaba todo perdido.
</p><p>Cogió el pelo con delicadeza ante la inquisidora mirada de Santamarta y el compañero calvo de la Científica. Entornó los ojos para observar bien lo que tenía entre los dedos enguantados y toda su fantasía se rompió como un vaso de cristal que se deja caer, porque lo que parecía un pelo era una hebra de lana, de lana de la chaqueta que en ese preciso momento llevaba puesta don Esteban.
</p><p>—Es lana de la chaqueta —le dijo al inspector, haciéndole un gesto con la cabeza que señalaba al cura.
</p><p>—Con esto nos hacemos un llavero —le comentó con ironía y en voz baja uno de los agentes al de la Científica que había dicho a Santamarta que allí no encontrarían nada, mientras terminaban de guardar el material desplegado para la recogida de pruebas.
</p><p>Santamarta se acercó a la secretaria judicial y se escuchó en toda la habitación explicarle, en unas palabras que daban la sensación de tener eco, que era suficiente, que daba por finalizado el registro y que aquello se acababa allí. La orden llegó rápidamente a todo el equipo.
</p><p>—Soto, cerramos el tema. Ya hemos hecho bastante el tonto. Venga, plegando… que es gerundio —le dijo Santamarta.
</p><p>—Y ahora, ¿qué? —se le escapó al subinspector.
</p><p>Santamarta le miró encendido de ira. Y le contestó:
</p><p>—Ahora, primaveras, vas a saber lo que es comerte un plato de mierda hasta arriba. Mierda calentita y humeante. Y yo, contigo.
</p><p>Todos firmaron el documento de entrada y registro que había ido rellenando la secretaria judicial. Ninguna de las pruebas que habían conseguido merecía ese nombre, porque en realidad salían de allí como quien se ha dedicado a pegar golpes en la oscuridad y ha acabado reventándose los puños contra una pared.
</p><p>Preso de la desesperación, Santamarta fio todo a la toma de declaración al cura, al que de nuevo agarró por el codo y llevó a comisaría. Don Esteban cada vez sentía más lástima por el marido de Blanca. Le miraba con disimulo y sabía que debería temerle porque en cierta medida ahora estaba a su merced, pero solo lograba compadecer a este hombre. Cada vez lo intuía con mayor claridad, solo era un hombre que demostraba tanta agresividad porque parecía haber dejado el amor de su vida a la intemperie, más allá de una muralla orgullo, era en el fondo un hombre que estaba solo y no se atrevía a admitirlo.
</p><p>El cura pensó un momento en Blanca y le entró una tristeza gris al imaginarla cuando su marido llegara aquella noche a casa, aunque también se dijo que para eso son los matrimonios, para estar a las duras y a las maduras.
</p><p>Salió Soto del portal tras Santamarta y el cura, todavía más cabizbajo, observando como lo haría un naturalista las raíces salpicadas de verdín de un arbusto solitario en medio de un parterre. Le pesaba el mundo más que nunca, como si al levantar la cabeza le fuera a caer encima, desgajada de un cielo cargado de nubes, una buena porción de ángeles caídos, vestidos de derrota. El subinspector boqueaba porque un nudo de ansiedad se le había acomodado en la garganta y el aire que por ella pasaba comenzaba a tener anhelos sólidos.
</p><p>Santamarta metió a don Esteban en el coche y volvió a donde Soto, al que dio un empujón para que entrara también en el coche. Después se montó él y condujo hasta la comisaría como si llevara piloto automático.
</p><p>Hicieron todo el papeleo como quien arrastra grilletes camino de cumplir una condena a galeras y al fin se vieron en la sala de interrogatorios con don Esteban, el más sereno de los tres pese a que acabara de ser detenido por el asesinato de una feligresa a la que había profesado un gran cariño.
</p><p>Se fueron directos a la toma de declaración para tratar de sacarle algo, después de que le tomaran las huellas y rellenaran la documentación protocolaria para cualquier detenido, pero evitándole el paso por el calabozo de comisaría. Ninguno de los dos lo quiso decir en voz alta, pero aquello era una ofensa añadida que no querían echar encima del cura. No se dijeron eso en voz alta y mucho menos se dijeron lo que ambos empezaban a tener demasiado claro, que este hombre no era culpable de ningún asesinato. Y tampoco se dijeron, claro, que eso suponía que toda esa operación impulsada por los dos era un monumental error.
</p><p>El interrogatorio fue un desastre, porque intentaron una escenificación de película cutre, de poli malo y poli bueno, que resultó absurda desde el principio, casi cómica si no fuera porque la figura del cura, su mirada tranquila y sus gestos bondadosos les hacía ácidamente presente la creciente certeza de que habían metido la pata. Terminaron el interrogatorio por inercia profesional, mirándose los dos policías como dos náufragos desde dos islas cercanas pero perdidas en medio de un océano oxidado.
</p><p>—Don Esteban, Esteban, Estebancito, Estebanete… tú mataste a doña Paca —acabó por decir a la desesperada Santamarta.
</p><p>—No sabe lo que está diciendo —le contestó el cura con un hilo de voz, negando a la vez con la cabeza.
</p><p>—Será mejor que nos lo cuente y acabamos lo antes posible con todo esto —añadió Soto con una dramatización excesiva en los movimientos de sus manos.
</p><p>—Si supieran ustedes lo que lloré al enterarme de la muerte de esa mujer, comprenderían que se están equivocando.
</p><p>—Tenemos su ADN en la escena del crimen —insistió el subinspector.
</p><p>—Claro, por supuesto. Tenía mucha relación con esa mujer. Procuraba visitarla al menos una vez a la semana. Por Dios, cómo se les ocurre pensar que yo pudiera hacerle daño. Bajo ningún concepto, bajo ningún concepto…
</p><p>Los dos policías se miraron, sabiendo que se habían rendido pero incapaces de reconocérselo abiertamente. Soto dio un paso atrás, sin darse cuenta, en un gesto inconsciente de abandono de la lucha. Santamarta permanecía en el mismo lugar, sin cambiar de posición, de pie con las dos manos apoyadas sobre la mesa, pero con la zona de las patillas y de la nuca empapada en sudor. Le aguantó la mirada desafiante y el cura no añadió nada más.
</p><p>El subinspector acabó por salir al pasillo y Santamarta, que sintió aquello como una flaqueza, salió detrás.
</p><p>—Me cago en tu padre, Soto. Un poco más, que ya lo tenemos.
</p><p>—No lo tenemos, inspector. No lo tenemos. Esto no funciona. Este tío es un santo o el asesino más cínico que se pueda imaginar. Y yo creo que es lo primero. Vamos a parar esta locura.
</p><p>—¡Por los cojones! ¿Me oyes? Vamos a parar esto por los cojones. Tú me has metido en esto con tus mierdas de teorías y tus mapitas. Ahora vamos a ir hasta el final. Vaya que sí… y si hay que comer mierda, nos vamos a hartar de mierda. Pero hasta el final, ¿me oíste?
</p><p>El subinspector sintió que aquello era un castigo por alguna falta que había cometido en el pasado, algún karma bien negro, alguna falta gravísima que no era capaz de concretar pero que era muy real en su pensamiento y que le llevaba a aceptar con relativa resignación el descalabro vital que se le estaba viniendo encima. Santamarta estaba fuera de sí, con la falsa valentía que da el principio de locura.
</p><p>Completaron el papeleo como dos sonámbulos, incapaces de evitar un destino que no era más que el fruto de sus propias equivocaciones y, metiendo en una carpeta el acta de entrada y registro, pruebas de ADN, peritajes de la Científica, orden de detención y algún que otro documento más, sacaron al cura de la habitación de interrogatorios y se fueron con él a los juzgados, ante la mirada triste y sorprendida del resto de compañeros que a esa hora estaban en la comisaría.
</p><p>—Y ahora se pone a rezar —dijo en voz baja Santamarta, hablándose a sí mismo en el coche camino de los juzgados al oír el bisbiseo de don Esteban.
</p><p>Dejaron al cura en los juzgados como si les quemara, convencidos de que se estaban jugando mucho más que el caso y volvieron directos al bar de Lola. Siguiendo el protocolo habitual, don Esteban, aquí sí, acabó en la celda de los detenidos que esperan a pasar ante el juez, sin todo aquello que ya le habían quitado en comisaría y que Soto y Santamarta habían entregado en una bolsa de efectos del detenido. El cura era la encarnación del patetismo, un hombre que iba sin cordones en los zapatos, sin cinturón y con el pantalón bailándole con exageración en la cintura, sin reloj ni anillo y, lo que más echaba en falta, sin el rosario para sus rezos.
</p><p>Soto, sentado en la barra del bar de Lola, miraba absorto el ralentizado movimiento de los hielos de su Coca Cola Zero. Santamarta se fue al cuarto de baño a meterse una raya de la que solo le aprovechó la mitad porque el resto, presa de los nervios y de un casi imperceptible principio de Parkinson, se le cayó al wáter, elevando a dimensiones estratosféricas su mala leche de serie. Al salir se fue hacia Soto y, acercándosele mucho a la oreja, le dijo arrastrando cada sílaba:
</p><p>—Me cago en tu puta madre en bicicleta.
</p><p>Soto levantó con lentitud la cabeza y le sostuvo la mirada, desafiante, aunque a Lola, testigo fascinada de la escena, le pareciera que se estaban mirando a una distancia de millones de kilómetros.
</p><p>—Por lo menos he investigado algo —le contestó con rabia indisimulada.
</p><p>Santamarta iba a explotar en una bronca que marcara e impusiera sus galones de veterano pero, en el segundo que tardó en reaccionar, su subordinado ya se había levantado del asiento, le había dado la espalda y se encaminaba hacia la puerta de salida. Soto se marchó rápido, casi corriendo, no por miedo a lo que se le venía encima con el inspector, sino por miedo a lo que estaba a punto de decirle. Porque a la frase que sí dijo, la referida a que él sí había investigado, hubiera añadido: “No como tú, farlopero de mierda, putero, violento de mierda”.
</p><p>Salió del bar casi a la carrera camino del coche, aliviado de que esas palabras no hubieran sido dichas y se cruzó con Marín en la acera. Ebrio de fracaso, como un acto reflejo, sin comprender por qué hacía lo que hacía pero consciente de que se jugaba de nuevo su carrera profesional, se avalanzó sobre la inspectora y la besó el tiempo que ella tardó en recomponerse de la sorpresa y darle un empujón que lo derribó.
</p><p>—¿Estás gilipollas? ¡Otra como esta y te saco todos los dientes del hostión que te meto!
</p><p>Soto se levantó, sintió que le envolvía una densa niebla de locura y salió corriendo a grandes zancadas hacia su coche. Montó y salió quemando rueda del aparcamiento de la comisaría, rumbo a ningún sitio, que es a donde van los que no saben a dónde van.
</p><p>Marín observó la huida y, cuando al fin desapareció el coche de su vista al doblar una calle, pese a la rabia que sentía por el beso robado, no pudo evitar una leve sonrisa coqueta de conquistadora. Furiosa de ira, pero sonriendo.
</p><p>Dentro del bar, Lola logró calmar a un Santamarta que había estado a punto de ir, pistola en mano, a explicarle a Soto algún detalle sobre el debido respeto a un superior. La dueña del bar tuvo que salir de la barra y ponerse delante de él, como una barrera de buen juicio, y sujetarle suavemente la muñeca en la que ya tenía el arma, hasta que consiguió que la volviera a guardar. Por fortuna no había nadie más en el bar y para cuando Marín entró, la pistola había vuelto a su funda y Santamarta se camisaba con impostada calma, gesto que había vuelto a sus rutinas en las últimas semanas y que había sido muy habitual en sus momentos de máxima tensión de lucha contra ETA, tantos años atrás.
</p><p>—¿Cómo estás? —le preguntó la inspectora.
</p><p>—Vete a tomar un poco por culo, Marín.
</p><p>—Pero… ¿qué os pasa a vosotros dos hoy? Te vas tú a tomar por culo, payaso. Te vas a tomar un mucho por culo. Y luego vienes y me lo cuentas
</p><p>El inspector miró a Lola, que le devolvió una mirada en la que le recomendaba sosiego y eso le hizo sosegarse, a su manera.
</p><p>—Vete a tomar por culo y que te guste —le dijo a Marín antes de salir él también del bar, como unos minutos antes lo había hecho Soto, camino también de ningún sitio.
</p><p>La tarde se puso en blanco y negro y el cielo pareció perder altura sobre esta ciudad del norte de España en la que dos policías se sentían incapaces de atrapar a un asesino de viejas.
</p><p>A esas alturas del día, don Esteban pasó al despacho del juez Esquide. Un juez que solo lograba pensar que la muerte de su madre le había nublado definitivamente el entendimiento y que por eso no lograba comprender nada, especialmente no lograba comprender nada del despropósito de diligencias que le habían facilitado los dos policías tras detener al cura y tramitar su paso a disposición judicial. El juez se frotaba las sienes, la frente o el entrecejo, leía y releía la documentación y sentía que se iba apoderando de él una nada y una tristeza muy grandes, como dos depósitos comunicados por un envenenado vaso comunicante.
</p><p>Con el cura ante sí, desarmado por las últimas coces que le había pegado la vida en las tripas del alma, el juez se vio incapaz de iniciar un interrogatorio al uso.
</p><p>—¿De qué va esto, don Esteban?
</p><p>—Juan, no entiendo nada —le contestó el cura acercándose a él con los brazos abiertos.
</p><p>Ambos se fundieron en un abrazo cerrado y el juez rompió a llorar como un niño, repitiendo todo el rato lo mucho que quería a su madre. Cuando recuperó un poco el control de su desborde de emociones le despidió con el enorme cariño que le tenía y gestionó su puesta inmediata en libertad sin cargos. Después se sentó en su silla, cogió aire, contó hasta diez mentalmente y ordenó a su secretaria que llamara a Santamarta y Soto para que acudieran a su despacho.
</p><p>Era la hora de cenar cuando los dos, llegando cada uno desde su parcela de infierno particular, coincidieron en la puerta de los juzgados, se saludaron con un pequeño movimiento de cabeza y entraron a la vez.
</p><p>—¿Saben quién se está descojonando ahora mismo? —les preguntó el juez Esquide como inicio de conversación cuando estuvieron ya en su despacho.
</p><p>—No, señoría —respondió Soto, porque Santamarta permaneció callado, con los músculos de la mandíbula muy marcados por la presión que estaba haciendo al apretar con fuerza la boca.
</p><p>—El asesino de Francisca y de mi madre. Se está descojonando de que hayan encargado este caso a dos patanes a los que no se les ha ocurrido otra cosa que detener a un cura. Un cura… al que habría que rebuscar mucho para encontrarle una falta.
</p><p>Soto no contestó nada y miró un abrecartas que tenía Esquide sobre su mesa y se le ocurrió que hubiera sido una pieza clave si aquello fuera una novela de Agatha Christie. Se sorprendió a sí mismo con este pensamiento, puesto que parecía no importarle demasiado la bronca tan descomunal que le estaba cayendo por parte del juez, como si le diera igual una bronca más que nada añadía en realidad a la vergüenza que él sentía en su fuero interno por el enorme fracaso de su hipótesis investigadora.
</p><p>Santamarta tampoco reaccionaba pese a que el juez les tildara de pareja de inútiles que, por no tener, ni siquiera tenían buenas intenciones.
</p><p>Era de noche cuando salieron de los juzgados y el inspector vio que tenía tres llamadas perdidas del comisario. “Mi ración de mierda está cubierta por hoy”, se dijo antes de montarse en el coche sin despedirse de Soto y marchar a su casa. El subinspector recibió entonces también una llamada del comisario y Soto sí respondió porque todavía iba camino de su coche, que había aparcado más lejos.
</p><p>—Salimos ahora de los juzgados —se justificó—, de hablar con el juez.
</p><p>—Mañana a primera hora en mi despacho, a las nueve. Los dos, le hago responsable de que Santamarta esté también.
</p><p>Iba a contestar, pero el comisario había colgado. Estaba ya cerca del coche y lo miró unos segundos con detenimiento. Se le ocurrió que le gustaría tener uno nuevo, más potente, con mejor carrocería. Pero quizá no era buena idea meterse en gastos cuando el suelo de la vida se le estaba llenando de baches y aceite y todo el mundo sabe lo que derrapan las vidas llenas de baches y aceite.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-28261153835329342512022-02-19T18:56:00.002+01:002022-02-19T18:56:25.063+01:00Capítulo 15 (Novela 'Julio y las viejas')<p>Soto notó una náusea incontrolable, una vergüenza de tal intensidad que se cuestionó si después de aquello no sería mejor dejar el cuerpo de Policía. Miraba al inspector y quería pedirle perdón pero no se atrevía porque no estaban solos, sino en la casa de don Esteban, con muchos armarios abiertos y mucho desorden. Se cagó en Canter y en todos sus muertos, en la vecina que les dijo que el cura solía visitar a la anciana asesinada, en todos los que le habían contado que el cura visitaba también a las otras viejas asesinadas, se cagó en el ADN de los mocos de los pañuelos de papel y en sus estudios de Criminología, especialmente se cagó en el master y en el director de su tesina. Porque aquello era un error de dimensiones siderales. De esos errores que acaban con la carrera de alguien con intención de llegar a inspector de policía.
</p><p>Miró al cura, un hombre que mantenía su gesto bondadoso pero que también demostraba sentirse estupefacto ante lo que estaba ocurriendo, porque su casa se había llenado de agentes de policía y se la habían revuelto por completo en busca de no sabía muy bien qué. A Soto le entraron ganas de pedirle perdón a don Esteban, unas ganas parecidas de las que tenía de pedirle perdón a Santamarta. En realidad, resumiendo, lo que tenía era ganas de pedirle perdón al mundo entero, hasta a sí mismo. Pero no hizo nada, ni dijo nada, era absurdo y hubiera sido ridículo pedirle perdón a un sospechoso de varios asesinatos por mucho que en el registro de su vivienda no apareciera ninguna prueba nueva.
</p><p>Soto miraba con ansia cómo entraban y salían los de la científica. Los miraba y su inquietud iba en aumento porque que todos llevaban cara de circunstancias; en ese piso no había nada que justificara mínimamente aquel dispositivo desplegado por la orden de registro de un juez forzado por las circunstancias tras una muerte muy cercana y dolorosa. El traje del subinspector parecía aumentar de talla mientras él se iba encogiendo, como si un carrete de acero hubiera tirado ganchos a los extremos de su cuerpo y ahora los fuera recogiendo, plegándole lenta y crudamente, reduciendo su tamaño.
</p><p>Junto a él, Santamarta tenía el rictus tenso y, salvo por un mínimo movimiento del pecho al respirar, parecía una estatua de cera, una copia de sí mismo insensible y sin vida.
</p><p>Habían discutido mucho los dos hacía una semana y media, cuando Santamarta tomó al fin la decisión de seguir adelante y a Soto le entró una prisa enorme por conseguir la orden de registro. Porque el inspector decidió que no era aún el momento de hacer ningún registro y no le sacó de ese convencimiento ninguna de las razones ni los gritos que le dio Soto, un Soto nuevo, más agresivo, que sorprendió a Santamarta elevándole la voz y discutiéndole sus órdenes. El inspector casi disfrutó de aquellas broncas porque, en su comprensión del mundo y del cuerpo, aquello demostraba que Soto le estaba empezando a echar testosterona y que no iba a ser al fin un caso perdido ni un primaveras de por vida.
</p><p>En una de las discusiones, ante una frase llena de veneno que le soltó Soto, el inspector tuvo que contenerse para no felicitarle por la mala baba que llevaban esas palabras, aunque en la práctica lo que hizo fue precisamente lo contrario, enzarzarse con él en una bronca a voz en grito y subir la apuesta de los ataques cada vez más personales. Estuvo a punto de decirle que sabía que la mala hostia que estaba empezando a gastar era por lo que tenía en casa con la guarra de su mujer y que eso, en el fondo, le estaba viniendo bien para hacerse un policía de verdad, con un par, como tiene que ser.
</p><p>Soto andaba desesperado, es cierto, por lo que tenía en casa, pero también porque una intuición cada vez más enfermiza le avisaba de que ese retraso para solicitar al juez el registro, tal y como le ordenaba Santamarta, iba a resultar un tiempo perdido inútilmente en el que el asesino volvería a actuar. Y eso le consumía y le iba aumentado la angustia vital que sentía respecto a su futuro inmediato, un futuro en el que la única noticia decente que esperaba era precisamente atrapar a este mataviejas.
</p><p>Santamarta, perro viejo, tenía sus razones que finalmente fue explicando al subinspector, porque era necesario esperar una semana a que el juez de guardia fuera propicio. El juez de esa semana, Edmundo López de Aguileta, era un tipo melifluo encantado de tener un apellido compuesto, del que decían que era del Opus, un hombre al que le costaba sonreír, que contaba las semanas para su jubilación y que evitaba sistemáticamente cualquier decisión comprometida. Con él hubiera sido muy probable una negativa a la petición de una orden de registro de la casa de un cura, o hubiera redactado una orden de mala gana que hubiera supuesto un mete-saca del sospechoso, un auténtico escándalo tratándose de don Esteban.
</p><p>—Soto, no te me pongas tan gallo ahora, guaje, y escucha un poco. Que a este curilla tenemos que trincarle bien. Que le conozco, que es el de la parroquia donde anda todo el día metida Blanca. Y se le quiere mucho. Que tú lo sabes, que nos lo ha dicho todo el mundo. Como no le pillemos bien, tú y yo nos metemos en un lío de tres pares de cojones.
</p><p>Y Soto transigió, no le quedaba otra. Porque sabía que Santamarta tenía toda la razón aunque él tuviera las tripas del alma en revolución y necesitara que terminase aquel tiempo de descuento y ocurriera lo que tenía que ocurrir.
</p><p>Cuando entró el siguiente juez, un hijo de un guardia de asalto republicano, de indisimulada tendencia socialista, se fueron a hablar con él. Y le contaron en su despacho todo lo que tenían sobre don Esteban: el círculo de Canter, el ADN de la casa de la última asesinada y las declaraciones de los testigos que habían visto al cura ir a casa de todas esas mujeres. El juez, Juan Esquide, un hombre de ojillos pequeños y muy juntos, de inteligencia tan notable como su barriga, miraba de hito en hito a los dos hombres que tenía ante él sin poder evitar la sensación de que estaba siendo víctima de una broma pesada.
</p><p>—¿Esto va en serio? —alcanzó a decir al final.
</p><p>Soto, que había estado dando los detalles más técnicos de la investigación, fue a responderle pero Santamarta se le adelantó haciéndole un gesto con la mano para que no añadiera nada más y dijo:
</p><p>—Sí, señoría.
</p><p>—Que don Esteban, el cura de la parroquia del Carmen, al que adoran en el barrio… ¿es un asesino en serie?
</p><p>—Sí, señoría, eso sospechamos —remarcó Santamarta, tratando de mantenerse firme en su tono sin resultar agresivo, ante un juez que iba cambiando de gesto mientras manoseaba nerviosamente su pluma estilográfica preferida, el único objeto que poseía de su padre fusilado cuando los franquistas entraron en Málaga.
</p><p>—Un asesino en serie don Esteban… El cura que suele visitar a mi madre de vez en cuando. Un señor que es todo generosidad y que lleva toda la vida siendo un ejemplo de bondad. ¿Ese cura? ¿Ese don Esteban es el que dicen que es un asesino en serie?
</p><p>Santamarta y Soto se quedaron petrificados y durante unos segundos solo se escuchaba entre aquellos tres hombres la respiración agitada del juez, que añadió:
</p><p>—Miren, señores. Dejen de hacer el gilipollas y encuentren al asesino de esa mujer. Para empezar, cierren la puerta por fuera después de salir. Ale, adiós.
</p><p>Los dos policías dejaron el despacho sin mediar palabra, como si tuvieran un cuchillo de ceniza atravesando sus lenguas. Soto llevaba una mirada de animalillo abandonado que desayuna cada día una bandeja de golpes. Por inercia acabaron media hora después, en solidaria autocompasión, en el bar de Lola, lamiéndose las heridas sin abandonar el silencio que se había apoderado de ambos, salvo para pedir un coñac y una Coca-cola, cada uno sumido en su propia tormenta interior. Así llevaban veinte minutos de estatua que empezaban a preocupar a Lola cuando la inspectora Marín entró de forma acelerada en el bar.
</p><p>—¿Para qué tenéis el móvil? —les dijo.
</p><p>Ambos salieron de su letargo y sacaron maquinalmente sus teléfonos del bolsillo.
</p><p>—Hemos estado en los juzgados y le habíamos quitado el sonido —se justificó Soto.
</p><p>—¡Da igual! —cortó Marín—. Rápido, el comisario quiere veros. Han encontrado muerta a la madre del juez Esquide. Se la han encontrado como a Francisca.
</p><p>La realidad perdió su sustancia cotidiana y los dos policías se sintieron protagonistas de una historia rara, en la que alguien les movía los hilos como si fueran marionetas. Alguien estaba matando mujeres y ellos solo tenían un buen listado de dudas. Cuarenta y cinco minutos después estaban en casa de la mujer asesinada y Santamarta vio que casi todo en aquel escenario del crimen le recordaba a lo que habían visto unas semanas antes cuando acudieron a investigar el asesinato de doña Paca. La misma posición recta del cuerpo colocado en medio de la cama, las mantas y las sábanas sin una sola arruga, simétricamente colocadas a ambos lados de la mujer que tenía las manos sobre el pecho y una expresión de serenidad en un rostro sin una sola muestra de violencia.
</p><p>Soto se acercó a la cara de la asesinada y miró con atención su pelo. Comprobó que estaba peinada con esmero y que le faltaba un mechón de pelo cerca de la oreja derecha. Levantó la cabeza y buscó con la mirada a un Santamarta que le observaba desde los pies de la cama. El subinspector asintió a su superior, la madre del juez se había convertido en una más en el casillero de este tipo al que no acababan de atrapar, una más entre las muertas y una menos entre las vivas, un sentirse un poco peor como policías y lamentar los ratos de torpeza en los que la investigación había quedado bloqueada.
</p><p>Las lesiones que presentaba en la vulva, monte de venus y ano, explicitados en el informe de la autopsia, confirmarían después la convicción que ambos policías tenían de que había sido una nueva víctima de agresión sexual. Otra asesinada y violada.
</p><p>Aquel día extraño y deprimente condujo a Soto y Santamarta de nuevo a los juzgados, otra vez al despacho del juez de Guardia donde volvieron a encontrarse con Esquide, un hombre afectadísimo por la muerte de su madre que, sin embargo, con esforzada calma quería tomar una última decisión. Aguantaba el tipo antes de entregarse al terremoto de duelo y rabia que le comenzaba a subir por las piernas, provocándole un todavía ligero pero incontrolable temblor de rodillas.
</p><p>—Lamentamos mucho lo ocurrido con…
</p><p>—¡Señores! —interrumpió con ímpetu el juez el inicio de las condolencias que trataba de presentarle Soto—. Pillen al hijo de puta que ha hecho esto. Vayan a por don Esteban o a por quien cojones haya sido. Pero le quiero delante de mí. Ahí tienen la orden de entrada y registro. Píllenle bien, no quiero ni un puto error.
</p><p>En su última frase hubo un atisbo de llanto que corrigió con orgullo y que acabó en un carraspeo grave y a destiempo. Los dos agentes le observaban absortos, impactados por el desparrame emocional que se estaba apoderando del juez.
</p><p>—¡¿A qué esperan?! —gritó.
</p><p>Los dos dieron un respingo. Soto cogió la documentación y salió de la habitación siguiendo los pasos de un Santamarta que ya estaba fuera, esperándole en el pasillo.
</p><p>—No digas una palabra, Soto —le advirtió el inspector cuando los dos se alejaban del despacho por el pasillo del juzgado—, ni una palabra. Ese cabrón se ha calzado a la madre del juez, con dos cojones. Ya verás mañana qué titular más bonito vamos a tener en El Alerta. La madre de un juez como víctima y un cura de sospechoso. Y no cualquier cura. Estamos jodidos, Soto, me cago en mi padre, pase lo que pase estamos jodidos. El comisario se va a poner de los nervios y nos van a crujir vivos. Vamos a por el cura porque no tenemos más, pero nos van a crujir, vaya que sí, prepárate para lo peor.
</p><p>Siguieron caminando sin cruzar una sola palabra más. Sus figuras resultaban una extravagancia recorriendo aquel pasillo mal iluminado y con aire preñado del polvo que llegan a aportar los miles de folios que, como el alimento de una bestia que juzga, absuelve y condena, se acumulaban en las distintas estancias de aquel edificio.
</p><p>Que la última víctima hubiera sido la madre del juez Esquide engrasó la maquinaria de la investigación y el comisario les dio absoluta carta blanca, de modo que no hubo ni un solo problema ni mucho menos retrasos para montar la operación y acudir a registrar la casa del cura. La única que se atrevió a abrir la boca fue la inspectora Marín, que levantó levemente las cejas al enterarse y preguntó retóricamente:
</p><p>—¿En serio vamos a por el cura?
</p><p>Ni Soto ni Santamarta respondieron, entre otras cosas porque no tenían respuesta y porque aquello se había convertido en una perfecta e imprevisible huida hacia adelante.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-16746355591174085762022-02-19T18:15:00.004+01:002022-02-19T18:15:15.552+01:00Zapatos nuevos #poema #versadicto #amamoslapoesia<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/ParhX6HDohg" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div><div><br /></div><div>Amor, deja que nos entre el mundo en la habitación</div><div>porque hace mil tristezas que no sonrío a gusto,</div><div>y ya va siendo vida de sernos buenos y fieles,</div><div>de echarnos al aire como los niños al parque.</div><div><br /></div><div>Los zapatos nuevos no me aprietan</div><div>y la sonrisa no me racanea.</div><div>Te parecerá que estoy enamorado</div><div>o que me duele la tripa,</div><div>pero no me pasa nada malo</div><div>es cosa de las calles</div><div>que se han llenado de un tráfico despreocupado,</div><div>de transeúntes ligeros.</div><div><br /></div><div>Es cuestión de no desaprovechar estos ratitos de dulce</div><div>en los que las bestias dormitan exhaustas en las esquinas.</div><div><br /></div><div>Vente más a mí, rubia,</div><div>que te voy a mirar y besar</div><div>durante un renuncio de felicidad</div><div>que dure media vida </div><div>porque la otra media se me ha escurrido</div><div>con poemas demasiado serios.</div><div><br /></div><div>Abre la ventana sin miedo</div><div>que está la luz levantada,</div><div>que están las ganas despiertas</div><div>y el día de estreno,</div><div>que tú me aguardas deseada</div><div>en un eterno minuto limpio</div><div>y el abrazo se llama nosotros.</div><div><br /></div>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-91238586324896912432022-02-15T22:19:00.003+01:002022-02-15T22:19:23.888+01:00Capítulo 14 (Novela 'Julio y las viejas')<p>La tarea de hablar con los vecinos marcados por el perfil geográfico les llevó tres días, hasta el viernes, y alejó temporalmente a Santamarta de su dejarse caer al centro rabioso de su existencia. Al inspector se le pegó algo de la fe de Soto en la eficacia de la teoría criminológica y le sentó estupendamente la actividad de ir de barrio en barrio, de portal en portal y de casa en casa hablando con decenas de personas, atento a los detalles, a su lenguaje no verbal, a la coherencia de sus relatos. Fue como un rejuvenecer inesperado. Hasta sintió menos peso en sus piernas y algo más calmadas las reiteradas pesadillas en las que revivía muchos pormenores del atentado que debería haberle costado la vida a él y no a su compañero en los años de plomo en Euskadi.
</p><p>Ese ir y venir y mirar a los ojos a la gente durante tres días le devolvió viejas sensaciones, o un eco de ellas, de cuando era un policía joven que se comía el mundo y que regresaba a su casa tras el trabajo creyendo que la vida podía llegar a tener sentido y que los buenos ganaban si se esforzaban lo necesario. El caleidoscopio horroroso de su mundo mejoró unos grados su descompuesta visión y no sintió de forma tan habitual durante esos tres días la necesidad de meterse una nueva raya de coca después de la anterior, y hasta el número de coñacs bajó sin que él mismo se diera cuenta. Su violencia pareció adormilarse y al tercer y último día de estas investigaciones hasta comentó con una sorprendida Blanca, durante la cena, algunos detalles curiosos e intrascendentes de sus pesquisas.
</p><p>La mujer acogió este intempestivo momento de cercanía con disimulada y temorosa alegría, entreviendo, como una grieta en la realidad, un espejismo de aquel hombre al que había amado, aquel que después fue devorado por el monstruo al que ahora tanto temía. Blanca disfrutó de aquella cena como lo que era, nada más que una tregua, quizá esa calma que dicen que llega al pasar por encima el punto exacto donde está el ojo del huracán. Acumulaba demasiadas heridas y demasiadas noches de miedo y derrota como para engañarse con pasajeros ejercicios de normalidad.
</p><p>Al contrario que a Santamarta, a Soto los interrogatorios a los vecinos que realizó durante estos tres días le fueron sumiendo en un letargo indolente, fruto quizá más bien del escudo que una parte de su inconsciente quiso levantar ante lo que se le venía encima. Hablaba con las vecinas, casi todas mujeres, con los dueños de las tiendas o con los camareros, casi todos hombres. Y luego volcaba esas conversaciones en extensos informes escritos de forma mecánica y desapasionada. Salía pronto de casa y regresaba tarde, procurando no hablar con Sara más que lo imprescindible. Ella se extrañaba de su novedoso comportamiento silencioso y le preguntaba si le pasaba alguna cosa, a lo que él respondía con una sonrisa cansada que no ocurría nada en especial, que cosas del trabajo, que “no te quiero aburrir con mis historias, amor”. Eso sí, se alegró de poder estar forzosamente alejado de su inspector durante esos tres días. De una forma parecida pero muy distinta a la vez, sentía como la mujer de Santamarta, se veía en una tregua antes de un nebuloso y atroz final de las cosas que hasta entonces realmente le importaban.
</p><p>Habían pasado años de la mayoría de las muertes de todas aquellas mujeres y la gente comenzaba a tener recuerdos demasiado vagos, mezcla de lo que había ocurrido y de lo escuchado o completado con la imaginación. Muchas de esas mujeres habían fallecido sin levantar excesivo revuelo en sus barrios y Soto y Santamarta tuvieron que escuchar en no pocas ocasiones que las ancianas habían tenido una buena muerte, que habían pasado a mejor vida como unas benditas, dormidas en su cama, que Dios se las llevó “sin dar ni un poquito de ruido, qué bendición”. También recibieron los policías preguntas de vuelta por parte de los interrogados, ya que mucha gente se extrañaba de que la Policía Nacional se interesara ahora por una mujer fallecida hacía tanto tiempo sin que entonces se hubiera generado ninguna sospecha de que hubiera ocurrido algo raro. No comprendían a qué venían esas preguntas sobre quién frecuentaba a aquella mujer, una vecina como tantas, las semanas o meses previos a su muerte, les escamaba y no entendían a qué venía a estas alturas el querer saber qué visitas ajenas a su familia recibía, si salía o no habitualmente de casa y cuánto tiempo estaba sola. El inspector y el subinspector, parapetados en la autoridad de sus placas, se negaron a dar cualquier explicación aunque no pudieron evitar que, tras sus respectivas visitas, en cada zona quedara un runrún y un reguero de conversaciones cruzadas que volvieron a hacer presentes por unos días aquellas lejanas muertes.
</p><p>Las preguntas llegaron a oídos de las familias de las mujeres, lo que provocó que el hijo y la hija de dos de ellas, con ciertos cargos de responsabilidad en el Ayuntamiento, acabaran por llamar a comisaría pidiendo explicaciones. Así que Soto y Santamarta se vieron al tercer día, el viernes, cuando habían acabado de recorrer todo el círculo, respondiendo a unas cuantas preguntas en el despacho del comisario.
</p><p>—¿Por qué me llaman a mí del Ayuntamiento dos capullos para que les dé explicaciones de lo que andan haciendo?
</p><p>—Es por lo de la vieja que violaron, comisario —contestó Santamarta.
</p><p>—Ya sé que es por lo de la vieja, no me joda, Santamarta, eso ya lo sé.
</p><p>—Hemos realizado un estudio criminológico que… —intermedió Soto.
</p><p>—Déjame a mí, yo lo explico —le cortó Santamarta—. Hemos hablado con personas del vecindario de mujeres fallecidas solas en su casa, por si hubiera un patrón repetido en relación con el caso y esas muertes no hubieran sido realmente por causas naturales.
</p><p>—Este caso ya huele un poco, señores —contestó el comisario—. Un poco de prudencia, por favor, que no se puede ir removiendo así el pasado, porque al final acaban pisando algún cayo. Ala, venga, hagan su trabajo sin que tenga que recibir más llamadas. Santamarta, joder, que tienes los huevos negros. Vamos a estar a lo que estamos.
</p><p>—Sí, comisario.
</p><p>Al salir del despacho Soto miraba fijamente al inspector, caminando a su par, siguiéndole más bien, a la espera de una explicación.
</p><p>—Vamos donde Lola, que estoy seco —le dijo Santamarta cuando estaban los dos solos, lejos de orejas dispuestas a escuchar.
</p><p>En el bar de Lola el inspector se despachó a gusto con Soto, recuperando la mala hostia de serie que se le había suavizado durante los últimos tres días. Le llamó tonto, primaveras, torpe de los cojones y capullito de alhelí. Le dijo que ni se le ocurriera contarle al comisario que iban a por el cura hasta que tuvieran alguna prueba más directa y que no había que ponerle más nervioso, que bastante alterado estaba ya preparando su jubilación y atendiendo las llamadas de dos politicuchos del Ayuntamiento. El subinspector le escuchaba con rabia creciente.
</p><p>—¿Qué tenemos Soto?
</p><p>—¿Cómo que qué tenemos?
</p><p>—Pareces un perro tulo.
</p><p>—¿Un perro tulo?
</p><p>—Que tiene los cojones debajo del culo.
</p><p>—Pero, ¡inspector!
</p><p>—¡Coño! Que al final vas a ser tonto de verdad. Que qué tenemos del cura, hostia, ¿qué tenemos?
</p><p>—Bueno… pues…
</p><p>—Ya te lo digo yo: nada. Sabemos que visitó a muchas de estas mujeres. Vale, de acuerdo, un gallifante para ti, apúntate un gol. Bien por ti, Soto, te lo reconozco. Pero si vamos a tratar de enmierdar a un cura como este vamos a atarnos bien los machos. Porque tú lo habrás notado durante estos días, igual que yo, que es un tipo muy querido. No he escuchado una puta mala palabra de nadie sobre él.
</p><p>—Eso es verdad.
</p><p>—Pues solo tenemos una salida ahora para este punto ciego de los cojones en el que estamos atrapados.
</p><p>—¿Cuál?
</p><p>—¡Ay, guaje! ¡Cuándo espabilarás…! Su ADN, cojones, su ADN. En el piso de la vieja violada había restos biológicos sin determinar.
</p><p>—Es verdad. La científica dijo que había por lo menos dos ADN sin identificar, que no eran de la familia. Así que uno de ellos puede ser del cura.
</p><p>—Bien, Soto, ya vas aterrizando, enhorabuena.
</p><p>—Yo me encargo, inspector. Me apaño para conseguir una muestra biológica del cura.
</p><p>—Pero no te metas por la noche a hacerle una gayola cuando esté dormido.
</p><p>—¿Eh?
</p><p>—Que es broma, Soto, joder, que es broma. Me cansas mucho, de verdad. Que por supuesto que te encargas. Yo esta tarde tengo lío, así que ya te toca a ti te pongas como te pongas. Bastante he hecho con desatascar el caso, ahora te toca a ti.
</p><p>Soto quedó pensativo mientras Santamarta marchaba camino de la casa de la Susi a buscar alivio genital y a renovar su suministro de polvo blanco. El subinspector tenía muy claro que el caso lo había desatascado él, igual de claro tenía que el lío de Santamarta esa tarde era con la Susi como cada viernes. Ambas cosas las tenía tan claras como que Sara se mensajeaba con un repartidor de pizza que había tenido un accidente unos días atrás y tan claro como que sus días eran un purgatorio en un vientre de ballena. Se resignó en silencio a todas estas oscuras claridades mientras salía del bar de Lola para dar un paseo y despejarse con la intención de que el aire de la calle, aunque húmedo y caliente en una tarde de agosto por encima de los treinta grados junto al Cantábrico, le ayudara a pensar en cómo conseguir una muestra biológica del cura. Lo de hacerle una paja le había hecho hasta gracia y le provocó una sonrisilla inconsciente. Lola se dio cuenta de lo alegre que se marchaba el subinspector e interpretándolo como un nuevo gesto de timidez nerviosa ante ella, aprovechó para volver al anterior juego de picardía:
</p><p>—Adiós, prenda.
</p><p>Pero esta vez Soto, que sabía que el corazón se le iba a morir en breve, se permitió un momento pasajero de agresiva rebeldía contra su destino y le contestó:
</p><p>—Adiós, Lola. Dentro de unas semanas igual soy yo el que te dice prenda y a ver qué me contestas entonces…
</p><p>La dueña del bar se quedó bloqueada por la contestación, no porque no estuviera acostumbrada a salidas de tono parecidas de cualquier cliente, las de Santamarta sin ir más lejos, sino porque comprendió que esa situación que le había anticipado Soto se produciría efectivamente en unas semanas, de modo que el subinspector le estaba advirtiendo de que le lanzaría un órdago a la grande. Intuyó Lola con una sacudida de neuronas y de tripas que algo se había quebrado en la vida de este hombre y sintió vértigo, frío en la espalda y calor bajo el ombligo. Ella llevaba mucho tiempo rodeada de gente en el bar pero las distancias en su cama se habían convertido en kilométricas horas de noche e insomnio. Ansiaba un hombre como lo ansía una mujer que no se siente completa, una mujer que ha comenzado a doblar la esquina de la calle y se ve dominada por un ansia silenciosa de empuje y caderas de macho. Trataba de sepultar cada mañana esa ansia con el ruido de la persiana de su bar, cuando la subía a primera hora para abrir su negocio cada nuevo día exactamente igual que el anterior.
</p><p>Pero aquella frase inesperada de Soto le había entrado como un estilete hasta la memoria decrépita de su útero polvoriento y el viejo motor del deseo, contra su voluntad, había vuelto a carburar. Y no podía dejar de pensar que no era malo desear a un hombre bueno.
</p><p>Veinte minutos después Soto giraba la llave de su coche apagando el motor, aparcado ya cerca de la iglesia. Se fijó un poco mejor, entretenido en los detalles del edificio para retrasar la búsqueda de muestras biológicas del cura, tarea en la que no sabía por dónde empezar sin sentir una enorme vergüenza, porque una cosa era trata de pillar a uno de los sospechosos habituales, personajes conocidos de sobra en la comisaría o el juzgado, o hasta a alguien de buena reputación pero del que se supiera positivamente su culpabilidad, y otra muy distinta era esto, este absurdo de rastrear a don Esteban, un señor del que todo el mundo contaba bondades y contra el que solamente le conducía el Círculo de Canter y la madre que parió a Canter.
</p><p>La iglesia era un bloque de cemento que pretendía y no conseguía evocar con un mínimo estético los arcos y líneas estilizadas del gótico medieval, dando como resultado una acumulación de pilares y arcos apuntados sin un ritmo aceptable ni armonía alguna. Era la expresión burda de un intento extemporáneo por parte de los próceres del nacionalcatolicismo de décadas pasadas por repetir glorias cristianas de viejas catedrales, aquellas maravillas de la baja Edad Media con más de seis siglos de historia. Al subinspector le recordó, en una inesperada y desagradable relación de imágenes, a los cuadros que vio en una vieja cartilla escolar de su padre, guardada en el desván de su casa, en la que aparecía Franco ataviado con una reluciente armadura de cruzado y pretendida pose de salvador de la civilización occidental.
</p><p>La pintura del edificio, de varios tonos entre el marrón y el amarillo, quería adornar el exterior del conjunto arquitectónico, con partes en las que la pintura se abombaba y desconchaba por la humedad salina del ambiente marino de la ciudad. Todo en la iglesia daba la impresión de ser un intento fallido de grandeza porque lo que realmente daba sentido a aquella parroquia, lo que la acababa salvando de su despropósito urbanístico eran, sin duda, sus parroquianos. Y su cura, claro, aunque Soto ahora lo pusiera en duda. Sus fieles, en su mayoría mujeres mayores, eran una muy buena clientela para el Dios de los cielos y de las beatas, una clientela que provenía de un barrio medio obrero y medio pescador, de gente bregada en fatigas y necesidades que todavía mantenía su firme devoción a la patrona del Carmen, protagonista indiscutible del espacio junto al altar, Virgen vigilante siempre de su humilde feligresía.
</p><p>Pasados unos minutos de observación de la iglesia y de solitaria divagación mental, Soto salió del coche con parsimonia y se encaminó a la entrada del templo, mirando con disimulo las zonas aledañas para detectar el contenedor de basura al que se tiraran los desperdicios generados en la iglesia. Localizó uno a escasos cincuenta metros del lateral del edificio y anotó en su libretita: “Contenedor basura en C/ 1º de Mayo, menos de 100 m. de iglesia.”. En la húmeda umbría del interior, unos segundos después de acostumbrar sus ojos a la poca luz, comprobó que menudeaban los feligreses desperdigados entre las bancadas perfectamente alineadas frente a la imagen de la Virgen. Le chocó un poco encontrar a tantas personas a esas horas. Se molestó en contarlos mientras tomaba asiento como los demás, para no llamar la atención, y la suma le dio diecisiete personas. No quería pensarlo pero lo pensó, porque su mente analítica de criminólogo pareció abrigarse con un manto de piedad emocionada, con un manto que representaba a un cura bondadoso y carismático capaz de tener parroquianos en su iglesia a las horas más intempestivas. Y las dudas sobre su propia investigación se le dispararon pensando en un cura que, tanta gente como aquella que tenía junto a él no podía equivocarse, no era un asesino. Soto sintió el aire del interior de la iglesia como algo sólido, como un muro que enterraba sus cimientos en su pecho de policía, oprimiéndole el punto más profundo de todos, el que está detrás del corazón y protege la chispa de la esperanza. Pegó un suspiro ahogado y se dirigió hacia una de las puertas que permitían pasar de la zona del altar a la sacristía, en un intento enrabietado de combatir la desesperación que le estaba dominando en el oscuro vientre de la ballena. “¿Qué cojones soy, un policía o un cantamañanas?”, se dijo mientras andaba hacia la sacristía con paso firme que, a la vez, procuraba ser lo más silencioso posible.
</p><p>Nadie pareció percatarse de sus movimientos y eso le animó, llevándole a pensar que ese impulso inicial podría salirle bien y que encontraría algún objeto para extraer el ADN del cura.
</p><p>—¡Hombre, Daniel! ¿Qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Julio? —le preguntó Blanca al verle entrar.
</p><p>—No, no… Blanca, tranquila, no vengo por el inspector.
</p><p>Los había presentado el propio Santamarta un día que ella vino a traerle una camisa limpia para sustituir la que el inspector había dejado perdida de grasa y kétchup por el ataque inesperado de una hamburguesa rebelde del bar de Lola.
</p><p>—Vale, vale… ¿y qué te trae por aquí?
</p><p>—¡Qué sorpresa, Blanca! —contestó Soto, tratando de ganar algo de tiempo para elaborar una excusa mínimamente creíble.
</p><p>—¡Sorpresa verte a ti! —le dijo con una enorme sonrisa divertida—. Yo paso la mitad del tiempo en esta iglesia. ¿No lo sabías?
</p><p>—No… no lo sabía. Bueno, pues vengo por mi hermana Isabel, que quería que mi sobrino Javi haga la comunión lo antes posible, pero se ha enfadado con el cura de su parroquia y no quiero hacerlo allí. Ya sabes, estas cosas de los enfados, un lío, vamos…
</p><p>Soto notaba cómo le castañeteaban los dientes al improvisar esa mentira sobre un sobrino que no tenía, deseando que Blanca no hablara con Santamarta del asunto y que luego el inspector no le preguntara a él, para no tener que continuar con esa mentira ni tener que contarle que le había mentido a su mujer.
</p><p>—Vaya… Sí, es verdad, hay curas que son inaguantables. Es verdad… Yo no sé cómo se podrá hacer lo de la comunión, pero habla con don Esteban que seguro que él te encuentra alguna solución.
</p><p>Soto miró a la mujer de su jefe y no quiso ver lo que veía, una mujer con una soledad dura y espinosa habitando lo más alto de una torre de derrotas. Aquello tenía su punto duro y patético, porque los dos policías comprendían con claridad la tragedia en la casa de su compañero, pero cerraban los ojos a los naufragios que tenían en la propia.
</p><p>Sacudió con fuerza su cabeza para tratar de concentrarse en lo que le había llevado hasta allí, con un gesto que casi asustó a Blanca. Después, contestó:
</p><p>—Sí, lo haré. Pero, ¿dónde está?
</p><p>—¿Don Esteban?
</p><p>—Sí.
</p><p>—Te habrás cruzado con él, está en los bancos, dando la confesión. Tiene esa costumbre, no sé por qué, de hacerlo allí. No le gusta el confesionario, dice que no se le ve la cara a la gente y que es una cosa muy antigua. Ya ves, él diciendo que algo es antiguo —agregó Blanca con una sonrisa suave.
</p><p>Soto comprendió entonces por qué había tanta gente a esa hora en la iglesia y se flageló un poco internamente por no haberse dado cuenta de que el cura era una de las personas que había tenido tan cerca y junto quien posiblemente habría pasado camino de la sacristía.
</p><p>—Pues tendrá para rato.
</p><p>—Sí… la verdad es que suele hacer bastantes confesiones. Es muy bueno, doy fe. Ya habrás visto cómo estaba de gente.
</p><p>—Sí, lo he visto. Bueno… pues vendré en otro momento —Soto se fijó en la bolsa de plástico que Blanca tenía en la mano y tuvo un fugacísimo instante de revelación—: Voy a marchar. ¿Es basura?
</p><p>—¿Eh…? ¡Ah!, sí, de la sacristía.
</p><p>—Ya te la tiro yo.
</p><p>—No hace falta.
</p><p>—Sí, mujer, yo me encargo —le dijo cogiendo la bolsa con firmeza y casi quitándosela de las manos.
</p><p>—Me da apuro que tires tú la basura.
</p><p>—La vergüenza era verde y se la comió un burro.
</p><p>—Vale, vale… gracias —dijo al fin ella con un hilo de voz, sorprendida por la firmeza con que el compañero de su marido se había empeñado en hacerle el favor de tirar la basura—, pues yo me quedo entonces aquí con un par de cosas que me quedan por hacer. Un placer haberte visto.
</p><p>—Igual.
</p><p>Soto salió rápido, con la mirada baja para evitar contacto visual con ninguno de los que aguardaban su turno para confesarse y, sobre todo, para que el cura no se fijara en él y después no le pidiera explicaciones a la mujer de Santamarta. El subinspector abrió la bolsa ya en comisaría y se sonrió satisfecho al comprobar que la suerte se había puesto de su parte. Allí estaban, unos pañuelos de papel con mocos que serían con toda seguridad los de un cura sospechoso de asesinato y acatarrado aunque fuera pleno verano, que los catarros de verano son traicioneros y obstinados. El laboratorio forense de la científica ya tenía trabajo que hacer.
</p><p>Cerró un momento los ojos, reconociéndose el mérito de haber conseguido esos pañuelos de papel que tanto podrían suponer para el caso. Los abrió después y marchó al bar de Lola con la vana esperanza de que esa mujer, en la que empezaba a pensar de otra manera, siguiera a salvo de la humedad mohosa que empapaba el conjunto de su vida. Mejor dicho, de sus vida, la de ella y la de él.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-82974912126329452632022-02-14T23:11:00.003+01:002022-02-14T23:11:15.768+01:00#Versaros Recital de poesía amorosa y erótica. Espacio Odisea de Logroño, 11 02 2022<div style="text-align: center;"><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/9NTT7hlRevI" title="YouTube video player" width="560"></iframe></div>Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-10866823578250849932022-02-14T22:37:00.001+01:002022-02-14T22:37:07.875+01:00Capítulo 13 (Novela 'Julio y las viejas')<p>—Inspector, tenemos que hablar con el cura.
</p><p>—Pero antes una cosita.
</p><p>—¿Cuál?
</p><p>—Me vas a hacer un favor.
</p><p>—¿Qué favor?
</p><p>—Chúpamela y dime el sabor.
</p><p>—¡Inspector! —protestó con ímpetu Soto.
</p><p>—Guaje, que hace ya mucho que te estoy viendo venir, no me toques los cojones con el cura.
</p><p>—Inspector, de verdad, no es ningún capricho. Tenemos que hablar con el cura.
</p><p>—No puedes estar tan desesperado como para creer las tonterías que nos dijo aquella vecina cotilla. Vamos a ver si empezamos a diferenciar los chismes de una vieja aburrida de lo que es una buena prueba. Estoy teniendo mucha paciencia contigo, pero ya me estás cansando.
</p><p>Santamarta se marchó de la comisaría farfullando entre dientes. El subinspector no contestó nada más, prefirió callar por el momento. Se fue a su asiento y se quedó pensativo, mirando al techo como un monigote inerme. No le había contestado nada más porque tendría que haberle explicado lo que había estado haciendo todo el día anterior en su mesa de trabajo, los puntos que fue anotando en el plano de la ciudad, las localizaciones de los domicilios donde se habían encontrado cadáveres de mujeres mayores. Habían sido asesinadas, de eso estaba ya seguro Soto, porque tenía muy claro que no habían sido otra cosa más que asesinatos seriales cometidos por un criminal con rasgos de personalidad psicopática. La demostración más palpable de ese convencimiento al que había llegado el subinspector era precisamente la habilidad que había tenido el asesino para hacerlos pasar por muertes naturales. Asesinatos que se fueron acumulando en una fría y perfecta rutina hasta que, con la última mujer, algo se rompió en el perverso equilibrio de esa mente especializada en cortar el aliento a estas ancianas. Porque el subinspector no dudaba de que algo nuevo se había desencadenado en el asesino aquella última vez, una pulsión sexual nunca antes permitida había salido de las regiones más oscuras de esa mente demencial, forzando y agrandando los esfínteres de aquella última pobre mujer asesinada, doña Paca.
</p><p>No le podía explicar a Santamarta que las señales que fue realizando en el plano fueron dibujando un círculo imperfecto y bastante deforme, pero un círculo al fin y al cabo, en cuyo centro estaba la piedra filosofal del caso. Eso decían las teorías criminológicas a las que Soto se agarraba con la fe del creyente en tiempos de tempestad, como un Jonás metido a Policía Nacional en el vientre de una ballena, de una terrible bestia marina que podía ser la inconcebible hija bastarda de tres padres: un asesino en serie, un inspector violento y un repartidor de Telepizza. En la profunda, húmeda y desesperanzadora barriga de esa ballena, Soto trabajó con determinación, bordeando la nada, sin más esperanza que la luz del flexo en su mesa de trabajo y las certezas teóricas que le daban sus teorías criminológicas. Sabía, porque se le iba haciendo más que evidente, que su vida, que los pilares fundamentales de su vida, corrían el riesgo de deshacerse como el mal hormigón con el paso de los años, provocando un hundimiento completo de todo lo que él era, de todo en lo que creía. Su matrimonio, junto a su respeto por un superior y también su convicción de que era capaz de cazar al asesino, todo por separado y todo a la vez, amenazaban ruina y debía salvar al menos uno de esos tres pilares para que algo quedara en pie.
</p><p>Soto seguía mirando al techo, ensimismado, aliviando con este gesto inconsciente la tensión que se le acumulaba en las cervicales. Mirando las placas de escayola que tenía encima salpicadas por varias lámparas fluorescentes, tuvo una revelación del precipicio al que se estaba conduciendo su vida. Un sudor frío y caliente a la vez, profundamente desagradable, le empapó los costados e hizo que la camisa se le pegara al cuerpo. Mirando la anodina sucesión de placas de escayola del techo comprendió lo que se le acabaría por venir encima, los golpes de desamor y furia que iban a deslomarle el alma como si un cielo sólido se le echara encima, vaciándole la alegría hasta dejársela como una lastimosa culebrilla raquítica. Supo que Sara y Santamarta le iban a hablar con lenguas llenas de insectos que acabarían por hacer un picudo nido en su corazón. Soto era Jonás y rezaba, si es que él fuera de rezar, pero solo le contestaba el cruel eco de las tripas del Leviatán. Jonas en su ballena. Jonás resistiría en el vientre de su ballena sabiendo que cazaría al asesino. Su matrimonio se acabaría y el inspector también. Porque atraparía al asesino pero lo demás sería una fuente generosa de pus y dolor que ya no dependería de él, aunque vertería desde él y sobre él su insoportable fruto. Y él lo soportará porque conseguirá ser otro Jonás, salir del vientre profundo y oscuro de la bestia, conseguirá ser otro Soto que aprenderá, al fin, que el sufrimiento crea adicción pero que de eso también se sale.
</p><p>Estaba claro que no podía contarle nada de esto a Santamarta pero sí debía encontrar la manera de apretar al inspector para ir a por el cura sin que su superior le arrancara la mano de un mordisco furioso. Debía encontrar la manera de hacerle ver que había que hablar con el cura, no solo por lo que dijo la vecina, que también, sino porque en el centro del círculo que conformaban las anotaciones en el plano… estaba la iglesia. Se le vino a la cabeza, que había bajado y que ya no miraba al techo, la inspectora Marían, a la que ya se veía capaz de dirigirse para hablar de cualquier cosa con una confianza inesperada, surgida de no sabía qué lugar desesperado.
</p><p>Y Marín le ayudó porque buscó esa misma tarde el momento para hablar con Trujillo cuando Santamarta estuviera cerca y pudiera oírles. Y le dijo a su subinspector que el caso de la vieja tenía toda la pinta de que iba a quedarse sin resolver y que a ella se le hacía raro porque no podía ser que alguien que hubiera reventado así a la vieja no hubiera dejado algún hilo suelto del que tirar. Trujillo escuchó un poco sorprendido el comentario de su inspectora, sin acabar de comprender a cuenta de qué le decía tal cosa y en aquel preciso instante. Al darse la vuelta y ver a Santamarta tan cerca, con los ojos fijos en ambos, comenzó a comprender el sentido de la conversación que después Marín le acabaría por explicar. Pero en aquel momento, cuando se giró y su mirada se cruzó con la de Santamarta, este se encendió por lo que había oído y sin mediar palabra previa le soltó:
</p><p>—¿No tenéis otro pito que tocar?
</p><p>—Que te den y te guste —le contestó Marín, agarrando por el brazo a Trujillo para sacarle de allí y evitar un nuevo choque con Santamarta.
</p><p>Al quedarse solo, Santamarta llamó de inmediato a su subinspector:
</p><p>—¡Soto, me cago en mi padre! ¡Vente de donde estés y me cuentas la mierda esa de teoría del cura! ¡Y más vale que aciertes, primaveras, porque como pringuemos por esto a mí me empapelan, pero a ti te voy a dar tan duro por el culo que la gente va a oír mis pelotas rebotando en tu ojete y va a pensar que son las campanas llamando a misa mayor!
</p><p>—Voy —contestó el subinspector sin poder evitar una pequeña sonrisa, algo floja, algo triste.
</p><p>Media hora después la conversación se había producido y Santamarta hacía el mayor esfuerzo del que era capaz para tomar en serio las investigaciones y las hipótesis de Soto, que le seguían pareciendo una soberana estupidez. Pero hizo todo lo posible por convencerse de que aquello tenía sentido, aunque solo fuera por demostrarle a la cantamañanas de Marín y al sinsustancia de Trujillo que el caso no estaba bloqueado, que había vías abiertas para seguir buscando al asesino, que él, el inspector Santamarta, tenía más escamas que una serpiente y muy mala hostia como para que ese mataviejas se fuera de rositas.
</p><p>—El cura, entonces… —dijo finalmente el inspector.
</p><p>—Bueno… en el centro del círculo está la iglesia y el cura hacía y hace muchas visitas a mujeres mayores que están solas. Eran lugares donde él estaba cómodo y seguro. A mí también me cuesta creerlo, de verdad, pero no le encuentro otra explicación. Le he dado un montón de vueltas y siempre acabo en el cura. Sí, en el cura.
</p><p>—El círculo tiene en el centro la iglesia. No podía ser otra cosa, tenía que ser la iglesia. Hay que joderse.
</p><p>—Está rodeada de un parque y ahí no hay nada más que ese edificio.
</p><p>—Que sí, que sí, Soto, que me ha quedado claro. Ahora toca patearse la ciudad. Patearse el circulito de marras.
</p><p>—¿Perdón?
</p><p>—Tanto estudiar al final no es bueno para la salud. En fin… ¿cómo vamos a por el cura? Si le vamos al juez con esta milonga del círculo se nos descojona o nos mete un puro.
</p><p>—Sí, eso es verdad. No creo que ni siquiera haya oído hablar de Canter.
</p><p>—¿De quién?
</p><p>—Ya te lo he dicho antes. El círculo es una teoría de Canter. El Círculo de Canter.
</p><p>—¡Ah! Vale… una cosa. Esta historia del círculo, del Canter y de la madre que parió a Paneque mejor no la vayas contando por ahí. Y al juez, ni se te ocurra, ¿estamos?
</p><p>—Sí, sí… ¿Quién es Paneque?
</p><p>—Soto, a veces me doy cuenta de lo tonto que eres y me da escalofríos, pero eso ya no tiene remedio. Porque más tonto que el tonto es el que le sigue. Venga, a lo que iba, saca un listado de todas las viejas muertas de las que tengamos sospecha de asesinato y vamos allá. Se acabó el andar en tu mesa como un ratón de biblioteca. A la calle. A hablar con todos los vecinos de todas ellas y, sobre todo, a ver si nos enteramos de quién solía visitarlas.
</p><p>—A ver si las visitaba mucho el cura.
</p><p>—Exacto, lumbreras. Por lo menos, a ver si las visitó antes de morir.
</p><p>—De que las asesinaran.
</p><p>—Que sí, joder, eso, de que las asesinaran.
</p><p>El subinspector se dirigió a su ordenador y extrajo un listado de las mujeres que podrían haber sido asesinadas. Lo imprimió en dos copias, le dio una a Santamarta y, con la otra en su carpetita, fueron camino del bar de Lola a comer. Antes de entrar, sacó su cuaderno de notas y apuntó: “Círculo de Canter señala al cura. Interrogatorios a vecinos de posibles víctimas”.
</p><p>Dando cuenta del grasiento menú del día, decidieron repartirse la treintena de viviendas con sus correspondientes vecinos. Lejos, a miles de kilómetros, en un mar ignoto en plena marejada, un barco japonés lanzaba un arpón y daba muerte a una ballena.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-6523687153238535372.post-16662318550690075532022-02-09T21:54:00.004+01:002022-02-09T21:54:49.463+01:00Capítulo 12 (Novela 'Julio y las viejas')<p>Llegó el lunes y, como siempre, Blanca se despertó antes que su marido, unos minutos antes de las siete de la mañana para darse tiempo a ponerle el desayuno y que Santamarta tuviera listo su café y sus tostadas que, a menudo, quedaban casi sin tocar cuando el inspector se iba camino de la comisaría.
</p><p>La mujer quedaba entonces ensimismada. Escuchaba el ruido de la puerta de la casa que demostraba que se había marchado y daba un enorme suspiro, como quien siente un oceánico alivio tras haber estado junto a la bestia y logra sobrevivir para contarlo. Blanca solía sentarse en la misma silla que él desayunaba, dando cuenta de esas tostadas que Santamarta dejaba tras haberles dado dos o tres diminutos mordiscos. Comiéndolas, se servía ella su propia taza de café con un poco de leche de soja y rompía a llorar en silencio unos segundos. Lágrimas y tostadas se mezclaban en esas mañanas de desamparo, desahogo que se permitía durante breves momentos tras los que se recomponía, se rearmaba, despertaba a sus hijos y les preparaba también el desayuno para que marcharan a sus clases.
</p><p>En el interior de su cabeza miles de gorriones ciegos se golpeaban contra oscuras paredes de ladrillos, en un constante y machacón revoloteo sin fin y sin sentido. El mundo le daba vueltas y la realidad desaparecía ante sus ojos echa girones por el incesante piar desesperado y maltrecho de los pajarillos.
</p><p>Esa mañana y en aquel momento, como en otros de máxima desesperación, acabó en cuclillas en un rincón de la cocina, abrazando con fuerza sus rodillas y respirando con ansiedad. Logró calmarse un momento que aprovechó para incorporarse y abrir con precipitación el cajón donde guardaba las pastillas, sacando unos tranquilizantes que reservaba para esos ratos tan duros. Se tomó una pastilla que tragó con ansia y una arcada, como una oca a la que ceban para que engorde su hígado. Después regresó conscientemente a su lugar en la esquina y a su posición en cuclillas, sabiendo que los efectos de la medicación eran rápidos y deseando que sus hijos, tampoco esta vez, se levantaran antes de tiempo y la descubrieran así si aparecían por la cocina. Ni Laura ni Mario dieron señales de vida y pasado un minuto Blanca se fue haciendo razonablemente dueña de sí, se puso en pie, terminó de preparar el desayuno a sus hijos, les despertó, les acompañó mientras tomaban la leche con Cola Cao y las galletas y respiró como un odre vacío cuando marcharon de casa hacia el instituto. Después, se abandonó de nuevo al llanto, un llanto más suave que la dejó en paz, siquiera por un rato, con el mundo. Tras sonarse los mocos y secarse las lágrimas en medio de la cocina, a solas, encendió la radio y metió una vieja casete de Mocedades que, al empezar a sonar, le terminó de dar las fuerzas necesarias para afrontar lo que quedaba de día mientras tararaba las canciones que se sabía de memoria.
</p><p>
</p><p>***
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</p><p>Soto se despertó sobresaltado, dando un pequeño brinco en su cama. La noche calurosa y lo agitado de la pesadilla que había tenido le habían dejado empapado de sudor. Trató de recordar los detalles del sueño pero solo pudo concretar en su recuerdo una vespino de repartidor que despedía un denso y oscurísimo humo y un pene que luchaba lastimera e infructuosamente contra la gravedad para lograr una erección que nunca llegaba. Prestó atención a Sara y comprobó que dormía sin novedad junto a él en la cama. Después se quedó mirando fijamente el techo en penumbra de la habitación, iluminado con la única luz que pasaba por algunas rendijas de la vieja persiana que ya no cerraba bien. Esos pequeños rayos de sol, colados y proyectados a través de los huecos, siempre le habían parecido al subinspector un ejército bien alineado de soldados de luz en perfecta sincronía para combatir las sombras, la última línea de defensa, la esperanza final ante la gran noche. Así lo había escrito una vez que se pensó poeta y garabateó unos versos que sirvieron para dos meses de burla entre sus compañeros de instituto cuando cometió el error de dárselos a leer. Aprendió bien en aquella ocasión que poeta rima con bragueta y que el verso “versos compones” lleva a otro verso: “tócame los cojones”.
</p><p>Aquella mañana, recién despertado y sudoroso, trató de expulsar de su mente los restos de imágenes de su pesadilla pensando en el caso, en la información que hoy le iba a enviar el cabo de bomberos si cumplía la promesa que le había hecho. Le dieron ganas de desayunar pizza pero se dijo que ese extravagante y masoca antojo iba a ser el último pensamiento que se permitiera ese lunes fuera de sus obligaciones profesionales. Se puso muy severo consigo mismo y llegó a un compromiso interior por el que se prometió no seguir haciéndose daño con ese tipo de divagaciones.
</p><p>Estando en el bar de Lola, de nuevo esperando a que Santamarta saliera del baño, Soto ojeó su teléfono y abrió la aplicación de correo electrónico por cuarta vez en lo que poco que había transcurrido de mañana. De nuevo comprobó que no había novedad alguna del bombero, así que continuó con la cabeza enfrascada en las posibles hipótesis del caso, removiendo con pereza el Cola Cao que le acababa de poner Lola.
</p><p>—¿No dicen en las películas americanas “un centavo por tus pensamientos? Eso al menos le escuché un día al cómico ese de barbas, el que hace monólogos —le dijo la dueña del bar.
</p><p>El subinspector volvió a la realidad y se quedó mirando fijamente a una Lola que perdió de repente la sonrisa con la que había hecho la pregunta. La mirada seca y directa que le dedicó Soto, tan distinta a su habitual mirada plagada de vetas de ingenuidad, la sorprendió. Se preocupó y puso muy seria. No le conocía más que de unos días, pero le había cogido cariño, casi algo más aunque no quisiera reconocérselo:
</p><p>—¿Va todo bien, Daniel? —le preguntó sinceramente preocupada al verle con ese gesto tan duro, tan sorprendente en este hombre al que le había estado dedicando piropos solo por ver cómo se le subía la sangre a la cara de pura vergüenza y timidez.
</p><p>El policía siguió mirándola en silencio, incapaz de nuevo de gobernar sus pensamientos y traicionando la promesa que se acaba de hacer para no dejarse llevar por esas ideas. Unas ideas que le llevaban a imaginarse una vida casado con Lola y, a la vez, avergonzándose de esa vida imaginada, castigándose de forma íntima finalmente por ambos desvaríos, el de pensarlo y el de haberse arrepentido. Ella estaba cada vez más incómoda por el silencio del subinspector que solo acabó reaccionando al notar que le había entrado un nuevo correo electrónico que, esta vez sí, era del cabo Chica, un mensaje con un WeTransfer a través del cual podría descargar todo el material sobre la entrada de bomberos en los domicilios de mujeres ancianas fallecidas durante la pandemia del coronavirus.
</p><p>—¡Por fin! —exclamó Soto con los ojos puestos en el techo con un grito que sobresaltó Lola.
</p><p>El subinspector rebuscó en su bolsillo derecho y sacó de forma precipitada un billete de cinco euros que dejó junto al vaso de Cola Cao que no había tocado. Sin esperar siquiera a que le diera las vueltas, se despidió y, al ir a salir por la puerta, se giró y le pidió:
</p><p>—Luego vengo a comer, Lola. Dile por favor a Santamarta que me voy a la oficina y que me voy a tirar allí toda la mañana. ¡Creo que hoy lo puedo tener!
</p><p>—¿A quién? ¿Al asesino? —preguntó ella, pero el subinspector ya no pudo oírla porque estaba fuera del bar y andaba con paso rápido, alejándose como un pajarillo nervioso.
</p><p>Santamarta salió poco después del cuarto de baño y Lola le trasladó el aviso de su subordinado, ante el que el inspector quedó también pensativo y silencioso.
</p><p>—¿Qué os pasa hoy a todos? —dijo Lola mirando al inspector, que parecía extrañamente tiznado de ceniza, como si algo recubriera su piel y su ropa anticipando un final trágico a una vida de llena de tragos amargos antes del último y solitario trago.
</p><p>—Este guaje va a acabar conmigo, de verdad —dijo por fin el inspector—. Qué empeño de los cojones le ha entrado con lo del asesino en serie.
</p><p>—¿Un asesino en serie, aquí…? —preguntó Lola.
</p><p>—Yo qué sé, al final me está contagiando su paranoia y hasta me lo creo. O descubrimos a un asesino y salimos en los periódicos como héroes o hacemos un ridículo de agárrate y no te menees, seremos el descojono de la comisaría durante años, hazme caso.
</p><p>—Pero tú le crees.
</p><p>—Joder, no sé, he visto yo mucho en esta vida y me parece un inocentón. Pero es que no conseguimos avanzar nada y yo estoy en blanco. Lo único que podemos hacer es lo que se le ocurre a él. Yo qué sé, Lola, yo qué sé. Además, que me tengo que pegar a él cuando salimos a la calle. Soto es muy bueno en su mesa, con sus papeles, pero en la calle se lo comen. Y que no sé qué hago hablando de estas cosas contigo, mujer.
</p><p>—¿Con quién las vas a hablar, si no?
</p><p>—Pues también es verdad.
</p><p>—Hacéis buena pareja, entonces.
</p><p>—Sí. Lo que está por ver es si hacemos buena pareja de policías o buena pareja cómica.
</p><p>Soto se sentó con indisimulada ansiedad en su mesa y encendió el ordenador. Maldijo en silencio la lentitud del aparato para arrancar y activar su sistema operativo. Se puso absurdamente nervioso mientras esto sucedía. Después, cuando ocurrió, abrió su Gmail y se descargó los archivos que le había pasado el bombero. Los compañeros de la comisaría le saludaban cuando iban llegando y él, abducido por el material que tenía entre sus manos, les respondía con un balbuceo ininteligible. Se dio un golpe con la palma de la mano en la frente y se dijo: “El mapa, ¿cómo puedo ser tan tonto? El mapa, joder”.
</p><p>Se levantó de la silla como impulsado por un resorte de doble muelle y acudió a la carrera a la librería-papelería que había cerca de la comisaría. La ciudad continuaba indolente, caliente y húmeda, mientras el subinspector de nuevo se empapaba en sudor, fruto del estado de excitación en el que se encontraba al haberse convencido por completo de que el material que le había pasado el cabo Chica iba a permitir, esta vez sí, comenzar a estrechar las manos para agarrar por el pescuezo y llevar ante el juez a ese desgraciado que tenía la macabra afición de matar viejas. Compró un plano de la ciudad a tamaño A3, porque ese tamaño de doble folio era lo suficientemente grande como para marcar los puntos donde habían encontrado mujeres mayores muertas en sus casas, pero no demasiado grande como para que no cupiera en su mesa o le dificultara el trabajo de hacer todas esas anotaciones.
</p><p>Al volver a la comisaría se encontró en la puerta con Santamarta, que le dedicó un “buenos días” con aire de pregunta llena de curiosidad.
</p><p>—Inspector, deme la mañana para trabajar.
</p><p>—¿Otra vez de usted, Soto?
</p><p>—Perdón, es que estoy nervioso. Tengo algo de lo que voy a sacar alguna conclusión.
</p><p>—¿Me necesitas para algo?
</p><p>—No, lo tengo muy claro.
</p><p>—Vale, primaveras. Tienes hoy todo el día.
</p><p>—Me bastará con la mañana.
</p><p>—Mejor todavía. Pero cuando acabes me cuentas, sin falta. Y me lo cuentas solo a mí, a nadie más, ¿estamos? Que no quiero acabar haciendo el ridículo.
</p><p>—Sí.
</p><p>—Pues, ale, guaje, a por ello.
</p><p>Soto se dirigió de nuevo con prisa a su espacio de trabajo, colocó el plano y empezó a imprimir todos los archivos que acababa de recibir. Eran 53 documentos que ocupaban dos hojas y media cada uno, así que le tocó un cambio de toner y de paquete de folios en la impresora, provocando algo de cola con otros compañeros que también habían mandado documentos a imprimir. En aquel ir y venir de toner, folios y compañeros, le entraron ganas de compartir con los otros lo que pretendía hacer, pero un gramo de prudencia y la reciente advertencia de Santamarta le hicieron optar por el silencio.
</p><p>Quince minutos después estaba en su mesa con un tocho de 159 hojas aún calientes tras su pasao por la impresora, además de un plano de esa ciudad del norte de España. “Voy por ti”, pensó y se arrancó a trabajar, ajeno a todo lo que no fueran esos papeles. Se le puso su mejor cara de investigador conforme empezaba a repasar con premeditada parsimonia nombres, direcciones y fechas, dentro de su mundo favorito de criminólogo aplicado y concienzudo. Soto era entonces como un dios omnipotente que hubiera puesto sobre una ciudad junto al mar, húmeda y salada, sus ojos inquisidores, como si el plano fuera realmente la población con sus calles, sus edificios y los anhelos de su gente vistos desde las alturas celestiales. El subinspector era un Zeus dispuesto a buscar el corazón miserable de quien disfrutaba asesinando viejas, un jefe del Olimpo con el noble objetivo de descargar un rayo justiciero y fulminante que acabara con ese miserable, por muy escondido que estuviera y por muy resbaladizo que pretendiera ser. Se dotaba de una mirada poderosa para comprender lo incomprensible, para saber cómo una mente enferma había ido tomando decisiones, en qué lugares, con qué cronología y, sobre todo, en qué remoto anillo del Infierno tenía su morada tanta miseria. Echó mano de lo aprendido en otro de sus masters, Aplicaciones de Perfil Geográfico en las Investigaciones de Asesinatos en Serie, aplicando metódicamente esos conocimientos en el análisis de los datos que le iban ofreciendo los papeles que tenía sobre la mesa, mientras un fugaz estremecimiento en la nuca le fue terminando de convencer de que la justicia sí iba a ser posible en este caso. Y lo iba a ser gracias a él, al subinspector que quizá podría lograr un ascenso por tan meritoria investigación. O eso pensó. “Pero vamos a cazar al jodido oso antes de vender la piel”, se dijo mentalmente usando un plural mayestático que se le escapa en las ocasiones de grandes emociones, como lo era esta para su corazoncito de investigador. Antes de tamizar los datos en alguno de los sistemas de información geográfica, Soto prefería hacerlo a la vieja y analógica usanza, marcando con paciencia y bolígrafo las cifras y los lugares en el mapa, para desentrañar sin prisa pero sin pausa por dónde había actuado previamente quien después acabó asesinando y violando a la señora Paca. Para averiguar cómo se había desplazado, cuáles habían sido sus movimientos y zonas de acción. Y, si finalmente lograba cantar bingo investigador, tener una aproximación razonable sobre el lugar de residencia de este cabrón o, al menos, de su centro de operaciones, del lugar desde el que había salido y vuelto para llevarse por delante a esas mujeres.
</p><p>El subinspector era muy consciente de que ni él ni Santamarta tenían nada concreto a estas alturas y que el tiempo transcurrido sin avances destacables les estaba poniendo, aunque se negaran a reconocerlo, bastante nerviosos.
</p><p>Si el entorno, las tiendas, los semáforos, los parques, los colegios o los centros de salud que forman su paisaje se convierten en una construcción mental en la cabeza de cualquier persona sana, lo mismo ocurre con alguien que pasa años asesinando mujeres mayores. En la mente enferma del criminal, Soto se lo iba repitiendo varias veces mientras bisbiseaba los datos que iba trasladando a puntos concretos del mapa, todo cuando le rodea es representación y se representa, se convierte en un escenario íntimo, porque, en su comprensión y en la de cualquier cerebro humano con inteligencia suficiente, la realidad se transmuta en el escenario de una obra de teatro personal, y como todo lo personal tiene personales ambientes, distancias y prioridades, parecidas a la realidad pero distintas a ella. Este teatro mental determina nuestras acciones y determinó las del mataviejas, por dónde se había movido, en qué lugares había actuado, cómo había huido de los mismos y cuándo se había considerado lo suficientemente a salvo como para celebrar su crimen o relajarse y seguir con la parte de su vida presentable.
</p><p>Soto se iba entusiasmando conforme seguía trasladando datos al plano, aunque trataba de que el entusiasmo no le precipitara en la interpretación de los hechos ni le sacara del estado de concentración cercano al trance en el que se encontraba. Pero, sí, se estaba entusiasmando y no lo podía evitar porque, salvo algunas muertes que distorsionaban el dibujo general, la figura que se iba conformando parecía bastante clara. Insultantemente clara. El mapa mental de este tipo al que buscaba, porque el subinspector tenía la irracional convicción de que era un hombre, el recorrido que parecía haberse permitido el asesino, cómo había llegado y salido de allí, qué sitios le habían sido cómodos y familiares para moverse, dónde se había sentido más seguro… todo eso conformaba un círculo. “¡Un círculo, joder, un círculo!”, se dijo. Al menos eso parecía que iba a ser cuando Soto se detuvo un minuto par ir al baño a la altura cien de las 159 páginas. En los urinarios de pared de la comisaría, mientras realizaba acrobáticos círculos con el chorro de pis llevado por un alegre e infantil orgullo de investigador que avanza en sus pesquisas, Soto se acordaba del profesor David Canter y sus estudios sobre criminales que habían actuado en una zona geográfica delimitada por un círculo. Estaba exultante, feliz como un niño de que esa teoría tan simple hubiera tenido aplicación y le fuera a dar resultado en su caso, porque aquel ya era su caso, el caso de su vida, lo tenía muy claro.
</p><p>—Te como los ‘güevos’, David —dijo en alto llevado casi por un estado eufórico.
</p><p>—¿Te encuentras bien? —le preguntó el subinspector Trujillo, que había entrado por casualidad tras él y se había quedado fascinado por el movimiento pendular de pelvis que Soto se había dedicado a realizar mientras meaba.
</p><p>—¿Eh? —contestó un poco ruborizado.
</p><p>—Que si estás bien… te preguntaba.
</p><p>—Sí, sí… bueno… sí. Es que creo que vamos a avanzar en el caso de la mujer asesinada.
</p><p>—¿Sí?
</p><p>—Sí, ¿conoces el perfil geográfico? —le preguntó Soto mientras se subía la bragueta y comenzaba a lavarse las manos.
</p><p>—Sí, claro, pero ¿eso funciona?
</p><p>—Pues yo creo que sí. Santamarta no quiere escucharme, aunque la verdad es que me ha dejado trabajarlo. Bueno, yo creo que funciona. Creo que va a funcionar. No… bueno, que estoy seguro de que sí, que funciona. Y lo voy a comprobar.
</p><p>—Vale, vale.
</p><p>—¿Qué miras con tanta fijación? —le preguntó Soto al ver que Trujillo no perdía detalle de cómo se lavaba las manos.
</p><p>—Es que me estoy acordando de una tontería.
</p><p>—¿Cuál?
</p><p>—Una chorrada, da igual.
</p><p>—Venga, Trujillo, no me jodas, ahora me lo cuentas.
</p><p>—Vale, pero que es una bobada. Me acuerdo de mi primer jefe, el inspector Caballero.
</p><p>—¿Pues?
</p><p>—Era muy guarro, el cabrón de Luis Ángel. Nunca se lavaba las manos después de mear. Se iba de putas y alguna vez le acompañé. ¡Anda que no aprendí yo cosas allí en los puticlubs! El tío cerdo me contaba que no le gustaba que las putas se lavaran antes de pasar a la cama, porque decía que le gustaba que olieran a mujer, a mujer de verdad.
</p><p>—Trujillo, no me jodas.
</p><p>—Tú has insistido en que te lo contara.
</p><p>—No era necesario, joder, no era necesario, es casi la hora de comer y esto no era necesario —dijo casi en un suspiro en el que no pudo evitar media sonrisa.
</p><p>—La próxima vez no preguntes tanto —le contestó su compañero con un guiño pícaro—. Suerte con lo del perfil geográfico.
</p><p>—Gracias. Bueno… a ver si no la necesito.
</p>
Gaztea Ruizhttp://www.blogger.com/profile/09032504133256641783noreply@blogger.com