19/2/22

Capítulo 15 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto notó una náusea incontrolable, una vergüenza de tal intensidad que se cuestionó si después de aquello no sería mejor dejar el cuerpo de Policía. Miraba al inspector y quería pedirle perdón pero no se atrevía porque no estaban solos, sino en la casa de don Esteban, con muchos armarios abiertos y mucho desorden. Se cagó en Canter y en todos sus muertos, en la vecina que les dijo que el cura solía visitar a la anciana asesinada, en todos los que le habían contado que el cura visitaba también a las otras viejas asesinadas, se cagó en el ADN de los mocos de los pañuelos de papel y en sus estudios de Criminología, especialmente se cagó en el master y en el director de su tesina. Porque aquello era un error de dimensiones siderales. De esos errores que acaban con la carrera de alguien con intención de llegar a inspector de policía.

Miró al cura, un hombre que mantenía su gesto bondadoso pero que también demostraba sentirse estupefacto ante lo que estaba ocurriendo, porque su casa se había llenado de agentes de policía y se la habían revuelto por completo en busca de no sabía muy bien qué. A Soto le entraron ganas de pedirle perdón a don Esteban, unas ganas parecidas de las que tenía de pedirle perdón a Santamarta. En realidad, resumiendo, lo que tenía era ganas de pedirle perdón al mundo entero, hasta a sí mismo. Pero no hizo nada, ni dijo nada, era absurdo y hubiera sido ridículo pedirle perdón a un sospechoso de varios asesinatos por mucho que en el registro de su vivienda no apareciera ninguna prueba nueva.

Soto miraba con ansia cómo entraban y salían los de la científica. Los miraba y su inquietud iba en aumento porque que todos llevaban cara de circunstancias; en ese piso no había nada que justificara mínimamente aquel dispositivo desplegado por la orden de registro de un juez forzado por las circunstancias tras una muerte muy cercana y dolorosa. El traje del subinspector parecía aumentar de talla mientras él se iba encogiendo, como si un carrete de acero hubiera tirado ganchos a los extremos de su cuerpo y ahora los fuera recogiendo, plegándole lenta y crudamente, reduciendo su tamaño.

Junto a él, Santamarta tenía el rictus tenso y, salvo por un mínimo movimiento del pecho al respirar, parecía una estatua de cera, una copia de sí mismo insensible y sin vida.

Habían discutido mucho los dos hacía una semana y media, cuando Santamarta tomó al fin la decisión de seguir adelante y a Soto le entró una prisa enorme por conseguir la orden de registro. Porque el inspector decidió que no era aún el momento de hacer ningún registro y no le sacó de ese convencimiento ninguna de las razones ni los gritos que le dio Soto, un Soto nuevo, más agresivo, que sorprendió a Santamarta elevándole la voz y discutiéndole sus órdenes. El inspector casi disfrutó de aquellas broncas porque, en su comprensión del mundo y del cuerpo, aquello demostraba que Soto le estaba empezando a echar testosterona y que no iba a ser al fin un caso perdido ni un primaveras de por vida.

En una de las discusiones, ante una frase llena de veneno que le soltó Soto, el inspector tuvo que contenerse para no felicitarle por la mala baba que llevaban esas palabras, aunque en la práctica lo que hizo fue precisamente lo contrario, enzarzarse con él en una bronca a voz en grito y subir la apuesta de los ataques cada vez más personales. Estuvo a punto de decirle que sabía que la mala hostia que estaba empezando a gastar era por lo que tenía en casa con la guarra de su mujer y que eso, en el fondo, le estaba viniendo bien para hacerse un policía de verdad, con un par, como tiene que ser.

Soto andaba desesperado, es cierto, por lo que tenía en casa, pero también porque una intuición cada vez más enfermiza le avisaba de que ese retraso para solicitar al juez el registro, tal y como le ordenaba Santamarta, iba a resultar un tiempo perdido inútilmente en el que el asesino volvería a actuar. Y eso le consumía y le iba aumentado la angustia vital que sentía respecto a su futuro inmediato, un futuro en el que la única noticia decente que esperaba era precisamente atrapar a este mataviejas.

Santamarta, perro viejo, tenía sus razones que finalmente fue explicando al subinspector, porque era necesario esperar una semana a que el juez de guardia fuera propicio. El juez de esa semana, Edmundo López de Aguileta, era un tipo melifluo encantado de tener un apellido compuesto, del que decían que era del Opus, un hombre al que le costaba sonreír, que contaba las semanas para su jubilación y que evitaba sistemáticamente cualquier decisión comprometida. Con él hubiera sido muy probable una negativa a la petición de una orden de registro de la casa de un cura, o hubiera redactado una orden de mala gana que hubiera supuesto un mete-saca del sospechoso, un auténtico escándalo tratándose de don Esteban.

—Soto, no te me pongas tan gallo ahora, guaje, y escucha un poco. Que a este curilla tenemos que trincarle bien. Que le conozco, que es el de la parroquia donde anda todo el día metida Blanca. Y se le quiere mucho. Que tú lo sabes, que nos lo ha dicho todo el mundo. Como no le pillemos bien, tú y yo nos metemos en un lío de tres pares de cojones.

Y Soto transigió, no le quedaba otra. Porque sabía que Santamarta tenía toda la razón aunque él tuviera las tripas del alma en revolución y necesitara que terminase aquel tiempo de descuento y ocurriera lo que tenía que ocurrir.

Cuando entró el siguiente juez, un hijo de un guardia de asalto republicano, de indisimulada tendencia socialista, se fueron a hablar con él. Y le contaron en su despacho todo lo que tenían sobre don Esteban: el círculo de Canter, el ADN de la casa de la última asesinada y las declaraciones de los testigos que habían visto al cura ir a casa de todas esas mujeres. El juez, Juan Esquide, un hombre de ojillos pequeños y muy juntos, de inteligencia tan notable como su barriga, miraba de hito en hito a los dos hombres que tenía ante él sin poder evitar la sensación de que estaba siendo víctima de una broma pesada.

—¿Esto va en serio? —alcanzó a decir al final.

Soto, que había estado dando los detalles más técnicos de la investigación, fue a responderle pero Santamarta se le adelantó haciéndole un gesto con la mano para que no añadiera nada más y dijo:

—Sí, señoría.

—Que don Esteban, el cura de la parroquia del Carmen, al que adoran en el barrio… ¿es un asesino en serie?

—Sí, señoría, eso sospechamos —remarcó Santamarta, tratando de mantenerse firme en su tono sin resultar agresivo, ante un juez que iba cambiando de gesto mientras manoseaba nerviosamente su pluma estilográfica preferida, el único objeto que poseía de su padre fusilado cuando los franquistas entraron en Málaga.

—Un asesino en serie don Esteban… El cura que suele visitar a mi madre de vez en cuando. Un señor que es todo generosidad y que lleva toda la vida siendo un ejemplo de bondad. ¿Ese cura? ¿Ese don Esteban es el que dicen que es un asesino en serie?

Santamarta y Soto se quedaron petrificados y durante unos segundos solo se escuchaba entre aquellos tres hombres la respiración agitada del juez, que añadió:

—Miren, señores. Dejen de hacer el gilipollas y encuentren al asesino de esa mujer. Para empezar, cierren la puerta por fuera después de salir. Ale, adiós.

Los dos policías dejaron el despacho sin mediar palabra, como si tuvieran un cuchillo de ceniza atravesando sus lenguas. Soto llevaba una mirada de animalillo abandonado que desayuna cada día una bandeja de golpes. Por inercia acabaron media hora después, en solidaria autocompasión, en el bar de Lola, lamiéndose las heridas sin abandonar el silencio que se había apoderado de ambos, salvo para pedir un coñac y una Coca-cola, cada uno sumido en su propia tormenta interior. Así llevaban veinte minutos de estatua que empezaban a preocupar a Lola cuando la inspectora Marín entró de forma acelerada en el bar.

—¿Para qué tenéis el móvil? —les dijo.

Ambos salieron de su letargo y sacaron maquinalmente sus teléfonos del bolsillo.

—Hemos estado en los juzgados y le habíamos quitado el sonido —se justificó Soto.

—¡Da igual! —cortó Marín—. Rápido, el comisario quiere veros. Han encontrado muerta a la madre del juez Esquide. Se la han encontrado como a Francisca.

La realidad perdió su sustancia cotidiana y los dos policías se sintieron protagonistas de una historia rara, en la que alguien les movía los hilos como si fueran marionetas. Alguien estaba matando mujeres y ellos solo tenían un buen listado de dudas. Cuarenta y cinco minutos después estaban en casa de la mujer asesinada y Santamarta vio que casi todo en aquel escenario del crimen le recordaba a lo que habían visto unas semanas antes cuando acudieron a investigar el asesinato de doña Paca. La misma posición recta del cuerpo colocado en medio de la cama, las mantas y las sábanas sin una sola arruga, simétricamente colocadas a ambos lados de la mujer que tenía las manos sobre el pecho y una expresión de serenidad en un rostro sin una sola muestra de violencia.

Soto se acercó a la cara de la asesinada y miró con atención su pelo. Comprobó que estaba peinada con esmero y que le faltaba un mechón de pelo cerca de la oreja derecha. Levantó la cabeza y buscó con la mirada a un Santamarta que le observaba desde los pies de la cama. El subinspector asintió a su superior, la madre del juez se había convertido en una más en el casillero de este tipo al que no acababan de atrapar, una más entre las muertas y una menos entre las vivas, un sentirse un poco peor como policías y lamentar los ratos de torpeza en los que la investigación había quedado bloqueada.

Las lesiones que presentaba en la vulva, monte de venus y ano, explicitados en el informe de la autopsia, confirmarían después la convicción que ambos policías tenían de que había sido una nueva víctima de agresión sexual. Otra asesinada y violada.

Aquel día extraño y deprimente condujo a Soto y Santamarta de nuevo a los juzgados, otra vez al despacho del juez de Guardia donde volvieron a encontrarse con Esquide, un hombre afectadísimo por la muerte de su madre que, sin embargo, con esforzada calma quería tomar una última decisión. Aguantaba el tipo antes de entregarse al terremoto de duelo y rabia que le comenzaba a subir por las piernas, provocándole un todavía ligero pero incontrolable temblor de rodillas.

—Lamentamos mucho lo ocurrido con…

—¡Señores! —interrumpió con ímpetu el juez el inicio de las condolencias que trataba de presentarle Soto—. Pillen al hijo de puta que ha hecho esto. Vayan a por don Esteban o a por quien cojones haya sido. Pero le quiero delante de mí. Ahí tienen la orden de entrada y registro. Píllenle bien, no quiero ni un puto error.

En su última frase hubo un atisbo de llanto que corrigió con orgullo y que acabó en un carraspeo grave y a destiempo. Los dos agentes le observaban absortos, impactados por el desparrame emocional que se estaba apoderando del juez.

—¡¿A qué esperan?! —gritó.

Los dos dieron un respingo. Soto cogió la documentación y salió de la habitación siguiendo los pasos de un Santamarta que ya estaba fuera, esperándole en el pasillo.

—No digas una palabra, Soto —le advirtió el inspector cuando los dos se alejaban del despacho por el pasillo del juzgado—, ni una palabra. Ese cabrón se ha calzado a la madre del juez, con dos cojones. Ya verás mañana qué titular más bonito vamos a tener en El Alerta. La madre de un juez como víctima y un cura de sospechoso. Y no cualquier cura. Estamos jodidos, Soto, me cago en mi padre, pase lo que pase estamos jodidos. El comisario se va a poner de los nervios y nos van a crujir vivos. Vamos a por el cura porque no tenemos más, pero nos van a crujir, vaya que sí, prepárate para lo peor.

Siguieron caminando sin cruzar una sola palabra más. Sus figuras resultaban una extravagancia recorriendo aquel pasillo mal iluminado y con aire preñado del polvo que llegan a aportar los miles de folios que, como el alimento de una bestia que juzga, absuelve y condena, se acumulaban en las distintas estancias de aquel edificio.

Que la última víctima hubiera sido la madre del juez Esquide engrasó la maquinaria de la investigación y el comisario les dio absoluta carta blanca, de modo que no hubo ni un solo problema ni mucho menos retrasos para montar la operación y acudir a registrar la casa del cura. La única que se atrevió a abrir la boca fue la inspectora Marín, que levantó levemente las cejas al enterarse y preguntó retóricamente:

—¿En serio vamos a por el cura?

Ni Soto ni Santamarta respondieron, entre otras cosas porque no tenían respuesta y porque aquello se había convertido en una perfecta e imprevisible huida hacia adelante.