12/9/22

'La tarde' #poema #poesía #AmamaosLaPoesía

La tarde es ancha
pero no sabe de ti,
de tu andar ilusionado
cuando de la mano conmigo,
la tarde desprecia
nuestras querencias
y nuestros bellos silencios
sin pasado ni torres.

La tarde se burla
porque hay un río casi seco
mientras estamos lejos y a solas
y me pregunta de qué me sirve
lo que solo yo sé
si tú no estás cerca.

La tarde es la bestia
de la tranquilidad
que tiembla un poco y ríe:
debe de resultarle gracioso
tener dentro una ciudad
y dentro de la ciudad un poeta
que canta a una mujer
con versos de rubio y distancia.

La tarde está cansando al sol
y le peina los rayos despacio
para que el tiempo camine
con una lenta mochila de pereza.

La tarde no escucha
porque no tiene la memoria
dulce de tus caderas
y se cree que nada ignora
porque su madre Mañana ha consumido
todos los afanes del mundo.

Así que disimulo y la entretengo,
verso arriba, verso abajo,
la dejo que se ría,
que no escuche, que pregunte,
se burle, diga y no sepa
porque ya viene asomando la noche.

La noche, amor, que sí nos conoce,
que sabe de ti, de mí,
de nuestras sábanas
y nuestras bocas
llenas de pronombres.

2/8/22

'Letras y besos' #versadicto #poema #poesía #AmamaosLaPoesía

 

Anochece en mi juventud
pero no en mi deseo
y quiero todavía besarte
aunque bronce frío
o ceniza en los labios,
caminos oscuros,
ríos sucios, soles tristes.

Se agota mi cuaderno
pero no mis poemas
y sigo todavía escribiéndote
aunque kilómetros y peajes
o febreros larguísimos,
viento racheado,
ojeras grandes, tarde sola.

Aunque tanto aunque,
tengo todavías, luegos, siempres
y sigo y quiero
escribirte y besarte.


7/7/22

'Saldo positivo' #versadicto #amamoslapoesía #poema #poesía

No sé si te has fijado
en los paseantes tranquilos,
en los instantes cabalgando al sur de la tarde
cuando tú y yo, nosotros,
temblor de muslos en sábanas deshechas.

Todo como en estreno,
caligrafía de buen colegial
o el camino preciso a tu corazón
por olorosa piel de gacela
alta y sabia.

He apretado en un montón arrugado
mi colección de derrotas
para presentarme limpio ante ti
y he abierto todas las ventanas
para que el viento y tu risa
laven los dolores viejos y las nuevas rabias.

Tenerte entre mis brazos es un camino,
es un vuelo quieto,
permitirnos que todo empiece sin permiso,
es la vida convertida en un asunto alado.

Y si, en vez de poeta,
fuera contable, simplemente diría:
"Estoy enamorado".

Y añadiría: "De ti;
saldo positivo".

24/6/22

'Esperando el milagro' #versadicto #amamoslapoesía #poema #poesía

Siempre he mirado al sol esperando el milagro
y he mirado las puertas cerradas
esperando la corriente de aire
que va de tu pecho al mío.

Intenté ser malo y me salió mal,
todo fue extraño menos tú,
preferí la espuma del mar a las alfombras de los palacios
y, si me puse un traje grave, fue por poco tiempo
y por no saber decirles que no.

El tiempo ha pulido con su lengua y sus estaciones
las aristas de mi viejo dolor
que ahora es como un amigo lento y entrañable.

Siempre he mirado al sol esperando
y he comprendido que no hay más milagro que la espera,
que el sol, que la corriente de aire que llega de tu pecho
al mío a pesar de las puertas cerradas.

9/6/22

'El lugar y el tiempo' #Versadicto #poema #AmamosLaPoesía #Poesía

Donde tú estés, a tu lado,
en el rincón más limpio del día
me voy a sentar a ver pasar el ansia,
a contemplar el ruido exagerado del mundo,
a disimular como si me importaran
las hipotecas, las banderas
o las aperturas de los telediarios.

Como un buen hombre bueno,
en una silla de tinta y humildad
me voy a sentar a tu lado
a esperar a que me mires,
a que me sonrías con esa luz tan tuya
para comprender que nadie me debe ya nada,
que nací justamente para esto,
para sentarme aquí
y no en ningún otro sitio.

No está mal, ¿verdad?,
solo me ha llevado media vida entender
que esto trata de luz y sonrisas
y que tú eres el lugar y el tiempo.

20/5/22

'Todos me decís' #Versadicto #Poema #AmamaosLaPoesía

Todos me decís que no tuerza el camino,
que no vuelva atrás, que no cometa el error de adentrarme de nuevo en la espesura,
todos me decís que renuncie a la parte de mí que quedó malherida y temblando,
que entregue al olvido aquel maltrato de mandíbulas y oscuridades.

Todos me decís que no regrese a la noche con su imperio triste,
que deje morir lo que allí agoniza aunque sea la mitad de mi valentía.
Todos me decís que ciegue los oídos
porque las bestias son ingobernables
y el mañana exige renuncias, exige dejar que se pudran trozos hermosos de mí.

Todos sois buenos y es bueno lo que me decís.

Pero no comprendéis que me estoy escuchando llamándome desde dentro de mí,
desde dentro del mundo, desde dentro del tiempo
porque yo mamé la leche orgullosa de mi madre
y no se puede enmohecer tan pronto mi frente.

No comprendéis que me he visto la cara rota
y que he sentido los escalones del aire como espinos.
Entraré de nuevo en la casa de la pena,
avanzaré por la espesura para abrazarme y enterrarme si es que me encuentro muerto
o si la esperanza tirita desnuda junto a mis despojos.

Encararé de nuevo la noche,
gobernaré las bestias y no me abandonaré a solas en mi agonía.
Me adentraré en mí porque, quién sabe,
puede que salga vivo de mi muerte
y que los vagabundos descansen en camas con sábanas limpias y tibias
y que cualquier madrugada dura de enero el espanto duerma en mi regazo.

Me iré a mí.
Os quiero.

8/5/22

'En mi cama' #Versadicto #Poema #Poesía #AmamosLaPoesía

Ahora que entras desnuda en mi cama
el mundo se ordena y se aparta
y nos deja tranquilos y amantes
porque todo es aquí,
primera persona del plural
inicativo del verbo ser.

Vestidos de penumbra,
oigo una algarabía
de sábanas rodeando tus pechos
y todos los enemigos
se imponen una tregua cálida
y se hace más soportable
el crujido inmemorial del horizonte.

Te siento patria perfecta
con curvas y siglos completos,
nos despeñamos en una bienvenida de piel
que me hace sabio porque,
cuando desnuda,
el misterio es limpio y sencillo
aunque después no y se olvida.

Yo dentro de ti, tú de mi cama,
perdono a cualquiera lo imperdonable
y lanzo el corazón al cielo
para que llueva como tiene que llover
en todas las sombras secas del amor.

Vamos en olas,
como en una barca cerca del naufragio,
pero no nos importa porque nos damos,
y besos, sudor y lentitud,
y nos importamos
y nos somos desde siempre
creyendo que hemos inventado el amor
y que nadie más comprenderá luego.

Y así será.
Nadie comprenerá, ni siquiera yo,
cuando salgas desnuda de mi cama
y te vistas.

3/5/22

Todos los nombres #versadicto #poema

Quiero desplegar las alas y la voz en esta jornada
cabalgada por tu nombre, ya sabes,
que es todos los nombres.

Quiero tu silueta a través de un paisaje
de luminosa negrura
y quiero tu mirada que invita a lo profundo y la memoria,
quiero que me defiendas de la herrumbre de las viejas armas
y los odios inmortales.

Quiero tu venida
y deposito junto a mi puerta un cuenco leve de agua pura,
como una ofrenda para cualquier sediento.

Quiero cogerte de las manos
y liberar a los pobres animalillos encadenados con corbatas
a la humedad de los edificios de oficinas.

Quiero entrar en ti, comprender, quedarme mudo y asombrado de lo fugaz,
como quien se hace gigante recostándose sobre una bahía tranquila.

Quiero ser mejor de lo que soy,
hacerte camino y volver a mí,
ser una plaza llena de gente y aire,
volver a inaugurar cualquier mañana brillante y limpia de abril
un monumento a tu risa y tus pechos.

Quiero llenarnos de nosotros,
acariciarte y desgastarnos antes de que todos los verbos se vuelvan intransitivos.

Quiero serte y que me seas.
Quiero tu nombre, ya sabes,
que es todos los nombres.

21/3/22

Capítulo 24 y último (Novela 'Julio y las viejas')

Soto había sido un niño torpe y bruto. No un niño malo ni especialmente problemático, pero sí bastante movido. Su madre se acostumbró a que su hijo precisara de puntos de sutura, sobre todo y mucho más a menudo que en el resto del cuerpo, en cualquier lugar de su cabeza, con una frecuencia rutinaria que se presentaba cada dos o tres meses. Su niño Daniel se hacía una brecha en la frente o se abría alguna otra parte de su cabeza con una constancia trimestral fija que solo fue aminorando con la llegada de la adolescencia, momento en el que el mapa de su piel ya presentaba más de una veintena de cicatrices.

No eran más que eso, el legado de los puntos de sutura y alguna grapa, pequeñas cicatrices que marcaban líneas en su frente y calvas entre su pelo únicamente visibles cuando se lo rapaba. No tuvo ninguna rotura de huesos y se podía decir que su torpeza se unía a una especie de fortaleza pasiva, una capacidad para atraer golpes y, a la vez, soportarlos sin quebrarse.

Las roturas de clavícula y de muñeca que le provocó el sacristán habían sido los primeros huesos rotos de su vida y, al margen del dolor, causaron también en él una gran sorpresa. La barrera última de su fortaleza interna, esos huesos que no habían cedido nunca pese a los golpes recibidos, en esta ocasión habían dado muestra de su naturaleza humana quebrándose por los golpes que un asesino les propinó con un pesado candelabro.

El mes y medio que estuvo de baja mientras las fracturas se soldaban le dieron para pensar largamente sobre ese detalle. Por una asociación de ideas obsesiva, relacionó sus huesos rotos con el fin de su mundo tal y como hasta entonces lo había conocido. Soñó muchas veces con vientres de ballena. Se dejó llevar por la bestia de la pena y lloró con abundancia la muerte del inspector Santamarta, la de las mujeres asesinadas y sus propios huesos rotos. Como si pudieran equipararse en la misma categoría de desgracias.

Sara cuidó de él estos días con dedicación amorosa, atenta a cada necesidad, a cada lágrima, a cada gesto de su marido. Soto supo que lo del chaval repartidor de pizzas era una historia acabada. Su mujer insistió en que él fuera a terapia o que, al menos, se dejara ver por algún psiquiatra porque, según le advirtió, estaba coqueteando con la depresión. Al subinspector le llamó la atención que ella usara el verbo coquetear, pero no quiso ahondar en el asunto porque fue la conversación de una tarde en la que se encontraba especialmente cansado. Lo único que alcanzó a contestar fue que todo se le pasaría en cuanto volviera a trabajar.

La inspectora Marín le mandó algún mensaje cariñoso que le hizo sentirse como un soldado jubilado en la reserva, al que se trata con condescendencia. Él le contestó que pronto estaría de vuelta y se sorprendió al añadir que “con ganas de besar a una chica guapa por la calle”. “Porque estás convaleciente, si no iba ahora y te metía una hostia, payaso”, le contestó ella.

El día que fue a entregar el informe de cierre de caso se pasó por el bar de Lola pero ella no estuvo muy habladora y Soto sintió una barrera de hielo entre ambos. Él tampoco se encontraba muy bien porque era la primera vez en dos semanas que salía de casa y su cuerpo desacostumbrado a la actividad normal estaba acusando el esfuerzo.

Cuando se reincorporó, tras despedirse de una Sara entregada a un amor renovado, revisó su sitio de trabajo en la comisaría, deshaciéndose de gran cantidad de papeles y documentos, para tener después una breve charla con el comisario que le dijo que se tomara su tiempo para coger de nuevo ritmo de trabajo. Trujillo le saludó con alegría, intercambiando bromas y risas. Marín le saludó con cariño y, cuando él le tiró un beso desde lejos al marcharse, ella le enseñó el puño de la mano derecha, eso sí, sin dejar de sonreír.

Después, como si se tratara de un mandato al que no podía resistirse, se dirigió al bar de Lola.

—Ponme un café, Lola —dijo Soto con una voz tan desgastada que parecía tener eco.

—¿Un café? ¿Tú no eras de Cola Cao?

—Sí. Era de eso y de muchas cosas. Era.

—¿Uno solo?

—Sí, pero no me lo pongas muy caliente.

—Vale.

—¿Cómo estás, Lola?

—He tenido temporadas mejores, Soto. He echado de menos algún mensaje tuyo.

—¿Mío?

—Sí, joder. Algo sobre Santamarta.

—Estos días te hubiera dicho y hubiera hecho muchas cosas, Lola. Pero pensé que era mejor no revolver más…

—Me parece mentira que lo hayan matado.

—A mí también. A su manera, el hijoputa se hacía querer.

—Vaya… ahora, hasta dices tacos.

—Ya ves.

—Me han contado que se ha arreglado una buena pensión para la mujer.

—Sí, así es. Se portó como un valiente con el cabrón del mataviejas. Si no es por Santamarta, ni su mujer ni yo lo hubiéramos contado. Hasta le han condecorado a título póstumo. Lo bueno es que le ha dejado un pellizquillo de más en la pensión a la viuda.

—Me alegro.

—¿Sabes una cosa, Lola, prenda?

—¿Prenda?

—Ya te dije que algún día te lo llamaría yo a ti.

—No, no sé. No sé una cosa pero tú me la vas a decir, ¿verdad? —contestó ella sintiendo que la caldera de su entrepierna, tantos años fría, comenzaba a entibiarse, lo que le hacía sentirse culpable porque entre ambos estaba, como una presencia inexcusable, el cadáver de Santamarta.

—No quería el café muy caliente porque llevo prisa —explicó Soto mientras notaba que el sudor le pegaba la camisa al cuerpo.

—¿Por?

—Porque me voy para casa, a divorciarme de mi mujer.

Lola no volvió a decir nada más, incapaz de abrir la boca para elaborar una frase inteligible. Soto se tomó el café de un trago, sin echarle azúcar, y abandonó el bar.

Condujo hacia su casa, desviándose sin saber por qué hacia la zona donde vivía el inspector Santamarta. Si le hubieran preguntado por qué hacía eso en lugar de ir directo a hablar con Sara, hubiera podido contestar que era una especie de homenaje a un perfecto impresentable al que, de algún modo, respetaba y al que había cogido enorme cariño entre tanta investigación e insulto. Cerca de la casa de Santamarta, algo impactó en el parabrisas de su coche. Un gorrión reventó contra la luna dejando unas gotas de sangre y alguna pluma encajada en el limpiaparabrisas. El ave cayó después, madeja inerte de alas rotas, junto a la boca de una alcantarilla.

El golpe despertó a Soto de su letargo y ensimismamiento. Marcó el intermitente hacia la izquierda, apretó los dientes agarrando con fuerza el volante y giró el coche. Las ballenas vomitaban letanías ausentes en el océano, muy lejos de aquella ciudad del norte de España. En su casa le esperaba la que pronto sería su exmujer.

Capítulo 23 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto comenzó a leer el informe psiquiátrico. Ese día le iban a dar el alta en el hospital y la inspectora Marín, tras mucho insistirle él, le había traído el documento al hospital donde se terminaba de recuperar del ataque del sacristán. El subinspector quería terminar de comprender, de interiorizar el perfil de este individuo que ya era toda una celebridad, que había matada a decenas de mujeres, al cura don Esteban, al inspector Santamarta y que casi acaba también con él. El sacristán se recuperaba también del ataque de Blanca en otra habitación custodiada del mismo hospital de Cabueñes.

Leyó:

Javier Domínguez - Psiquiatra Criminal y Forense

Historia Clínica nº 13

El informado responde a las iniciales A.O.C. y tiene 58 años de edad.

Natural de Tarazona (provincia de Zaragoza).

Soltero y barrendero de profesión.

Su padre falleció cuando él tenía 9 años a causa de un accidente laboral en Alemania, a donde había emigrado en solitario para trabajar. La pérdida del progenitor marcó el carácter y evolución psicológica del informado. Quedó al cuidado de su madre, que regentaba una peluquería. Refiere de ella que cada vez fue más una figura ausente, que se sintió abandonado, que tuvo que hacerse cargo él de muchas tareas del hogar que incluían el cuidado de su abuela materna, una mujer dependiente a la que tuvo que atender (lo que incluía su alimentación y su higiene íntima).

No ha tenido hermanos.

En el resto de familiares no se han hallado datos de herencias psicopatológicas.

Comenta que en el pueblo se murmuraba que “no era normal” que un muchacho de su edad tuviera que “encargarse de la casa y de la abuela, que era como un trozo de carne”.

Nació el 4 de diciembre de 1966 y desconoce las circunstancias perinatales. Relata haber pasado la varicela. Sufrió frecuentes anginas que no supusieron mayores complicaciones en el ámbito de su salud.

Crecimiento y desarrollo psicomotor aparentemente ordinarios.

No se han encontrado ni relata antecedentes quirúrgicos, comiciales, venéreos, hepatíticos ni psiquiátricos.

Presentó onicofagia hasta los 33 años.

No relata ni constan consumos de sustancias tóxicas.

Describe su infancia como “un tiempo cerrado en el que trataba sobre todo con unas pocas personas mayores”.

A los 12 años tuvo una experiencia sexual con la mujer que atendía la tienda de ultramarinos donde acudía a hacer los recados. Una viuda de 52 años por aquel entonces, a la que conocía de siempre. “Un día empezó a abrazarme y tocarme y me cogió la mano y me pidió que le tocara el pecho y el sexo, que tenía algunos pelos ya canosos”. La experiencia se repitió de forma parecida en dos ocasiones más. Después, ella rechazó sus intentos de repetir. Él comenzó a masturbarse “casi todos los días” y la limpieza de la vagina de su abuela le “recordaba al sexo de la viuda”, lo que también le daba “algo de placer”.

A los 14 años recuerda haber tenido un enorme deseo sexual hacia su madre, sobre todo cada vez que ella se quedaba en la peluquería para su cita con algún hombre, aunque reconoce que eso le producía “como gusto y vergüenza a la vez”.

Fue escolarizado hasta 8º de E.G.B., con rendimiento escolar mediocre. No tuvo amistades con sus compañeros de clase porque las tareas del hogar y el cuidado de su abuela le llevaban mucho tiempo. Tampoco relata conflictos ni enfrentamientos graves con los chicos de su edad en aquella época, aunque sí era considerado en algunas ocasiones como “un bicho raro”. Su única socialización ajena a su entorno cerrado fue la iglesia, a la que acudía frecuentemente en calidad de monaguillo. Después fue sacristán antes de emigrar desde Tarazona hasta Gijón.

Comenzó a trabajar con 14 años al morir su abuela y acabar la E.G.B. Entró como aprendiz en una fábrica de quesos pero fue despedido después de saltarse dos veces por olvido los protocolos de higiene y obligar a tirar a la basura dos lotes de producción semanal. Al ser despedido y dirigirse a su casa relata un accidente en el que fue atropellado por un turismo de un vecino del pueblo. Recibió un trauma craneal en la zona frontal y perdió “unos dos o tres minutos” el conocimiento. Se negó a ser asistido o acudir al hospital. Desde entonces sufre cefaleas en esa zona frontal que se mantienen intermitentemente hasta hoy día.

Tuvo una relación estable con una novia a los 18 años que era 15 años mayor que él. Las relaciones sexuales fueron muy problemáticas porque los requerimientos de él eran abruptos e incomodaban a su pareja, lo que provocó “constantes riñas y malas palabras y algún empujón”. Esta relación duró año y medio. Después ha tenido otras pero ninguna ha superado el medio año de duración.

Así continuó hasta que con 33 años comenzaron los hechos luctuosos por los que ha sido detenido. El informado admite haber tenido relación con 21 víctimas, aunque solo se han encontrado restos capilares en pequeños botes de cristal escondidos en el sagrario de la iglesia de El Carmen de Gijón de 16 de ellas.

Estos son algunos de los extractos de su relato de los hechos en el sumario:

1) “De las primeras no guardé el pelo ni apunté nada, así que igual no me acuerdo bien de todo. Yo saqué la oposición de barrendero en el Ayuntamiento un poco tarde, con casi 30 años. Hasta entonces hice algunos trabajillos para sobrevivir. Me vine desde Tarazona cuando murió mi madre. Conocí a don Esteban y le caí bien. Le acompañaba porque le ayudaba mucho en la parroquia y él no conducía y yo le llevaba y le traía en el coche cuando visitaba las casas de la gente. Con la primera no sé cómo ocurrió. Había estado de visita con don Esteban y luego subí yo solo, más tarde, que me entró la agresividad esa, me entraron unas ganas de tocarla y metérsela, que no lo hice. Bueno, sí la toqué pero nada más. Primero hablé con ella y no iba a hacer nada más, pero ella se empezó a reír y le temblaban las carnes del cuerpo y me excité y le tapé la boca. No la dejé que chillara, yo notaba como quejidos. Recogí luego las cosas, la dejé bien arregladita y dormida y me marché.”

2) “Luego con las siguientes fue igual, las tapaba la boca por alguna cosa. Fue todo igual o parecido hasta que a una la toqué cuando se quedó dormida. La ataqué sin saber por qué cuando se puso a quejarse de su vida ay a suspirar, que me entró otra vez la agresividad. A esta después la subí las faldas y la toqué por todas partes. Luego la coloqué todo bien para que siguiera durmiendo bien y me marché. Bueno, antes la corté un poco de pelo, que fue la primera a la que corté un poco de pelo y lo guardé.”

3) “Me entraban los agravamientos y las visitaba primero con don Esteban y luego yo solo. Los agravamientos no me entraban si estaba don Esteban. Era después, al quedarme solo. Ellas me abrían la puerta porque ya me conocían. Yo les tapaba la boca y la nariz y se dormían. Luego las tocaba, un rato. Y las arreglaba bien, para que estuvieran curiositas, que estuvieran dormidas pero bien peinaditas. Y cortaba un poco de pelo y lo guardaba apuntando el nombre y el día. Nunca robé nada, yo nunca las he hecho daño, ni soy un ladrón.”

4) “Con doña Paca sentí la agresividad y no sé qué me pasó cuando se quedó dormida. La toqué mucho rato pero las furias no se me pasaban. Me saqué lo mío y lo usé. Ella estaba dormidita y no se movía. Y después ya sí, me calmé y la arreglé, le corté un poco de pelo y me marché.”

Preguntado por si eyaculó, responde que no pudo y que al final le dolía el pene porque “rozaba mucho y me cansé y lo dejé”. En el último caso, refiere un modus operandi similar con doble penetración e imposibilidad de eyacular.

Estamos ante un individuo con tipo de personalidad leptosomático (clasificación de Krestschmer) que ingresó en el Centro Psiquiátrico de la penitenciaría con enorme grado de inquietud, refiriendo amenazas del resto de internos. Solicitó ser internado en el Área de Agudos para tener protección ante posibles agresiones. Esta inquietud fue calmándose al día siguiente de su ingreso de forma espontánea y se adaptó de forma razonable a su nuevo entorno.

Ha protagonizado buena orientación en tiempo, persona y lugar.

Verbaliza buen orden cronológico y hace un relato coherente de su línea vital.

El curso de su pensamiento no presenta quiebras, rupturas ni sonorizaciones.

No presenta ideas delirantes, deliroides o sobrevaloradas en su contenido. Su relato tiene relación de sentido. También tiene continuidad de sentido.

La memoria (de evocación y fijación) está conservada y es coherente.

En las entrevistas mantenidas se aprecia una capacidad de concentración aumentada y una actitud hipervigilante. En ocasiones hay fricciones con el entrevistador que se denotan por sequedad en su boca y contracción evidente en sus músculos maseteros.

El rapport es correcto.

Sin embargo, su capacidad empática es muy pobre y casi no se aprecia resonancia afectiva. Su relato resulta hermético, estereotipado y frío.

La inteligencia es ligeramente alta. En los estudios psicométricos realizados arroja un C.I. de 105.

El estado de ánimo del informado es neutro—apático.

Las barreras afectivas son notables y es evidente su falta de compasión, vergüenza y conciencia moral. Su juicio sobre sus propios actos es muy laxo y está convencido de que merece ser puesto en libertad.

La capacidad de juicio y raciocinio es normal, distingue adecuadamente lo que es lícito de lo que no lo es.

Su capacidad emocional presenta serias dificultades, que suple fingiendo expresiones de sentimiento por imitación de quienes le rodean.

Las pruebas analíticas sistemáticas (sangre, orina, etc.) son normales.

El informado presenta un cariotipo normal (fórmula cromosómica 46XY).

No existen rasgos gráficos de valor patológico en el estudio electroencefalográfico.

Para el diagnóstico del informado se ha empleado el criterio nosológico de Kurt Schneider por la plasticidad de la personalidad.

El informado ha vivido y vive la realidad a través de sujetos y objetos apetecibles, aprovechables y destruibles. El prójimo, incluso su entorno cercano y su familia, son aprehendidos como presas a las que puede victimizar sin límites morales ni remordimientos.

A esto se suma una neurosis vinculada al sexo que potencia su ansiedad y agresividad. La perversión sexual marca un comportamiento en este ámbito, con tintes de deseo incestuoso no satisfecho.

Revisado todo lo anteriormente expuesto, puede establecerse como juicio clínico:

PSICOPATÍAY PERVERSIÓN SEXUAL.

Soto tuvo que coger aire antes de seguir leyendo.

19/3/22

Capítulo 22 (Novela 'Julio y las viejas')

El primero en entrar fue Santamarta.

—¡Gracias a Dios que has venido! ¡Han matado a don Esteban! —le dijo el sacristán.

El inspector miró un instante el cadáver en el suelo y le sorprendió la posición en la que estaba. Conocía muy bien esa posición en otros cuerpos. En el poco tiempo que tuvo para analizarla, le chocó algo y no supo ver entonces qué era. Más tarde lo comprendió: era la primera vez que veía un cuerpo de hombre asesinado en esa posición.

Cuando estaba levantando la mirada para preguntarle al sacristán qué hacía él allí, oyó un grito entrecortado de su mujer y vio un objeto que se le venía encima lateralmente, con una velocidad sorprendente, para golpearle a la altura de la sien. El candelabro que sujetaba la mano de Alberto impactó con violencia un lado de la frente de Santamarta, que cayó fulminado en posición perpendicular, sobre el cura, formando ambos una cruz. El inspector tenía un ancho agujero en el límite izquierdo del hueso frontal, con restos de masa encefálica comenzando a deslizarse desde la patilla hacia la oreja.

Blanca no pudo moverse ni era capaz de asumir la facilidad con que la muerte se había adueñado de aquella habitación. No podía dejar de mirar la cruz que formaban en el suelo los cuerpos del cura y su marido. Y se negaba a aceptar lo que tenía ante sí.

—¡Cachis, Blanca, Blanquita de mi vida, así no! Me estáis obligando a ensuciarlo todo. Ya sabes tú la aversión que le tengo a la sangre. Y tu marido lo está dejando todo perdido.

Ella miró al sacristán pero no fue capaz de decir nada. Solo tenía los ojos cada vez más abiertos y una sensación angustiosa de pesadilla e irrealidad. Aunque no era capaz de mover ni una sola parte de su cuerpo, sentía que su alma empezaba a bailar un obligado vals del espanto con Alberto, un hombre de ceniza mojada.

El sacristán suspiró, asumiendo aquella situación como un contratiempo al que no le quedaba más remedio que poner solución, forzado a su pesar a añadir otra víctima más a su listado, aunque no le entusiasmara la idea de matar a su querida Blanca de aquella manera tan improvisada y sucia y en aquel lugar tan expuesto a dejar pruebas. Dio un paso levantando mucho la pierna para pasar por encima de los cuerpos de don Esteban y Santamarta, apretando con fuerza el candelabro manchado con restos de piel, pelo, sangre y cerebro del inspector.

Blanca le observaba, todavía incapaz de moverse, cuando una figura apareció en la puerta de la sacristía que había quedado abierta. Instintivamente Alberto se abalanzó contra esa presencia y trató de golpear de nuevo a la altura de la cabeza. Como llevaba toda la atención puesta en el objetivo de su golpe, no se fijó demasiado dónde apoyaba la pierna en la que soportaba todo su peso para que ese golpe resultara tan mortal como el que había dirigido al inspector. Y precisamente apoyó el pie en una de las manos de Santamarta, lo que le provocó cierto desequilibrio y que el candelabro finalmente impactara en el hombre izquierdo de Soto, que era quien acababa de llegar.

El subinspector cayó derribado en el umbral, tremendamente dolorido y con una fractura de clavícula. Para cuando quiso recomponerse, tenía a Alberto ante él, descargando como una furia un golpe tras otro, haciendo que el pulido bronce del candelabro lanzara destellos cada vez que reflejaba con el ángulo adecuado la luz de la bombilla de la sacristía. Sentado, casi vencido en el suelo, cada vez más herido y más indefenso, miró la cara de su agresor y terminó de comprender. Trató de sacar su arma pero uno de los golpes le partió la muñeca e hizo que la pistola cayera al suelo. Sintió una alegría absurda y fugaz por haber resuelto el caso unos segundos antes de convertirse en la última víctima del mataviejas. Se reconoció que había sido una buena investigación aunque fuera a acabar tan mal.

Todo cesó, de un segundo para otro, y Soto creyó que había muerto. Sin ser muy creyente, algo dentro de sí le hizo perdonar y despedirse de Sara y, aunque no fuera demasiado creyente, se preparó para el túnel de luz y esas historias que dicen que ocurren al morir. Pero no fue así. Y un dolor cada vez más explosivo en su hombro y su muñeca le hizo ser consciente de que seguía vivo, dolorosamente vivo. Los golpes habían dejado de llover sobre su cuerpo y no sabía por qué. La sangre que le manaba de un par de brecchas en la frente le dificultaban la visión, pero poco a poco logró distinguir lo que tenía ante sí.

El sacristán se encontraba arrodillado, con sus propias tijeras de cortar el pelo clavadas en el cuello, empapadas por los chorros de sangre arterial que salían impulsados con cada latido de su corazón.

Detrás, Blanca, que había conseguido vencer su parálisis anterior, contemplaba horrorizada lo que acababa de hacer.

El sacristán miraba muy fijamente a Soto, repitiendo cada vez con menos fuerza:

—No sabes lo que ha pasado de verdad.

Soto solo dijo dos palabras.

—El sagrario.

Alberto dio un respingo al oír eso y se le quedó mirando, muy fijamente. La sangre seguía manando con generosidad pero cada vez con menos energía de la arteria seccionada por la tijera, empapando toda su camisa de cuadros, deslizándose por el pecho y por el hombre y el brazo hasta la mano, que yacía inerte sobre su propio muslo. Ahora, más si cabe, parecía una estatua fría, de mármol, una fuente humana de mármol de la que brotaba sangre. Al fin, cuando su corazón estaba a punto de latir en el vacío, dejándose caer sobre el regazo del subinspector que se lo quitó de encima, entre quebrado y asqueado.

Se oyeron unas voces en el exterior, cada vez más cercanas. Una de las voces era la de Aurori, que le iba explicando a dos agentes de la Policía Local y a dos sanitarios del SAMU que ella había dado el aviso porque aquello no era normal, que allí había entrado mucha gente, que aquello no eran horas, que se había asustado y se temía lo peor, aunque sabía que el inspector Santamarta, “¿sabe usted, el marido de mi amiga Blanca?”, estaba dentro y eso le daba mucha seguridad. Los policías, el médico y el camillero se quedaron de piedra al asomarse a la puerta. Aurori dio un grito. Los policías locales reaccionaron obligándola a retirarse para dejar trabajar a los sanitarios. Tras un rato de enorme tensión, lograron salvarle la vida al sacristán. También atendieron a Soto y a Blanca.

16/3/22

Capítulo 21 (Novela 'Julio y las viejas')

Blanca recibió la llamada de Aurori y, mientras escuchaba su narración de que alguien había entrado en la iglesia a aquellas horas tan extrañas, su marido llegó a casa sin que ella se diera cuenta. El inspector se presentó sigiloso en la cocina, donde su mujer hablaba aún por teléfono mientras terminaba de preparar la cena. Blanca se sorprendió ante la presencia inesperada de Santamarta y él lo notó, lo que hizo que se dispararan todas sus alarmas de inspector de Policía y de marido celoso.

—¿Con quién hablas?

—Con Aurori, una de la parroquia —respondió Blanca, con un temor anticipado ante lo que se le podía venir encima.

—Dame el móvil.

Blanca le entregó el móvil, en el que todavía estaba activada la llamada.

—Blanca, ¡Blanca! ¿me oyes? —preguntó la otra.

—¿Eres Aurori? —dijo Santamarta.

—Sí, soy yo. Es usted el marido, el policía, ¿verdad?

—Sí.

—Ya le he dicho a Blanca muchas veces cuando coincidimos en la parroquia lo bueno que es conocer a un policía, que nunca se sabe cuándo va a hacerle falta a una. Y, ya ve, ahora, pues hace falta.

—¿Para qué?

—¡Uy, sí, perdón! Es que han entrado en la iglesia.

—¿En la del Carmen?

—Claro, guaje, ¿en cuál va a ser?

—¿No sería el cura?

—Conozco a don Esteban desde que llegó hace treinta años. Y le puedo decir con toda seguridad que no era él. Yo creo que…

—Vamos para allá —dijo el inspector cortando la conversación, justo antes de colgar el teléfono.

Aurori iba a contarle también que acababa de hablar precisamente con don Esteban por teléfono y que le había dicho que se acercaba de inmediato, por lo que el párroco llegaría el primero desde su piso cercano, a escasos doscientos metros de la iglesia. A Aurori le daba un poco de miedo que el cura se enfrentara solo, a su edad, con un posible ladrón, pero se tranquilizó pensando que a un santo no le podía pasar nada y que la Policía iba de camino. Ignorante de lo verdaderamente importante, creía que Santamarta se daría muchísima prisa en llegar por la amistad de su mujer con el cura.

Blanca salió de la cocina y apareció unos segundos después, calzada y lista para salir a la calle con su marido.

—¿A dónde vas? —le preguntó él con un tono entre el desprecio y la sorna, haciendo una pausa en el gesto que había iniciado para ponerse una americana.

—Contigo. Has dicho ‘vamos’ —contestó con sorpresa Blanca.

—No jodas, me jodas. No. Y punto.

Pero, al contrario que en el resto de asuntos, Blanca no retrocedió. Al revés, insistió porque se trataba de su parroquia y de su cura, un hombre por el que sentía la emoción de una hija y que encarnaba todos los valores que ella deseaba en un hombre, más o menos, los contrarios a los que había llegado representar su marido.

—Voy, Julio. Conozco la iglesia, tengo las llaves y conozco a cualquiera que tenga las llaves para entrar. Seguro que hay una explicación lógica y conmigo allí será más fácil entendernos y saber qué pasa.

Santamarta dudó un instante.

—¡Niños! Vuestra madre y yo marchamos. Apañaos con la cena y no deis mucho por culo aunque eso ya va a ser más difícil...

Los dos hijos se asomaron a las puertas de sus cuartos y miraron a su madre, que les devolvió una mirada cómplice de tranquilidad que les dejó aliviados. Después, el inspector mandó un whatsapp a Soto: “A la iglesia”. Por si no había quedado clara la urgencia de la orden, añadió otro mensaje: “Cagando hostias”.

Más o menos a la vez que Santamarta salía con su mujer de su casa, el sacristán estaba metiendo los frasquitos, perfectamente etiquetados con nombres y fechas, en una bolsa. El lugar del que los sacaba había sido un buen escondite hasta ese momento, pero si no los sacaba de allí de inmediato era cuestión de tiempo, y no de mucho, que los policías acabaran por descubrir lo que llevaba tanto tiempo oculto.

—Alberto, ¿qué haces aquí a estas horas? —oyó la voz de don Esteban, que retumbó por toda la nave principal de la iglesia—. Vaya susto nos has dado, tienes a Aurori imaginando yo qué sé qué cosas… ¿Va todo bien?

Le hablaba desde el fondo del pasillo central, porque acababa de entrar por la puerta de la fachada principal, y la voz llegaba con reverberación.

—No me toques los cojones, hombre, si tú siempre entras por la sacristía —murmuró Alberto entre dientes dejando con disimulo la bolsa con los frasquitos en el suelo, tras el altar. Avanzó unos metros y le dijo con un tono de forzada preocupación:

—Don Esteban, ¿qué hace usted aquí a estas horas? ¿Ha pasado algo?

—Me ha llamado Aurori —contestó el cura, sonriendo y llegando ya a su altura—, que ha visto entrar a alguien y ya sabes lo peliculera que es esta mujer… Vamos, que te ha visto entrar pero no te ha reconocido y se ha imaginado vete tú a saber qué… Y me ha llamado.

—¿Ha llamado a alguien más?

—Alberto, hijo, qué preguntas me haces. Pues no, no ha llamado a nadie más. No me asustes, de verdad, ¿pasa algo? Ya sabes que a mí me lo puedes contar.

—No, está todo en orden.

—Vale, me alegro. Me empezabas a preocupar. Bueno, pero dime qué estabas haciendo, a qué has venido tan tarde. Lo habíamos dejado todo preparado para el oficio de mañana. Ya sé que te pones muy nervioso cuando sacamos a la del Carmen, pero va a ir todo bien.

—Sí, todo va a ir bien, es verdad. Nada, una tontería que me acordado al llegar a casa. Ya sabe cómo me obsesiono con el orden.

—Alberto, Alberto… no se puede ser tan perfeccionista. No pasa nada si alguna vez las cosas no salen del todo perfectas. Lo hemos hablado muchas veces. No pasa nada, hombre, de verdad. Me parece un exceso que te hayas venido solo por eso.

—Lo siento, de verdad, me entra el agobio y ya sabe…

El cura echó un vistazo a la zona del altar donde había visto al sacristán al entrar en la iglesia, por ver qué era lo que le había motivado el volver tan tarde hasta allí. Pero no vio nada. Se fijó mejor mientras Alberto no le quitaba ojo y, al fin, don Marcelo se percató de un asa de bolsa de plástico que se podía ver en un lateral de la mesa del altar.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando ese lugar.

El sacristán se fue sin decir nada hasta la bolsa y volvió con ella en las manos, impasible. Le mostró su interior al cura porque, al haber descubierto don Esteban la bolsa, se le habían terminaron de aclarar las pocas dudas que le quedaban sobre qué hacer con él. El cura echó un vistazo al interior de la bolsa y, al ver lo que contenían los frasquitos y leer los nombres escritos en un par de etiquetas, su gesto cambió. Durante unos segundos fue incapaz de aceptar lo que eso significaba. Después miró al sacristán, horrorizado.

—Necesito confesión —gritó Alberto.

—¿Qué te pasa? Mantén la calma —contestó don Esteban con un hilo de voz.

—Estoy muy calmado, ¿no lo ve? —le contestó agarrándole las manos con un resto de sonrisa como la que había llenado su cara oliendo la colonia.

El sacerdote se sorprendió al verse con las manos inmovilizadas. Eran las manos del sacristán dos tenazas aferradas a un imposible, a un deseo frío, a otra vida sin culpa, a una redención inalcanzable. Don Esteban trató de dar un paso atrás para zafarse del agarre de esas manos que eran todavía más fuertes y fibrosas de lo que había imaginado, dos manos acostumbradas a manejar la escoba seis horas al día. No lo consiguió y fue consciente de la determinación de Alberto al mirarle a los ojos y comprobar que los tenía clavados en los suyos con la fijeza de una vieja estatua de mármol.

—No te podré confesar si no me sueltas —le advirtió en un tono más alto de lo que en él era habitual y que resonó con un vago eco en el espacio nocturno y desangelado de la iglesia a aquellas horas.

A cualquier extraño que no conociera a los dos hombres pudieran haberle parecido dos amantes con las manos entrelazadas en una cita clandestina, en un lugar tan inapropiado como aquel templo católico cercano al mar en la noche previa a la fiesta de la Virgen del mar.

Alberto soltó al cura sin dejar de sonreír, aflojando un poco la tensión que se le había instalado en la espalda y los hombros.

—En el confesionario —exigió.

—Podemos hacerlo aquí mismo, como hemos hecho otras veces. Estamos solos. Ya sabes que el confesionario me da un poco de claustrofobia.

—Aquí no. En el confesionario.

Don Esteban no tuvo fuerza de voluntad para seguir discutiendo. Ambos se dirigieron hacia el pequeño habitáculo en un lateral de la iglesia que prácticamente nunca se utilizaba. Mientras, el sacristán se crujió los nudillos de las manos y el cura no pudo evitar que ese sonido le provocara un breve y desagradable temblor.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Alberto, por Dios, ¿qué has hecho?

—Padre, he sido malooooo… —contestó con un deje cínico.

Don Esteban se quedó en silencio y ese silencio proporcionó un placer obsceno al sacristán, que añadió:

—Sí, don Esteban, es lo que usted está pensando.

El cura sintió una descarga de maldad que le recorrió la espalda como si un rayo le hubiera quemado la médula del espinazo y comprendió ya completamente quién había asesinado a doña Paca y a la madre del juez y a todas las otras. Porque tuvo casi a la vez una revelación de otras mujeres a las que ambos visitaban y que habían fallecido de un día para otro sin tener ninguna enfermedad terminal. Le temblaba el labio inferior y, en la oscuridad del confesionario, se sentía doblemente cegado por la violencia de la revelación que estaba teniendo. Intentó huir pero Alberto le puso la zancadilla.

—Padre, ¿se marcha sin absolverme? —le preguntó manteniendo una sonrisa angelical que resultaba mefistofélica—. Necesito su absolución, don Esteban.

El cura se levantó con dificultad, ayudad por el propio sacristán al que miró todavía más horrorizado. Intentó encontrar algún resto de empatía o de humanidad en sus ojos, pero volvió a ver la mirada fría, opaca y sólida de una estatua. Trató de ganar tiempo:

—Nadie es malo del todo, ni para siempre.

—Eso es verdad, padre. Fíjese, ahí le doy la razón.

—Y has venido a mí y me has pedido confesión. Eso quiere decir algo —continuó mientras notaba que el sacristán le tenía fuertemente agarrado por el codo.

—Por eso, si no me absuelve voy a arder en el Infierno.

—Yo te absuelvo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

—Muy bien… ya me siento mejor. Qué bien me siento, don Esteban —le dijo con un tono indisimulado de ironía—. Ahora, ¿quiere que le corte el pelo?

—¿Eh?

—Sí, será mi penitencia. Porque le noto un poco agitado y hasta se ha olvidado de ponerme la penitencia. Yo le corto el pelo a cambio de su confesión. Es justo, ¿no?

—Sí, sí… —contestó el cura, abrazado por el miedo y con dificultades para vocalizar por el temblor en aumento de su labio.

—Vamos a la sacristía, no me parece que este sea un lugar para cortar el pelo.

Con parsimonia y sin soltarle el brazo, Alberto llevó a don Esteban hasta la sacristía y le sentó en el centro de la estancia. El cura nunca había sentido tan de cerca la presencia del Maligno como en aquel momento con el sacristán a su lado. En cuanto lograra salir de allí le denunciaría ante la Policía, eso lo tenía claro, pero sintió una ola de fe creciendo desde sus entrañas y se tomó su situación como una lucha heroica entre la luz y las tinieblas. De tantas veces que había oído cómo le decían que tenía vocación de santo, acabó por creérselo justo en aquel momento. Y de tantas veces que se había dicho a sí mismo que no había nadie malo del todo, ni nadie que no mereciera la salvación, también acabó por creérselo entonces. Se convenció súbitamente de su vocación de santo y de que podría salvar el mínimo chispazo de bondad que tenía que existir en el fondo del alma enferma de su sacristán. Tenía que salvar esa alma y sintió aquella misión como un designio divino, un mandato celestial que formaba parte, sobre eso no albergó ni la más mínima duda, de un plan superior del Altísimo. Aunque el sacristán fuera a acabar en la cárcel, era necesario recuperar para Dios a aquella criatura que había hecho tantas barbaridades. Don Esteban asumió aquella encomienda sagrada como una oportunidad inesperada pero fundamental, también para él mismo, porque si lograba la salvación de Alberto sería a la vez su salvoconducto para acceder él mismo de forma directa al Paraíso de los beneficiados en el Juicio Final.

—Todo irá bien, confía en Dios —le dijo cariñosamente al sacristán, recuperado el temple y dándole unos breves y confiados toques en el hombro, sonriéndole y comprobando con satisfacción que Alberto le seguía sonriendo también.

Alberto cortaba el pelo al cura con movimientos excesivamente afectados, como la coreografía de un baile pasado de moda, mientras don Esteban le observaba dejándose llevar por lo magnético del ritual que desplegaba el sacristán.

Muerto de miedo y asumiendo que soportar ese miedo era un ejercicio de santidad, el cura se acordó de su juventud llena de ansia, de aquella moza que arrinconó en una noche de fiesta de quintos en su pueblo de la Rivera navarra, con mucho calor y mucho vino en el cuerpo, que acabó con las bragas de ella en el suelo mientras decía que no débilmente y él no quería oírla concentrado en sus propios gemidos, mientras una solitaria lágrima se mecía en el borde del párpado del ojo izquierdo de ella, no lo olvidaría jamás, con las embestidas de aquel Esteban joven y fogoso. Fue un escándalo con sordina porque el padre de don Esteban, sargento de la Guardia Civil, pagó un dinero a la familia de la muchacha y quitó a su hijo de en medio, metiéndolo en el seminario. Nació siete meses después un niño muy débil que, para alivio de todos, murió sin haber cumplido las dos semanas de vida. Aguantó lo que le quedaba de curso en el seminario para no desbaratar el teatro y las argumentaciones montadas por su padre en el pueblo que, de tantas veces repetidas, acabó por creer la mitad de la gente.

Esos meses entre aspirantes a cura fueron haciendo una labor de termita en la primitiva y tosca juventud de Esteban, lo que unido a un persistente sentimiento de culpa por ese niño muerto le llevó a tomarse en serio sus estudios para alcanzar el sacerdocio, asumiendo a la perfección el papel de pecador que pasaba de Saulo a Pablo, con su particular caída camino de Damasco. Dejó de ser Esteban y se convirtió en don Esteban y, unos pocos años después, la parroquia del Carmen fue el escenario donde se fue labrando, a base de tiempo y bondad, un legítimo y sincero currículum de santidad. En su interior permaneció siempre, ante su conciencia y ante los ojos omnipotentes de Dios, aquel tachón bochornoso, aquel guisante negro y podrido de aquella moza y aquel niño malogrado.

Pero ahora, superadas la sorpresa y la angustia, si lograba cumplir con su misión de salvar el alma de Alberto de las llamas del Infierno, podría expiar esa parte de su pasado y llegar al Juicio Final, donde no paga nadie por nadie, con un buen expediente. Tenía que salvar el más allá de Alberto a través de un arrepentimiento sincero, garantizando cuando los tribunales celestiales decidirían sobre su caso que su alma cayera en el lado bueno de la Eternidad. Le miró otra vez mientras le cortaba el pelo, con verdadera esperanza de lograr la salvación para ambos.

—No eres malo, Alberto.

—¿No? —preguntó el sacristán, que seguía con la sonrisa y con los gestos exagerados.

—Eres bueno.

—Y voy a ser mejor, ya lo verá.

Alberto retiró del cuello del cura la toalla que, como siempre, había colocado para evitar que los pelos cortados le cayeran sobre los hombros, en la camisa o la chaqueta. Sacudió la toalla para quitarle los pelos que aún conservaba y la empapó bien en un lavabo que había en una esquina de la sacristía, tomándose su tiempo para que ni una sola de las hebras quedara seca. Antes de volverse de nuevo y mirarle de frente, le dijo:

—Padre, guarde ese móvil y no intente mandar ningún mensaje. Es mejor que no me haga enfadar.

Don Esteban se puso tan nervioso al haber sido descubierto cuando trataba de mandar un mensaje de auxilio que se le cayó el teléfono al suelo.

—Deje, deje… yo lo recojo —dijo Alberto, cogiendo el móvil y colocándolo en la repisa de la única ventana que tenía aquella habitación, lejos del alcance de su dueño—. Fíjese si soy bueno —continuó diciéndole cuando se le acercaba y don Esteban le miraba con gesto de espanto, petrificado el intento de sonrisa en su boca— que voy a enviarles a sus ovejitas el pastor que les falta.

En un movimiento que al cura le pareció más rápido que un pestañeo, le echó sobre la cara la toalla empapada, tapándole la boca y la nariz con el tejido húmedo y sus firmes y nervudas manos acostumbradas al palo de la escoba. Don Esteban boqueaba bajo la toalla húmeda ante la falta cada vez más angustiosa de aire y lanzaba manotazos desesperados que Alberto esquivaba con agilidad, colocándose rápidamente a su espalda, lejos de esos intentos torpes de empujarle y golpearle, pero sin aflojar la presión que ejercía, logrando con éxito que la toalla no se despegara lo más mínimo de la boca y la nariz de su víctima. Mientras el cura iba perdiendo vigor en su torpe resistencia, el sacristán repetía una frase, divertido de su propia ocurrencia:

—Ve con tus ovejitas, pastor, ellas te esperan.

En un último segundo de lucidez, don Esteban se convenció de que aquella muerte era su penitencia por la muchacha y el niño perdido, lo que le hizo sentirse en paz y agradecer el espasmo que sintió en el pecho cuando su corazón realizó su último movimiento y se quebró.

Dos goterones de sudor se deslizaban por las sienes de Alberto cuando aflojó la presión de sus manos para retirar después con lentitud la toalla mojada de la cara del cura. La dobló con calma mientras su respiración iba recuperando un ritmo menos acelerado. Miró la cara de ese hombre al que acababa de asesinar y le sorprendió la sonrisa dibujada en su boca, propia más bien de una buena y plácida muerte. Por primera vez desde hacía muchos minutos, fue el sacristán el que dejó de sonreír. Sacudió los pocos pelos que aún permanecían en el cuello y los hombros del cura tras el forcejeo. Después sacó del cuartillo de la limpieza una escoba y un recogedor para barrerlos y dejar inmaculado el suelo.

Recuperó la compostura y volvió a sonreír al echar un vistazo a la sacristía y sentirse de nuevo dueño y señor de la vida de los demás, con control sobre la situación. Con esa enfermiza sensación íntima de bienestar, tumbó a don Esteban en el suelo, manipulando el cadáver con un gran cuidado que, por momentos, rozaba la ternura. A un testigo ajeno al crimen le hubiera podido recordar vagamente una escena de un cuadro de la Piedad, como quien recoge el cuerpo de un cristo crucificado. Lo colocó en posición recta, perfectamente alineado con la geometría que marcaban las baldosas agrietadas por el paso del tiempo y la humedad. Fue recomponiendo cada detalle de la ropa para eliminar las arrugas, secó su cara con papel de cocina que había en la repisa junto al móvil y sacó de su bolsillo un peine con el que fue arreglándole el pelo canoso, recomponiendo la raya izquierda que el cura siempre llevaba.

Le cerró los ojos y cortó un mechón de pelo junto a su oreja derecha, que ató con un hilo que consiguió de un pequeño canastillo de costura, que también se guardaba en el cuartillo de la limpieza. Lo utilizaban para arreglos de urgencia en las casullas que se utilizaban en los oficios religiosos de aquella parroquia. Colocó ese mechón ya atado junto a los mechones de las mujeres y comenzó a sentir el vacío de quien ha completado una obra largamente planificada, cuyo final parecía no querer llegar nunca. Le vino también a la cabeza la pregunta respecto a la presencia de don Esteban a aquellas horas en la iglesia. Pensó en Aurori. Había sido una presencia inesperada que le había servido para poder completar una pulsión de asesinarle que le resultaba ya insoportable, pero, a la vez, alguna pieza no encajaba bien en su puzzle puesto que el cura no había acudido por un motivo que el sacristán hubiera provocado conscientemente y eso le empezó a inquietar. La vecina cotilla era un fleco suelto que no se podía permitir. En cualquier caso, su mente no pudo centrarse demasiado en ese pensamiento porque un ruido reclamó su atención.

Un coche acababa de llegar al pequeño aparcamiento contiguo a la iglesia. Esperó, escuchando con ansia. Lo normal era que algún coche entrara de vez en cuando y se marchara prácticamente de la misma, porque casi nunca había ninguna plaza libre. Pero este no se marchó y oyó cómo se apagaba el motor. El cerebro de Alberto se puso en alerta porque, si no era alguna pareja de amantes que hubiera parado en aquel lugar apartado y mal iluminado para meterse mano u otra cosa, en ese coche vendría alguien que lo había dejado en doble fila de urgencia para ir directamente a la parroquia. Permaneció aun más atento y escuchó una voz de mujer a la que un hombre mandó callar conforme se acercaban. No logró entender con exactitud las palabras que ella había dicho, aunque sí se percató de que ambos fueron muchísimo más sigilosos conforme se acercaban a la puerta de la sacristía, porque no les oyó hablar más y, antes de escuchar la llave introduciéndose en la cerradura, tampoco escuchó sus pasos.

Salió al altar, cogió un candelabro de bronce, volvió y lo colocó encima de la mesa de la sacristía. Miró el cuerpo del cura a sus pies y después la puerta comenzó a abrirse.

'A la espera...' #versadicto #poema



La boca profunda de la noche
con el alba ya clarea,
el espanto se abriga
y se velan las estrellas.

La luz y el tiempo ingobernables
se abrazan y se besan
sobre las ciudades y por los campos:
noches quitan, mañanas siembran.

Los gorriones lanzan su vuelo
a través del cielo pequeño de las aceras,
los amantes huyen con prisa,
las panaderías bostezan.

En este nuevo día menos pensado
lejos suena cerca la guerra
pero me he sobrevivido
y todo vuelve y empieza.

Y aquí estoy, hombre pensativo,
del gremio de los poetas,
mirándome la vida,
atento, verde, a la espera...

15/3/22

Capítulo 20 (Novela 'Julio y las viejas')

Alberto llegó a su casa y se quedó petrificado al ir a abrir la puerta de entrada y comprobar que estaban sin echar las dos cerraduras que siempre dejaba con doble vuelta al marcharse. Entró moviéndose muy lentamente, atento a cualquier ruido que pudiera llegar del interior y que le delatara la presencia de algún intruso. En el recibidor reparó enseguida en la foto con su madre en la peluquería. Maniático del orden de los objetos, notó que una de las esquinas de la foto se apoyaba sobre el mueble dos centímetros más cerca del borde que como él la colocaba.

Un escalofrío recorrió su espalda y se quedó durante dos minutos a la escucha, sin moverse ni un ápice ni cerrar la puerta de entrada. Iban pasando los segundos y lo único que se escuchaba era el ruido amortiguado del niño del piso de arriba, que seguía jugando a la pelota. Su mente se hizo cargo de la situación y, cogiendo las riendas de su voluntad, dejó a un lado la pequeña rebelión de emociones que habían intentado apoderarse de él.

Se movió al fin, despacio al principio, con paso normal conforme fue cogiendo confianza y convenciéndose de que nadie más había en la casa. Cerró la puerta. Quien hubiera entrado era alguien con talento y experiencia para hacerlo sin romper nada. Descartó enseguida la posibilidad de que fuera un ladrón porque un raterillo de poca monta hubiera dejado huellas de su torpeza; y un ladrón de guante tan blanco como para cometer un robo así no se habría tomado la molestia de elegir su casa como objetivo, una casa de un barrendero municipal, soltero y a punto de jubilarse, con una vida anodina sin más entretenimientos conocidos que el de ser uno de los beatos más antiguos de la parroquia de El Carmen, uno de los fieles más fijos de don Esteban.

Alberto comprendió. Hizo un gesto con los hombros, como de torero que se enfrenta a un morlaco en la hora definitiva. Asumió rápido y con frialdad que eso solo podía significar que se acercaba el día que tantas veces había previsto, un día, de alguna manera, temido y deseado, en el que alguien pondría fin a su historia y sus hechos, como si él fuera un condenado a su propio destino. Una vez leyó un texto de Borges que contaba que el Minotauro, en realidad, deseaba que Teseo llegara y le matara, porque con su muerte se liberaba de una vida bestializada.

Alberto, en la entrada de su casa y con un análisis de urgencia en cuanto se recompuso de la sorpresa inicial, lo vio muy claro: quien había entrado no lo había hecho para faltar al séptimo mandamiento, sino para lograr que él acabara en la cárcel. Pero él, eso lo sabía bien, no podía acabar en la cárcel. Se sentó en el sofá de la sala después de cerrar las ventanas que cada mañana dejaba abiertas para que la casa se ventilara en su ausencia. Conforme se le fue pasando la agitación que se había apoderado brevemente de su ánimo, se fue reclinando en el sofá tomando una postura cada vez más relajada que acabó en posición fetal, mientras una sonrisa muy ancha aparecía en su cara apoyada en el tejido oscuro del cojín que había colocado para acomodarse. “Ahora solo queda que os envuelva el regalo y os ponga un lazo bien brillante. Os va a encantar. Ahora sí que nos vamos a divertir”, susurró.

Hecho un ovillo se dejó llevar a un estado de letargo cercano al sueño, como el trance hipnótico en el que parecen sumirse las cobras en los espectáculos para turistas, esos que alguna vez había visto en los documentales de viajes que tanto le gustaban aunque jamás se hubiera dedicado a hacer turismo ni a viajar más que lo imprescindible, obligado por alguna cuestión laboral o cuando murió su madre. Tratando de huir de sí mismo, del Alberto en el que se había convertido, se le abrieron las puertas de la memoria y se dejó llevar por imágenes y acciones de su pasado más lejano, cuando fue un niño en la peluquería de su madre. Era aquella una peluquería de una España que comenzaba a bostezar a finales de los sesenta, en un país levemente consciente de la pesadilla en la que estaba metido, aún más si cabe en aquel pueblo en el que él se acabaría criando, perdido en las faldas del Moncayo, un pueblo de hombres y mujeres cuajados por el viento que venía con alfileres de frío tras bajar de sus cumbres ,para caracolear por entre las calles y las gentes. Se movió un poco en su sofá y estiró la mano, abriendo el cajón superior de una cómoda lacada que había comprado años atrás para completar el mobiliario de esa sala. De ese cajón cogió un bote de desinfectante que usaba para limpiar a conciencia sus utensilios de peluquero y un frasco de colonia barata que utilizaba para perfumar a don Esteban y que le recordaba el olor de la peluquería de su madre. Se echó un poco de colonia en la parte interna de la muñeca, en un gesto más propio para un perfume caro. Ningún monstruo se reconoce cuando se mira al espejo, ni siquiera las ballenas, grandes leviatanes del mar.

Volvió a hacerse un ovillo dejando la colonia y el desinfectante acomodados entre sus brazos Seguía con sus piernas encogidas y se sumió de nuevo en un duermevela, oliéndose la mano, permitiendo que los efluvios de la colonia dispararan desde su pituitaria recuerdos de infancia, restos de una niñez que le alcanzaban desde un tiempo en el que las piezas del mundo encajaban y las miserias solo aparecían en las historias que las clientas contaban, referidas siempre a la realidad externa de la peluquería. Su padre había desaparecido pronto de la casa y para Alberto pasó a ser una figura tan mítica como ausente. Su madre le contó pasado el tiempo que les dejó para irse a trabajar a Alemania y que allí una máquina y su falta de experiencia acabaron por reventarle la vida y el esternón. Aquello provocó que ella tuviera que meter muchas más horas en la peluquería que permitieron redondear la escasa pensión de viuda que le quedó. Y, también, porque al final todo se acababa sabiendo, para encontrarse de vez en cuando con un hombre que acudía a última hora a ese lugar en el que solo se cortaba el pelo a señoras. Llegaba ese hombre y el cartel de la puerta de entrada se giraba, mostrando la palabra ‘cerrado’. “Madre, de joven estabas con don Javier al acabar de trabajar y no tenías prisa por volver pronto a casa y yo con la abuela bien limpita y arreglada, allí esperándote. Después, cuando te hiciste vieja, me buscabas más…”, murmuró de nuevo.

Alberto tuvo que hacerse cargo desde bien niño de su abuela materna, que había quedado impedida por un ictus al que sumó un montón de kilos y un inexpugnable apetito. Conforme fue creciendo, la abuela dio por perdida su propia guerra y cada vez se movía menos y pesaba más, cada vez era más un trozo de carne inmóvil y callado. Su madre iba descargando en él las tareas de cuidado de la abuela, de limpieza de la casa, de las compras y la comida. Acabó por encargarse hasta del baño e higiene de una abuela. Ella se dejaba hacer y le miraba con una media sonrisa que a él le parecía un paso intermedio e imposible entre el llanto desconsolado y el éxtasis de los místicos en presencia de su Dios.

La espiritualidad estuvo también siempre en cada rincón de sus días y hallaba un alivio a lo ácido de su vida en las rutinas litúrgicas de la Iglesia, donde comenzó como monaguillo y acabó como sacristán, tras un fugaz paso por el seminario en el que conoció a un Esteban que todavía no era don y que estaba a punto de ordenarse.

Olía la colonia y se sentía de nuevo sereno y con control, superado el instante fugaz de pánico, limpio como siempre de sus pecados, centrado en su objetivo y libre de temores. Tenía la certeza casi absoluta sobre quién había entrado en su casa, sobre todo después de que los dos policías hubieran detenido al cura el día anterior. Y también sabía que en la casa del sacerdote y en la suya no habían descubierto nada, aunque resultaba evidente que la búsqueda que se había puesto en marcha tras el asesinato de doña Paca estaba llegando a su fin. En su mente, al oler la colonia, saltaban las imágenes de la peluquería como chispazos, pero también del sexo de su abuela mientras lo enjabonaba, aclaraba y secaba, imágenes de la piel blanca con pocos pelos del pubis y los labios mayores de aquella mujer entregada a la inmovilidad y la gula. Creció con plena consciencia de la anatomía del sexo femenino mucho antes que sus compañeros de clase, enfermamente absorbido por la rutina de alimentación y limpieza de su abuela, sin atisbo de rebelión ante su destino, ni siquiera durante la adolescencia, intuyendo que su venganza íntima ante la vida llegaría en el futuro. Algo sobre lo que ahora no tenía ninguna duda.

Dueño de sí mismo, colocó la fotografía en su lugar exacto modificándola dos centímetros, cogió el bolsito con las cosas de cortar el pelo y volvió a salir de su casa, echando de nuevo las dos cerraduras. Con andares de profeta diabólico se dirigió a la parroquia. Caminó por las calles conforme caía la noche y una bruma ligera iba llegando indolente desde el mar. Sintiendo que el espacio físico de la iglesia suponía una especio de impunidad donde acogerse a sagrado, un derecho que ninguna autoridad civil podría violar, entró por la puerta de la sacristía a deshoras con una tarea fija en el pensamiento. Además, empezó a valorar la idea de cambiar de sitio sus frasquitos allí escondidos, porque una vez inspeccionadas la casa del cura y la suya propia, intuyó que para la Policía el tercer lugar en la lista de posibles espacios donde obtener pruebas era la iglesia.

Aurori, fija cada domingo en la misa de una y fija casi todos los días a casi todas las horas en su balcón con vistas, le vio entrar en el templo a aquellas horas extrañas cuando ella salió a tomar un poco el aire después de hacer la cena y mientras esperaba a su Manolo que remoloneaba como muchas noches en el bar. En realidad, desde su atalaya de vigilancia y cotilleo vio entrar en la iglesia a un hombre al que no identificó y, alarmada, llamó al cura y a Blanca, que siempre le había parecido una mujer estupenda y a la que consideraba la auténtica encargaba de sacar adelante aquella parroquia.

8/3/22

Geranios #versadicto #poema


Se me ha puesto en pie la sombra,
amenazadora entre mis días,
pero le he lanzado un rápido gesto de luz
y la he sorprendido un flanco tierno.
Así, como de golpe, ha ocurrido un milagro feliz
un abrazo anchísimo de padre amoroso,
de sábanas limpias.
Cultivo geranios en el gemir agotado
por las profundas gargantas 
de los bueyes de arena,
arando los alargados campos de la desolación.
La vida no tiene adornos
y me revela que soy, que ahora, que estamos.
Sientate un suspiro conmigo,
eso me basta y te bastará;
ayúdame con tu risa a regar mis patios
cuando tarde y voz,
cuando primavera,
cuando tú y también yo.

Capítulo 19 (Novela 'Julio y las viejas')

Pablo Corrientes conducía camino de su cita con Santamarta por la autovía del Cantábrico, dirección oeste, acercándose a esa ciudad del norte de España. El paisaje de montañas, de distintas gamas de verde y de un mar que aparecía y desaparecía jugando al escondite en cada curva se iba sucediendo ante sus ojos a través del parabrisas sin que él le prestara demasiada atención, porque su cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto que tendría entre manos el inspector. Le picaba mucho la curiosidad. No era normal que le hubiera llamado con tanta prisa y tanto secretismo.

Lo conocía desde sus tiempos de servicio en el País Vasco, cuando Santamarta había sido un joven inspector digno de admiración, uno de aquellos héroes que se la jugaban en la lucha contra el terrorismo. Corrientes oyó después algunas historias que echaban por tierra la imagen que se había forjado de él y se negó a creerlas, porque aquel hombre con el que había trabajado no hubiera sido capaz jamás de llenarse de barro y dejar que le pillaran con lo de las torturas.

Tenía otro vínculo muy especial con él. Cuando conoció a su mujer sintió un latigazo de atracción pero nunca dio ni un mínimo paso hacia Blanca, por respeto a su compañero y por no meterse en problemas. A su manera, eso provocó que creciera y exagerara la admiración que sentía por Santamarta, puesto que únicamente un tipo admirable era merecedor de tener a su lado a una mujer como Blanca. Los últimos años la vida les había llevado por caminos muy distintos y entre ellos se había abierto una distancia física y emocional muy grande. “Si este mamón me quiere ver con tanta urgencia, debe de haber algo gordo detrás”, pensó mientras conducía.

Al llegar a un aparcamiento donde le había citado el inspector, siempre público y libre para evitar tener que dar la matrícula y así evitar también quedar identificados, sacó del maletero su bolsón de herramientas en previsión de lo que le pudiera pedir Santamarta, convencido de que iban a ser “cositas finas”, como solían comentar con mucha complicidad años atrás. Era necesario hacerlas, pero nunca se hablaba de ellas más que lo estrictamente necesario. El hombre que se encontró en aquel aparcamiento, al que hacía más de cinco años que no veía, le sorprendió por su delgadez y por lo marcado de los huesos de la cara. Nunca había sido de carnes generosas, pero a Corrientes le impresionó lo sobresaliente de sus pómulos que acrecentaban la sensación de unos ojos hundidos. También le impresionó notar con claridad los huesos, tendones y venas bajo la piel de sus manos.

—¡Julito, cabronazo! ¿No te dan de comer caliente? —le dijo mientras se abrazaba a él y le daba sonoras palmadas en la espalda—. Dame un abrazo, dame amor del bueno…

—Estoy consumido de tanto follar.

—Venga, fulero, a otro con esos fantasmas.

Se sonreían y se miraban con la confianza de un par de veteranos que habían compartido bares de mala muerte en aquellas madrugadas de Bilbao, después de alguna operación peligrosa, en alguna barra mugrienta entre putas, confidentes y traficantes. El ‘Chapuzas’ notó que los años habían golpeado los hombros de Santamarta, que tenía un porte menos orgulloso, más derrotado. Y, además, una pizca de súplica en su gesto hacia él, algo impensable en el inspector que él había conocido en su juventud.

Corrientes le preguntó por Blanca y Santamarta le contestó con un protocolario e incomodado “bien”, que dio paso a una explicación resumida y precipitada del caso en el que andaba metido.

—Me tienes que abrir la puerta de esa casa, pero sin dejar huella, ya sabes.

—Venga, va… ¿en serio? ¿Por ahí va el caso, un tío que ha matado a todas esas viejas?

—Pablo, de verdad, ni puta idea. Es mi último cartucho. Por eso te he llamado, joder. Tú me conoces. No te lo pediría si no fuera importante. Si te supone mucho, vete a tomar por culo.

—Venga… Julito, no te me pongas gallo.

—Escucha… esta mañana casi nos comemos un expediente.

—¿Tú y…?

—Mi subinspector.

—¿Y por qué no está aquí?

—Es un primaveras. Creo que lo dejará de ser, pero está todavía muy verde. Y es un cornudo, pero es da igual y es cosa suya, además. Sobre el caso y el favor que te pido… que si esto sale mal, mejor me como yo solo el plato de mierda.

—Vale, vale…

—Ya sabes que no tengo una hoja de servicio muy presentable y a estas alturas me la suda. Pero quiero jubilarme, que ya me queda poco en el cuerpo. Si sigo haciendo el gilipollas con mi subinspector me veo cagándola del todo y haciendo después de cabeza de turco. Me cago en mi padre, si me echan, que sea a lo grande. Además, que lo de las viejas no es una invención. Este Soto, mi subinspector, no es tonto. Sí, joder, sí… ahí fuera hay un cabrón mataviejas y por mis muertos que le voy a pillar. Tú ábreme esa puerta sin dejar huella, que tú lo haces con la punta del capullo, y te piras. Lo demás es tarea mía. Pablo, no me pidas más explicaciones, joder…

—Vamos —respondió lacónicamente el ‘Chapuzas’, dando unos golpecitos en su bolsa de herramientas, dándole a entender así que la conversación había finalizado y que podía contar con su ayuda.

El inspector echó sus cuentas mentales, pensando en el horario de catequesis de Blanca con los niños pequeños, porque sabía que era paralelo al de Alberto, el sacristán, que tenía al grupo de los mayores. Empezaban ambos con los críos a las seis de la tarde, lo que cuadraba perfectamente con la hora a la que llegó a casa del sacristán acompañado del ‘Chapuzas’, con la descarada intención de no respetar la inviolabilidad del domicilio y no respetar tampoco algún que otro derecho fundamental más si fuera necesario.

Subieron en ascensor hasta la séptima planta del bloque, charlando en voz muy baja sobre los viejos tiempos y las madrugadas en tugurios, calles grises y sucias de ambiente canalla, antes de los destellos plateados de un museo de titanio.

Charlaban como dos colegiales, quitándose la palabra continuamente y dándose exagerados golpes en el hombro, el antebrazo y el pecho, repasando las vivencias compartidas, todo aquello que había marcado una juventud gastada en una tierra extraña para ambos, una juventud en la que el miedo les fue enseñando lo que no se incluye en ningún plan de estudios universitario.

Santamarta se dejó llevar durante aquellos minutos de nostalgia y casi se olvidó de lo que había ido a hacer allí y por qué compartía ascensor con Corrientes. El golpe seco que dio el ascensor al llegar al séptimo despertó al inspector de su improvisado y dulce letargo. Le dijo, cortando la conversación:

—Vamos, el peluquerito este de los cojones no acaba lo que está haciendo hasta dentro de cuarenta y cinco. Ábreme y te vas.

—Parece que te sobro, maricona. Tampoco hace falta que salga corriendo, ¿no?

Sacó una tarjeta de crédito y trató de abrir pero había otra cerradura que también estaba echada y que no cedía con facilidad. Corrientes rebuscó en su bolsón y sacó una pesada herramienta del tamaño de un puño, un poderoso imán con un sistema de deslizamiento para regular su efecto magnético. Lo aplicó a la zona de la segunda cerradura y, tras un chasquido sordo que le hizo sonreír, empujó suavemente la puerta con una sonrisa todavía mayor en sus labios, a la vez que giraba la cabeza y miraba a Santamarta con las cejas divertidamente alzadas. Pero el inspector estaba serio, con su brillo en los ojos habitual en los momentos de tensión.

—De verdad, escúchame, que has hecho ya demasiado. Desaparece, anda, si me tengo que llenar de mierda que sea yo solo.

—Estás pesadito con lo de la mierda.

—Vete.

—Que no te voy a pedir que echemos un culín de sidra ahí dentro.

—Serás hijoputa. Venga, arranca. ¡Cago en Dios! Ven aquí y dame un abrazo… venga, marcha.

—Julito, cuídate mucho… y no la líes más de lo necesario.

Se abrazaron con precipitación.

—Cojones, adiós, joder, adiós —insistió el inspector.

—Adiós.

El ‘Chapuzas’ guardó su herramienta en el bolsón y se metió de nuevo en el ascensor mientras Santamarta se ponía unos guantes de látex que le recordaron al primer confinamiento de la pandemia de tres años atrás. Entró en la casa solitaria y cerró la puerta mientras el ascensor ya descendía camino de la planta baja.

Sin saber por qué, el inspector tuvo la intuición de que aquella entrada ilegal en esa casa iba a ser la última acción importante de su vida como policía. Y eso le puso nervioso. No lo pudo evitar y comenzó a temblar como un novato, especialmente al ver una foto del sacristán, una en la que aparecía siendo niño junto a su madre, ambos en la peluquería de ella. La mujer le rodeaba el cuello con el brazo en un gesto que pretendía ser cariñoso pero que acababa resultando llamativo, porque Alberto tenía un semblante poco familiar y una postura demasiada envarada para un niño que posa en una foto junto a su madre. El inspector agarró la foto y la miró con detenimiento. En el fondo de la peluquería, tras ellos dos, una mujer estaba sentada con uno de esos aparatosos secadores de pelo en la cabeza y, tras ella, en la pared había un cartel en el que se podía leer: ‘Salón Alberta. Peluquería de señoras. Experta en permanente.’. Colocó de nuevo la fotografía en su lugar, tratando de controlar el temblor de sus manos, y avanzó hacia la sala enfadado consigo mismo, sintiéndose un torpe aspirante a policía en lugar del inspector veterano que era. Un ruido en el piso de arriba provocado por un niño que jugaba a la pelota le hizo dar un salto involuntario y sacó su arma. La guardó enseguida, avergonzado de su propia reacción. Sudaba mucho, angustiado y, a la vez, todavía más enfadado consigo mismo por ese ataque de angustia sin motivo e impropio de un hombre con su experiencia. Quiso tomarse un coñac para calmar los nervios, quiso meterse un gramo para acelerarse y agitarse por un motivo lógico y quiso echarle un polvo rápido y sucio a Susi para no pensar en nada. Quiso hacerlo todo y a la vez. Respiró profundo y siguió recorriendo la casa con sumo cuidado pese al descontrol de sus manos. No encontraba nada de lo esperado y la sensación de ahogo y de callejón sin salida iba en aumento. Recorrida toda la casa por completo, revisado cada cajón y cada rincón, y consumida media hora en esa tarea, se paró en medio de la sala de pie, descompuesto, con ganas de volver a sacar la pistola y liarse a tiros con el mobiliario.

—¡Me cago en mi puta vida! —dijo en un grito rabioso y contenido, vislumbrando un sonoro fracaso en este caso, que podría haber sido lo último decente en su hoja de servicios.

Dio otra vuelta a la casa, buscó y rebuscó, y lo único destacable que halló fue un bolsito con una tijera, un peine y algún otro utensilio de peluquero que no supo identificar. Eso era lo que su mujer ya le había explicado que Alberto tenía y que usaba para cortarle el pelo al cura.

Se marchó con un ademán violento que le llevó a golpear el sofá, levantando un polvo que se hizo muy visible al contraluz de los rayos del sol de la tarde que entraban por el ventanal.

Se fue al bar de Lola y whatsappeó a Soto para que se acercara. El subinspector se levantó de su mesa de trabajo, como un zombi, después de haber pasado allí todo el día revisando documentación y planteándose extravagantes hipótesis para nuevas líneas de investigación.

En la barra, uno con su Coca-Cola y el otro con su coñac, a Lola le parecían dos náufragos silenciosos.

Soto pensaba por primera vez en su vida en hablar con un abogado para ir organizando su divorcio y Santamarta, también por primera vez en su vida, pensó en los papeles que tendría que rellenar para pedir una prejubilación.

6/3/22

Capítulo 18 (Novela 'Julio y las viejas')

—Sí, comisario. Sí…, sí, ahora mismo estamos ahí. Voy ya con Santamarta, sí, vamos ya. Estamos ahí, sin tardar, sí señor.

Soto colgó el teléfono y miró a Santamarta, al que había ido a buscar a su casa con la intención de llegar lo antes posible a comisaría, donde Ventura le había dicho que le esperaba a primera hora. Y ahora le había vuelto a llamar para meterle más prisa.

Después de lo del beso a Marín, se echaba a temblar solo con pensar en ella, con pensar en encontrársela o tener que mantener una conversación. Soto temió que ella le fuera a denunciar por acoso y con la llamada del inspector se imaginó que ya lo había hecho y que le iban a caer encima todo tipo de calamidades que pondrían fin a su vida profesional, primero, y personal, después. “Como si no fuera ya todo una mierda, ahora esto”, pensó.

Soto había llamado a primera hora a Santamarta para avisarle de que pasaba a recogerle y el inspector había escuchado toda su explicación sin interrumpirle, aunque al final solo le contestó:

—Primaveras… me la sudan las prisas del comisario. A mí Ventura me la suda octavo Dan. Pero me viene bien que me hagas de taxista, que no tengo el cuerpo para jaranas.

Soto había salido de casa con mucha prisa y dejando a una soñolienta Sara aún en la cama. Ni ella ni él hicieron el más mínimo intento de retomar la conversación interrumpida unas horas antes, antes de quedar ambos dormidos, uno en la sala y la otra en su cuarto. Así que, sin desayunar, el subinspector llamaba diez minutos después al portero automático de Santamarta, que le contestó cagándose en todos sus muertos porque el timbrazo le había agudizado el dolor de cabeza que ya tenía desde temprano por la mañana. También le avisó de que bajaría cuando le saliera del arco del triunfo.

—Es la comisaria, que nos está esperando —le dijo cuando Santamarta ya había bajado y después de contestar la llamada del comisario.

—Que ya sé lo que nos va a decir, Soto, y que ya te he dicho que me la sudan sus prisas.

Montaron en el coche de Soto y recorrieron los dos kilómetros que separaban la casa de Santamarta de la comisaría, por unas calles que tenían la actividad habitual de un día como aquel, aunque los dos policías no prestaran ninguna atención al exterior, enredados cada uno en su laberinto y sus bestias particulares. El subinspector repasaba mentalmente los datos y las teorías que había aplicado en la investigación, que le llevaban, una y otra vez, a un callejón sin salida en el que un cura bondadoso no podía ser un asesino en serie por mucho que todo lo que había aprendido de investigación criminal le condujera a esa conclusión. El disfraz de asesino en serie resultaba grotesco e increíble en un hombre como don Esteban, y Soto se iba rindiendo a esa evidencia que, de rebote, le situaba ante el precipicio de no saber por dónde continuar investigando. La única alternativa que se le presentaba era reiniciar las reflexiones y plantear otras hipótesis posibles retomando la argumentación desde el asesinato de doña Francisca.

Santamarta, por su parte, pensó en intentar otra vez hablar con el ‘Chapuzas’, pero no quería bajo ningún concepto que el subinspector se enterara, así que se dedicó a darle vueltas a cómo iba a hacer a escondidas lo que sabía que era necesario hacer. Necesario y poco legal, aunque eso tampoco le importara demasiado.

Después de recibir varias miradas preocupadas de Marín, Trujillo y algunos compañeros más, entraron al despacho del comisario como quien va al paredón, cabizbajo Soto, algo desafiante Santamarta.

—¿De qué va esto, Julio? —preguntó Ventura directamente en cuanto ambos estuvieron sentados frente a él, en su despacho, dirigiéndose solo al inspector.

—Es lo que hay, comisario. Para qué nos vamos a andar con hostias. La hemos cagado.

Soto asistía a la conversación como un espectador de una velada de boxeo en silla de ring, seguro de que el sudor y la sangre acabarían por salpicarle.

—La habéis cagado con ansia. Lo que tuve que oír ayer del juez… Y la culpa es mía, por dejaros ir a por el cura. En qué puto momento me tragué toda esa mierda de teoría sobre el círculo de los cojones. Supongo que habréis visto los titulares de El Comercio y de La Voz.

—La prensa es mala para la salud —dijo Santamarta.

—¡Me cago en todo lo más barrido… encima no te cachondees! —gritó Marín, soltando varias bolitas de saliva que trazaron parábolas de varias trayectorias hacia la mesa del despacho y hacia el suelo.

—Yo le garantizo que… —empezó a decir Soto.

—Tú me garantizas un expediente que estoy a punto de abriros por tener la poca vergüenza de mandarme al cura donde el juez, cuando los dos sabíais que no teníais una puta mierda contra él.

En esta ocasión el comisario habló con un tono tan frío que bajó un par de grados la sensación térmica en la piel de Soto y Santamarta.

El inspector negaba con la cabeza, pensando en que su subordinado tenía el don de la inoportunidad y no sabía estarse callado cuando lo prudente era no abrir la boca hasta que no acabara un chorreo como el que les estaba cayendo. Hubo un silencio que sabía a noche pasada a la intemperie, que finalmente rompió Ventura con una última frase lacónica y pretenciosamente motivadora, de la que el inspector se hubiera reído abiertamente si las cirunstancias hubieran sido otras:

—Sois policías, comportaos como lo que sois.

Santamarta se levantó con rapidez de la silla y agarró del brazo a un Soto sorprendido que también se puso en pie y le siguió fuera del despacho. Iba el inspector cavilando en cómo deshacerse de la compañía de Soto durante todo el día y fue este el que se lo puso en bandeja:

—Necesito revisar el expediente del caso. Tiene que haber algo que se nos haya escapado… que se me haya escapado. Tiene que haber algo que se me haya pasado por alto.

—Lo que necesites. Yo voy a airearme un poco, a ver si se me aclaran las ideas.

Al subinspector le sorprendió la respuesta de Santamarta y creyó que estaba más afectado por todo lo ocurrido de lo que quería demostrar. También creyó que, de nuevo, el único avance posible en el caso dependía de su esfuerzo, inteligencia y talento investigador, eso sí, talento con un prestigio íntimo algo maltrecho tras el fiasco de don Esteban. Se sintió de nuevo como el último mohicano, el héroe definitivo ante la adversidad en la oscura tripa de la ballena. Y se puso a releer la documentación una vez sentado ya en su mesa, donde pasó un buen cesto de horas hasta que el hambre le recordó, cerca de las dos de la tarde, que llevaba desde el día anterior sin comer. Sara ya no le whatsappeaba, hacía días que había disminuido notablemente el volumen de sus mensajes, justo después del accidente con la moto del telepizzero. Pero Soto trataba de no pensar demasiado en barcos hundidos ni leviatanes marinos.

Santamarta salió de la comisaría y llamó de nuevo al contacto memorizado como ‘Chapuzas’, que le cogió al cuarto tono:

—¿Qué pasa, mamonazo? Siempre a sus órdenes, je, je, jeeee…

—Nada, guaje, ya sabes, lo de siempre, deteniendo a los malos —contestó el inspector.

—Ya… ¿Cómo te va?

—Pues, mira, jodido, por eso te llamo. ¿Por dónde andas?

—Por Galicia.

—Galicia…

—Sí, ¿qué pasa?

—Es que necesitaría que te pasaras por aquí.

—Julito, ¿tan grave es?

—Ya sabes que no te llamaría si no lo fuera.

—Joder, me empiezas a asustar. Venga, mira, me voy para allí. Tengo aquí un rollo de un ruso que creo que puedo dejar cerrado en unas horas. Pero antes de hacer nada me lo vas a explicar todo bien, muy bien… que no tenemos edad para hacer el gilipollas con según qué cosas.

—Sí.

—Acabo con lo de aquí para la una. Me planto allí sobre las cuatro y te llamo.

—Hecho. Gracias.

—Joder, qué serio te pones. Me la vas a comer de canto y lo sabes.

—Dos veces si hace falta.

—Ese es mi Julito —dijo con una gran carcajada—. Venga, voy a darle candela a este tema para poder salir lo antes posible.

El inspector pidió un taxi y se fue cerca de su casa, para coger el coche y poder moverse libremente cuando Pablo Corrientes, el ‘Chapuzas’, llegara después de comer.

3/3/22

Capítulo 17 (Novela 'Julio y las viejas')

—¿Cómo está don Esteban? ¿Qué ha pasado? ¿Ha ido todo bien? —preguntó Blanca a su marido cuando le vio aparecer por la puerta.

—¿Y por qué cojones tendría que ir algo mal? —le contestó un Santamarta muy agitado.

Antes de ir a casa, harto de la vida y de sí mismo, harto de estar harto, había estado a punto de ponerle cualquier excusa a su mujer y marcharse a pasar la noche follando con Susi, la que hubiera sido su primera noche con ella. Le apeteció como nunca, con un sentimiento enfermizo, mezcla de sexo y de niño desvalido, follársela y después quedarse abrazado a ella, como si entre sus brazos pudiera encontrar una protección al mundo agresivo y afilado que le rondaba hasta en sueños.

Las manos le temblaban imaginando las consecuencias que iba a tener el registro y la detención fallida del cura. Finalmente decidió ir a su casa, no por respeto a su mujer o por un último principio de fidelidad, sino por temor a que Susi se imaginara que lo suyo iba en serio y se enamorase de él más de la cuenta. Dentro de sus más profundos pensamientos, como un ratoncito ciego, algo débil y desesperado deseaba que todo se acabara cuanto antes, poner fin al sufrimiento y la rabia.

La detención del cura había trastocado todos los horarios y rutinas previstas en la parroquia y Blanca pasó la tarde echa un manojo de nervios, impotente ante lo que estaba ocurriendo, especialmente afectada porque la iniciativa hubiera partido de su marido. Le miró, llena de curiosidad y temor por la situación de don Esteban. Arriesgándose a su furia, sacando valor de no sabía muy bien dónde, le insistió:

—¿Qué ha pasado, Julio? Dicen que le habéis soltado. ¿Ha hecho algo malo?

—Pues estás bien enterada. El curita no es tan bueno como parece.

—Pero, ¿qué ha hecho? Por Dios, ese hombre no puede haber hecho nada malo.

—No sé, Blanca, dímelo tú. Que parece que le conoces muy bien. A ver… ¿qué me dices de tu curita?

A Blanca le fallaron las fuerzas cuando Santamarta se le acercó a escasos centímetros y la miró con media sonrisa forzada, pupilas dilatadas y un tic en una ceja. Rompió ella a llorar y, entre sollozos, solo logró responder:

—No sé, Julio, de verdad… no sé. Esta mañana… esta mañana creo que don Esteban había quedado con el sacristán para que le cortara el pelo y justo antes de que marchara le habéis detenido. Es todo lo que sé. Ya no le hemos visto más en todo el día por la parroquia, hasta que hace un rato nos ha mandado un mensaje diciéndonos que estaba bien y en casa…

El inspector se movió ligeramente y soltó un potente y sonoro golpe en la puerta del zapatero que tenían en el pasillo, provocando un meneo en todos los zapatos, botas y zapatillas de su interior, zarandeadas por el manotazo como la carga mal estibada de un barco en plena marejada. Blanca no pudo evitar un respingo. El hijo abrió la puerta de su cuarto con la intención de acudir en ayuda de su madre, pero Santamarta le fulminó con la mirada y el chaval se paró en seco y se echó después hacia atrás con miedo apresurado, cerrando de nuevo la puerta.

Blanca se fue llorando a la cocina y Santamarta se quedó unos segundos mirándose la palma de la mano, sorprendido de su propia violencia, sintiéndose un extraño en su propia vida, como si su mano fuera una extraña con voluntad propia. La poca luz que le quedaba en lo profundo de sus entrañas dio un destello que iluminó por un instante las tinieblas de alcohol y cocaína en las que habitaba. Fue un chispazo inesperado, una herencia debilitada pero suficiente de sus añorados viejos tiempos de buen policía, unas palabras de quebradiza esperanza entre la niebla y la humedad, un resto de bondad e inteligencia en un hombre embrutecido. Se dirigió más calmado a la cocina, respiró tres veces profundamente y, con la mayor ternura que logró reunir en sus dedos, se acercó de nuevo a su mujer y le levantó suavemente la cabeza cogiéndole de la barbilla. Entre lágrimas, Blanca le miró sin entender qué más quería de ella y con la convicción cada vez más cierta de que iba a llegar al fin el día temido en que acabara por golpearla. Y que ese día podría ser ya, entonces.

Sin embargo, Santamarta, conmovido por el rostro quebrado de su mujer y por el descubrimiento que creía haber hecho respecto del caso, le preguntó:

—Blanca, por favor, repíteme a dónde iba a ir el cura esta mañana.

—¿Qué?

—El cura, es importante, cariño. Dime… a dónde me has dicho que iba esta mañana.

—Julio, que él no ha hecho nada, créeme, es un buen hombre.

El inspector quitó la mano de la barbilla de su mujer y se retiró un paso, tratando de controlar la nueva ola de ira que se le estaba acumulando en la parte alta del pecho. Desesperado por obtener cuanto antes la confirmación de su mujer, sin que eso le obligara a entrar en discusiones morales sobre el cura, insistió sin elevar la voz pero con un tono que sonaba a ladrido y amenaza:

—¿A dónde iba a ir?

Blanca dejó de llorar, se secó con torpeza las lágrimas y contestó como una cierva herida:

—A cortarse el pelo donde Alberto.

—El sacristán.

—Sí… Le corta siempre él el pelo en su casa.

—¿En su casa?

—Sí, la madre de Alberto fue peluquera y él aprendió el oficio de crío, me parece…

Santamarta no preguntó nada más. Se dio media vuelta y salió de la cocina, dejando a su mujer con un extraño sentimiento de culpa por si había perjudicado al cura y, a la vez, con una creciente curiosidad por saber qué importancia tenía dónde se cortara el pelo don Esteban y en qué acabaría todo aquello. No entendía nada y ni siquiera sabía si había algo que entender en aquella locura.

Santamarta se dirigió a la sala pasando por las puertas de los cuartos de sus hijos, que seguían cerradas después del amago que había hecho su hijo Mario de pararle los pies. De nuevo temblando de miedo pero de nuevo llena de culpa y curiosidad por el futuro de don Esteban, Blanca le siguió y se arriesgó por segunda vez a hablarle después de que él hubiera dado por terminada la conversación.

Se le había dibujado al inspector una sonrisa tan exagerada que parecía la obra de un artesano en una tosca escultura de madera. Cuando ella vio esa sonrisa no pudo evitar un escalofrío y la frase que estaba diciendo se le murió congelada en la boca:

—Julio, yo quería preguntarte qué le va a pasar a…

Él la miró un instante, fijando sus ojos en un lugar indefinido de su frente, de modo que a Blanca le dio la impresión de que estaba siendo atravesada por un hiriente hilo de sinrazón que partía del cerebro quebrado de su marido. El miedo la bloqueó por completo y quedó petrificada.

El inspector cabalgaba sobre su sonrisa de estatua etrusca y movía afirmativamente la cabeza.

—A tu curita no le pasará nada —dijo al fin, enseñando la doble fila de sus dientes.

Oír de su marido que don Esteban estaba fuera de sospecha, sobre todo que lo dijera en un momento en el que todo era delirante, la ayudó a tranquilizarse y la permitió moverse, alcanzando de nuevo el espacio más seguro de la cocina. Mientras, el inspector miraba el televisor apagado, con la misma sonrisa, susurrando varias veces:

—El Círculo...

Unos minutos después cerró los ojos con fuerza y se dijo: “Pablito, te necesito”. Sacó el móvil del bolsillo, buscó un contacto que tenía archivado como ‘Chapuzas’ y llamó, sin que respondiera nadie al otro lado de la línea.

—Pablito, cojones, que te necesito —dijo después, perdida ya la sonrisa canina que había engalanado hasta entonces su boca.

Dejó el móvil sobre la mesita de la sala y se quedó ensimismado con la pantalla apagada del televisor. Media hora después se quedó dormido en el sofá, para alivio de una Blanca que ya estaba en la cama sin poder pegar ojo.

Soto había llegado a casa sorprendido de sí mismo, sintiendo que su cuerpo era una marioneta manejada por algún diosecillo juguetón y libidinoso. Estaba fascinado por haber besado a Marín y, sobre todo, fascinado consigo mismo porque, más allá de las consecuencias que eso pudiera tener, se sintiera embriagaba por el recuerdo de esos labios voluptuosos de una inspectora de Policía en contacto con los suyos. Y así llegó a casa, con una razonable erección que perdió vigor por la culpa que le invadió al ver a su mujer. Algo dentro de sí le gritó con rabia que no debía sentirse culpable de nada, que ella llevaba desde Dios sabía cuándo bajándose las bragas con el telepizzero. “Hartita de salami, eso seguro”, se dijo el subinspector al dejar las llaves y la cartera en una bandejita de un mueble bajo situado junto a la puerta. En la breve lucha entre el Soto que estaba naciendo con los últimos acontecimientos y el hombre recto y formal que había sido toda su vida, ganó un asalto por última vez el Daniel de los viejos tiempos. Presa de unos absurdos remordimientos se dispuso a contarle a Sara lo del beso con Marín y que sabía que le estaba siendo infiel con un chaval que repartía pizzas a domicilio. Pensó que esa tarde, esa hora y ese lugar eran tan buenos como cualesquiera otros para desatar una tercera Guerra Mundial íntima en su matrimonio, una guerra total que diluyera su vida, permitiendo que acabara escurrida por un desagüe de larguísima tristeza.

Le costó arrancar. Notó la boca exageradamente seca y tartamudeó al decirle que tenían que hablar. Le costó sobre todo cuando ella reaccionó a esa frase echando los hombros atrás y adoptando una postura de vertical rigidez. Le costó tanto que no pudo seguir. Como un alambre de espinos, la ansiedad se le agarró a la tráquea y no fue capaz de decir una palabra más, ni de dejar de temblar durante cinco minutos, los cinco minutos que Sara se dedicó a abrazarle y taparle con una manta hasta que logró que se calmara y, finalmente, se durmiera, también en el sofá, como su superior. Aunque por motivos muy distintos a los de Blanca, también la mujer de Soto sintió un alivio pasajero al ver que su marido se había dormido y whatsappeó a un contacto que tenía apuntado como ‘Ginecólogo’, aunque el propietario de ese número supiera poco de medicina pero sí de inspecciones genitales. “Nene, dame una semana de silencio. Ya te contaré”, le escribió con una buena dosis de emoticonos de corazón. Después borró el historial de whatsapp de ese número.