1/2/22

Capítulo 7 (Novela 'Julio y las viejas')

Las lecturas de los informes volvieron a soliviantar las neuronas de Soto y a despertar y dar de nuevo peso a su hipótesis sobre más asesinatos previos. Al pensar que habían transcurrido ya nueve días desde la muerte de la mujer dio un pequeño suspiro, agobiado al pensar que lo único que había logrado en esta semana y media era saber que a la víctima le habían cortado un mechón de pelo. Era un botín raquítico. Había conseguido eso y sospechar de su superior. Sabía bien lo que tenía que hacer si quería seguir esa vía de investigación que planteaba más asesinatos, pero se sentía algo inseguro. En primer lugar, porque no quería avanzar solo y, segundo y sobre todo, porque le había cogido miedo a las reacciones imprevistas y algo violentas de Santamarta.

Al llegar el martes por la mañana a la comisaría a las nueve, puntual como un reloj suizo, se permitió un rato de debate interior mientras se tomaba, sentado en su mesa, un café de la máquina que tenían en uno de los pasillos de acceso a las oficinas. Le daba vueltas a su decisión sabiendo que, en realidad, la tenía tomada puesto que era muy consciente de que su vocación de policía y sus ganas de resolver un caso siempre habían podido con cualquier bloqueo o dificultad. Y eso no quería decir que todas las investigaciones en las que había participado se hubieran resuelto con éxito, pero sí quería decir que, por su parte, siempre había hecho todo lo posible, normalmente más que la mayoría de sus compañeros.

Cuando llegó Santamarta media hora después, Soto se sorprendió de verle más feliz que de costumbre a esas horas de la mañana, tampoco demasiado, pero sí lo suficiente como para llamar la atención en este inspector que tenía por hábito llegar a su mesa bufando y con pocas ganas de trabajar.

—¿Qué pasa, pimpollo? ¿Has empezado bien el día, ya te has tocado un poco en el baño antes de venir?

—Buenos días —le dijo Soto, tratando de aprovechar la oportunidad de poder hablar con él de forma razonable.

—Que sí, que ya te he dado los buenos días. Muy buen día, primaveras.

—Veo que has pasado buena noche.

—Las noches de los lunes al martes son buenas noches, sí; toca ver CSI y luego caliqueño. Ya me entiendes. Con los del CSI me descojono, por las payasadas que cuentan y lo listos que son todos para resolver los asesinatos. Y, después, bueno, eso ya es cosa de mi mujer y mía.

—¡Qué bien!

Santamarta se puso serio, arrepintiéndose del momento de confesión que acababa de tener con el novato, y le contestó:

—Ni bien, ni mal, Soto. Algo quieres para darme coba así. Por cierto, el martes de la semana que viene y del resto de tu puta vida te corto los huevos como me hagas algún comentario sobre lo que te acabo de decir.

—Ok, ni palabra del CSI —contestó el subinspector tragando saliva—. Inspector, es que yo quiero que hablemos de una cosa que se me ha ocurrido con lo de la mujer asesinada.

—Vuelves otra vez con eso…

—¿Qué es eso?

—Las películas americanas que has visto.

—Bueno, yo creo que este asesinato no ha sido el único.

—Y dale.

—De verdad, que responde a un patrón criminológico muy evidente.

—Es que yo pagaba dinero por no escucharte estas chorradas. Sobre todo un martes a primera hora. Necesito un trago, joder.

—Inspector, que esta muerta no estaba normal en su cama, no es normal que te asesinen tan bien colocadita, tan peinada y con un corte de un mechón de pelo.

—Que ya lo sé, Soto, cojones, que ya lo sé. Pero no tenemos nada. A mí también me jode estar así y hasta creo que no vamos a avanzar mientras no se carguen a otra vieja y nos la dejan así, colocada parecida en su cama.

—Pero hay otra opción.

—¿Cuál?

—Esta mujer parecía haber muerto de forma natural.

—Salvo porque le habían petado el culo y el coño, no te jode.

—Inspector, voy a hablar con los del Registro Civil.

—De verdad, Soto, que te conozco poco pero ya a veces siento hasta lástima por ti. ¿Con los del Registro? Te van a marear y no sé qué vas a sacar de ahí, creo que nada.

—Bueno, tengo contactos y sé pedir las cosas por favor.

Santamarta fue a decir algo pero se arrepintió en el último momento, quedando su rostro con un gesto cómico, como de enorme sorpresa, lo que hizo sonreír a Soto. El inspector se encogió de hombros al no comprender el motivo de la sonrisa de su subordinado y salió hacia el bar, a meterse entre pecho y espalda su café solo y su coñac, a contarle a Lola lo desgraciado que era y lo mal que le trataba la vida, a lo que ella le respondería con palabras de comprensión y ánimo que le calmarían momentáneamente. Antes de marcharse, cuando se había alejado unos metros de Soto y sin volverse del todo, le dijo:

—Date tono, reina mora, que estás muy paliducha.

El subinspector sonrió sin decir palabra y después llamó a su contacto en el Registro Civil, Rafael Llorente, al que había conocido varios años atrás en una jornada de formación sobre ‘La certificación correcta de defunción en caso de muerte violenta’ en la que estuvieron rodeados de médicos forenses que les miraron con leve desprecio. Hicieron muy buenas migas y mantuvieron después la amistad. Le pidió un listado de las mujeres mayores de 70 años muertas en la ciudad en los últimos cinco años. La confianza que se tenían iba a evitar al subinspector el oficio normativo y la lenta burocracia de la vía ordinaria oficial.

—Daniel, que van a ser un montón —le advirtió.

—Lo sé, pero consígueme ese listado. ¿Puedes?

—Creo que sí, dame un día. Pero te vienes por aquí, que te lo voy a pasar en un pendrive. No me fío de mandarte todo eso por correo.

—Vale. Mañana me paso a primera hora.

—Pásate a las diez y media, que tengo hora para el café y así me invitas a uno. Y nos tomamos una pulguita de jamón, que las ponen de escándalo en un bar que hay por aquí cerca.

—De acuerdo. Dalo por hecho.

Soto colgó el teléfono con un poco más de esperanza de encontrar al asesino, dejándose llevar por esa ilusión ingenua que le entraba cuando le dejaban investigar siguiendo sus hipótesis. Se permitió hasta una pequeña sonrisa y, cuando se levantó de la silla para ir al encuentro de Santamarta, se marcó unos pasitos de pasodoble bailando con el aire, como había visto tantas veces a su madre viuda hacer en la cocina de su casa, para celebrar alguna humilde victoria en su vida de derrotas, imaginando que bailaba con su marido, un sindicalista clandestino muerto a golpes siendo muy joven, en un interrogatorio tras ser detenido en una redada. La madre de Soto se llevó un disgusto enorme cundo su hijo le dijo que quería ser policía, pero luego se fue haciendo a la idea convenciéndose de que los hombres buenos como Daniel hacen bueno al cuerpo, que una manzana sana puede sanar al resto, o algo parecido.

Así le pilló, bailando solo, Martínez, el encargado de llevar el mostrador de atención al público, que no pudo evitar una breve risa antes de avisarle de que el inspector le esperaba en el bar.

—Voy, voy… —dijo Soto un poco avergonzado por haberse visto en ese momento de solitaria y bailarina alegría.

Salió con un paso acelerado, dejando atrás a Martínez, salió a la zona pública de la comisaría primero, al aparcamiento después y, al final, al bar de Lola donde el inspector había acabado con su consumición habitual, había visitado el baño para su ración de polvo y, con química vitalidad renovada vía nasal, miraba su reloj dispuesto a comerse el día.

—Soto, campeón, vámonos al barrio de la vieja.

—¿Otra vez?

—Tengo un pálpito. Hazme caso, hazme caso, hazme caso…

—¿Un pálpito?

—Sí, cojones, que estoy más burro que un recién casado. Que hoy siento en las tripas que vamos a pillar cacho bueno y gordo para trincar al asesino.

El subinspector miró con disimulo las pupilas de su superior y confirmó la sospecha que estaba teniendo.

—Vale, pero conduzco yo —le dijo para tratar de evitar males mayores.

—Claro que conduces tú, primaveras, como siempre. Pero hoy el que va a hacer las preguntas soy yo.

—Lo que usted diga, inspector.

—¡Te vas a ganar un collejón! —le dijo mientras levantaba la mano abierta, amenzante, haciendo el gesto de ir a darle en la parte trasera del cuello—. Por tratarme de usted otra vez.

Soto encogió el cuello de forma inconsciente. Santamarta bajó la mano y se entregó a una exagerada carcajada, feliz como un niño caprichoso que celebra su propia travesura. El subinspector, al salir del bar, miró resignado al cielo enarcando mucho las cejas, recobrando un poco la compostura y la dignidad al observar un sol limpio enmarcado en unas pocas nubes que parecían rendirle pleitesía, como a un rey, en aquella mañana algo menos húmeda que las anteriores, la primera del año que parecía anticipar la llegada del verano en tres o cuatro semanas.

—Soto, vamos ya, cojones, que no te he dado lo que te merecías, no te quedes embobado mirando al cielo —le dijo Santamarta sacándole súbitamente del ensimismamiento.

—He pedido un listado de los certificados de defunción presentados en el Registro de las mujeres fallecidas de muerte natural mayores de 70 años en los últimos cinco años.

—Tú mismo. Si necesitas entretenerte no seré yo el que te quite esa ilusión. Vas a dejar las pestañas buscando nada, porque nada vas a encontrar.

—Bueno, inspector, yo también tengo un pálpito —le contestó molesto.

—Ni puta idea tienes, chaval. Para tener un pálpito hay que ser policía de raza y eso no lo enseñan en la universidad. No tienes manitas finas para el guiso.

—Al final vas a conseguir que te mande a la mierda —contestó Soto, tocado en su orgullo, atacado en la imagen de excelente policía que tenía de sí mismo.

—¿A la mierda? Eso me gusta, igual hacemos al final algo bueno contigo.

Soto sacó su libreta, llevado por la rabia y anotó: “Farlopero”.

—¿Ahora con el puto cuadernito? Soto, cojones, vamos.

Soto no contestó y ambos llegaron al coche, montaron y se dirigieron al bloque de pisos donde se había producido el asesinato. El sol, visitante inesperado en el final de primavera de esta ciudad mediana que mira y se abraza al Cantábrico, deslumbró por algunos instantes a los dos cuando Soto conducía por una calle orientada al este. La luminosidad de esta mañana hizo ver a los habitantes de la ciudad lo pálidos que estaban casi todos tras un invierno abundante en lluvias y viento, hábito meteorológico de ese y otros lugares del norte de Castilla.

Puso Soto la radio y en el momento del boletín informativo de las diez hacía unas declaraciones el ministro del Interior, Grande-Marlasca. Santamarta no esperó a que terminara la frase y se dejó llevar por una retahíla de descalificaciones homófobas, gruesas y llenas de lugares comunes del populismo más rancio. El subinspector le miraba de hito en hito, sorprendido por lo primitivas que podían llegar a ser las reacciones de su superior.

—Ese te pilla en una esquina oscura y te dice que está muy loquita y que quiere tu leche, papi —le espetó Santamarta celebrando sus propias ocurrencias con varias carcajadas.

Soto aparcó en cuanto pudo cerca del domicilio de la víctima y se salió del coche sin contestar ni dar pie a ningún comentario más del inspector, que se calló al fin cuando se vio solo en el coche. Salió también y, como si no hubiera pasado nada, dijo:

—¿Qué, vamos a hablar un poco con el vecindario?

—Hoy preguntas tú, así que tú mismo… te toca —añadió Soto, cada vez más molesto, mirando pensativo ese bloque de pisos que parecía haber sido diseñado por algún arquitecto que odiaba su profesión.

Se dirigieron los dos hacia el portal y la falta de costumbre de un sol sin filtro de nubes ni bruma, tan limpio sobre sus cabezas, les hizo sentir un agradable calorcillo en la cabeza, el cuello, los hombros y la espalda. Entraron en el portal un poco más relajados porque aquel sol tenía un eco de veranos de infancia, poderosa evocación hasta en los cuerpos que ven venir la muerte.

La tregua que los rayos de sol habían logrado en el ánimo de ambos durante un par de minutos se fue desvaneciendo conforme la humedad del interior del edificio les fue abrazando de forma casi imperceptible. Llegaron al piso inferior al de la asesinada, donde llamaron y les abrió la madre de una familia de bolivianos, superviviente de mil naufragios, mujer bajita y regordeta que arrastraba el dulce acento de su tierra. Del interior de la casa llegaba el volumen altísimo de un televisor.

—De nuevo por aquí, señores.

—Sí, aquí estamos otra vez.

—Ahorita ando con mucha tarea, pero gustosa les atiendo.

—Tardaremos poco. Quería preguntarle por el viernes en que mataron a su vecina. ¿De verdad que no oyó nada?

—Ni un tanto así, señor. Pero yo nunca oía a mi vecina, a la pobre doña Paca nunca la escuché. Ni al resto de vecinos. Mi Oswaldo —dijo bajando un poco la voz, una prevención innecesaria ante el volumen que llegaba del interior— suele poner el televisor muy alto, señor, lleva no más muchos meses en el paro y es lo único que tiene para entretenerse. Eso y sus cervezas, ya me entiende.

—Gracias, no la entretenemos más.

—Vayan con Dios y que él les ayude a encontrar al desalmado que hizo eso.

—A Dios mejor no le esperamos —dijo Santamarta entre dientes mientras encaraba las escaleras para subir al tercero, el piso de la mujer asesinada—. Los curas ya no me confiesan por reincidente. Ya no hay sitio para mí ni en el Infierno.

Soto le miraba mientras le seguía y pensaba que este interrogatorio a los vecinos estaba teniendo el mismo resultado que había tenido el que había hecho él días atrás. Aunque se guardó mucho de hacer ese comentario al inspector, cuyo mal humor habitual había vuelto a ser muy evidente y su figura encajaba perfectamente en la mediocridad del edificio.

Llamó Santamarta a la puerta de la vecina de la casa contigua a la de la asesinada, que abrió enseguida, como si hubiera estado de guardia vigilando por la mirilla de la puerta, pendiente de cualquier miserable movimiento en el rellano de la escalera, siempre preferible a lo que parecía una vida mezquina en el interior de su hogar.

—¡Anda!, los policías, otra vez por aquí. ¿Qué…? No han conseguido nada, ¿verdad? —dijo con un tono de burla.

—Mire, señora, no me caliente la boca que no tengo el día —advirtió el inspector.

—Nada de nada.

—Señora…

—Inútiles, paquetes, negados…

—Señora, váyase usted un poco a tomar por donde amargan los pepinos.

—De eso tienes que saber tú mucho, julandrón.

—¡Señora! —gritó Soto, metiéndose en el diálogo.

—No te metas que me encargo yo —le dijo Santamarta, enseñando los dientes—. ¿Has oído lo que nos dice la vieja de los cojones?

—Este me oye también como tú, que sois un par de julandrones pero no estáis sordos.

Cuando Santamarta estaba cambiando de forma brutal el gesto de la cara para mandar a la putísima mierda a la señora, apareció en el rellano otra vecina que había bajado del piso superior. La llegada inesperada de esta mujer, algo entrada en carnes, en bata y despeinada, descolocó al inspector que se quedó silencioso a la espera de que ella dijera algo.

—Está mal, señores agentes, no le hagan caso, tiene demencia senil. Soy la vecina de arriba, justo la de arriba de Paca. No hagan caso a lo que les está diciendo Angustias, que tiene la cabeza un poco perdida.

—¿Qué dices tú, gorda, gordona, gordota? —le increpó la otra vecina.

—Ni caso, vengan conmigo arriba, por favor. Cuida de ella su hijo, que a veces la deja algún rato sola porque no se escapa y se va hacer los recados. Justo la han pillado ustedes en uno de esos ratos. Venga, doña Angustias, métase usted para dentro, ande… —le dijo a la otra vecina, empujándola suavemente y cerrando con habilidad la puerta—. Yo oí la puerta de Paca abrirse el día que la mataron. Ya se lo conté a un compañero suyo. Cuando ustedes estuvieron hablando con los vecinos yo no estaba, así que hablé después con un compañero de ustedes. Y le dije que oí la puerta ese día y que solía venir un chaval del súper a traerle la compras.

—Óscar Riaño, lo comprobamos, ya hablaron con él pero no hubo nada sospechoso —dijo Soto.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —le contestó Santamarta dirigiéndole una mirada furiosa.

“Porque no me lo has preguntado y porque no sabes ni leer bien un informe”, pensó el subinspector que, de nuevo, prefirió callarse.

—Señora, ¿qué sabe de ese chaval? —continuó el inspector.

—Nada o muy poco. Un chaval del barrio de toda la vida, que no frecuenta muy buenas compañías, la verdad. No sé, uno de tantos. Ahora con el trabajo de repartidor del supermercado se le ve algo más tranquilo. Pero, vamos, que no creo yo que este muchacho haya hecho nada ni que se le ocurriera levantar un dedo contra Paca.

—¿Y si quiso robarle y ella opuso resistencia? —le dijo Santamarta a la vecina, que quedó bloqueada ante la pregunta tan directa del policía.

—Inspector, podemos ir a hablar nosotros con él —interrumpió el subinspector.

—Nos ha jodido, Soto, pues claro que vamos a ir.

—De eso se encargaron Marín y Trujillo y contaron que el chaval estaba limpio, que solo era un pobre desgraciado con aires de macarra.

—Más a mi favor. Vamos a hablar con él… Adiós, señora, nos ha sido de gran ayuda.

—El cura también venía a verla de vez en cuando —dijo la vecina cuando los dos agentes ya encaraban las escaleras.

Soto no supo qué decir, pero sacó su cuadernito y apuntó: “Visitas del repartidor del supermercado y del cura”.

—Los curas no matan viejas, señora —contestó gritando Santamarta y su respuesta llegó a la vecina de forma irreal, tras rebotar en las paredes de la escalera y del rellano.

Salieron de nuevo a la calle y el inspector parecía extrañamente motivado, un poco más acelerado que de costumbre, como si tuviera unas ganas especiales de encontrarse cara a cara con el repartidor del supermercado, como si estuviera convencido de que iba a ser capaz de sacarle por las bravas una confesión que los flojos de Marín y Trujillo hubieran sido incapaces de obtener.

—El súper está dos calles más abajo, en sentido contrario a la playa —le indicó Soto, demostrando el lector exhaustivo y meticuloso de informes que llevaba dentro.

—Cojonudo. Vamos… pero antes vamos a entrar en este bar, que me estoy meando. Mientras cambio de agua al canario pide a ver si el fichaje este del súper tiene antecedentes.

—No tiene.

—Joder, Soto, pareces la Espasa.

—Lo único que le encontraron fue una denuncia por violencia de género de su novia. Pero ella la retiró y no hubo nada más. Marín y Trujillo ya lo han comprobado. Tienen claro que el chaval no ha sido. Me dijeron que era un gilipollas y un bocazas, pero no un asesino.

—Esos no tienen ni puta idea, Soto. Y tú, tampoco.

Entraron al bar y Soto se tomó una coca-cola a la carrera porque Santamarta salió del baño con mayor prisa, un leve tic en el cuello y una mayor dilatación de sus pupilas. Caminaba casi dando saltitos, anticipándose a sí mismo, como un escolar camino de una excursión largamente esperada. El subinspector apretó el paso para seguirle y llegar junto a él al supermercado.

Hablaron con una cajera que les remitió al responsable, un tipo de ojos achinados que, más que mirar, parecía sospechar. Les dijo que el repartidor estaba al caer, porque hacía ya un buen rato que había salido a hacer una entrega. Soto se fijó con disimulo en la cajera, que le recordaba vagamente a su mujer, y pensó que esa noche igual le proponía pedir algo a Telepizza, porque estaba claro que el chaval con el que se había cruzado en su portal conocía ya el camino llevando pizzas al nieto de su vecina.

Llegó Óscar Riaño con sus andares de aspirante a macarrilla de tercera, pensando que su turno acabaría sin ninguna entrega más, sin sospechar lo que se le venía encima.

—Óscar, estos señores quieren hablar contigo —dijo el responsable del súper.

El repartido puso una sincera cara de asco al mirarles, comprendiendo que iba a tener que dar de nuevo explicaciones a, era evidente, dos agentes de policía que querrían colgarle el marrón de la resolución del caso del asesinato y violación de la vieja a la que solía llevar la compra. Susurró un “puta bofia” mientras Santamarta y Soto se le acercaban y el primero le cogía firmemente del codo y le conducía al almacén del supermercado.

—Ya les dije todo lo que sabía a los dos primeros que vinieron a hablar conmigo la otra vez —protestó el repartidor, sin dar tiempo a que le preguntaran nada.

—Cojonudo, campeón, así me gusta, que colabores. Y, ahora, si hace falta y te lo preguntamos, nos lo vuelves a contar también a nosotros —le contestó el inspector, acabando su frase con una sonrisa cínica en la que le enseñaba su de nuevo dentadura, componiendo una mueca llena de agresividad a medio camino entre una hiena y el Joker.

—Joder… —protestó tímidamente el chaval.

Soto miraba con atención al inspector, con la fría intuición de que el comportamiento de Santamarta estaba a punto de dejar de ser lo poco profesional que era habitualmente, para pasar a la categoría de mamporrero, como esas placas tectónicas que van acumulando tensión y, en un instante sin aparente relevancia, se deslizan rozando con fuerza dando paso a un terremoto demoledor.

—Le robabas a la vieja, ¿eh? —le preguntó el inspector al chaval mostrando todavía más sus dientes.

—¡¿Pero qué dices, julai?!

—Y ese día querías más y se te fue la mano.

—No tienes ni puta idea de lo que dices, se te ha ido la olla.

En un gesto rápido y ya ensayado muchas veces en otras ocasiones de su largo historial en el cuerpo, Santamarta dio dos pasos y agarró con su mano derecha la entrepierna del repartidor, que soltó un gritito agudo y ahogado, a medio camino entre la sorpresa y el terror. Soto dio un respingo y levantó una mano que dejó cerca del hombro de su superior, al que iba a tratar de calmar y al que finalmente dejó continuar.

—Venga, cuéntale al tito Julio cómo le sisabas a la vieja unos pocos euros —contestó Santamarta casi riéndose, pegando su boca a la oreja del repartidor, hablándole de forma saltarina, remarcando cada sílaba.

El chaval comenzó a gimotear entrecortadamente, respirando con ansia, como si se estuviera ahogando.

—Algo… algo le quité alguna vez, pero no la maté. Lo juro. Por favor… lo juro.

—Está bien, campeón, está bien —le dijo el inspector soltando la mano y dando un paso atrás.

El repartidor y Soto sintieron unos segundos de alivio en lo que parecía una vuelta a la calma de Santamarta, truncada de nuevo cuando el inspector sacó su pistola y se la colocó en el mismo lugar donde había estado apretando con alegre sadismo unos instantes antes. Esta vez sí, Soto le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Inspector, no haga ninguna tontería.

—¡De tú, cojones, Soto, de tú, que voy a castrar a este hijo de puta follaviejas, así que no me trates de usted!

El repartidor se desmoronó y se hincó de rodillas, quedando la pistola a la altura de su cabeza. Gimoteaba encadenando palabras deslavazadas y apenas comprensibles en las que trataba de reiterar su inocencia, sorbiéndose los mocos y llenando su cara y su cuello de abundantes lágrimas. El inspector aguardó un poco más, provocando un principio de taquicardia en un Soto que retiró con suavidad, como a cámara lenta, la mano del hombro de Santamarta. A continuación, se decidió a moverse e interponerse delante del chaval, para tratar de que su superior entrara algo en razón y acabara con aquella locura. Pero no hizo falta. Como un adolescente despreocupado, Santamarta guardó el arma y dijo riéndose abiertamente:

—Pues va a ser verdad que no has hecho nada, campeón. Venga, no te lo tomes así, que creo que Marín y Trujillo tenían razón.

Soto sintió cómo se le agarrotaba una vieja contractura que tenía en la espalda, en la zona del omoplato derecho, herencia de cuando estuvo preparando las pruebas físicas para las oposiciones.

—Vamos, Soto, volvamos a comisaría —añadió saliendo del almacén a la zona pública del supermercado.

El subinspector miró al repartidor y quiso decirle algo para consolarle pero no se le ocurrió nada que no sonara grotesco, así que dio media vuelta y siguió los pasos del inspector con la desagradable sensación de que esa visita al supermercado había sido como dar palos de ciego a una colmena vacía, una acción peligrosa y baldía.

La vuelta a la comisaría fue silenciosa porque Santamarta parecía seguir en una especie de baile de san Vito, dando botecitos en el asiento del copiloto con la mirada perdida en algún punto indeterminado del campo de visión que ofrecía el parabrisas. Soto conducía concentrado, también en silencio, sin dejar de echar algún vistazo fugaz a su superior.

—Inspector, mañana me voy directo al Registro, así que llegaré por aquí un poco tarde —le dijo Soto al entrar en la comisaría.

—Bien.

—Voy a que me den el listado de mujeres mayores de 70 años fallecidas en los últimos cinco años —añadió con la certeza de que Santamarta le dedicaría algún nuevo comentario despectivo sobre sus pesquisas y su hipótesis de un asesino en serie.

—Bien… —volvió a contestar el inspector, lacónico.

Y eso fue todo lo que le dijo, porque Santamarta salió sin despedirse, superado ya el temblor que había tenido durante el trayecto desde el supermercado, con un caminar en el que parecía acumularse el cansancio de varias civilizaciones. En su mente, fruto del exceso de excitación por la pureza del 89% de la coca que consumía, y fruto también de haberle sacado la pistola al repartidor, se abrieron las jaulas en las que a duras penas lograba mantener confinadas las bestias del pasado, que comenzaron a campar a sus anchas por aquella drogada y cansadísima mente. Cogió su coche y condujo maquinalmente hasta su casa mientras en su memoria se iban proyectando un catálogo de recuerdos de plomo de su época de servicio en Irún, de noches sin dormir por la vigilancia y la contravigilancia, del sabor ácido al tragar saliva y miedo cuando iban a detener algún comando, del castañeteo de dientes cuando no se sabía si media hora después todos los compañeros iban a seguir vivos, de la niebla de algunas mañanas de otoño agarrando con desesperación la pistola a la espera de órdenes, en algún pueblo perdido y hostil en las infinitas montañas de la pequeña Guipúzcoa.

Entro en su casa dejándose llevar por la inercia de sus pasos, se metió entre pecho y espalda otros tres tranquimazines y le dijo a su hijo que quitara la Play Station porque quería ver la tele. El chaval le pidió que le dejara cinco minutos más, que estaba a punto de acabar la partida, tras lo que Santamarta, sin añadir palabra, se fue hacia la televisión, desenchufó con parsimonia los cables de la Play y, ante la estupefacta mirada de su hijo, la dejó caer al suelo y la reventó dándole tres firmes pisotones que la destriparon, haciendo salir parte de sus cables y circuitos.

El chaval rompió a llorar y se marchó al cuarto mientras el inspector se sentaba en el sofá, cogía el mando y se disponía a cambiar de canales con la mirada perdida. La mujer observó todo aterrorizada desde la cocina y se dirigió después, haciendo el menor ruido posible para que el marido no la oyera, a tratar de consolar a su hijo. Tuvo claro que ese día su infierno doméstico había empezado un poco antes que de costumbre.

***

Al poco de salir del inspector de la comisaría apareció allí el repartidor del supermercado, envalentonado, lleno de rabia después de haberse recuperado del miedo y la humillación de una hora antes. Venía dispuesto a poner una denuncia por “violencia policial o lo que cojones sea” al que le había puesto “su pistola en los huevos y en la cabeza”. Martínez le atendió cuando llegó y trató de calmarle un poco. Después se fue a buscar a Marín, porque le sonaba que la inspectora y Trujillo habían estado interrogando al inicio de la investigación por la vieja a un repartidor que coincidía con este que se acababa de presentar allí hecho una furia. Por las explicaciones del chaval se imaginó que a Santamarta se le habría ido un poco la mano, pero no quiso decirle nada a Soto porque no le veía capaz de solucionar algo así.

Marín salió y habló con el repartidor, que fue elevando el tono de voz y las amenazas, muy crecido al hablar a una mujer a gritos y dando ya por segura una cuantiosa indemnización a cargo del Cuerpo Nacional de Policía. Marín le fue empujando suavemente hacia el exterior, dejándole que se fuera desahogando. Cuando notó que se calmaba, ya en pleno aparcamiento, se acercó mucho a él y le dijo:

—Si nos pones una denuncia, desempolvo la que te puso a ti tu novia. Y te empaqueto la muerte de la vieja.

—Esa denuncia se retiró.

—Tú verás lo que haces. Venga, hasta nunca.

La inspectora se dio media vuelta y regresó a su mesa dentro de la oficina. El repartidor se quedó un minuto sin moverse ni saber qué hacer. Después regresó a su casa en su motocicleta, enfriado por completo su antiguo ardor guerrero y dándose lástima a sí mismo por el día de mierda que había tenido.