6/2/22

Capítulo 10 (Novela 'Julio y las viejas')

El subinspector saltó como un resorte al oír su despertador, no se despistó ni un segundo en la ducha, vestirse y desayunar, lo hizo todo con puntualidad suiza, así que llegó a la hora prevista a la comisaría, según su costumbre. Leyó avisos, repasó novedades en su correo electrónico y siguió pensando en el caso.

Y el inspector, también según su costumbre, todavía no ha había dado señales de vida media hora después. A Soto le podían las ganas de contarle lo que creía haber encontrado entre la documentación del Registro Civil y, en esos treinta minutos de espera que ya llevaba en la comisaría, se había levantado dos veces de su mesa y se había acercado a la zona pública de acceso, ante la mirada curiosa de Martínez la primera vez, y ante la mirada todavía más curiosa del mismo Martínez la segunda vez. Metódico y paciente en la mayoría de las ocasiones, no aguantó más allí dentro y se fue al bar de Lola donde, como suponía, encontró a Santamarta. En realidad, encontró su desayuno de coñac y café solo en la barra, porque el inspector, también como Soto suponía, estaba en el baño entregado a esa tarea suya que nada tenía que ver con sus esfínteres. Suspiró, acercó una de las sillas altas de la barra a la que Santamarta había dejado junto a su consumición y le esperó.

—Inspector —le dijo nada más verle salir del baño— creo que tengo algo.

—Joder, Soto, eres como una puta ladilla cojonera. Un ‘buenos días’ lo primero, ¿no?

—Buenos días.

—A ver, ¿tenemos ya al asesino en serie? —le preguntó con un deje irónico mientras guiñaba un ojo a Lola, que se había acercado para preguntar a Soto qué iba a tomar.

—Hola, ¿qué va a ser? —le dijo al subinspector.

—Una mierda de esas cero, ¿no? Una porquería de esas que toma tu prenda —se adelantó a contestar Santamarta, al que cada vez divertía más la timidez de su subinspector con las mujeres en general y con Lola en particular.

—No… no. Un Cola Cao —contestó Soto de forma un poco atropellada, tratando den dejarse arrastrar por ese tipo de conversación y ansioso por compartir con su superior lo que creía haber descubierto.

La dueña del bar se dio media vuelta y se dedicó a calentar la leche y preparar con diligencia el Cola Cao, que después dejó sobre la barra para ir a atender a otros clientes que acababan de entrar. No le hacía mucha gracia servir a Santamarta para burlarse del subinspector, pero Soto le estaba empezando a resultar una ternura de hombre y no podía evitar sumarse al juego. Sin embargo, la actividad del bar en aquellas horas no permitía relajarse ni entregarse a tonterías de quinceañeros.

—Hay que hablar con dos forenses —dijo el subinspector cuando la mujer se alejó.

—Lo primero, Soto, no tienes que esperar a que Lola se vaya para contarme algo. Esta mujer ha sido y es una tumba y no conozco a nadie más de fiar que ella.

—Vale.

—Y de lo otro… —continuó tras guardar silencio unos segundos y ponerse serio—, cuéntamelo todo despacio. Explícamelo muy despacito, como si fuera tonto, como si fuera para ti. Y a ver si al final va a resultar que sí, que has encontrado algo y que tanto estudiar te ha servido para algo más que para memorizar chorradas.

Soto también tardó unos segundos en responder, sorprendido de la respuesta del inspector y de su actitud, pues era la primera vez que parecía dispuesto a escucharle, no solo sin la amenaza de una colleja, sino incluso con respeto. Le explicó todo con el mayor detalle y calma que fue capaz, observando los cambios que iba registrando el rostro de Santamarta, que pasaba de la sorpresa al cinismo y a otras muecas faciales que el subinspector, cada vez más nervioso y acelerado, fue incapaz de interpretar. Le contó su listado de fallecidas, cómo había ordenado los datos por fechas, nombres o barrios. También le contó cómo había extrapolado la media de mujeres mayores fallecidas y cómo esa media se disparó durante los cuatro meses de confinamiento. Y lo de los dos médicos.

—Y estos dos médicos firmaron todos esos certificados, así que hay que hablar con ellos —acabó de decir Soto.

—¿Oleaga y Riaño? Joder, no estarás ahora sospechando de ellos, ¿verdad? O de alguno de los dos, porque te creo muy capaz.

—No, no creo que ellos tuvieran nada que ver, ni juntos ni por separado. Pero estoy convencido de que hablando con ellos avanzaremos. De hecho pienso que solo hablando con ellos podremos desatascar el caso.

El inspector lanzó un suspiro manchado de resignación y le advirtió:

—Me parece que te estás haciendo una paja mental de las que hacen historia. Pero la puta verdad es que no tenemos nada más que esto, así que… venga, tira, vamos a hablar con los forenses estos de los cojones.

—Conozco a alguien en el Juzgado.

—Y sabes pedirlo por favor, ¿verdad? De buenas maneras, tomando un te a las cinco y levantando el dedo meñique.

—Bueno, no… O sea, sí… sí sé pedirlo bien. Que usted… que tú también lo pides bien, quiero decir.

—Esta vez, no. Porque yo también conozco a alguien en los juzgados. Son unas personas a las que la gente llama jueces y se gastan una mala hostia que te cagas cuando las cosas se hacen sin respetar los procedimientos. Y si algo he aprendido en esta perra vida es que los jueces tienen alergia a los listillos que van contando películas. Y si vamos a acabar contando esta milonga a un juez, más vale que esté todo claro y no nos andemos con jugaditas ni regates de mierda. Así que vamos a ser buenos chicos y vamos a pedir esa información por vía ordinaria. Llamas al Juzgado, al teléfono de guardia del médico forense, te identificas y les explicas. ¿Estamos?

—Estamos.

—Lola, el prenda paga hoy el desayuno. Cóbrele usted si es tan amable —añadió con sorna.

Soto pagó su Cola Cao, el café y el coñac de Santamarta sin atreverse a mirar a los ojos de Lola, que se dio cuenta del reincidente ataque de timidez que le entraba al subinspector en su presencia por lo que, divertida, le gritó cuando se marchaban un “adiós prenda” que resonó en todo el bar y que hizo pegar un leve respingo al destinatario de esas palabras. El cachondeo de Lola al despedirse y la consiguiente atribulación de Soto pusieron de un humor excelente a Santamarta, dentro de lo que cabe y de lo que el concepto de humor excelente podía significar en un hombre como él, a saber, ser capaz de encadenar tres o cuatro frases sin cagarse en tal o cual ni mentar a la madre de nadie.

El subinspector recuperó la compostura en cuanto estuvo sentado delante de su ordenador y, tras descolgar el teléfono de su mesa, llamó al Juzgado. Al teléfono de guardia estaba a aquella hora Odón Berceo, un forense con ganas de cháchara que le contó a Soto la obra y milagros de Javier Oleaga, para explicarle finalmente que había pedido el traslado y tenía plaza en un juzgado de Zaragoza, desde hacía como cosa de año y medio, donde estaba “feliz como una perdiz” según le había contado en la última conversación que habían tenido. Soto trataba constantemente de interrumpir el relato interminable y detallado que le llegaba desde el otro lado del teléfono, pero Berceo era de esos que no paran hasta que te cuentan lo que consideran que tienen que contar, insensibles al aburrimiento o hartazgo que pueden estar provocando en su interlocutor. A los diez minutos de conversación, tras pasarse el auricular de la oreja derecha que ya le ardía a la izquierda, Soto comprendió que aquello tenía que ser una cuestión de paciencia. Cerró los ojos y se dedicó a lanzar aleatoriamente un “sí” o un “claro” cada veinte o treinta segundos, a la espera de que llegara el momento de hablar del otro forense que había firmado certificados en la época de la pandemia.

—Y esa es, resumiendo, la historia de mi amigo Javier. Sobre Javier Riaño —continuó diciendo el forense de guardia tras veinticinco minutos de monólogo— no me quiero extender, la verdad, porque no tenemos precisamente buena relación y no quiero que nadie vaya diciendo por ahí que yo hablo nada, ni bueno ni malo, de este señor.

Al subinspector, algo anestesiada su capacidad de escucha con la casi media hora de teléfono, le costó un poco reaccionar.

—Eh… bueno, pero ya le he dicho que se trata de un asunto policial y que es importante que hable con él.

—Le dejo un aviso por escrito de su parte, señor Soto. También le digo, aunque yo no le he dicho nada, que conste, que esta tarde tiene turno a partir de las tres y si se pasara usted por aquí le pillaría seguro si no tiene ninguna salida de urgencia, porque a esa hora ha quedado con el juez Benítez. Que yo nunca me atrevería a decir que tienen cosillas entre ellos, pero han quedado a esa hora y les pillaría usted seguro si se viene por aquí.

—Esto… vale. Pásele usted aviso y yo quizá me acerque a las tres.

—Se pasará usted, si se pasa, porque quiere, no porque yo le haya dicho nada.

—Sí, sí… bueno, no, no me ha dicho usted nada y, sí, me paso porque quiero.

—Muy bien. Siento no poder ayudarle ni serle de más utilidad, pero es que yo no soy de esos a los que les gusta hablar de más, ¿comprende?

—Comprendo.

—Que yo le diría más cosas, pero no puedo. Que saber, las sé… señor Soto. Pero no puedo y no me insista…

—Pero si yo no… —contestó el subinspector, que se empezaba a impacientar, notando que tenía ambas orejas ardiendo y doloridas de tanto roce con el auricular.

—Pues sí, hay que saber callarse a tiempo y no hablar de más…

—Señor Berceo —le cortó Soto—, le pierdo, lo siento. Gracias por todo. Se pierde la comunicación, le pierdo.

Y colgó. “La barrila que me ha pegado el tío”, se dijo dando un hondo suspiro y agarrándose con fuerza la zona del entrecejo con los dedos índice y pulgar. Sacó los folios donde había imprimido el Excel con los datos de las fallecidas y repasó las mujeres cuya muerte había certificado Riaño, esas doce mujeres que le parecían claves, esa docena de mujeres cobraban relevancia fundamental sobresaliendo entre las decenas de personas fallecidas en esta ciudad del norte de España en aquellos cuatro meses de pesadilla y estupor, doce mujeres en las que el subinspector quería descubrir el hilo del que tirar para encontrar a un asesino que, estaba más seguro que nunca, llevaba mucho tiempo matando. Se había convencido de que aquella docena de pobrecillas harían virar el rumbo del caso, enfilando, ya sí, hacia el puerto de destino adecuado, donde se encontraba ahora, confiado y sin sospechar lo que se le venía encima, el asesino. En algún instante, Soto también tuvo dudas, porque igual aquella idea suya, su tesis del asesino en serie era todo un despropósito fruto de sus elucubraciones y lo de las doce viejas era agarrarse a un clavo ardiendo, a lo único que tenía, a la única vía de investigación que se le ocurría frente a la alternativa de asumir que estaban bloqueados.

La mañana transcurrió sin mayores novedades, con un Santamarta especialmente enfadado con el mundo sin que nadie supiera muy bien por qué, después de haber dejado atrás los fugaces minutos de bueno humor de primera hora. Fue perdiendo la paciencia y se marchó de comisaría echando pestes después de un encontronazo con Marín y Trujillo, por un comentario que había comenzado como una broma y que derivó en un intercambio grueso de reproches sobre las respectivas capacidades para resolver un caso de asesinato. El propio comisario Ventura tuvo que salir de su despacho y personarse en la zona de mesas donde los inspectores Marín y Santamarta parecían estar a punto de llegar a las manos, mientras Soto y Trujillo se habían colocado detrás de ambos y estaban atentos para interponerse, dando por hecho que el siguiente gesto de cualquiera de los dos iba a preceder a un puñetazo. Marín no se amilanaba por ser mujer, al revés, a menudo se encorajinaba más en las discusiones entre compañeros por la duda siempre presente de que la trataban con cierta condescendencia por no ser hombre. Respetaba muchísimo a Santamarta, pero sus ovarios eran bien gordos como para permitir comentarios sobre su profesionalidad o la de su subinspector Trujillo, vinieran de quien vinieran.

Santamarta no fue muy lejos en su espantada porque regresó con Lola, donde, tres coñacs y media hora de desahogo después, le encontró Soto. Había ido a buscarle para irse a comer, dejando treinta minutos de margen después de la bronca, temeroso de que su superior hubiera pagado con él su mala hostia si hubiera aparecido inmediatamente a buscarle en el bar. Quería que se acercaran juntos a las tres en punto a los Juzgados para intentar hablar con el forense Riaño.

—Pues aquí está el prenda —dijo Soto al llegar, tratando de bromear sobre sí mismo, para así intentar que el inspector focalizara en él su atención y sus puyas, y dejara de gravitar sus pensamientos sobre su vanidad profesional herida después del intercambio de barbaridades con Marín de media hora antes.

La frase tuvo un resultado feliz porque rompió el bucle de ofensa retroalimentada en el que Santamarta se había metido. Le cambió el gesto, le brillaron algo los ojos y, mirando a Lola como un gato mira al ratón que acaba de cazar, dijo:

—Tiene gracia el jodido. Cuando quiere y muy de vez en cuando, pero tiene gracia, ¿eh?

—Pues claro que la tiene, Julio, por algo es mi prenda —respondió ella, aliviada y agradecida de la aparición y el quite que le había dado Soto, porque Santamarta podía ponerse especialmente insoportable en situaciones como aquella.

—Inspector, comemos aquí y nos vamos de la misma al Juzgado.

—Vale, prenda, pero pagas tú.

—Bueno. No sabía que ser prenda era ser un paganini.

—Hay muchas cosas que no sabes, pero ya vas aprendiendo. Lola… dime que hoy tenemos cachopo en el menú del día y hazme un hombre feliz.

—Tenemos cachopo.

—Viva la madre que te parió, Lolilla de mi alma.

Comieron con pausa. A Soto se le ocurrió comentarle al inspector que tampoco estaría de más descartar que los propios Oleaga o Riaño fueran los asesinos, a lo que Soto respondió con una pequeña tos que le pilló echando un trago del vino peleón que acompañaba el menú que ofrecía Lola. Tras calmar un poco la tos que le entró, le amenazó con una colleja, pero con tan poca convicción que al subinspector casi le pareció más un gesto cariñoso que la amenaza de un golpe.

—Joder, Soto, mira que te lo he dicho antes. Ya sabía yo que tú no ibas a perder la oportunidad de sospechar de alguien más. A ver, chiquitín, que una cosa es estar alertas y no fiarse y otra distinta es ver asesinos por todos lados. Déjame comer en paz, cojones, que el cachopo está de vicio.

—Tienes razón, tienes razón… es verdad. Estoy un poco disperso, inspector.

—Tranquilo, Soto, que yo te voy centrando. Conmigo hasta el más tonto acaba aprendiendo a hacer relojes.

El subinspector no abrió prácticamente más la boca en toda la comida, esforzándose por no despistarse ni un minuto para no llegar fuera de hora a hablar con el forense. Pero como Santamarta hizo otra visita al baño del bar después del café, una visita de esas que le dilataban las pupilas hasta dejarle el iris prácticamente reducido a su mínima expresión, eran las tres y cuarto pasadas cuando llegaron caminando al Juzgado, un edificio señorial, un antiguo palacio que se construyó un indiano a su vuelta de las américas a principios del siglo XX. Era un lugar que se encontraba a veinte minutos andando de la comisaría y a media hora en coche, porque era imposible encontrar aparcamiento.

Entraron a través de una enorme puerta giratoria y enseñaron sus placas al vigilante de seguridad que controlaba los accesos. Les tomó el número identificativo con una indisimulada cara de aburrimiento y les facilitó sendas tarjetitas de visitante. Soto se la colocó en la solapa de un bolsillo de su camisa y Santamarta se la guardó de la misma en el bolsillo del pantalón, con un ademán de desprecio ante estas formalidades.

El vigilante le miró con cara de súplica. Si alguien se daba cuenta de que Santamarta iba sin la tarjeta, la bronca y hasta la sanción serían para él, pero no se atrevía a decirle nada porque tenía muy claro que su puesto dependía mucho del informe o hasta el comentario que un inspector de Policía pudiera realizar. Los vigilantes eran muy serviciales con los agentes porque les iba el sueldo en ello. Pero Santamarta estaba con el subidón de coca y le salió la vena cabrona, de modo que se ofendió por la mirada del vigilante y cargó contra él:

—¿A ti que te pasa? ¿Estás estreñido o algo? No… no me sale de los cojones ponerme la tarjetita. ¿Pasa algo?

—No, no… no pasa nada… —masculló el vigilante.

—Mándame el requerimiento por vía ordinaria, campeón —añadió Santamarta mientras continuaba sin inmutarse por el pasillo que daba a las escaleras centrales del edificio, las que permitían acceder al primer piso donde se encontraba la oficina de guardia del forense.

Soto dudó un instante y sintió un diminuto latigazo de solidaridad con el vigilante, que miraba estupefacto la espalda de un Santamarta que continuaba caminando desdeñoso hacia las escaleras. El subinspector reflexionó y se dijo que aquella no era su guerra y que decirle a su superior que no le costaba nada ponerse la tarjeta en lugar visible podría abrir contra él mismo la caja de los truenos, algo a lo que no quería arriesgarse porque lo importante en aquel momento era hablar con Riaño. Siguió los pasos de su superior y le alcanzó cuando terminaba de subir el último peldaño y accedía al rellano de la primera planta. Soto notó a Santamarta cansado por la veintena escasa de escalones, con una respiración excesivamente agitada para el simple esfuerzo de subir un piso. Quiso disimular y le dijo:

—Cómo engañan los pisos de estos edificios antiguos, ¿eh, inspector?

Pero Santamarta comprendió su intención y eso le hizo sentirse humillado, herido en su orgullo por provocar lástima en alguien como Soto, al que consideraba muy inferior a él.

—Menos chorradas, primaveras, vamos al lío.

Se acercaron a la puerta de Medicina Forense y el subinspector llamó suavemente con los nudillos, tras lo que se oyó una voz amortiguada que, desde dentro de la habitación, les invitaba a entrar. Ya en el interior, en una mesa de trabajo abarrotada de papeles que arrinconaban un ordenador algo anticuado, un hombre canoso de melena abundante les observó por encima de unas gafas de presbicia que se le habían escurrido hasta la mitad de la nariz.

—¿Javier Riaño? —preguntó el inspector.

—Sí, soy yo. Y ustedes son…

—Soy el inspector Julio Santamarta y este es mi compañero, el subinspector Daniel Soto.

—¿Me enseñan sus identificaciones?

Soto se la enseñó con rapidez. Santamarta con lentitud y gesto de enorme fastidio. Después de observarlas, el forense añadió:

—Muy bien, hechas las presentaciones, ¿para qué me necesita la Policía?

Al inspector se le fue torciendo el gesto aún más, interpretando que Riaño estaba usando con ellos un tono demasiado displicente. Trató de calmarse y le contestó:

—Pues, verá, queríamos preguntarle por unos certificados de defunción que usted firmó hace tres años, concretamente cuando lo del coronavirus, cuando el primer confinamiento, el de cuatro meses.

El forense abrió exageradamente los ojos y observó con mucho detenimiento a Santamarta, que le aguantó la mirada sin pestañear al sentirse desafiado. Después se quitó las gafas con lentitud y las dejó sobre el montón de folios que estaba repasando antes de la entrada de los dos agentes.

—¿De verdad? —preguntó sin poder disimular su sorpresa.

—De la buena —contestó con rapidez Santamarta, quien ya se estaba tomando la conversación como una especie de duelo al sol de un espagueti western.

—Bueno… verá —medió Soto—, es que hemos realizado un repaso a una serie de certificados de muertes no violentas, por si podemos avanzar en la investigación de un caso que tenemos ahora mismo abierto.

Santamarta le miró, molesto por la interrupción. Le iba a dejar claro quién mandaba allí pero, antes de abrir la boca, se lo pensó mejor dándose cuenta de que Riaño le estaba pareciendo un perfecto gilipollas prepotente que terminaría por sacarle de sus casillas más pronto que tarde. Y tenía muy claro cómo acababan las escenas en las que alguien le sacaba de sus casillas.

—Soto, te dejo con este. Llámame cuando acabes —le dijo y se marchó cerrando la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria.

El subinspector volvió a quedarse descolocado ante la reacción de su superior y el gesto de incomprensión que le estaba dedicando el médico.

—Verá, doctor… bueno, el inspector no ha tenido un buen día —inventó—. Un tema familiar muy desagradable.

—No entiendo nada de nada. Si es usted tan amable de explicarme lo que quiere de una forma mínimamente inteligible, se lo agradecería.

Soto le fue explicando que necesitaba hablar de los certificados de defunción de aquellas doce mujeres que, hombre previsor, llevaba con él y le entregó a Riaño para que las revisase. Le dio un minuto largo de silencio mientras el médico repasaba lo que él mismo había firmado tres años atrás, incapaz de salir de su asombro ante el hecho de que estuviera revisando aquella documentación de unas muertes que para él no habían tenido nada de extraordinario, al menos nada fuera de lo extraordinario que había sido casi todo durante la pandemia.

—Fueron unas semanas muy duras… recuerdo a estas mujeres porque fue una época impactante, la mortandad entre mayores se disparó con aquella pandemia. Aquí no hay nada que rascar, si me permite que se lo diga tan crudamente, subinspector. Fue el virus en la mayoría de ellas, no hay nada que rascar, de verdad…

—Lo sé, doctor, pero por eso quería hablar con usted en persona.

—Pues sigo sin entender qué le puedo dar yo en esto.

—¿Se acuerda de dónde estaban los cuerpos cuando fueron encontrados?

—Hombre, le hablo de memoria, pero la mayoría, por no decir todas estas mujeres, estaban en su casa. Para eso no tenía usted que venir a verme. Los mayores fueron los últimos en salir de sus casas. Es lógico, murieron en su casa porque todas estas mujeres estaban allí encerradas… confinadas, esa palabra que se puso entonces de moda.

—Sí, pero, ¿en qué parte de la casa?

—¿En qué parte de la casa?

—Sí, trate de hacer memoria.

—Buf… hace ya tres años de aquello. A ver… recuerdo una en el cuarto de baño, otra en el balcón, que le dio un ataque al corazón cuando salió a aplaudir, ya sabe, aquellos aplausos que se daban para los sanitarios, como homenaje.

—Sí, ¿qué más?

—Pues… en la sala, en la cocina.

—¿Y en la cama?

—También, claro. De esas hubo varias. Es muy normal morirse en la cama, por la noche, sin enterarse. A mí me gustaría morirme así.

—¿Cuántas de las doce encontraron muertas en la cama?

—No sé…

—¿La mitad?

—Pues, puede ser. Sí, yo diría que cinco o seis estaban en su cama. Déjeme que trate de recordar un poco mejor.

Riaño se levantó y se fue hacia la única ventana que tenía aquel despacho y que daba a un lúgubre y húmedo patio que había sido lugar para caballerizas en los orígenes del edificio. Se frotaba las sienes con los pulgares de ambas manos mientras cerraba los ojos y trataba de visualizar aquellas lejanas escenas con aquellas mujeres muertas.

—Sí —dijo volviéndose hacia Soto—, recuerdo al menos tres de ellas. Parecían dormiditas, estaban como unas benditas, como si fueran a despertar en cualquier momento.

—¿Se encuentra bien, doctor? —le preguntó el subinspector, al ver que se le humedecían los ojos y las últimas palabras le habían salido con cierto temblor de voz.

—Sí, disculpe, es que hace un par de semanas que se ha muerto mi madre y estas imágenes que ahora estoy recordando me la traen de alguna manera al pensamiento.

—¿Quiere que lo dejemos para otro día?

—No, no. Continúe, por favor.

—¿Estaban tumbadas más o menos a la mitad de la cama?

—Pues… sí.

—¿Con todas las sábanas y mantas y almohadas bien colocadas?

—Sí, creo que sí.

—¿Bien peinadas?

—No lo recuerdo, la verdad, no me atrevo a contestarle. Me está dando la impresión de que mis contestaciones son muy importantes para el caso que tienen entre manos y no quisiera pecar de imprudente. No recuerdo muchos detalles porque para mí fueron certificados sin ninguna connotación especial, más allá del confinamiento y toda aquella locura. Hubiera jurado una y mil veces que fueron muertes naturales, vamos, ningún delito a la vista, yo qué sé…

—Una última pregunta: ¿estaban con las piernas rectas y juntas y las manos bajo el pecho, un poco por encima del ombligo?

—Alguna igual sí, puede ser.

—Me ha sido usted de mucha ayuda, doctor.

—No lo tengo yo tan claro pero, en fin, le deseo suerte.

—Gracias.

—Me da que si encuentra lo que busca me voy a enterar por los periódicos porque va a ser muy gordo.

—No le digo yo que no —contestó el subinspector sin poder evitar una sonrisa vanidosa al imaginarse como meritorio protagonista de la solución del caso—. Adiós, doctor.

—Adiós. Y, ande, acompañe a su inspector a que se tome una tila, o dos.

Al salir, Soto cayó en la cuenta de que Santamarta había tenido una razón más allá de su enfado para marcharse. No había sido solo porque el forense le hubiera caído mal. Es que era viernes y era por la tarde. Y los viernes por la tarde Santamarta tenía una rutina genital que nunca dejaba de cumplir. El subinspector no pudo evitar una pequeña risita juguetona al caer en la cuenta de la picardía de su superior, que le había despistado hasta a él mismo. Reflexionó un poco sobre los comportamientos de Santamarta y se fue abriendo paso en su mente la idea de que se trataba de un hombre de excesos, inclinado a la violencia, por supuesto, pero con un código moral que, aunque muy discutible, no dejaba de ser un esquema de principios y valores que tenía cierta lógica, la lógica de la frontera, de quienes tienen que resistir con violencia la llegada de los bárbaros.