15/2/22

Capítulo 14 (Novela 'Julio y las viejas')

La tarea de hablar con los vecinos marcados por el perfil geográfico les llevó tres días, hasta el viernes, y alejó temporalmente a Santamarta de su dejarse caer al centro rabioso de su existencia. Al inspector se le pegó algo de la fe de Soto en la eficacia de la teoría criminológica y le sentó estupendamente la actividad de ir de barrio en barrio, de portal en portal y de casa en casa hablando con decenas de personas, atento a los detalles, a su lenguaje no verbal, a la coherencia de sus relatos. Fue como un rejuvenecer inesperado. Hasta sintió menos peso en sus piernas y algo más calmadas las reiteradas pesadillas en las que revivía muchos pormenores del atentado que debería haberle costado la vida a él y no a su compañero en los años de plomo en Euskadi.

Ese ir y venir y mirar a los ojos a la gente durante tres días le devolvió viejas sensaciones, o un eco de ellas, de cuando era un policía joven que se comía el mundo y que regresaba a su casa tras el trabajo creyendo que la vida podía llegar a tener sentido y que los buenos ganaban si se esforzaban lo necesario. El caleidoscopio horroroso de su mundo mejoró unos grados su descompuesta visión y no sintió de forma tan habitual durante esos tres días la necesidad de meterse una nueva raya de coca después de la anterior, y hasta el número de coñacs bajó sin que él mismo se diera cuenta. Su violencia pareció adormilarse y al tercer y último día de estas investigaciones hasta comentó con una sorprendida Blanca, durante la cena, algunos detalles curiosos e intrascendentes de sus pesquisas.

La mujer acogió este intempestivo momento de cercanía con disimulada y temorosa alegría, entreviendo, como una grieta en la realidad, un espejismo de aquel hombre al que había amado, aquel que después fue devorado por el monstruo al que ahora tanto temía. Blanca disfrutó de aquella cena como lo que era, nada más que una tregua, quizá esa calma que dicen que llega al pasar por encima el punto exacto donde está el ojo del huracán. Acumulaba demasiadas heridas y demasiadas noches de miedo y derrota como para engañarse con pasajeros ejercicios de normalidad.

Al contrario que a Santamarta, a Soto los interrogatorios a los vecinos que realizó durante estos tres días le fueron sumiendo en un letargo indolente, fruto quizá más bien del escudo que una parte de su inconsciente quiso levantar ante lo que se le venía encima. Hablaba con las vecinas, casi todas mujeres, con los dueños de las tiendas o con los camareros, casi todos hombres. Y luego volcaba esas conversaciones en extensos informes escritos de forma mecánica y desapasionada. Salía pronto de casa y regresaba tarde, procurando no hablar con Sara más que lo imprescindible. Ella se extrañaba de su novedoso comportamiento silencioso y le preguntaba si le pasaba alguna cosa, a lo que él respondía con una sonrisa cansada que no ocurría nada en especial, que cosas del trabajo, que “no te quiero aburrir con mis historias, amor”. Eso sí, se alegró de poder estar forzosamente alejado de su inspector durante esos tres días. De una forma parecida pero muy distinta a la vez, sentía como la mujer de Santamarta, se veía en una tregua antes de un nebuloso y atroz final de las cosas que hasta entonces realmente le importaban.

Habían pasado años de la mayoría de las muertes de todas aquellas mujeres y la gente comenzaba a tener recuerdos demasiado vagos, mezcla de lo que había ocurrido y de lo escuchado o completado con la imaginación. Muchas de esas mujeres habían fallecido sin levantar excesivo revuelo en sus barrios y Soto y Santamarta tuvieron que escuchar en no pocas ocasiones que las ancianas habían tenido una buena muerte, que habían pasado a mejor vida como unas benditas, dormidas en su cama, que Dios se las llevó “sin dar ni un poquito de ruido, qué bendición”. También recibieron los policías preguntas de vuelta por parte de los interrogados, ya que mucha gente se extrañaba de que la Policía Nacional se interesara ahora por una mujer fallecida hacía tanto tiempo sin que entonces se hubiera generado ninguna sospecha de que hubiera ocurrido algo raro. No comprendían a qué venían esas preguntas sobre quién frecuentaba a aquella mujer, una vecina como tantas, las semanas o meses previos a su muerte, les escamaba y no entendían a qué venía a estas alturas el querer saber qué visitas ajenas a su familia recibía, si salía o no habitualmente de casa y cuánto tiempo estaba sola. El inspector y el subinspector, parapetados en la autoridad de sus placas, se negaron a dar cualquier explicación aunque no pudieron evitar que, tras sus respectivas visitas, en cada zona quedara un runrún y un reguero de conversaciones cruzadas que volvieron a hacer presentes por unos días aquellas lejanas muertes.

Las preguntas llegaron a oídos de las familias de las mujeres, lo que provocó que el hijo y la hija de dos de ellas, con ciertos cargos de responsabilidad en el Ayuntamiento, acabaran por llamar a comisaría pidiendo explicaciones. Así que Soto y Santamarta se vieron al tercer día, el viernes, cuando habían acabado de recorrer todo el círculo, respondiendo a unas cuantas preguntas en el despacho del comisario.

—¿Por qué me llaman a mí del Ayuntamiento dos capullos para que les dé explicaciones de lo que andan haciendo?

—Es por lo de la vieja que violaron, comisario —contestó Santamarta.

—Ya sé que es por lo de la vieja, no me joda, Santamarta, eso ya lo sé.

—Hemos realizado un estudio criminológico que… —intermedió Soto.

—Déjame a mí, yo lo explico —le cortó Santamarta—. Hemos hablado con personas del vecindario de mujeres fallecidas solas en su casa, por si hubiera un patrón repetido en relación con el caso y esas muertes no hubieran sido realmente por causas naturales.

—Este caso ya huele un poco, señores —contestó el comisario—. Un poco de prudencia, por favor, que no se puede ir removiendo así el pasado, porque al final acaban pisando algún cayo. Ala, venga, hagan su trabajo sin que tenga que recibir más llamadas. Santamarta, joder, que tienes los huevos negros. Vamos a estar a lo que estamos.

—Sí, comisario.

Al salir del despacho Soto miraba fijamente al inspector, caminando a su par, siguiéndole más bien, a la espera de una explicación.

—Vamos donde Lola, que estoy seco —le dijo Santamarta cuando estaban los dos solos, lejos de orejas dispuestas a escuchar.

En el bar de Lola el inspector se despachó a gusto con Soto, recuperando la mala hostia de serie que se le había suavizado durante los últimos tres días. Le llamó tonto, primaveras, torpe de los cojones y capullito de alhelí. Le dijo que ni se le ocurriera contarle al comisario que iban a por el cura hasta que tuvieran alguna prueba más directa y que no había que ponerle más nervioso, que bastante alterado estaba ya preparando su jubilación y atendiendo las llamadas de dos politicuchos del Ayuntamiento. El subinspector le escuchaba con rabia creciente.

—¿Qué tenemos Soto?

—¿Cómo que qué tenemos?

—Pareces un perro tulo.

—¿Un perro tulo?

—Que tiene los cojones debajo del culo.

—Pero, ¡inspector!

—¡Coño! Que al final vas a ser tonto de verdad. Que qué tenemos del cura, hostia, ¿qué tenemos?

—Bueno… pues…

—Ya te lo digo yo: nada. Sabemos que visitó a muchas de estas mujeres. Vale, de acuerdo, un gallifante para ti, apúntate un gol. Bien por ti, Soto, te lo reconozco. Pero si vamos a tratar de enmierdar a un cura como este vamos a atarnos bien los machos. Porque tú lo habrás notado durante estos días, igual que yo, que es un tipo muy querido. No he escuchado una puta mala palabra de nadie sobre él.

—Eso es verdad.

—Pues solo tenemos una salida ahora para este punto ciego de los cojones en el que estamos atrapados.

—¿Cuál?

—¡Ay, guaje! ¡Cuándo espabilarás…! Su ADN, cojones, su ADN. En el piso de la vieja violada había restos biológicos sin determinar.

—Es verdad. La científica dijo que había por lo menos dos ADN sin identificar, que no eran de la familia. Así que uno de ellos puede ser del cura.

—Bien, Soto, ya vas aterrizando, enhorabuena.

—Yo me encargo, inspector. Me apaño para conseguir una muestra biológica del cura.

—Pero no te metas por la noche a hacerle una gayola cuando esté dormido.

—¿Eh?

—Que es broma, Soto, joder, que es broma. Me cansas mucho, de verdad. Que por supuesto que te encargas. Yo esta tarde tengo lío, así que ya te toca a ti te pongas como te pongas. Bastante he hecho con desatascar el caso, ahora te toca a ti.

Soto quedó pensativo mientras Santamarta marchaba camino de la casa de la Susi a buscar alivio genital y a renovar su suministro de polvo blanco. El subinspector tenía muy claro que el caso lo había desatascado él, igual de claro tenía que el lío de Santamarta esa tarde era con la Susi como cada viernes. Ambas cosas las tenía tan claras como que Sara se mensajeaba con un repartidor de pizza que había tenido un accidente unos días atrás y tan claro como que sus días eran un purgatorio en un vientre de ballena. Se resignó en silencio a todas estas oscuras claridades mientras salía del bar de Lola para dar un paseo y despejarse con la intención de que el aire de la calle, aunque húmedo y caliente en una tarde de agosto por encima de los treinta grados junto al Cantábrico, le ayudara a pensar en cómo conseguir una muestra biológica del cura. Lo de hacerle una paja le había hecho hasta gracia y le provocó una sonrisilla inconsciente. Lola se dio cuenta de lo alegre que se marchaba el subinspector e interpretándolo como un nuevo gesto de timidez nerviosa ante ella, aprovechó para volver al anterior juego de picardía:

—Adiós, prenda.

Pero esta vez Soto, que sabía que el corazón se le iba a morir en breve, se permitió un momento pasajero de agresiva rebeldía contra su destino y le contestó:

—Adiós, Lola. Dentro de unas semanas igual soy yo el que te dice prenda y a ver qué me contestas entonces…

La dueña del bar se quedó bloqueada por la contestación, no porque no estuviera acostumbrada a salidas de tono parecidas de cualquier cliente, las de Santamarta sin ir más lejos, sino porque comprendió que esa situación que le había anticipado Soto se produciría efectivamente en unas semanas, de modo que el subinspector le estaba advirtiendo de que le lanzaría un órdago a la grande. Intuyó Lola con una sacudida de neuronas y de tripas que algo se había quebrado en la vida de este hombre y sintió vértigo, frío en la espalda y calor bajo el ombligo. Ella llevaba mucho tiempo rodeada de gente en el bar pero las distancias en su cama se habían convertido en kilométricas horas de noche e insomnio. Ansiaba un hombre como lo ansía una mujer que no se siente completa, una mujer que ha comenzado a doblar la esquina de la calle y se ve dominada por un ansia silenciosa de empuje y caderas de macho. Trataba de sepultar cada mañana esa ansia con el ruido de la persiana de su bar, cuando la subía a primera hora para abrir su negocio cada nuevo día exactamente igual que el anterior.

Pero aquella frase inesperada de Soto le había entrado como un estilete hasta la memoria decrépita de su útero polvoriento y el viejo motor del deseo, contra su voluntad, había vuelto a carburar. Y no podía dejar de pensar que no era malo desear a un hombre bueno.

Veinte minutos después Soto giraba la llave de su coche apagando el motor, aparcado ya cerca de la iglesia. Se fijó un poco mejor, entretenido en los detalles del edificio para retrasar la búsqueda de muestras biológicas del cura, tarea en la que no sabía por dónde empezar sin sentir una enorme vergüenza, porque una cosa era trata de pillar a uno de los sospechosos habituales, personajes conocidos de sobra en la comisaría o el juzgado, o hasta a alguien de buena reputación pero del que se supiera positivamente su culpabilidad, y otra muy distinta era esto, este absurdo de rastrear a don Esteban, un señor del que todo el mundo contaba bondades y contra el que solamente le conducía el Círculo de Canter y la madre que parió a Canter.

La iglesia era un bloque de cemento que pretendía y no conseguía evocar con un mínimo estético los arcos y líneas estilizadas del gótico medieval, dando como resultado una acumulación de pilares y arcos apuntados sin un ritmo aceptable ni armonía alguna. Era la expresión burda de un intento extemporáneo por parte de los próceres del nacionalcatolicismo de décadas pasadas por repetir glorias cristianas de viejas catedrales, aquellas maravillas de la baja Edad Media con más de seis siglos de historia. Al subinspector le recordó, en una inesperada y desagradable relación de imágenes, a los cuadros que vio en una vieja cartilla escolar de su padre, guardada en el desván de su casa, en la que aparecía Franco ataviado con una reluciente armadura de cruzado y pretendida pose de salvador de la civilización occidental.

La pintura del edificio, de varios tonos entre el marrón y el amarillo, quería adornar el exterior del conjunto arquitectónico, con partes en las que la pintura se abombaba y desconchaba por la humedad salina del ambiente marino de la ciudad. Todo en la iglesia daba la impresión de ser un intento fallido de grandeza porque lo que realmente daba sentido a aquella parroquia, lo que la acababa salvando de su despropósito urbanístico eran, sin duda, sus parroquianos. Y su cura, claro, aunque Soto ahora lo pusiera en duda. Sus fieles, en su mayoría mujeres mayores, eran una muy buena clientela para el Dios de los cielos y de las beatas, una clientela que provenía de un barrio medio obrero y medio pescador, de gente bregada en fatigas y necesidades que todavía mantenía su firme devoción a la patrona del Carmen, protagonista indiscutible del espacio junto al altar, Virgen vigilante siempre de su humilde feligresía.

Pasados unos minutos de observación de la iglesia y de solitaria divagación mental, Soto salió del coche con parsimonia y se encaminó a la entrada del templo, mirando con disimulo las zonas aledañas para detectar el contenedor de basura al que se tiraran los desperdicios generados en la iglesia. Localizó uno a escasos cincuenta metros del lateral del edificio y anotó en su libretita: “Contenedor basura en C/ 1º de Mayo, menos de 100 m. de iglesia.”. En la húmeda umbría del interior, unos segundos después de acostumbrar sus ojos a la poca luz, comprobó que menudeaban los feligreses desperdigados entre las bancadas perfectamente alineadas frente a la imagen de la Virgen. Le chocó un poco encontrar a tantas personas a esas horas. Se molestó en contarlos mientras tomaba asiento como los demás, para no llamar la atención, y la suma le dio diecisiete personas. No quería pensarlo pero lo pensó, porque su mente analítica de criminólogo pareció abrigarse con un manto de piedad emocionada, con un manto que representaba a un cura bondadoso y carismático capaz de tener parroquianos en su iglesia a las horas más intempestivas. Y las dudas sobre su propia investigación se le dispararon pensando en un cura que, tanta gente como aquella que tenía junto a él no podía equivocarse, no era un asesino. Soto sintió el aire del interior de la iglesia como algo sólido, como un muro que enterraba sus cimientos en su pecho de policía, oprimiéndole el punto más profundo de todos, el que está detrás del corazón y protege la chispa de la esperanza. Pegó un suspiro ahogado y se dirigió hacia una de las puertas que permitían pasar de la zona del altar a la sacristía, en un intento enrabietado de combatir la desesperación que le estaba dominando en el oscuro vientre de la ballena. “¿Qué cojones soy, un policía o un cantamañanas?”, se dijo mientras andaba hacia la sacristía con paso firme que, a la vez, procuraba ser lo más silencioso posible.

Nadie pareció percatarse de sus movimientos y eso le animó, llevándole a pensar que ese impulso inicial podría salirle bien y que encontraría algún objeto para extraer el ADN del cura.

—¡Hombre, Daniel! ¿Qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Julio? —le preguntó Blanca al verle entrar.

—No, no… Blanca, tranquila, no vengo por el inspector.

Los había presentado el propio Santamarta un día que ella vino a traerle una camisa limpia para sustituir la que el inspector había dejado perdida de grasa y kétchup por el ataque inesperado de una hamburguesa rebelde del bar de Lola.

—Vale, vale… ¿y qué te trae por aquí?

—¡Qué sorpresa, Blanca! —contestó Soto, tratando de ganar algo de tiempo para elaborar una excusa mínimamente creíble.

—¡Sorpresa verte a ti! —le dijo con una enorme sonrisa divertida—. Yo paso la mitad del tiempo en esta iglesia. ¿No lo sabías?

—No… no lo sabía. Bueno, pues vengo por mi hermana Isabel, que quería que mi sobrino Javi haga la comunión lo antes posible, pero se ha enfadado con el cura de su parroquia y no quiero hacerlo allí. Ya sabes, estas cosas de los enfados, un lío, vamos…

Soto notaba cómo le castañeteaban los dientes al improvisar esa mentira sobre un sobrino que no tenía, deseando que Blanca no hablara con Santamarta del asunto y que luego el inspector no le preguntara a él, para no tener que continuar con esa mentira ni tener que contarle que le había mentido a su mujer.

—Vaya… Sí, es verdad, hay curas que son inaguantables. Es verdad… Yo no sé cómo se podrá hacer lo de la comunión, pero habla con don Esteban que seguro que él te encuentra alguna solución.

Soto miró a la mujer de su jefe y no quiso ver lo que veía, una mujer con una soledad dura y espinosa habitando lo más alto de una torre de derrotas. Aquello tenía su punto duro y patético, porque los dos policías comprendían con claridad la tragedia en la casa de su compañero, pero cerraban los ojos a los naufragios que tenían en la propia.

Sacudió con fuerza su cabeza para tratar de concentrarse en lo que le había llevado hasta allí, con un gesto que casi asustó a Blanca. Después, contestó:

—Sí, lo haré. Pero, ¿dónde está?

—¿Don Esteban?

—Sí.

—Te habrás cruzado con él, está en los bancos, dando la confesión. Tiene esa costumbre, no sé por qué, de hacerlo allí. No le gusta el confesionario, dice que no se le ve la cara a la gente y que es una cosa muy antigua. Ya ves, él diciendo que algo es antiguo —agregó Blanca con una sonrisa suave.

Soto comprendió entonces por qué había tanta gente a esa hora en la iglesia y se flageló un poco internamente por no haberse dado cuenta de que el cura era una de las personas que había tenido tan cerca y junto quien posiblemente habría pasado camino de la sacristía.

—Pues tendrá para rato.

—Sí… la verdad es que suele hacer bastantes confesiones. Es muy bueno, doy fe. Ya habrás visto cómo estaba de gente.

—Sí, lo he visto. Bueno… pues vendré en otro momento —Soto se fijó en la bolsa de plástico que Blanca tenía en la mano y tuvo un fugacísimo instante de revelación—: Voy a marchar. ¿Es basura?

—¿Eh…? ¡Ah!, sí, de la sacristía.

—Ya te la tiro yo.

—No hace falta.

—Sí, mujer, yo me encargo —le dijo cogiendo la bolsa con firmeza y casi quitándosela de las manos.

—Me da apuro que tires tú la basura.

—La vergüenza era verde y se la comió un burro.

—Vale, vale… gracias —dijo al fin ella con un hilo de voz, sorprendida por la firmeza con que el compañero de su marido se había empeñado en hacerle el favor de tirar la basura—, pues yo me quedo entonces aquí con un par de cosas que me quedan por hacer. Un placer haberte visto.

—Igual.

Soto salió rápido, con la mirada baja para evitar contacto visual con ninguno de los que aguardaban su turno para confesarse y, sobre todo, para que el cura no se fijara en él y después no le pidiera explicaciones a la mujer de Santamarta. El subinspector abrió la bolsa ya en comisaría y se sonrió satisfecho al comprobar que la suerte se había puesto de su parte. Allí estaban, unos pañuelos de papel con mocos que serían con toda seguridad los de un cura sospechoso de asesinato y acatarrado aunque fuera pleno verano, que los catarros de verano son traicioneros y obstinados. El laboratorio forense de la científica ya tenía trabajo que hacer.

Cerró un momento los ojos, reconociéndose el mérito de haber conseguido esos pañuelos de papel que tanto podrían suponer para el caso. Los abrió después y marchó al bar de Lola con la vana esperanza de que esa mujer, en la que empezaba a pensar de otra manera, siguiera a salvo de la humedad mohosa que empapaba el conjunto de su vida. Mejor dicho, de sus vida, la de ella y la de él.