5/2/22

Capítulo 9 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto abrió el papel de aluminio por uno de los extremos y se comió el bocadillo de lomo que le acababa de preparar Lola. Al masticar el primer mordisco del jugoso y aceitado filete de lomo, algo voluptuoso se abrió paso hasta sus instintos más genitales recordando a Lola. La escena era un puro contraste, un subinspector de policía conmovido sexualmente al morder un bocadillo antes de ponerse a trabajar en su mesa en la comisaría, un hombre que no podía evitar turbarse un poco en soledad al recordar cómo ella le había despedido con un “prenda” inesperado. Por la falta de costumbre y pericia como galán, que él mismo asumía, le conmovían las demostraciones de afecto que le dedicaba muy de vez en cuando alguna mujer. Incluso aunque, como en el caso de la dueña del bar, fuera una cuestión más de cortesía que de auténtico deseo de coquetear, Soto notaba un golpecito de sangre acumulada en el bajo vientre y en la cara, sobre todo en las sienes, a la vez que un ligero pellizco de culpabilidad, como si unas palabras amables de una mujer fueran el principio de una traición a Sara, como si aceptar una palabras juguetonas de una camarera fueran motivo de lo que avergonzarse. Se castigaba con estos pensamientos y con la contestación que él mismo se daba, porque se regañaba a sí mismo diciéndose que ese “prenda” no significaba nada y que había que ser muy estúpido para pensar que Lola, o cualquier otra mujer, se fijaran en él, porque todavía no se explicaba muy bien cómo había podido fijarse en él la suya, su Sara. Quizá por lo pesado que fue con ella, por lo mucho que insistió, porque se negó a aceptar sus primeros rechazos.

Acabó su bocadillo y dio un último trago para apurar su refresco, dejando salir después del centro de su pecho un sonoro eructo que resonó con cierto eco en la zona de mesas de trabajo de sus compañeros, todas vacías, porque se encontraba solo a esa hora en la que el resto de inspectores y subinspectores había salido a comer. Limpió con esmero de hijo bien educado las migas que habían caído en la mesa, estrujó un poco la lata de refresco, hizo una bola perfecta con el envoltorio del bocadillo y tiró todo a su papelera antes de abrir la sesión de su ordenador, meter el pendrive y empezar a bucear en los certificados de defunción.

Dedicó casi cuatro horas a leerse uno por uno los certificados con paciencia comparable a la que tuvieron los monjes medievales cuando se enfrascaban en su escriptorium en la tarea de copiar alguno de los tratados de Aristóteles. Confiaba en su trabajo de mesa tanto como en el que desarrollaba en la calle. Fantaseaba con la capacidad de su cerebro para establecer conexiones entre ciertos datos y detalles que iba leyendo en todos los informes relacionados con el caso. Para esto se sentía como esos exploradores indios de las películas de vaqueros, capaces de averiguar el número y las circunstancias de quienquiera que estuvieran persiguiendo a base de analizar las huellas, los restos de hogueras y las boñigas de los caballos.

Los más de doscientos certificados de defunción de otras tantas mujeres que fue leyendo minuciosamente le produjeron una especie de borrachera de nombres, fechas y motivos de fallecimiento que le fueron transportando a un nirvana de ratón de biblioteca metido a policía, masoquistamente feliz de poder saturarse de cifras y letras en un placer solitario y agotador, con un exceso de información que habría provocado a los cinco minutos dolor de cabeza a cualquier otro agente que estuviera investigando el mismo caso.

A Soto le hacía feliz notar cómo estaba llevando a sus neuronas a un ejercicio de análisis extremo, de modo que la leve pesadez de cabeza que le fue entrando se convertía en una molestia que él tomaba como un premio, como una demostración de la grandeza de su esfuerzo investigador. En aquellos momentos se acordaba fugazmente de las palabras de un antiguo profesor de Filosofía, un cura que había estado de misiones en Burundi y que ya se quedó con el nombre de ese país como mote. Este profesor les decía a menudo que no hay mayor laurel para un buen atleta que el propio sudor cayendo sobre la frente en lo más duro del esfuerzo competitivo o les soltaba el ripio infame “Es el canto que canta la garganta el premio más cabal para el que canta”.

Sufriendo y disfrutando a un tiempo por el esfuerzo cerebral, el subinspector descartó las muertes por accidentes presumiblemente lógicos en mujeres de esa edad, obviando por tanto a las fallecidas por caídas o atropellos. Su mente metódica estableció tres espacios temporales en esos cinco años que, aunque muy descompensados en su duración, le parecieron los más adecuados. En medio, los cuatro meses del primer confinamiento por el coronavirus, el que afectó a toda España, aquellos lejanos y casi fantasmales marzo, abril, mayo y junio del año 20. Antes y después, sendos periodos de dos y tres años, hasta completar los cinco años que comprendían los archivos que le había facilitado Llorente. Dudó entonces sobre si el margen de cinco años había sido una decisión acertada y si no hubiera sido mejor ampliar la investigación de los certificados a diez años. Sacudió ligeramente la cabeza y decidió continuar con lo que tenía en ese momento, dejando para más adelante la posibilidad de añadir los cinco años previos si fuera necesario, porque eso implicaría volver a solicitar todos esos nuevos datos, volver a reunirse con Llorente para recogerlos y volver a sentarse para su análisis. Y ante la posibilidad de tanto volver, decidió, de momento, continuar.

En esa labor concienzuda de zapa, de no dejar el más mínimo espacio a la duda, se le ocurrió un pensamiento peregrino. Le entraron ganas de fumar. No lo había hecho en su vida y hasta se sorprendió pensando en tal posibilidad, sobre la que reflexionó y llegó a la conclusión de que era fruto del momento de gran esfuerzo al que estaba sometiendo a su cabeza. Tuvo que reconocerse que no tenía mucho sentido que, en tal estado de felicidad casi plena trasegando con toda esa información, le dieran esas ganas extemporáneas de fumar. Realmente, ganas de imitar, de hacer suyo el gesto de fumar, de poder echar un pitillo tras otro mientras leía informes, como había visto hacer a algunos de sus compañeros, para que el humo del tabaco fuera dando al ambiente de su entorno un halo de película de Bogart. Y así, a falta de gabardina o andares lentos, que ese hábito del tabaco garantizara que él también podría apropiarse del deje, agresivo y tierno a la vez, que ningún otro actor fue capaz de plasmar en la pantalla con tanta perfección como el protagonista de ‘El halcón maltés’.

La realidad es que lo del tabaco ya era cuestión imposible por la ley aprobada años atrás, pero es que, además, el subinspector solo había fumado un cigarrillo en su vida siendo adolescente, el primero y el último, porque aquello de fumar de siempre le había parecido una liturgia atractiva cuando la había observado en otros, pero una soberana gilipollez cuando trató de hacerla suya. Se fumó un pitillo en unas fiestas de pueblo después de que una exnovia le diera calabazas cuando él intentó reconquistarla. “Esto de fumar es muy absurdo y ella no volverá nunca conmigo”, pensó. Aquella noche fue un poco penosa, pero cuando se marchó a casa, borracho y cansado, había obtenido dos buenas lecciones de vida, una sobre el tabaco y la otra sobre las mujeres.

Abrió un Excel en su ordenador y fue estableciendo columnas clasificatorias para cada uno de los expedientes. La primera, para el número de expediente; otra, para el periodo que marcaría como uno, dos o tres según la muerte se hubiera producido antes, durante o después del confinamiento de la primavera de tres años antes. Otra columna más para el barrio de la ciudad donde se había producido la muerte, una cuarta para el nombre de la fallecida, otra para el forense que había firmado el certificado y otra más, la sexta, para el motivo de la muerte.

Antes de repasar los expedientes y comenzar a rellenar columnas, llamó a su mujer para avisarle de que tenía tarea para un buen rato en comisaría. Cuando iba por el expediente número cincuenta recibió una llamada de Santamarta que le dejó algo extrañado y a la que no encontró explicación y que, además, le hizo pensar que el inspector le iba a recriminar al día siguiente que había estado perdiendo el tiempo toda la tarde. Redobló su ritmo analítico y aceleró la segunda revisión de los documentos, terminando de rellenar todas las columnas de todos los fallecimientos un poco antes de lo que esperaba.

Se permitió entonces un leve descanso, levantándose a por otra Coca-cola Zero y una chocolatina en la máquina expendedora de la comisaría. Se sonrió al tener ambas cosas, una en cada mano, pensando en lo absurdo que resultaba tomar un refresco sin calorías acompañado de una chocolatina hipercalórica, como aquella prima suya que se pidió en una boda un café con sacarina después de haberse metido un chuletón de medio kilo y haberse hartado a pasteles. Se encogió de hombros, absolviéndose de estas pequeñas incongruencias de hombre adulto que, sin embargo, mantenía como una herencia enfermiza en lo profundo de su inconsciente las flaquezas y complejos del adolescente zampabollos con sobrepeso que había sido.

Al volver a su mesa de trabajo, se dio cuenta de que ya no estaba solo, porque Marín y Trujillo estaban también enfrascados en sus investigaciones, absorbidos por la atención que prestaban a las pantallas de sus ordenadores. Se sorprendió de no haberse dado cuenta de la llegada de sus compañeros y sintió un ramalazo de orgullo, porque su propia capacidad de concentración le había abstraído de todo cuanto le rodeaba.

Volvió a su asiento con la cabeza ligeramente más despejada y sus neuronas se lo agradecieron con un destello analítico inesperado, que le llevó a creer que todo el esfuerzo de la tarde iba a tener su recompensa y que, al día siguiente, iba a poder presentarle algo a su inspector sin riesgo a un nuevo comentario o a un nuevo amago de colleja. Abrió la aplicación de la calculadora en su móvil y empezó a teclear con nerviosismo y sonrisa crecientes, mientras susurraba entre dientes los conceptos y resultados que iban pasando de su cabeza al teléfono.

—Cinco años, por doce meses, sesenta meses. Doscientas trece mujeres entre sesenta meses, hacen una media de tres coma cincuenta y cinco mujeres. Vamos a ver… meses de confinamiento, cuatro… muertas en estos meses… ¡Hostia! Murieron setenta y cinco.

El “hostia” lo dijo en alto, tan alto que Marín y Trujillo levantaron sus cabezas de sus papeles y sus ordenadores y se le quedaron mirando. Soto se dio cuenta y les dijo con una sonrisa algo ridícula:

—Creo que tengo algo. Bueno… no sé. Igual no.

La inspectora Marín no contestó nada, torció un poco los labios porque no acababa de tener una opinión completamente formada del nuevo y volvió a concentrarse en su tarea. Trujillo masculló un “suerte” antes de retomar de la misma forma su labor con lo que tenía encima de la mesa.

Soto notó que el cuerpo se le quedaba bloqueado, como si una orden de su cerebro hubiera determinado que era necesario concentrar toda la energía disponible en los siguientes momentos de reflexión, dando prioridad al alimento de sus neuronas, de modo que cualquier gesto físico fuera un derroche innecesario. Pensó que era lógico un aumento de fallecimientos de mujeres de esa edad durante lo peor de la pandemia, porque aquel virus y sus variantes hicieron más que estragos entre las personas mayores. Pero recordaba, adicto a datos y porcentajes como era, que la mortandad se había disparado, sí, pero multiplicando solo por cuatro el índice previo en aquellos cuatro meses. En lo peor de la crisis sanitaria los registros se descontrolaron pero, tomando el periodo de los cuatro meses, el porcentaje de subida era del cuatrocientos por ciento. Si la media eran tres coma cincuenta y cinco fallecidas por mes, en cuatro meses deberían haber muerto unas quince mujeres en condiciones normales. Con la llegada del virus, esa cifra se multiplicó por cuatro, lo que daría un número cercano a las sesenta fallecidas para cuatro meses. Pero ese no era el número que le indicaban los papeles, ya que las setenta y cinco muertes que se habían producido durante el confinamiento eran quince más de las esperables. Y quince mujeres fallecidas más eran muchas. Pensó, pensó más todavía. Pensó que quizá hubo algún brote que distorsionó la previsión de la media y era necesario buscarle tres pies al gato.

—O quizá un asesino se aprovechó de aquella locura para pegarse un festín y llevarse por delante a 15 mujeres en cuatro meses —se dijo mientras se levantaba de su silla, imprimía el Excel, cerraba el ordenador, cogía el pendrive y se marchaba para casa dispuesto a empollarse obsesivamente las circunstancias y detalles de los fallecimientos de esas setenta y cinco fallecidas, con la esperanza ya enfermiza de encontrar un patrón, una distorsión detectable, un error en el código de la realidad comparable al de su adorada serie de películas de ‘Matrix’.

Metido en la cama, sentado y con la espalda apoyada en el cabecero, repasó de nuevo esos certificados de los cuatro meses de la pandemia mientras su mujer ya se había dormido y su hábito de paquete diario de Winston, ella sí era fumadora, le provocaba un leve ronquido rítmico que, lejos de distraerle, ayudaba a Soto a concentrarse mejor y controlar el sueño que le estaba empezando a entrar.

Los barrios en los que residían las ancianas fallecidas obedecían a un reparto razonable, lo mismo que el motivo de la muerte. Del nombre de las mujeres tampoco extrajo ninguna conclusión extraña y, respecto del mes, también era perfectamente esperable que aquellos marzo y abril del 20 sumaran cincuenta de las setenta y cinco mujeres, puesto que fueron los meses en los que se registraron los picos de máxima expansión y virulencia, con semanas en las que el número de muertes en España se acercaba con insensible crudeza a las mil diarias.

Antes de cerrar el ordenador y tratar de dormirse, se concentró en la columna de los médicos firmantes de cada certificado. Dos forenses habían firmado treinta y tres certificados, veintiuno del doctor Javier Oleaga y doce el doctor Javier Riaño. Apuntó sus nombres y el número de certificados de cada uno en su libreta, junto a la palabra “interrogar”. Tuvo un breve diálogo consigo mismo en el que se dijo que aquellos dos habían certificado demasiadas muertes en poco tiempo, a lo que otra voz en su interior le contestó que esa cifra de certificados también podría ser escasa para un periodo como el del confinamiento de tres años atrás, tan extraordinario y excesivo en muertes. Dejó en el suelo el ordenador, varios papeles, la libreta y un bolígrafo que usaba para sus anotaciones y se entregó al sueño, antes de echar una última mirada a su mujer.

En el duermevela previo a caer dormido del todo su mente divagó con ideas como que había estado tan centrado en los certificados que se había olvidado de cenar, tras lo que le apeteció una pizza, pero estaba tan cansado que ni se le ocurrió levantarse para pedir una. Le vino a la mente la frase de que el secreto está en la masa, sonrió casi sin fuerzas y, sin abrir los ojos, se quedó dormido al fin.

Soñó en una carrera al estilo de las películas de pandilleros americanos de los años 50, pero protagonizada por repartidores en vespinos en lugar de muchachos engominados al volante de cadillacs. Dos repartidores quemaban las gomas de sus motillos, perseguidos por un Santamarta que, pistola en mano, pegaba tiros al aire y, al final, vestida a lo Olivia Newton John en ‘Grease’, su Sara esperaba como premio al ganador. Él, Soto, era el juez de línea que determinaría cuál de los repartidores ganaba la carrera. Al día siguiente no recordó nada del sueño.