8/2/22

Capítulo 11 (Novela 'Julio y las viejas')

Al día siguiente Soto se quedó en casa y Sara le insistió mucho para que fueran a dar un paseo hasta la playa. Él se había levantado juguetón y trató de meterle la mano en varias ocasiones, antes, durante y después del café con bollos que desayunaron, por debajo de la braguita de lencería que ella se había puesto, perfecta conocedora de que lencería rima con picardía pero no con calentón, aunque eso era lo que tenía el subinspector. Cada vez que él lo intentaba persiguiéndola por las habitaciones, el pasillo y hasta el cuarto de baño, ella se alejaba lo justo, riendo, para dejar su mano burlada a mitad de camino de su vulva, una mano que acababa agarrando trozos de aire en lugar de la húmeda y caliente carne de la entrepierna de su mujer. Como un sátiro relamiéndose, a ratos enfadado, a ratos gozoso, le seguía el juego especialmente obsesionado con los pechos de Sara que, así lo dirían los malos poetas, le temblaban con palomas tiritando de frío en un temporal de nieve.

Fue cuando al fin él logró agarrarle las tetas no permitió que siguiera huyendo más y las estrujó con ansia, provocando un quejoso “ay” de ella. Después bajó su mano derecha hacia la entrepierna, en busca de su raja de gloria donde exigiría al fin la rendición y entrega total. Ella se supo atrapada y entendió que no tenía escapatoria pero quería alargar aquel juego con su marido, que también la estaba divirtiendo y excitando, así que le dijo:

—Vamos a dar un paseo.

—Joder, Sara, estoy que reviento.

—Venga…

—Echamos uno ahora, paseo y, a la vuelta, otro —le propuso Soto sobrevalorando sus posibilidades amatorias.

—Escucha Dani, mi Daniel San, escucha al señor Miyagui —le dijo sonriendo Sara, convencida de que su victoria era segura—, ahora te estás quietecito, nos vamos de paseo y, a la vuelta, te dejo por detrás.

—¡Vamos de paseo, claramente —contestó el subinspector, con una sonrisa tan ancha que era una línea que unía sus dos orejas, feliz ante aquella inesperada promesa de una sesión de sexo anal, la promesa gloriosa de uno de esos contadísimos momentos de éxtasis absoluto en los que entraba con todo su ímpetu haciendo temblar como flanes ambas nalgas del culo de su mujer—… ahora mismo nos vamos de paseo! ¡Faltaría más!

Se vistió con tal rapidez que, cuando acabó en menos de un minuto, a ella todavía le duraba el ataque de risa que le había dado al ver la cara de bobalicón asentimiento que se le había puesto a su marido al escuchar su propuesta. La mañana estaba algo encapotada, llenando la ciudad de una pastosa sensación de humedad y sal, como si el mar enviara sutiles mensajes por las calles y los edificios de la ciudad, recordando su imperio, su eterna presencia y cercanía. Soto y Sara se dirigieron a un parque cercano a su casa, un lugar que incluía zonas verdes con una quincena de árboles y media hectárea de césped en medio de una ladera con una gran pendiente. Era un parque que obligaba a subir y bajar varias cuestas si se recorría por completo, tarea que llevaba aproximadamente uno veinticinco minutos. Soto, aquella mañana, lo hubiera dejado en quince por las ganas que tenía de volver a casa a forzar el deseado y prometido esfínter, pero su mujer, con gesto divertido, le iba ralentizando para hacerle rabiar. Hicieron el recorrido cuatro veces, empleando una hora, y el subinspector se puso serio, enfadado como un niño al que prometen un helado que no llega, exigiendo volver y negándose a la propuesta de Sara de dar una quinta vuelta.

Cuando salieron del parque tomando la calle a que a unos doscientos metros cruzaba de forma perpendicular con la de su casa, oyeron que alguien llamaba a Soto:

—¡Daniel! ¡Daniel!

Ambos se volvieron como si estuvieran realizando un perfecto ejercicio de natación sincronizada y el subinspector reconoció a Lorente, el del Registro.

—¡Hombre, Fernando! ¿Qué andas? —le dijo acercándose a él sin dejar de dar la mano a su mujer, a la que presentó—: Esta es Sara, mi mujer.

—Encantado, Sara —dijo y, dirigiéndose a Soto, añadió—: Pues que me he escapado a tomar un café. Tengo al chaval jugando un torneo de fútbol aquí al lado, en el campo de los escolapios.

—Vaya juerga, ¿eh? —bromeó el subinspector.

—Ya os tocará a vosotros.

—No creo —contestó Sara, un poco más seria.

Lorente se dio cuenta de que la mención de la maternidad había hecho surgir un metafórico nubarrón sobre las cabezas del policía y su mujer, así que cambió enseguida el sentido de la conversación.

—Oye, Daniel, por cierto… que el otro día se me ocurrió una cosa, me acordé después de que te marcharas.

—¿Ah, sí? —preguntó Soto, olvidando por un momento las prisas que tenía por volver a casa.

—Sí, no sé, igual es una tontería, te iba a llamar el lunes para contártelo. Igual prefieres que lo deje para el lunes… —le dijo mirando con disimulo a Sara.

Soto comprendió el sentido del recelo y contestó:

—No me jodas, venga, puedes contar lo que sea ahora.

—Vale, mejor, así me olvido ya de tener que acordarme el lunes.

—Cari, os dejo que habléis un poco y yo me acerco un momento a comprar unos botellines de agua en la tienda esta de los chinos de la esquina —dijo Sara para quitarse de en medio.

—¿Eh…? Bueno, vale, vale… no tardo nada —le contestó su marido un tanto descolocado.

—Hasta luego, Sara, encantado. Acabo pronto, no te lo entretengo mucho —prometió Lorente, que continuó cuando se quedaron solos—: Escucha, es por lo de las mujeres y los certificados. Supongo que habrás contactado, o igual tienes previsto hacerlo más adelante, con los forenses que los firmaron.

—Puede ser —respondió Soto con una media sonrisa pícara.

—Vale, me imaginaba. Que ya sé que la Policía no es tonta y que le estoy hablando a Noé de la lluvia.

El subinspector dejó entonces que en su cara se dibujara una sonrisa completa, pero no añadió ni una palabra. La curiosidad por lo que le iba a contar le aumentaba por segundo, pero mantuvo la calma. Lorente continuó:

—En fin, que te quería contar que me he acordado de que también puedes hablar con los bomberos.

—¿Los bomberos? ¿Alguna muerte por incendio que te llamara la atención?

—No exactamente. Durante la época del COVID los bomberos tuvieron un montón de intervenciones en casas de viejos. Y a muchos se los encontraron muertos. Algún familiar o vecino daba el aviso de que hacía días que no sabían nada de ellos y, al llegar, muchos estaban ya muertos. Y hubo unas cuantas mujeres, claro. Tengo el enlace de una noticia que salió entonces, que la estuve buscando cuando me acordé. No te la quería pasar hasta contártelo. Pero ahora ya, pues te la paso… espera. —Sacó el móvil y tras rebuscar unos segundos le mandó el enlace por whatsapp—. Mira, aquí tienes: “Los bomberos hallan a 42 ancianos fallecidos solos en sus casas durante el confinamiento”. ¿Ves?

—¡Hostia! —soltó el subinspector.

—Ahí tienes, todo tuyo. Joder, me vuelvo al campo que ya estará empezando la segunda parte. Me quedo sin café pero me quito de una preocupación, que ya te lo he podido contar y no tengo que estar pendiente de acordarme. Vaya coincidencia el habernos encontrado, ¿eh? Venga, no haga esperar más a tu mujer.

—Sí… gracias, gracias… —dijo un Soto que ya estaba concentrado en la lectura de la noticia que había abierto en su propio móvil.

“21/05/2020. Los bomberos del parque municipal han realizado un total de 476 aperturas de puerta entre el 11 de marzo y el 11 de mayo, rescatando los cuerpos de 42 fallecidos, aunque desde el Ayuntamiento se ha señalado que no implica que todos ellos muriesen en soledad.

Las intervenciones se han incrementado en 139 respecto al 2019, cuando se hallaron 18 personas muertas para el mismo periodo.”

Al subinspector se le despertaron de golpe todas las neuronas destinadas a la resolución del caso que, al ver a Sara saliendo de la tienda de los chinos, entraron en franca e interior lucha con las neuronas que recordaban desesperadas la promesa de una entrada en los reinos del placer oscuro por patios traseros y gozosamente estrechos. Hubiera anotado en su libreta un aviso que dijera: “Hablar con jefe de bomberos”, pero no la había cogido para ir a dar ese paseo al parque, de modo que se tuvo que conformar con programarse una especie de aviso mental, acompañado de un mensaje con el móvil a Santamarta que le contestó casi enseguida: “Vete a tomar por culo y déjame tranquilo. Primaveras. Es sábado. El lunes escucho tus mierdas”.

Cruzó la calle y se reunió con Sara, recuperando esa sonrisa bobalicona de una hora antes, sin poder resistirse en plena calle a agarrarle con ansia una nalga en cuanto estuvo junto a ella, apretando con fuerza hasta que ella le dio un manotazo en le brazo diciéndole “suelta ya, bruto”.

Pero el previsto rato de embestidas no acabó como Soto esperaba. Llegando a su portal, casi se lo lleva por delante un repartidor de pizzas que iba tumbando vespino, tomando una curva como si fuera Márquez. Había pillado la pintura húmeda de bruma de un paso de cebra y la moto se le había escapado fuera de control hacia la acera, rebotando con el bordillo y cogiendo altura hasta pasar a unos diez centímetros de la nariz del subinspector. Fue todo muy repentino, pero él comprendió enseguida lo que había ocurrido y quedó impactado y con la sensación de que podría haber muerto si hubiera dado antes un solo paso más.

El chaval dijo perdón y no le dio tiempo a articular ninguna palabra inteligible más, porque después empezó a quejarse como un gorrino en la matanza conforme el dolor fue creciendo. El subidón de adrenalina le había enmascarado la fractura en un primer momento, pero en la caída se había roto la tibia y el peroné de la pierna derecha y muy pronto fue plenamente consciente de lo que esa rotura de huesos puede llegar a doler. Dejó de gritar cuando se miró la pierna y, al ver que la tenía hecha un siete, le entró una enorme náusea que dio paso a un estado de semiinconsciencia. Aquello era un espectáculo grotesco e inesperado. Porque Sara lloraba desconsolada mirando al repartidor retorcerse, primero con gestos de sufrimiento y después medio desmayado, y porque Soto la abrazaba paternalmente para consolarla convencido de que su mujer era presa de un ataque de ansiedad debido a que él había estado a punto de no contarlo por lo cerca de su cabeza que había pasado la moto.

Cuando se llevaron en ambulancia al repartidor subieron a casa y, pasado un poco el susto, quiso cobrarse pese a todo la promesa de su mujer, que se dejó. Pero no fue la felicidad esperada. La realidad es que no hubo manera porque el bombeo de sangre no dio la tensión suficiente a los cuerpos cavernosos del policía y tuvieron que dejarlo por imposible. Esta vez fue ella la que abrazó maternalmente a Soto, con un “no pasa nada, cariño, tranquilo, es por la tensión del accidente, no le des importancia” que sonó triste y aliviado a la vez.

El subinspector pasó el resto del sábado y del domingo rumiando íntimamente su gatillazo y los pocos momentos en que lograba dejar de pensar en su fracasada erección era cuando le venía a la cabeza el siguiente paso que debía dar en la investigación, que no era otro que hablar con los bomberos. Se castigó una y otra vez por la oportunidad perdida de conquistar una vez más el agujero oscuro, conquista que se daba muy raramente y prácticamente nunca por ofrecimiento de Sara como había ocurrido esa mañana de sábado. Toda su mente analítica y su capacidad de control desaparecían cuando el ansia viva por Sara le comía las entrañas y las meninges.

Así llegó la tarde del domingo y, desesperado consigo mismo y por el daño que se estaba haciendo al recordar todo el rato su lamentable intento de entrarle por detrás a su mujer, decidió ir dando un paseo de unos cuarenta minutos, precisamente hasta el parque de bomberos. Lo peor que le podía pasar era que ese paseo fuera tan solo eso, un paseo del que no obtuviera ninguna información adicional pero, incluso así, era una buena opción para entretenerse y despejarse fuera de casa. De modo que no le dio más vueltas y, tras despedirse de su mujer con un beso mientras ella escondía con un rápido gesto la pantalla de su móvil, Soto salió de casa. Caminó a buen ritmo por las calles en las que se fue cruzando con gente que comenzaba a regresar de su día de playa, exponiendo al ojo observador un catálogo de estridentes colores, camisetas de dudoso gusto y exuberancia de carnes que hubieran estado mejor al buen recaudo de una ropa que las tapara. Alguna familia con niños que caminaban cansados y con desgana, peleándose entre ellos por el turno que habrían de tener en la ducha al llegar a su casa, hizo recordar a Soto el tiempo que llevaban él y Sara tratando de ser padres y el pozo turbio en que se estaba hundiendo el alma de su mujer a causa de ese intento infructuoso, un pozo que se estaba transformando en un horno de pizzería desde el que se clavaban oxidados cuchillos en el corazón del subinspector.

Despejó de su mente este pensamiento y giró en la última calle de su trayecto, una empinada cuesta que daba a la entrada del parque de bomberos. Se acercó a la puerta principal y buscó algún timbre que no encontró. Echó un vistazo a la zona del perímetro del parque que tenía ante sí y vio una puerta más pequeña, de acceso peatonal que sí tenía un timbre. Lo tocó. Una voz respondió pasados unos treinta segundos, cuando Soto estaba a punto de volver a llamar. El subinspector se presentó y se excusó por las horas y el día de su visita, pero pidió entrar para hablar con quien estuviera al mando. Escuchó después retazos de una conversación de dos hombres mantenían en segundo plano y cómo uno de ellos al final le invitaba a pasar hablando de nuevo al micrófono del telefonillo. Entró empujando la puerta cuando escuchó el sonido y notó la vibración del portero automático en la cerradura y avanzó por el interior del parque hacia el bajo del edificio en el que se veían dos camiones, uno tipo bomba y el otro tipo escala, dispuestos a salir en caso de emergencia. Una puerta lateral de ese edificio se abrió y apareció un hombre sonriente, menos alto de lo que Soto esperaba en un bombero, menos espectacular que los que aparecían en aquellos calendarios que se pusieron de moda años atrás, pero de cuerpo fibroso y compacto y andares decididos.

—¡Agente! Por aquí, venga. Soy el cabo Chica. Perdóneme la desconfianza, pero le voy a pedir que me enseñe la placa.

—Sí, claro, lo entiendo… Sé que no son horas. Mire, aquí está.

—Mmm… bien. Pues usted dirá. Pero vamos mejor dentro. Estábamos empezando a cenar. Si se anima, a tiempo está. Nos pilla hoy a ocho en el retén y ya sabe lo que se suele decir, donde comen ocho comen nueve.

El subinspector tuvo una pequeña revelación al darse cuenta de que estar con esos ocho bomberos le permitiría hablar con todos y quizá varios de ellos hubieran trabajado años atrás en aquel parque durante la pandemia. Si se sumaba a esa cena aumentaban las posibilidades de obtener información más completa y esa posibilidad le puso de un excelentísimo humor que le hizo dejar de lado los sinsabores acumulados de ese fin de semana.

—Pues sí, le voy a aceptar la invitación. Pero nos tuteamos, ¿vale?

—¡Ah! —respondió sorprendido el cabo Chica, que había formulado la invitación por pura cortesía, pensando que iba a rechazarla. Sin embargo, se repuso pronto de la sorpresa—: Pues vamos, vamos… te presentaré a la chavalería que estamos de guardia esta noche.

Caminando con el bombero hacia la puerta de acceso al edificio escuchó el sonido de un nuevo whatsapp de su mujer, con un sonido personalizado que le advertía de que el mensaje solo podía ser de ella. Sacó con rapidez el móvil y vio en la pantalla de acceso el inicio del mensaje, que pudo leer fugazmente y que decía: “Te duele mucho???”. Cuando desbloqueó el teléfono y abrió la aplicación de mensajería comprobó que Sara acababa de borrar el mensaje. “Va todo bien?”, le escribió Soto mientras el cabo Chica le miraba con sorpresa porque se había parado para escribir. Unos segundos después le entró la respuesta: “Hablaba con Claudia. Era para ella, perdón!”, acompañada de ese emoticono sonriente al que le cae una gota de sudor por un lateral de la frente.

—¿Todo bien, subinspector? —le preguntó el bombero.

—La vida no es lo que uno espera, pero supongo que decirle eso a un bombero es contarle algo que ya sabe —le dijo en un tono de voz tan grave que parecía salir de su garganta con eco, aunque se rehízo centrando su atención en la posibilidad de avanzar en la investigación con lo que le fueran a contar los bomberos.

El cabo Chica no supo qué contestar, así que se limitó a darle un leve toque en el hombro y a continuar andando hacia la puerta, que se encontraba ya a menos de cinco metros de donde Soto se había quedado parado con su móvil en la mano.

El retén de bomberos al completo estaba sentado a la mesa cuando el subinspector entró y sintió sobre sí catorce ojos sorprendidos por una visita como la suya, tan estrafalaria, porque todavía iba vestido de chándal, además de inesperada. Su acompañante hizo las presentaciones y el más corpulento de los bomberos se levantó de su silla con una rapidez que desconcertó al policía, al que acercó otra silla más a la mesa invitándole a sentarse con el grupo. Como si de una norma no escrita se tratara, cenaron sin hablar sobre el motivo de la visita de Soto; los bomberos, por una cuestión de hospitalaria cortesía, y él, porque se sentía extrañamente a gusto entre aquellos hombres dispuestos a correr en dirección al humo y el fuego mientras el resto de la población huye en sentido contrario haciendo caso al sentido común. Se gastaban bromas de una inmensa crueldad, pero había algo de ternura en la forma de atacarse que convertía todo en una esgrima verbal inofensiva y cariñosa entre quienes podían acabar por poner su vida en manos del que tenían al lado el momento menos pensado. A la altura de los postres, con un Soto sorprendido también por lo triperos que podían llegar a ser algunos de ellos, Chica introdujo por fin en la conversación el motivo de la presencia del subinspector en al parque de bomberos. Soto explicó brevemente lo que quería averiguar.

—¿Y te vienes un domingo a la hora de cenar para eso? —le preguntó derrochando confianza el hombretón que le había acercado la silla para se sentase al inicio de la cena.

—Bueno… no puedo daros detalles de la investigación, pero es que llevo ya muchos días machacándome con el tema y, hoy, en casa, ya no podía más.

—A ver, Casanova, ¿vas a hablar ya de una puta vez o no? —dijo el Cabo Chica dirigiéndose a uno de sus compañeros, un cincuentón con un bigote muy poblado que le daba pinta de actor porno de los años 70, engalanado además con una perenne sonrisilla en la boca.

—Chica, ¿quieres que hable?

—Sí, joder, sí. Esto es tan surrealista que solo puede ser verdad. Este tío es policía de verdad y lo que cuenta también es verdad, porque es imposible montarse una mentira tan extraña para engañar a alguien. Venga, dale.

—¿Tu nombre era? —preguntó Soto.

—Raúl.

—Ok, Raúl Casanova, te escucho.

—No, me llamo Raúl Contreras.

—Lo de Casanova es porque folla más que Julio Iglesias —explicó Chica entre el jolgorio general.

—Este cabrón se ha pasado por la piedra a más tías que la suma de las que nos vamos a trajinar el resto en toda nuestra vida —interrumpió el más joven del retén, un chaval que había comenzado a trabajar pocos meses atrás después de sacarse la plaza.

—Venga, guaje, joder, vamos con el tema —recondujo el cabo, calmando la carcajada de todos.

—Bueno… —continuó el subinspector—, me interesaría saber de las mujeres mayores que encontrasteis cuando lo del coronavirus, las que encontrasteis muertas en su casa.

La mención de las mujeres hizo el efecto de una lija que cortó de pleno las risas y dejó un ambiente silencioso en el que la voz de Raúl Contreras fue haciendo memoria de lo vivido tres años atrás.

—Fue duro aquello, para qué me voy a engañar. No sé qué pasó después pero la mayoría de los compañeros se prejubilaron o acabaron marchando a otros sitios. Porque fue la primera vez y luego los putos rebrotes. No sé… bueno, da igual. Era como si fuera una lotería y tocaba mucho, tocaba casi siempre. Cada vez que nos avisaban de que algún viejillo o alguna viejilla o algún matrimonio mayor llevaba días sin dar señales de vida o no contestaban a las llamadas de teléfono nos echábamos a temblar. Nos tocaba ir a forzar la puerta y muchas veces te los encontrabas muertos dentro. Daba mucha pena, la verdad es esa, mucha pena, sobre todo los que estaban solos. Alguno tenía un perrillo y el pobre animal estaba allí, junto a su dueño, o a veces fue una mujer, una dueña, que daba mucha lástima.

El subinspector no quería romper la atmósfera emocionada que se había instalado tras la cena, pero no podía dejar pasar la oportunidad de reforzar su principal tesis de investigación que, además, era la que le había llevado hasta allí. Así que se lo preguntó a bocajarro interrumpiéndole:

—¿Dónde estaban?

—¿Cómo? —respondió Contreras.

—¿Recuerdas alguna mujer mayor que se encontrara muerta en su cama?

—Pues… sí, es verdad, sí, ¡sí!, me acuerdo.

—Es importante, por favor, cuéntame.

—Hubo varias mujeres que encontramos muertas en la cama. Sí, me acuerdo. Así, que se murieron sin sufrir.

—¿Sin sufrir? —preguntó Soto.

—Sí, sin un resto de mal gesto en la cara, los ojos cerrados, la cama perfectamente hecha. Se murieron nada más meterse en la cama.

—Y las piernas rectas, juntas y estiradas. Y las manos bajo el pecho.

—¡Joder! ¿Cómo lo sabes? ¡Ah!, te lo ha contado algún compañero tuyo, ¿no?

—Pues no, porque al no ser muertes violentas no hubo autopsia, ni investigación policial —explicó Soto, que pensó pero no dijo: “Supuestamente no fueron violentas”.

—Eso sí, es verdad, se murieron de viejas —añadió Contreras.

—Y seguro que comentaríais entre vosotros que habían sido buenas muertes, sin sufrir, ni enterarse de nada, ¿no?

—Pues no me acuerdo de lo que dijimos pero, sí, es posible que algo así comentáramos.

—Ya…

—¿Qué? —intervino el cabo Chica lleno de intriga.

—Nada —respondió con la cabeza gacha el subinspector y el gesto de investigador que se le ponía en los momentos de máxima concentración. Después levantó la cabeza, echó un vistazo al grupo de hombres que tenía a su alrededor que, a su vez, le miraban a él y añadió—: Mañana os traslado una petición de oficio desde comisaría de todas esas actuaciones de aquellos cuatro meses. Señores, gracias por la cena y por la información. Y que la noche sea tranquila.

Se despidieron todos calurosamente y un poco sorprendidos de sus últimas palabras. El cabo se adelantó a Contreras, que se había levantado con Soto para acompañarle a la salida.

—Casanova, déjalo, voy yo —le dijo.

Cuando estuvieron lejos del resto, lo suficiente como para que ya no les escucharan, el cabo le habló con sinceridad:

—Subinspector, estuviste con un compañero tuyo no hace mucho hablando con vecinas de la mujer que violaron y asesinaron.

—¿Cómo sabes qué…?

—Soy el hijo de la vecina de encima de la Paca. Mi madre también vive sola.

—Tu madre… sí, nos ayudó bastante.

—Y yo también os voy a ayudar todo lo que pueda. Quien hizo eso a Paca se lo podía haber hecho a mi madre.

—Bueno… puede ser —reconoció Soto.

—No soy policía pero tampoco soy tonto. He visto por dónde ibas con las preguntas y sé sumar dos y dos.

—No puedo darte más datos, lo siento.

—Ni falta que hace. Pero yo te voy a dar esa información de las intervenciones en las que encontramos mujeres mayores muertas, mujeres solas que aparecieron muertas en sus casas. Mujeres como mi madre. Lo que tengamos en el registro del parque, te lo paso. Olvídate de pedirlo de oficio, que lo va a retrasar todo. Esta misma noche de guardia, si no nos tocan mucho la moral con salidas, te lo preparo. Dame tu correo personal —le pidió mientras sacaba su móvil para apuntarlo—. A ver, dime…

—Es danielsoto1985@gmail.com.

—Venga, en cuanto pueda, lo tienes. Y coged y colgad por los huevos a ese hijoputa. Y luego se los cortáis.

Soto abandonó el parque de bomberos tras un fuerte apretón de manos con el cabo Chica que casi acabó en un abrazo. Después caminó meditabundo hacia su casa, dándose cuenta de que su mujer no le había mandado ningún mensaje en todo aquel tiempo. Cuando llegó y se lo hizo ver, ella le contestó que le había querido dejar tranquilo porque sabía en qué habría estado pensando. El subinspector se sintió invadido por una ola de tristeza, lenta y viscosa, que le llevó hasta la cama como un náufrago de mares antiguos. Tardó mucho en dormirse y soñó con camiones de bomberos que rociaban con espuma el pubis de Sara, incendiado una y otra vez por el calor que le llegaba desde un cercano horno donde se quemaba una pizza.

***

Santamarta pasó el fin de semana dándole vueltas al caso y bebiendo coñac, pues se había autoimpuesto desde tiempo atrás una regla no escrita por la que no se permitía polvo blanco cuando estaba en casa. El domingo por la tarde cuando recibió el whatsapp de Soto llevaba suficiente alcohol en su cuerpo como para empatar a carajillos a una cuadrilla de trabajadores del metal durante más de una semana. Sus hijos se habían marchado toda la tarde de casa por no compartir espacio o para evitar cruzarse con él. Blanca se había metido en la cocina con la excusa de adelantar alguna comida de los siguientes días y se afanaba entre pucheros tratando de no pensar en su vida y en cómo aquel chaval del que se enamoró años atrás se había con vertido en ese trozo de terrible carne y huesos, en ese hombre iracundo e impredecible que ahora estaba borracho, espatarrado en el sofá delante de la tele, dormitando con el mando a distancia en su mano izquierda.

El inspector transitaba entre breves intervalos de sueño y otros de sopor en los que le llegaban imágenes de Josu Heredia con un disparo en su ojo izquierdo y otro dipsaro más que le arrancó siete dientes, y también imágenes Paca asesinada en la cama, con su ano y su vagina grotescamente dilatados. Cuando recuperaba un poco la consciencia, pensaba en el subinspector Soto y todo lo que estaba tratando de avanzar en la investigación mientras su mujer también avanzaba en otras cuestiones, aunque “por ahí ya le he cortado yo las alas”, se decía sin poder evitar una sonrisa borracha, soporífera y satisfecha. “Jodido Soto, no eres mal tío”, continuó el inspector con su etílico monólogo interior, “pero no tienes ni puta idea de lo que es la vida, de lo hijaputa que es la gente y no te digo nada de un asesino. El tito Julio te va a resolver este caso, ya lo verás, Soto, tú dale con las tablas y los datos, pero ya verás como al final te lo resuelvo yo, que soy un policía de verdad”.

Antes de volver a quedarse dormido se dijo que quizá al resolver el caso pudiera dar a Soto la gran lección de la intuición, esa que se tiene o no se tiene, pero que hay que buscar siempre. Se durmió finalmente unos minutos hasta que de la cocina llegó el ruido de una cazuela golpeando el suelo. Demasiado borracho para levantarse, gritó:

—¡Cago en Dios! ¡Un poco menos de ruido, cojones, que algunos necesitamos descansar! ¡No me hagas ir allí a explicártelo!

Blanca, paralizada por su torpeza, deseaba con todas sus fuerzas que no se levantara del sofá y no apareciera por la cocina.