3/3/22

Capítulo 17 (Novela 'Julio y las viejas')

—¿Cómo está don Esteban? ¿Qué ha pasado? ¿Ha ido todo bien? —preguntó Blanca a su marido cuando le vio aparecer por la puerta.

—¿Y por qué cojones tendría que ir algo mal? —le contestó un Santamarta muy agitado.

Antes de ir a casa, harto de la vida y de sí mismo, harto de estar harto, había estado a punto de ponerle cualquier excusa a su mujer y marcharse a pasar la noche follando con Susi, la que hubiera sido su primera noche con ella. Le apeteció como nunca, con un sentimiento enfermizo, mezcla de sexo y de niño desvalido, follársela y después quedarse abrazado a ella, como si entre sus brazos pudiera encontrar una protección al mundo agresivo y afilado que le rondaba hasta en sueños.

Las manos le temblaban imaginando las consecuencias que iba a tener el registro y la detención fallida del cura. Finalmente decidió ir a su casa, no por respeto a su mujer o por un último principio de fidelidad, sino por temor a que Susi se imaginara que lo suyo iba en serio y se enamorase de él más de la cuenta. Dentro de sus más profundos pensamientos, como un ratoncito ciego, algo débil y desesperado deseaba que todo se acabara cuanto antes, poner fin al sufrimiento y la rabia.

La detención del cura había trastocado todos los horarios y rutinas previstas en la parroquia y Blanca pasó la tarde echa un manojo de nervios, impotente ante lo que estaba ocurriendo, especialmente afectada porque la iniciativa hubiera partido de su marido. Le miró, llena de curiosidad y temor por la situación de don Esteban. Arriesgándose a su furia, sacando valor de no sabía muy bien dónde, le insistió:

—¿Qué ha pasado, Julio? Dicen que le habéis soltado. ¿Ha hecho algo malo?

—Pues estás bien enterada. El curita no es tan bueno como parece.

—Pero, ¿qué ha hecho? Por Dios, ese hombre no puede haber hecho nada malo.

—No sé, Blanca, dímelo tú. Que parece que le conoces muy bien. A ver… ¿qué me dices de tu curita?

A Blanca le fallaron las fuerzas cuando Santamarta se le acercó a escasos centímetros y la miró con media sonrisa forzada, pupilas dilatadas y un tic en una ceja. Rompió ella a llorar y, entre sollozos, solo logró responder:

—No sé, Julio, de verdad… no sé. Esta mañana… esta mañana creo que don Esteban había quedado con el sacristán para que le cortara el pelo y justo antes de que marchara le habéis detenido. Es todo lo que sé. Ya no le hemos visto más en todo el día por la parroquia, hasta que hace un rato nos ha mandado un mensaje diciéndonos que estaba bien y en casa…

El inspector se movió ligeramente y soltó un potente y sonoro golpe en la puerta del zapatero que tenían en el pasillo, provocando un meneo en todos los zapatos, botas y zapatillas de su interior, zarandeadas por el manotazo como la carga mal estibada de un barco en plena marejada. Blanca no pudo evitar un respingo. El hijo abrió la puerta de su cuarto con la intención de acudir en ayuda de su madre, pero Santamarta le fulminó con la mirada y el chaval se paró en seco y se echó después hacia atrás con miedo apresurado, cerrando de nuevo la puerta.

Blanca se fue llorando a la cocina y Santamarta se quedó unos segundos mirándose la palma de la mano, sorprendido de su propia violencia, sintiéndose un extraño en su propia vida, como si su mano fuera una extraña con voluntad propia. La poca luz que le quedaba en lo profundo de sus entrañas dio un destello que iluminó por un instante las tinieblas de alcohol y cocaína en las que habitaba. Fue un chispazo inesperado, una herencia debilitada pero suficiente de sus añorados viejos tiempos de buen policía, unas palabras de quebradiza esperanza entre la niebla y la humedad, un resto de bondad e inteligencia en un hombre embrutecido. Se dirigió más calmado a la cocina, respiró tres veces profundamente y, con la mayor ternura que logró reunir en sus dedos, se acercó de nuevo a su mujer y le levantó suavemente la cabeza cogiéndole de la barbilla. Entre lágrimas, Blanca le miró sin entender qué más quería de ella y con la convicción cada vez más cierta de que iba a llegar al fin el día temido en que acabara por golpearla. Y que ese día podría ser ya, entonces.

Sin embargo, Santamarta, conmovido por el rostro quebrado de su mujer y por el descubrimiento que creía haber hecho respecto del caso, le preguntó:

—Blanca, por favor, repíteme a dónde iba a ir el cura esta mañana.

—¿Qué?

—El cura, es importante, cariño. Dime… a dónde me has dicho que iba esta mañana.

—Julio, que él no ha hecho nada, créeme, es un buen hombre.

El inspector quitó la mano de la barbilla de su mujer y se retiró un paso, tratando de controlar la nueva ola de ira que se le estaba acumulando en la parte alta del pecho. Desesperado por obtener cuanto antes la confirmación de su mujer, sin que eso le obligara a entrar en discusiones morales sobre el cura, insistió sin elevar la voz pero con un tono que sonaba a ladrido y amenaza:

—¿A dónde iba a ir?

Blanca dejó de llorar, se secó con torpeza las lágrimas y contestó como una cierva herida:

—A cortarse el pelo donde Alberto.

—El sacristán.

—Sí… Le corta siempre él el pelo en su casa.

—¿En su casa?

—Sí, la madre de Alberto fue peluquera y él aprendió el oficio de crío, me parece…

Santamarta no preguntó nada más. Se dio media vuelta y salió de la cocina, dejando a su mujer con un extraño sentimiento de culpa por si había perjudicado al cura y, a la vez, con una creciente curiosidad por saber qué importancia tenía dónde se cortara el pelo don Esteban y en qué acabaría todo aquello. No entendía nada y ni siquiera sabía si había algo que entender en aquella locura.

Santamarta se dirigió a la sala pasando por las puertas de los cuartos de sus hijos, que seguían cerradas después del amago que había hecho su hijo Mario de pararle los pies. De nuevo temblando de miedo pero de nuevo llena de culpa y curiosidad por el futuro de don Esteban, Blanca le siguió y se arriesgó por segunda vez a hablarle después de que él hubiera dado por terminada la conversación.

Se le había dibujado al inspector una sonrisa tan exagerada que parecía la obra de un artesano en una tosca escultura de madera. Cuando ella vio esa sonrisa no pudo evitar un escalofrío y la frase que estaba diciendo se le murió congelada en la boca:

—Julio, yo quería preguntarte qué le va a pasar a…

Él la miró un instante, fijando sus ojos en un lugar indefinido de su frente, de modo que a Blanca le dio la impresión de que estaba siendo atravesada por un hiriente hilo de sinrazón que partía del cerebro quebrado de su marido. El miedo la bloqueó por completo y quedó petrificada.

El inspector cabalgaba sobre su sonrisa de estatua etrusca y movía afirmativamente la cabeza.

—A tu curita no le pasará nada —dijo al fin, enseñando la doble fila de sus dientes.

Oír de su marido que don Esteban estaba fuera de sospecha, sobre todo que lo dijera en un momento en el que todo era delirante, la ayudó a tranquilizarse y la permitió moverse, alcanzando de nuevo el espacio más seguro de la cocina. Mientras, el inspector miraba el televisor apagado, con la misma sonrisa, susurrando varias veces:

—El Círculo...

Unos minutos después cerró los ojos con fuerza y se dijo: “Pablito, te necesito”. Sacó el móvil del bolsillo, buscó un contacto que tenía archivado como ‘Chapuzas’ y llamó, sin que respondiera nadie al otro lado de la línea.

—Pablito, cojones, que te necesito —dijo después, perdida ya la sonrisa canina que había engalanado hasta entonces su boca.

Dejó el móvil sobre la mesita de la sala y se quedó ensimismado con la pantalla apagada del televisor. Media hora después se quedó dormido en el sofá, para alivio de una Blanca que ya estaba en la cama sin poder pegar ojo.

Soto había llegado a casa sorprendido de sí mismo, sintiendo que su cuerpo era una marioneta manejada por algún diosecillo juguetón y libidinoso. Estaba fascinado por haber besado a Marín y, sobre todo, fascinado consigo mismo porque, más allá de las consecuencias que eso pudiera tener, se sintiera embriagaba por el recuerdo de esos labios voluptuosos de una inspectora de Policía en contacto con los suyos. Y así llegó a casa, con una razonable erección que perdió vigor por la culpa que le invadió al ver a su mujer. Algo dentro de sí le gritó con rabia que no debía sentirse culpable de nada, que ella llevaba desde Dios sabía cuándo bajándose las bragas con el telepizzero. “Hartita de salami, eso seguro”, se dijo el subinspector al dejar las llaves y la cartera en una bandejita de un mueble bajo situado junto a la puerta. En la breve lucha entre el Soto que estaba naciendo con los últimos acontecimientos y el hombre recto y formal que había sido toda su vida, ganó un asalto por última vez el Daniel de los viejos tiempos. Presa de unos absurdos remordimientos se dispuso a contarle a Sara lo del beso con Marín y que sabía que le estaba siendo infiel con un chaval que repartía pizzas a domicilio. Pensó que esa tarde, esa hora y ese lugar eran tan buenos como cualesquiera otros para desatar una tercera Guerra Mundial íntima en su matrimonio, una guerra total que diluyera su vida, permitiendo que acabara escurrida por un desagüe de larguísima tristeza.

Le costó arrancar. Notó la boca exageradamente seca y tartamudeó al decirle que tenían que hablar. Le costó sobre todo cuando ella reaccionó a esa frase echando los hombros atrás y adoptando una postura de vertical rigidez. Le costó tanto que no pudo seguir. Como un alambre de espinos, la ansiedad se le agarró a la tráquea y no fue capaz de decir una palabra más, ni de dejar de temblar durante cinco minutos, los cinco minutos que Sara se dedicó a abrazarle y taparle con una manta hasta que logró que se calmara y, finalmente, se durmiera, también en el sofá, como su superior. Aunque por motivos muy distintos a los de Blanca, también la mujer de Soto sintió un alivio pasajero al ver que su marido se había dormido y whatsappeó a un contacto que tenía apuntado como ‘Ginecólogo’, aunque el propietario de ese número supiera poco de medicina pero sí de inspecciones genitales. “Nene, dame una semana de silencio. Ya te contaré”, le escribió con una buena dosis de emoticonos de corazón. Después borró el historial de whatsapp de ese número.