9/2/22

Capítulo 12 (Novela 'Julio y las viejas')

Llegó el lunes y, como siempre, Blanca se despertó antes que su marido, unos minutos antes de las siete de la mañana para darse tiempo a ponerle el desayuno y que Santamarta tuviera listo su café y sus tostadas que, a menudo, quedaban casi sin tocar cuando el inspector se iba camino de la comisaría.

La mujer quedaba entonces ensimismada. Escuchaba el ruido de la puerta de la casa que demostraba que se había marchado y daba un enorme suspiro, como quien siente un oceánico alivio tras haber estado junto a la bestia y logra sobrevivir para contarlo. Blanca solía sentarse en la misma silla que él desayunaba, dando cuenta de esas tostadas que Santamarta dejaba tras haberles dado dos o tres diminutos mordiscos. Comiéndolas, se servía ella su propia taza de café con un poco de leche de soja y rompía a llorar en silencio unos segundos. Lágrimas y tostadas se mezclaban en esas mañanas de desamparo, desahogo que se permitía durante breves momentos tras los que se recomponía, se rearmaba, despertaba a sus hijos y les preparaba también el desayuno para que marcharan a sus clases.

En el interior de su cabeza miles de gorriones ciegos se golpeaban contra oscuras paredes de ladrillos, en un constante y machacón revoloteo sin fin y sin sentido. El mundo le daba vueltas y la realidad desaparecía ante sus ojos echa girones por el incesante piar desesperado y maltrecho de los pajarillos.

Esa mañana y en aquel momento, como en otros de máxima desesperación, acabó en cuclillas en un rincón de la cocina, abrazando con fuerza sus rodillas y respirando con ansiedad. Logró calmarse un momento que aprovechó para incorporarse y abrir con precipitación el cajón donde guardaba las pastillas, sacando unos tranquilizantes que reservaba para esos ratos tan duros. Se tomó una pastilla que tragó con ansia y una arcada, como una oca a la que ceban para que engorde su hígado. Después regresó conscientemente a su lugar en la esquina y a su posición en cuclillas, sabiendo que los efectos de la medicación eran rápidos y deseando que sus hijos, tampoco esta vez, se levantaran antes de tiempo y la descubrieran así si aparecían por la cocina. Ni Laura ni Mario dieron señales de vida y pasado un minuto Blanca se fue haciendo razonablemente dueña de sí, se puso en pie, terminó de preparar el desayuno a sus hijos, les despertó, les acompañó mientras tomaban la leche con Cola Cao y las galletas y respiró como un odre vacío cuando marcharon de casa hacia el instituto. Después, se abandonó de nuevo al llanto, un llanto más suave que la dejó en paz, siquiera por un rato, con el mundo. Tras sonarse los mocos y secarse las lágrimas en medio de la cocina, a solas, encendió la radio y metió una vieja casete de Mocedades que, al empezar a sonar, le terminó de dar las fuerzas necesarias para afrontar lo que quedaba de día mientras tararaba las canciones que se sabía de memoria.

***

Soto se despertó sobresaltado, dando un pequeño brinco en su cama. La noche calurosa y lo agitado de la pesadilla que había tenido le habían dejado empapado de sudor. Trató de recordar los detalles del sueño pero solo pudo concretar en su recuerdo una vespino de repartidor que despedía un denso y oscurísimo humo y un pene que luchaba lastimera e infructuosamente contra la gravedad para lograr una erección que nunca llegaba. Prestó atención a Sara y comprobó que dormía sin novedad junto a él en la cama. Después se quedó mirando fijamente el techo en penumbra de la habitación, iluminado con la única luz que pasaba por algunas rendijas de la vieja persiana que ya no cerraba bien. Esos pequeños rayos de sol, colados y proyectados a través de los huecos, siempre le habían parecido al subinspector un ejército bien alineado de soldados de luz en perfecta sincronía para combatir las sombras, la última línea de defensa, la esperanza final ante la gran noche. Así lo había escrito una vez que se pensó poeta y garabateó unos versos que sirvieron para dos meses de burla entre sus compañeros de instituto cuando cometió el error de dárselos a leer. Aprendió bien en aquella ocasión que poeta rima con bragueta y que el verso “versos compones” lleva a otro verso: “tócame los cojones”.

Aquella mañana, recién despertado y sudoroso, trató de expulsar de su mente los restos de imágenes de su pesadilla pensando en el caso, en la información que hoy le iba a enviar el cabo de bomberos si cumplía la promesa que le había hecho. Le dieron ganas de desayunar pizza pero se dijo que ese extravagante y masoca antojo iba a ser el último pensamiento que se permitiera ese lunes fuera de sus obligaciones profesionales. Se puso muy severo consigo mismo y llegó a un compromiso interior por el que se prometió no seguir haciéndose daño con ese tipo de divagaciones.

Estando en el bar de Lola, de nuevo esperando a que Santamarta saliera del baño, Soto ojeó su teléfono y abrió la aplicación de correo electrónico por cuarta vez en lo que poco que había transcurrido de mañana. De nuevo comprobó que no había novedad alguna del bombero, así que continuó con la cabeza enfrascada en las posibles hipótesis del caso, removiendo con pereza el Cola Cao que le acababa de poner Lola.

—¿No dicen en las películas americanas “un centavo por tus pensamientos? Eso al menos le escuché un día al cómico ese de barbas, el que hace monólogos —le dijo la dueña del bar.

El subinspector volvió a la realidad y se quedó mirando fijamente a una Lola que perdió de repente la sonrisa con la que había hecho la pregunta. La mirada seca y directa que le dedicó Soto, tan distinta a su habitual mirada plagada de vetas de ingenuidad, la sorprendió. Se preocupó y puso muy seria. No le conocía más que de unos días, pero le había cogido cariño, casi algo más aunque no quisiera reconocérselo:

—¿Va todo bien, Daniel? —le preguntó sinceramente preocupada al verle con ese gesto tan duro, tan sorprendente en este hombre al que le había estado dedicando piropos solo por ver cómo se le subía la sangre a la cara de pura vergüenza y timidez.

El policía siguió mirándola en silencio, incapaz de nuevo de gobernar sus pensamientos y traicionando la promesa que se acaba de hacer para no dejarse llevar por esas ideas. Unas ideas que le llevaban a imaginarse una vida casado con Lola y, a la vez, avergonzándose de esa vida imaginada, castigándose de forma íntima finalmente por ambos desvaríos, el de pensarlo y el de haberse arrepentido. Ella estaba cada vez más incómoda por el silencio del subinspector que solo acabó reaccionando al notar que le había entrado un nuevo correo electrónico que, esta vez sí, era del cabo Chica, un mensaje con un WeTransfer a través del cual podría descargar todo el material sobre la entrada de bomberos en los domicilios de mujeres ancianas fallecidas durante la pandemia del coronavirus.

—¡Por fin! —exclamó Soto con los ojos puestos en el techo con un grito que sobresaltó Lola.

El subinspector rebuscó en su bolsillo derecho y sacó de forma precipitada un billete de cinco euros que dejó junto al vaso de Cola Cao que no había tocado. Sin esperar siquiera a que le diera las vueltas, se despidió y, al ir a salir por la puerta, se giró y le pidió:

—Luego vengo a comer, Lola. Dile por favor a Santamarta que me voy a la oficina y que me voy a tirar allí toda la mañana. ¡Creo que hoy lo puedo tener!

—¿A quién? ¿Al asesino? —preguntó ella, pero el subinspector ya no pudo oírla porque estaba fuera del bar y andaba con paso rápido, alejándose como un pajarillo nervioso.

Santamarta salió poco después del cuarto de baño y Lola le trasladó el aviso de su subordinado, ante el que el inspector quedó también pensativo y silencioso.

—¿Qué os pasa hoy a todos? —dijo Lola mirando al inspector, que parecía extrañamente tiznado de ceniza, como si algo recubriera su piel y su ropa anticipando un final trágico a una vida de llena de tragos amargos antes del último y solitario trago.

—Este guaje va a acabar conmigo, de verdad —dijo por fin el inspector—. Qué empeño de los cojones le ha entrado con lo del asesino en serie.

—¿Un asesino en serie, aquí…? —preguntó Lola.

—Yo qué sé, al final me está contagiando su paranoia y hasta me lo creo. O descubrimos a un asesino y salimos en los periódicos como héroes o hacemos un ridículo de agárrate y no te menees, seremos el descojono de la comisaría durante años, hazme caso.

—Pero tú le crees.

—Joder, no sé, he visto yo mucho en esta vida y me parece un inocentón. Pero es que no conseguimos avanzar nada y yo estoy en blanco. Lo único que podemos hacer es lo que se le ocurre a él. Yo qué sé, Lola, yo qué sé. Además, que me tengo que pegar a él cuando salimos a la calle. Soto es muy bueno en su mesa, con sus papeles, pero en la calle se lo comen. Y que no sé qué hago hablando de estas cosas contigo, mujer.

—¿Con quién las vas a hablar, si no?

—Pues también es verdad.

—Hacéis buena pareja, entonces.

—Sí. Lo que está por ver es si hacemos buena pareja de policías o buena pareja cómica.

Soto se sentó con indisimulada ansiedad en su mesa y encendió el ordenador. Maldijo en silencio la lentitud del aparato para arrancar y activar su sistema operativo. Se puso absurdamente nervioso mientras esto sucedía. Después, cuando ocurrió, abrió su Gmail y se descargó los archivos que le había pasado el bombero. Los compañeros de la comisaría le saludaban cuando iban llegando y él, abducido por el material que tenía entre sus manos, les respondía con un balbuceo ininteligible. Se dio un golpe con la palma de la mano en la frente y se dijo: “El mapa, ¿cómo puedo ser tan tonto? El mapa, joder”.

Se levantó de la silla como impulsado por un resorte de doble muelle y acudió a la carrera a la librería-papelería que había cerca de la comisaría. La ciudad continuaba indolente, caliente y húmeda, mientras el subinspector de nuevo se empapaba en sudor, fruto del estado de excitación en el que se encontraba al haberse convencido por completo de que el material que le había pasado el cabo Chica iba a permitir, esta vez sí, comenzar a estrechar las manos para agarrar por el pescuezo y llevar ante el juez a ese desgraciado que tenía la macabra afición de matar viejas. Compró un plano de la ciudad a tamaño A3, porque ese tamaño de doble folio era lo suficientemente grande como para marcar los puntos donde habían encontrado mujeres mayores muertas en sus casas, pero no demasiado grande como para que no cupiera en su mesa o le dificultara el trabajo de hacer todas esas anotaciones.

Al volver a la comisaría se encontró en la puerta con Santamarta, que le dedicó un “buenos días” con aire de pregunta llena de curiosidad.

—Inspector, deme la mañana para trabajar.

—¿Otra vez de usted, Soto?

—Perdón, es que estoy nervioso. Tengo algo de lo que voy a sacar alguna conclusión.

—¿Me necesitas para algo?

—No, lo tengo muy claro.

—Vale, primaveras. Tienes hoy todo el día.

—Me bastará con la mañana.

—Mejor todavía. Pero cuando acabes me cuentas, sin falta. Y me lo cuentas solo a mí, a nadie más, ¿estamos? Que no quiero acabar haciendo el ridículo.

—Sí.

—Pues, ale, guaje, a por ello.

Soto se dirigió de nuevo con prisa a su espacio de trabajo, colocó el plano y empezó a imprimir todos los archivos que acababa de recibir. Eran 53 documentos que ocupaban dos hojas y media cada uno, así que le tocó un cambio de toner y de paquete de folios en la impresora, provocando algo de cola con otros compañeros que también habían mandado documentos a imprimir. En aquel ir y venir de toner, folios y compañeros, le entraron ganas de compartir con los otros lo que pretendía hacer, pero un gramo de prudencia y la reciente advertencia de Santamarta le hicieron optar por el silencio.

Quince minutos después estaba en su mesa con un tocho de 159 hojas aún calientes tras su pasao por la impresora, además de un plano de esa ciudad del norte de España. “Voy por ti”, pensó y se arrancó a trabajar, ajeno a todo lo que no fueran esos papeles. Se le puso su mejor cara de investigador conforme empezaba a repasar con premeditada parsimonia nombres, direcciones y fechas, dentro de su mundo favorito de criminólogo aplicado y concienzudo. Soto era entonces como un dios omnipotente que hubiera puesto sobre una ciudad junto al mar, húmeda y salada, sus ojos inquisidores, como si el plano fuera realmente la población con sus calles, sus edificios y los anhelos de su gente vistos desde las alturas celestiales. El subinspector era un Zeus dispuesto a buscar el corazón miserable de quien disfrutaba asesinando viejas, un jefe del Olimpo con el noble objetivo de descargar un rayo justiciero y fulminante que acabara con ese miserable, por muy escondido que estuviera y por muy resbaladizo que pretendiera ser. Se dotaba de una mirada poderosa para comprender lo incomprensible, para saber cómo una mente enferma había ido tomando decisiones, en qué lugares, con qué cronología y, sobre todo, en qué remoto anillo del Infierno tenía su morada tanta miseria. Echó mano de lo aprendido en otro de sus masters, Aplicaciones de Perfil Geográfico en las Investigaciones de Asesinatos en Serie, aplicando metódicamente esos conocimientos en el análisis de los datos que le iban ofreciendo los papeles que tenía sobre la mesa, mientras un fugaz estremecimiento en la nuca le fue terminando de convencer de que la justicia sí iba a ser posible en este caso. Y lo iba a ser gracias a él, al subinspector que quizá podría lograr un ascenso por tan meritoria investigación. O eso pensó. “Pero vamos a cazar al jodido oso antes de vender la piel”, se dijo mentalmente usando un plural mayestático que se le escapa en las ocasiones de grandes emociones, como lo era esta para su corazoncito de investigador. Antes de tamizar los datos en alguno de los sistemas de información geográfica, Soto prefería hacerlo a la vieja y analógica usanza, marcando con paciencia y bolígrafo las cifras y los lugares en el mapa, para desentrañar sin prisa pero sin pausa por dónde había actuado previamente quien después acabó asesinando y violando a la señora Paca. Para averiguar cómo se había desplazado, cuáles habían sido sus movimientos y zonas de acción. Y, si finalmente lograba cantar bingo investigador, tener una aproximación razonable sobre el lugar de residencia de este cabrón o, al menos, de su centro de operaciones, del lugar desde el que había salido y vuelto para llevarse por delante a esas mujeres.

El subinspector era muy consciente de que ni él ni Santamarta tenían nada concreto a estas alturas y que el tiempo transcurrido sin avances destacables les estaba poniendo, aunque se negaran a reconocerlo, bastante nerviosos.

Si el entorno, las tiendas, los semáforos, los parques, los colegios o los centros de salud que forman su paisaje se convierten en una construcción mental en la cabeza de cualquier persona sana, lo mismo ocurre con alguien que pasa años asesinando mujeres mayores. En la mente enferma del criminal, Soto se lo iba repitiendo varias veces mientras bisbiseaba los datos que iba trasladando a puntos concretos del mapa, todo cuando le rodea es representación y se representa, se convierte en un escenario íntimo, porque, en su comprensión y en la de cualquier cerebro humano con inteligencia suficiente, la realidad se transmuta en el escenario de una obra de teatro personal, y como todo lo personal tiene personales ambientes, distancias y prioridades, parecidas a la realidad pero distintas a ella. Este teatro mental determina nuestras acciones y determinó las del mataviejas, por dónde se había movido, en qué lugares había actuado, cómo había huido de los mismos y cuándo se había considerado lo suficientemente a salvo como para celebrar su crimen o relajarse y seguir con la parte de su vida presentable.

Soto se iba entusiasmando conforme seguía trasladando datos al plano, aunque trataba de que el entusiasmo no le precipitara en la interpretación de los hechos ni le sacara del estado de concentración cercano al trance en el que se encontraba. Pero, sí, se estaba entusiasmando y no lo podía evitar porque, salvo algunas muertes que distorsionaban el dibujo general, la figura que se iba conformando parecía bastante clara. Insultantemente clara. El mapa mental de este tipo al que buscaba, porque el subinspector tenía la irracional convicción de que era un hombre, el recorrido que parecía haberse permitido el asesino, cómo había llegado y salido de allí, qué sitios le habían sido cómodos y familiares para moverse, dónde se había sentido más seguro… todo eso conformaba un círculo. “¡Un círculo, joder, un círculo!”, se dijo. Al menos eso parecía que iba a ser cuando Soto se detuvo un minuto par ir al baño a la altura cien de las 159 páginas. En los urinarios de pared de la comisaría, mientras realizaba acrobáticos círculos con el chorro de pis llevado por un alegre e infantil orgullo de investigador que avanza en sus pesquisas, Soto se acordaba del profesor David Canter y sus estudios sobre criminales que habían actuado en una zona geográfica delimitada por un círculo. Estaba exultante, feliz como un niño de que esa teoría tan simple hubiera tenido aplicación y le fuera a dar resultado en su caso, porque aquel ya era su caso, el caso de su vida, lo tenía muy claro.

—Te como los ‘güevos’, David —dijo en alto llevado casi por un estado eufórico.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el subinspector Trujillo, que había entrado por casualidad tras él y se había quedado fascinado por el movimiento pendular de pelvis que Soto se había dedicado a realizar mientras meaba.

—¿Eh? —contestó un poco ruborizado.

—Que si estás bien… te preguntaba.

—Sí, sí… bueno… sí. Es que creo que vamos a avanzar en el caso de la mujer asesinada.

—¿Sí?

—Sí, ¿conoces el perfil geográfico? —le preguntó Soto mientras se subía la bragueta y comenzaba a lavarse las manos.

—Sí, claro, pero ¿eso funciona?

—Pues yo creo que sí. Santamarta no quiere escucharme, aunque la verdad es que me ha dejado trabajarlo. Bueno, yo creo que funciona. Creo que va a funcionar. No… bueno, que estoy seguro de que sí, que funciona. Y lo voy a comprobar.

—Vale, vale.

—¿Qué miras con tanta fijación? —le preguntó Soto al ver que Trujillo no perdía detalle de cómo se lavaba las manos.

—Es que me estoy acordando de una tontería.

—¿Cuál?

—Una chorrada, da igual.

—Venga, Trujillo, no me jodas, ahora me lo cuentas.

—Vale, pero que es una bobada. Me acuerdo de mi primer jefe, el inspector Caballero.

—¿Pues?

—Era muy guarro, el cabrón de Luis Ángel. Nunca se lavaba las manos después de mear. Se iba de putas y alguna vez le acompañé. ¡Anda que no aprendí yo cosas allí en los puticlubs! El tío cerdo me contaba que no le gustaba que las putas se lavaran antes de pasar a la cama, porque decía que le gustaba que olieran a mujer, a mujer de verdad.

—Trujillo, no me jodas.

—Tú has insistido en que te lo contara.

—No era necesario, joder, no era necesario, es casi la hora de comer y esto no era necesario —dijo casi en un suspiro en el que no pudo evitar media sonrisa.

—La próxima vez no preguntes tanto —le contestó su compañero con un guiño pícaro—. Suerte con lo del perfil geográfico.

—Gracias. Bueno… a ver si no la necesito.