14/2/22

Capítulo 13 (Novela 'Julio y las viejas')

—Inspector, tenemos que hablar con el cura.

—Pero antes una cosita.

—¿Cuál?

—Me vas a hacer un favor.

—¿Qué favor?

—Chúpamela y dime el sabor.

—¡Inspector! —protestó con ímpetu Soto.

—Guaje, que hace ya mucho que te estoy viendo venir, no me toques los cojones con el cura.

—Inspector, de verdad, no es ningún capricho. Tenemos que hablar con el cura.

—No puedes estar tan desesperado como para creer las tonterías que nos dijo aquella vecina cotilla. Vamos a ver si empezamos a diferenciar los chismes de una vieja aburrida de lo que es una buena prueba. Estoy teniendo mucha paciencia contigo, pero ya me estás cansando.

Santamarta se marchó de la comisaría farfullando entre dientes. El subinspector no contestó nada más, prefirió callar por el momento. Se fue a su asiento y se quedó pensativo, mirando al techo como un monigote inerme. No le había contestado nada más porque tendría que haberle explicado lo que había estado haciendo todo el día anterior en su mesa de trabajo, los puntos que fue anotando en el plano de la ciudad, las localizaciones de los domicilios donde se habían encontrado cadáveres de mujeres mayores. Habían sido asesinadas, de eso estaba ya seguro Soto, porque tenía muy claro que no habían sido otra cosa más que asesinatos seriales cometidos por un criminal con rasgos de personalidad psicopática. La demostración más palpable de ese convencimiento al que había llegado el subinspector era precisamente la habilidad que había tenido el asesino para hacerlos pasar por muertes naturales. Asesinatos que se fueron acumulando en una fría y perfecta rutina hasta que, con la última mujer, algo se rompió en el perverso equilibrio de esa mente especializada en cortar el aliento a estas ancianas. Porque el subinspector no dudaba de que algo nuevo se había desencadenado en el asesino aquella última vez, una pulsión sexual nunca antes permitida había salido de las regiones más oscuras de esa mente demencial, forzando y agrandando los esfínteres de aquella última pobre mujer asesinada, doña Paca.

No le podía explicar a Santamarta que las señales que fue realizando en el plano fueron dibujando un círculo imperfecto y bastante deforme, pero un círculo al fin y al cabo, en cuyo centro estaba la piedra filosofal del caso. Eso decían las teorías criminológicas a las que Soto se agarraba con la fe del creyente en tiempos de tempestad, como un Jonás metido a Policía Nacional en el vientre de una ballena, de una terrible bestia marina que podía ser la inconcebible hija bastarda de tres padres: un asesino en serie, un inspector violento y un repartidor de Telepizza. En la profunda, húmeda y desesperanzadora barriga de esa ballena, Soto trabajó con determinación, bordeando la nada, sin más esperanza que la luz del flexo en su mesa de trabajo y las certezas teóricas que le daban sus teorías criminológicas. Sabía, porque se le iba haciendo más que evidente, que su vida, que los pilares fundamentales de su vida, corrían el riesgo de deshacerse como el mal hormigón con el paso de los años, provocando un hundimiento completo de todo lo que él era, de todo en lo que creía. Su matrimonio, junto a su respeto por un superior y también su convicción de que era capaz de cazar al asesino, todo por separado y todo a la vez, amenazaban ruina y debía salvar al menos uno de esos tres pilares para que algo quedara en pie.

Soto seguía mirando al techo, ensimismado, aliviando con este gesto inconsciente la tensión que se le acumulaba en las cervicales. Mirando las placas de escayola que tenía encima salpicadas por varias lámparas fluorescentes, tuvo una revelación del precipicio al que se estaba conduciendo su vida. Un sudor frío y caliente a la vez, profundamente desagradable, le empapó los costados e hizo que la camisa se le pegara al cuerpo. Mirando la anodina sucesión de placas de escayola del techo comprendió lo que se le acabaría por venir encima, los golpes de desamor y furia que iban a deslomarle el alma como si un cielo sólido se le echara encima, vaciándole la alegría hasta dejársela como una lastimosa culebrilla raquítica. Supo que Sara y Santamarta le iban a hablar con lenguas llenas de insectos que acabarían por hacer un picudo nido en su corazón. Soto era Jonás y rezaba, si es que él fuera de rezar, pero solo le contestaba el cruel eco de las tripas del Leviatán. Jonas en su ballena. Jonás resistiría en el vientre de su ballena sabiendo que cazaría al asesino. Su matrimonio se acabaría y el inspector también. Porque atraparía al asesino pero lo demás sería una fuente generosa de pus y dolor que ya no dependería de él, aunque vertería desde él y sobre él su insoportable fruto. Y él lo soportará porque conseguirá ser otro Jonás, salir del vientre profundo y oscuro de la bestia, conseguirá ser otro Soto que aprenderá, al fin, que el sufrimiento crea adicción pero que de eso también se sale.

Estaba claro que no podía contarle nada de esto a Santamarta pero sí debía encontrar la manera de apretar al inspector para ir a por el cura sin que su superior le arrancara la mano de un mordisco furioso. Debía encontrar la manera de hacerle ver que había que hablar con el cura, no solo por lo que dijo la vecina, que también, sino porque en el centro del círculo que conformaban las anotaciones en el plano… estaba la iglesia. Se le vino a la cabeza, que había bajado y que ya no miraba al techo, la inspectora Marían, a la que ya se veía capaz de dirigirse para hablar de cualquier cosa con una confianza inesperada, surgida de no sabía qué lugar desesperado.

Y Marín le ayudó porque buscó esa misma tarde el momento para hablar con Trujillo cuando Santamarta estuviera cerca y pudiera oírles. Y le dijo a su subinspector que el caso de la vieja tenía toda la pinta de que iba a quedarse sin resolver y que a ella se le hacía raro porque no podía ser que alguien que hubiera reventado así a la vieja no hubiera dejado algún hilo suelto del que tirar. Trujillo escuchó un poco sorprendido el comentario de su inspectora, sin acabar de comprender a cuenta de qué le decía tal cosa y en aquel preciso instante. Al darse la vuelta y ver a Santamarta tan cerca, con los ojos fijos en ambos, comenzó a comprender el sentido de la conversación que después Marín le acabaría por explicar. Pero en aquel momento, cuando se giró y su mirada se cruzó con la de Santamarta, este se encendió por lo que había oído y sin mediar palabra previa le soltó:

—¿No tenéis otro pito que tocar?

—Que te den y te guste —le contestó Marín, agarrando por el brazo a Trujillo para sacarle de allí y evitar un nuevo choque con Santamarta.

Al quedarse solo, Santamarta llamó de inmediato a su subinspector:

—¡Soto, me cago en mi padre! ¡Vente de donde estés y me cuentas la mierda esa de teoría del cura! ¡Y más vale que aciertes, primaveras, porque como pringuemos por esto a mí me empapelan, pero a ti te voy a dar tan duro por el culo que la gente va a oír mis pelotas rebotando en tu ojete y va a pensar que son las campanas llamando a misa mayor!

—Voy —contestó el subinspector sin poder evitar una pequeña sonrisa, algo floja, algo triste.

Media hora después la conversación se había producido y Santamarta hacía el mayor esfuerzo del que era capaz para tomar en serio las investigaciones y las hipótesis de Soto, que le seguían pareciendo una soberana estupidez. Pero hizo todo lo posible por convencerse de que aquello tenía sentido, aunque solo fuera por demostrarle a la cantamañanas de Marín y al sinsustancia de Trujillo que el caso no estaba bloqueado, que había vías abiertas para seguir buscando al asesino, que él, el inspector Santamarta, tenía más escamas que una serpiente y muy mala hostia como para que ese mataviejas se fuera de rositas.

—El cura, entonces… —dijo finalmente el inspector.

—Bueno… en el centro del círculo está la iglesia y el cura hacía y hace muchas visitas a mujeres mayores que están solas. Eran lugares donde él estaba cómodo y seguro. A mí también me cuesta creerlo, de verdad, pero no le encuentro otra explicación. Le he dado un montón de vueltas y siempre acabo en el cura. Sí, en el cura.

—El círculo tiene en el centro la iglesia. No podía ser otra cosa, tenía que ser la iglesia. Hay que joderse.

—Está rodeada de un parque y ahí no hay nada más que ese edificio.

—Que sí, que sí, Soto, que me ha quedado claro. Ahora toca patearse la ciudad. Patearse el circulito de marras.

—¿Perdón?

—Tanto estudiar al final no es bueno para la salud. En fin… ¿cómo vamos a por el cura? Si le vamos al juez con esta milonga del círculo se nos descojona o nos mete un puro.

—Sí, eso es verdad. No creo que ni siquiera haya oído hablar de Canter.

—¿De quién?

—Ya te lo he dicho antes. El círculo es una teoría de Canter. El Círculo de Canter.

—¡Ah! Vale… una cosa. Esta historia del círculo, del Canter y de la madre que parió a Paneque mejor no la vayas contando por ahí. Y al juez, ni se te ocurra, ¿estamos?

—Sí, sí… ¿Quién es Paneque?

—Soto, a veces me doy cuenta de lo tonto que eres y me da escalofríos, pero eso ya no tiene remedio. Porque más tonto que el tonto es el que le sigue. Venga, a lo que iba, saca un listado de todas las viejas muertas de las que tengamos sospecha de asesinato y vamos allá. Se acabó el andar en tu mesa como un ratón de biblioteca. A la calle. A hablar con todos los vecinos de todas ellas y, sobre todo, a ver si nos enteramos de quién solía visitarlas.

—A ver si las visitaba mucho el cura.

—Exacto, lumbreras. Por lo menos, a ver si las visitó antes de morir.

—De que las asesinaran.

—Que sí, joder, eso, de que las asesinaran.

El subinspector se dirigió a su ordenador y extrajo un listado de las mujeres que podrían haber sido asesinadas. Lo imprimió en dos copias, le dio una a Santamarta y, con la otra en su carpetita, fueron camino del bar de Lola a comer. Antes de entrar, sacó su cuaderno de notas y apuntó: “Círculo de Canter señala al cura. Interrogatorios a vecinos de posibles víctimas”.

Dando cuenta del grasiento menú del día, decidieron repartirse la treintena de viviendas con sus correspondientes vecinos. Lejos, a miles de kilómetros, en un mar ignoto en plena marejada, un barco japonés lanzaba un arpón y daba muerte a una ballena.