22/2/22

Capítulo 16 (Novela 'Julio y las viejas')

En una reunión a las siete de la mañana organizaron la operación de registro de la casa del cura con mucho de precipitación, descuidando algunos detalles con la seguridad de que era imposible que alguien tan conocido y que acumulaba tantos años sobre sus huesos y sus pasos pudiera siquiera pensar en escaparse. En esa reunión previa con el equipo, Santamarta se dirigió a los agentes de la Científica y les dio una orden corta y certera:

—Buscamos pelos. Sueltos o en mechones. Cortos, de vieja. Pelos de vieja. —Y ante la cara de sorpresa de alguno, añadió—: Pelos de la cabeza, de la cabeza…

Nadie entendía nada, nadie era capaz de explicarse por qué iban a por el cura. Pero la figura del juez exigiendo atrapar al asesino de su madre pesaba demasiado en el ánimo de todos como para que ninguno pidiera más explicaciones de las mínimamente necesarias.

Cinco minutos antes de las once de la mañana Soto y Santamarta, después de haberse asegurado de que todo el papeleo estaba en orden, se presentaron en la iglesia del Carmen, acompañados por un coche patrulla con dos agentes uniformados, que se dirigieron a la entrada trasera del edificio para cubrir un más que improbable intento de fuga del cura. Don Esteban estaba sentado en uno de los bancos cercanos al altar, con la mirada perdida en dirección a la imagen de la Virgen, rezando. Precisamente bajo esa imagen a la que parecía mirar el cura estaba Blanca, barriendo con parsimonia. Ella fue la primera en ver a su marido y a Soto, que habían entrado por la puerta principal y avanzaban por el pasillo después de haber localizado de un primer vistazo al cura. La mujer quedó un poco sorprendida por esa visita inesperada y unos segundos después reaccionó y se acercó a ellos, alcanzándoles unos metros antes de que llegaran a la altura de don Esteban, convencida de que su marido venía a buscarla o a decirle alguna cosa a ella. Iba tamblando, sobre todo al ver la cara tan seria que traía el inspector.

—Julio, ¿va todo bien? —le dijo en voz baja.

—Sí, Blanca, tranquila, venimos a hablar con él.

—¿Con don Esteban?

—No te metas. Esto es importante, así que déjanos trabajar y estate tranquila.

Santamarta agarró a su mujer de la muñeca y la obligó a echarse a un lado mientras él y Soto terminaron de llegar a la altura del cura, que ya se había vuelto a observar qué ocurría, intrigado al ver a Blanca dirigirse a la zona central del pasillo y oír después la conversación a su espalda.

—Eres el marido de Blanca, ¿no? —le preguntó.

—Sí, pero ahora soy solo un inspector de Policía. Don Esteban, está usted detenido como presunto autor del asesinato con agravante de agresión sexual de Francisca Gómez Burredo —le dijo mientras le entregaba la orden de detención firmada por el juez Esquide.

Sonó un golpe seco. Era la escoba que Blanca tenía en su mano y que, de la impresión, había dejado caer. El cura no lograba decir nada, incapaz de comprender qué estaba ocurriendo. Durante unos segundos se hizo el silencio. Los policías mirando al cura, que no acertaba a comprender ni a responder cosa alguna, mientras Blanca dejó de temblar y notó un escalofrío muy desagradable en la espalda.

—Pero, pero… Julio, ¿qué dices? —se atrevió a preguntar ella al fin.

El inspector, visiblemente incómodo y molesto con la presencia de su mujer, le contestó, agarrando a don Esteban por el codo para sacarlo de allí:

—Blanca, no te metas que esto no va contigo.

Y ella se quedó allí observando cómo se lo llevaban por el pasillo central de la iglesia, con una sensación de irrealidad y una bola de desesperación creciéndole en la parte más baja de sus intestinos, porque encima de sus ovarios de mujer acobardada se encendió una pequeña chispa de rebelión. Sus hijos y aquello eran la última frontera. Sus dos hijos, aquella iglesia, don Esteban y los ratos que con él y con el sacristán pasaba eran lo poco que le quedaba limpio y bueno en una vida contaminada por un marido cada vez más violento, cada vez más maltratador. Y que Santamarta se hubiera presentado allí y hubiera detenido al cura suponía para Blanca perder lo único que le quedaba más allá de sus hijos, perder lo único que era suyo, el último resquicio de una vida que mereciera la pena. Porque sabía que Laura y Mario iban a volar pronto de una casa convertida en un infierno, incapaces de continuar junto a un diablo maltratador cada vez más insoportable. Y ella se quedaría a solas con su miedo y ese diablo maltratador. Con esta detención en la iglesia, Santamarta había contaminado la última estancia pura de su alma, había orinado sobre su iglesia y su don Esteban. Su marido, sin él saberlo, le había terminado por quitar todo con esa detención. Y eso es peligroso, es muy peligroso dejar a una persona sin nada que perder porque ya le da igual qué hacer o decir, porque con cualquier reacción, por muy absurda que sea, lo único que puede hacer es ganar y la más mínima ganancia es un tesoro cuando se ha perdido todo. Blanca se agachó y recogió la escoba, agarrándola con tanta fuerza que la piel de los nudillos se quedó blanca por la tensión que impedía el riego habitual de sangre en la capa exterior de la piel. Quiso tragar saliva pero tenía la boca seca, quiso pensar pero solo le invadía un asco oceánico por su marido, quiso ser pero solo sentía. No era cuerpo, ni pensamiento, ni alma. Solo la esencia del sentir, de la rabia y, a la vez, de una derrota insondable.

Santamarta y Soto avisaron a la patrulla que vigilaba la entrada trasera y se dirigieron a la casa del cura, donde ya les esperaban los de la Científica y la secretaria judicial, acta de entrada y registro en mano, dispuesta a tomar nota de todas las pruebas que allí se recogieran.

Don Esteban entró en su propia casa muy silencioso, impresionado como un niño que no comprende las cosas que le dicen los mayores pero que obedece por miedo a que su comportamiento pueda llegar a empeorar la situación. No entendía por qué aquel nutrido grupo de agentes se dedicaban a buscar algo, tampoco sabía el qué, pero comprobaba alucinado cómo lo hacían a conciencia, en cada rincón, en cada habitación y en cada cajón. De abajo a arriba, de izquierda a derecha, siempre en el mismo orden.

Al final se atrevió y preguntó varias veces, muy bajito, qué era lo que buscaban, pero nadie quiso contestarle. Los agentes realizaban su tarea con una sombra de vergüenza, sin casi hablar, y el único ruido que se escuchó en la casa durante la mayoría del tiempo fue el de los cajones que se abrían y cerraban, el de los objetos que se movían y el de los policías yendo y viniendo. Nadie hablaba y la pregunta de Don Esteban se deshizo después de caer al suelo en medio de todos sin que nadie la recogiera.

El cura decidió colocarse en una esquina para no molestar, íntimamente convencido de que aquello solo podía ser una enorme equivocación que más pronto que tarde quedaría aclarada. Además, recuperada un poco la compostura, pensó que sería bueno que aquello terminara cuanto antes, porque aunque a la cita para cortarse el pelo ya no le iba a dar tiempo a llegar, quizá sí a oficiar el funeral de la madre del juez Esquide: “Pobre mujer, justo la visité anteayer, parece mentira”, pensó sin dejar de observar el ajetreo que había montado en su casa.

Mirando a los policías también se dio cuenta de que el silencio entre ellos fue dando paso poco a poco a susurros y conversaciones en voz baja. Y hasta le pareció que la mayoría miraban de reojo a Santamarta y al que estaba junto a él, el que había estado también presente en su detención en la iglesia. A estos dos a los que el resto miraban, al menos eso le pareció a don Esteban, se iban encontrando cada vez más incómodos con la situación. Y al cura, eran muchos años de tratar con gente y no solía equivocarse con estas apreciaciones, casi le daban lástima, tan quietos y tan tensos después de haber irrumpido veinte minutos antes con espíritu avasallador y aires casi marciales.

Empezó a atar cabos y concluyó que el marido de Blanca y el otro serían los responsables de la gran equivocación que era el hecho de que estuvieran allí con ese registro, lo que le despertó cierta tierna piedad por ellos, de modo que sacó su rosario y empezó a rezar para que ese error no lo pagaran demasiado caro.

Mientras pasaba las cuentas entre sus dedos al ritmo que marcaban sus rezos, el equipo desplegado continuó su labor con el mismo resultado que habían logrado hasta entonces, ninguno. Nada fuera de lo normal, ni siquiera ningún objeto mínimamente incómodo de la intimidad del cura. Aquello era buscar alguna prueba para incriminar a un santo, un ejercicio policial que casi avergonzaba a quienes lo estaban realizando, como si Dios les mirara desde las alturas omnipotentes y lamentara aquella afrenta contra uno de sus más fieles y bondadosos servidores. Las frases susurradas se fueron repitiendo, haciéndose cada vez menos susurros y más conversación en voz alta hasta que uno de la Científica, con la cabeza afeitada y brillante como una bola de billar y cuerpo cincelado en el gimnasio, se fue a Santamarta y se atrevió a decirle lo que todos tenían ya muy claro.

—Nada, inspector, aquí no hay nada.

—Me cago en mi puta vida —contestó Santamarta mirando fijamente a un Soto que tenía la vista clavada en el suelo.

El subinspector sintió un pequeño vuelco del corazón porque en ese suelo al que había bajado la mirada, vencido por la vergüenza y la impotencia, había visto un pelo, justo en el borde de una de las baldosas de la cocina. Se agachó a recogerlo sacando una bolsita de plástico transparente de las que se usan para guardar las pruebas. En el breve tiempo que duró su gesto de agacharse y sacar la bolsita fantaseó con la posibilidad de que el caso se resolviera gracias a un pelo en el suelo de la cocina en el que se había fijado cuando ya pensaba que estaba todo perdido.

Cogió el pelo con delicadeza ante la inquisidora mirada de Santamarta y el compañero calvo de la Científica. Entornó los ojos para observar bien lo que tenía entre los dedos enguantados y toda su fantasía se rompió como un vaso de cristal que se deja caer, porque lo que parecía un pelo era una hebra de lana, de lana de la chaqueta que en ese preciso momento llevaba puesta don Esteban.

—Es lana de la chaqueta —le dijo al inspector, haciéndole un gesto con la cabeza que señalaba al cura.

—Con esto nos hacemos un llavero —le comentó con ironía y en voz baja uno de los agentes al de la Científica que había dicho a Santamarta que allí no encontrarían nada, mientras terminaban de guardar el material desplegado para la recogida de pruebas.

Santamarta se acercó a la secretaria judicial y se escuchó en toda la habitación explicarle, en unas palabras que daban la sensación de tener eco, que era suficiente, que daba por finalizado el registro y que aquello se acababa allí. La orden llegó rápidamente a todo el equipo.

—Soto, cerramos el tema. Ya hemos hecho bastante el tonto. Venga, plegando… que es gerundio —le dijo Santamarta.

—Y ahora, ¿qué? —se le escapó al subinspector.

Santamarta le miró encendido de ira. Y le contestó:

—Ahora, primaveras, vas a saber lo que es comerte un plato de mierda hasta arriba. Mierda calentita y humeante. Y yo, contigo.

Todos firmaron el documento de entrada y registro que había ido rellenando la secretaria judicial. Ninguna de las pruebas que habían conseguido merecía ese nombre, porque en realidad salían de allí como quien se ha dedicado a pegar golpes en la oscuridad y ha acabado reventándose los puños contra una pared.

Preso de la desesperación, Santamarta fio todo a la toma de declaración al cura, al que de nuevo agarró por el codo y llevó a comisaría. Don Esteban cada vez sentía más lástima por el marido de Blanca. Le miraba con disimulo y sabía que debería temerle porque en cierta medida ahora estaba a su merced, pero solo lograba compadecer a este hombre. Cada vez lo intuía con mayor claridad, solo era un hombre que demostraba tanta agresividad porque parecía haber dejado el amor de su vida a la intemperie, más allá de una muralla orgullo, era en el fondo un hombre que estaba solo y no se atrevía a admitirlo.

El cura pensó un momento en Blanca y le entró una tristeza gris al imaginarla cuando su marido llegara aquella noche a casa, aunque también se dijo que para eso son los matrimonios, para estar a las duras y a las maduras.

Salió Soto del portal tras Santamarta y el cura, todavía más cabizbajo, observando como lo haría un naturalista las raíces salpicadas de verdín de un arbusto solitario en medio de un parterre. Le pesaba el mundo más que nunca, como si al levantar la cabeza le fuera a caer encima, desgajada de un cielo cargado de nubes, una buena porción de ángeles caídos, vestidos de derrota. El subinspector boqueaba porque un nudo de ansiedad se le había acomodado en la garganta y el aire que por ella pasaba comenzaba a tener anhelos sólidos.

Santamarta metió a don Esteban en el coche y volvió a donde Soto, al que dio un empujón para que entrara también en el coche. Después se montó él y condujo hasta la comisaría como si llevara piloto automático.

Hicieron todo el papeleo como quien arrastra grilletes camino de cumplir una condena a galeras y al fin se vieron en la sala de interrogatorios con don Esteban, el más sereno de los tres pese a que acabara de ser detenido por el asesinato de una feligresa a la que había profesado un gran cariño.

Se fueron directos a la toma de declaración para tratar de sacarle algo, después de que le tomaran las huellas y rellenaran la documentación protocolaria para cualquier detenido, pero evitándole el paso por el calabozo de comisaría. Ninguno de los dos lo quiso decir en voz alta, pero aquello era una ofensa añadida que no querían echar encima del cura. No se dijeron eso en voz alta y mucho menos se dijeron lo que ambos empezaban a tener demasiado claro, que este hombre no era culpable de ningún asesinato. Y tampoco se dijeron, claro, que eso suponía que toda esa operación impulsada por los dos era un monumental error.

El interrogatorio fue un desastre, porque intentaron una escenificación de película cutre, de poli malo y poli bueno, que resultó absurda desde el principio, casi cómica si no fuera porque la figura del cura, su mirada tranquila y sus gestos bondadosos les hacía ácidamente presente la creciente certeza de que habían metido la pata. Terminaron el interrogatorio por inercia profesional, mirándose los dos policías como dos náufragos desde dos islas cercanas pero perdidas en medio de un océano oxidado.

—Don Esteban, Esteban, Estebancito, Estebanete… tú mataste a doña Paca —acabó por decir a la desesperada Santamarta.

—No sabe lo que está diciendo —le contestó el cura con un hilo de voz, negando a la vez con la cabeza.

—Será mejor que nos lo cuente y acabamos lo antes posible con todo esto —añadió Soto con una dramatización excesiva en los movimientos de sus manos.

—Si supieran ustedes lo que lloré al enterarme de la muerte de esa mujer, comprenderían que se están equivocando.

—Tenemos su ADN en la escena del crimen —insistió el subinspector.

—Claro, por supuesto. Tenía mucha relación con esa mujer. Procuraba visitarla al menos una vez a la semana. Por Dios, cómo se les ocurre pensar que yo pudiera hacerle daño. Bajo ningún concepto, bajo ningún concepto…

Los dos policías se miraron, sabiendo que se habían rendido pero incapaces de reconocérselo abiertamente. Soto dio un paso atrás, sin darse cuenta, en un gesto inconsciente de abandono de la lucha. Santamarta permanecía en el mismo lugar, sin cambiar de posición, de pie con las dos manos apoyadas sobre la mesa, pero con la zona de las patillas y de la nuca empapada en sudor. Le aguantó la mirada desafiante y el cura no añadió nada más.

El subinspector acabó por salir al pasillo y Santamarta, que sintió aquello como una flaqueza, salió detrás.

—Me cago en tu padre, Soto. Un poco más, que ya lo tenemos.

—No lo tenemos, inspector. No lo tenemos. Esto no funciona. Este tío es un santo o el asesino más cínico que se pueda imaginar. Y yo creo que es lo primero. Vamos a parar esta locura.

—¡Por los cojones! ¿Me oyes? Vamos a parar esto por los cojones. Tú me has metido en esto con tus mierdas de teorías y tus mapitas. Ahora vamos a ir hasta el final. Vaya que sí… y si hay que comer mierda, nos vamos a hartar de mierda. Pero hasta el final, ¿me oíste?

El subinspector sintió que aquello era un castigo por alguna falta que había cometido en el pasado, algún karma bien negro, alguna falta gravísima que no era capaz de concretar pero que era muy real en su pensamiento y que le llevaba a aceptar con relativa resignación el descalabro vital que se le estaba viniendo encima. Santamarta estaba fuera de sí, con la falsa valentía que da el principio de locura.

Completaron el papeleo como dos sonámbulos, incapaces de evitar un destino que no era más que el fruto de sus propias equivocaciones y, metiendo en una carpeta el acta de entrada y registro, pruebas de ADN, peritajes de la Científica, orden de detención y algún que otro documento más, sacaron al cura de la habitación de interrogatorios y se fueron con él a los juzgados, ante la mirada triste y sorprendida del resto de compañeros que a esa hora estaban en la comisaría.

—Y ahora se pone a rezar —dijo en voz baja Santamarta, hablándose a sí mismo en el coche camino de los juzgados al oír el bisbiseo de don Esteban.

Dejaron al cura en los juzgados como si les quemara, convencidos de que se estaban jugando mucho más que el caso y volvieron directos al bar de Lola. Siguiendo el protocolo habitual, don Esteban, aquí sí, acabó en la celda de los detenidos que esperan a pasar ante el juez, sin todo aquello que ya le habían quitado en comisaría y que Soto y Santamarta habían entregado en una bolsa de efectos del detenido. El cura era la encarnación del patetismo, un hombre que iba sin cordones en los zapatos, sin cinturón y con el pantalón bailándole con exageración en la cintura, sin reloj ni anillo y, lo que más echaba en falta, sin el rosario para sus rezos.

Soto, sentado en la barra del bar de Lola, miraba absorto el ralentizado movimiento de los hielos de su Coca Cola Zero. Santamarta se fue al cuarto de baño a meterse una raya de la que solo le aprovechó la mitad porque el resto, presa de los nervios y de un casi imperceptible principio de Parkinson, se le cayó al wáter, elevando a dimensiones estratosféricas su mala leche de serie. Al salir se fue hacia Soto y, acercándosele mucho a la oreja, le dijo arrastrando cada sílaba:

—Me cago en tu puta madre en bicicleta.

Soto levantó con lentitud la cabeza y le sostuvo la mirada, desafiante, aunque a Lola, testigo fascinada de la escena, le pareciera que se estaban mirando a una distancia de millones de kilómetros.

—Por lo menos he investigado algo —le contestó con rabia indisimulada.

Santamarta iba a explotar en una bronca que marcara e impusiera sus galones de veterano pero, en el segundo que tardó en reaccionar, su subordinado ya se había levantado del asiento, le había dado la espalda y se encaminaba hacia la puerta de salida. Soto se marchó rápido, casi corriendo, no por miedo a lo que se le venía encima con el inspector, sino por miedo a lo que estaba a punto de decirle. Porque a la frase que sí dijo, la referida a que él sí había investigado, hubiera añadido: “No como tú, farlopero de mierda, putero, violento de mierda”.

Salió del bar casi a la carrera camino del coche, aliviado de que esas palabras no hubieran sido dichas y se cruzó con Marín en la acera. Ebrio de fracaso, como un acto reflejo, sin comprender por qué hacía lo que hacía pero consciente de que se jugaba de nuevo su carrera profesional, se avalanzó sobre la inspectora y la besó el tiempo que ella tardó en recomponerse de la sorpresa y darle un empujón que lo derribó.

—¿Estás gilipollas? ¡Otra como esta y te saco todos los dientes del hostión que te meto!

Soto se levantó, sintió que le envolvía una densa niebla de locura y salió corriendo a grandes zancadas hacia su coche. Montó y salió quemando rueda del aparcamiento de la comisaría, rumbo a ningún sitio, que es a donde van los que no saben a dónde van.

Marín observó la huida y, cuando al fin desapareció el coche de su vista al doblar una calle, pese a la rabia que sentía por el beso robado, no pudo evitar una leve sonrisa coqueta de conquistadora. Furiosa de ira, pero sonriendo.

Dentro del bar, Lola logró calmar a un Santamarta que había estado a punto de ir, pistola en mano, a explicarle a Soto algún detalle sobre el debido respeto a un superior. La dueña del bar tuvo que salir de la barra y ponerse delante de él, como una barrera de buen juicio, y sujetarle suavemente la muñeca en la que ya tenía el arma, hasta que consiguió que la volviera a guardar. Por fortuna no había nadie más en el bar y para cuando Marín entró, la pistola había vuelto a su funda y Santamarta se camisaba con impostada calma, gesto que había vuelto a sus rutinas en las últimas semanas y que había sido muy habitual en sus momentos de máxima tensión de lucha contra ETA, tantos años atrás.

—¿Cómo estás? —le preguntó la inspectora.

—Vete a tomar un poco por culo, Marín.

—Pero… ¿qué os pasa a vosotros dos hoy? Te vas tú a tomar por culo, payaso. Te vas a tomar un mucho por culo. Y luego vienes y me lo cuentas

El inspector miró a Lola, que le devolvió una mirada en la que le recomendaba sosiego y eso le hizo sosegarse, a su manera.

—Vete a tomar por culo y que te guste —le dijo a Marín antes de salir él también del bar, como unos minutos antes lo había hecho Soto, camino también de ningún sitio.

La tarde se puso en blanco y negro y el cielo pareció perder altura sobre esta ciudad del norte de España en la que dos policías se sentían incapaces de atrapar a un asesino de viejas.

A esas alturas del día, don Esteban pasó al despacho del juez Esquide. Un juez que solo lograba pensar que la muerte de su madre le había nublado definitivamente el entendimiento y que por eso no lograba comprender nada, especialmente no lograba comprender nada del despropósito de diligencias que le habían facilitado los dos policías tras detener al cura y tramitar su paso a disposición judicial. El juez se frotaba las sienes, la frente o el entrecejo, leía y releía la documentación y sentía que se iba apoderando de él una nada y una tristeza muy grandes, como dos depósitos comunicados por un envenenado vaso comunicante.

Con el cura ante sí, desarmado por las últimas coces que le había pegado la vida en las tripas del alma, el juez se vio incapaz de iniciar un interrogatorio al uso.

—¿De qué va esto, don Esteban?

—Juan, no entiendo nada —le contestó el cura acercándose a él con los brazos abiertos.

Ambos se fundieron en un abrazo cerrado y el juez rompió a llorar como un niño, repitiendo todo el rato lo mucho que quería a su madre. Cuando recuperó un poco el control de su desborde de emociones le despidió con el enorme cariño que le tenía y gestionó su puesta inmediata en libertad sin cargos. Después se sentó en su silla, cogió aire, contó hasta diez mentalmente y ordenó a su secretaria que llamara a Santamarta y Soto para que acudieran a su despacho.

Era la hora de cenar cuando los dos, llegando cada uno desde su parcela de infierno particular, coincidieron en la puerta de los juzgados, se saludaron con un pequeño movimiento de cabeza y entraron a la vez.

—¿Saben quién se está descojonando ahora mismo? —les preguntó el juez Esquide como inicio de conversación cuando estuvieron ya en su despacho.

—No, señoría —respondió Soto, porque Santamarta permaneció callado, con los músculos de la mandíbula muy marcados por la presión que estaba haciendo al apretar con fuerza la boca.

—El asesino de Francisca y de mi madre. Se está descojonando de que hayan encargado este caso a dos patanes a los que no se les ha ocurrido otra cosa que detener a un cura. Un cura… al que habría que rebuscar mucho para encontrarle una falta.

Soto no contestó nada y miró un abrecartas que tenía Esquide sobre su mesa y se le ocurrió que hubiera sido una pieza clave si aquello fuera una novela de Agatha Christie. Se sorprendió a sí mismo con este pensamiento, puesto que parecía no importarle demasiado la bronca tan descomunal que le estaba cayendo por parte del juez, como si le diera igual una bronca más que nada añadía en realidad a la vergüenza que él sentía en su fuero interno por el enorme fracaso de su hipótesis investigadora.

Santamarta tampoco reaccionaba pese a que el juez les tildara de pareja de inútiles que, por no tener, ni siquiera tenían buenas intenciones.

Era de noche cuando salieron de los juzgados y el inspector vio que tenía tres llamadas perdidas del comisario. “Mi ración de mierda está cubierta por hoy”, se dijo antes de montarse en el coche sin despedirse de Soto y marchar a su casa. El subinspector recibió entonces también una llamada del comisario y Soto sí respondió porque todavía iba camino de su coche, que había aparcado más lejos.

—Salimos ahora de los juzgados —se justificó—, de hablar con el juez.

—Mañana a primera hora en mi despacho, a las nueve. Los dos, le hago responsable de que Santamarta esté también.

Iba a contestar, pero el comisario había colgado. Estaba ya cerca del coche y lo miró unos segundos con detenimiento. Se le ocurrió que le gustaría tener uno nuevo, más potente, con mejor carrocería. Pero quizá no era buena idea meterse en gastos cuando el suelo de la vida se le estaba llenando de baches y aceite y todo el mundo sabe lo que derrapan las vidas llenas de baches y aceite.

19/2/22

Capítulo 15 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto notó una náusea incontrolable, una vergüenza de tal intensidad que se cuestionó si después de aquello no sería mejor dejar el cuerpo de Policía. Miraba al inspector y quería pedirle perdón pero no se atrevía porque no estaban solos, sino en la casa de don Esteban, con muchos armarios abiertos y mucho desorden. Se cagó en Canter y en todos sus muertos, en la vecina que les dijo que el cura solía visitar a la anciana asesinada, en todos los que le habían contado que el cura visitaba también a las otras viejas asesinadas, se cagó en el ADN de los mocos de los pañuelos de papel y en sus estudios de Criminología, especialmente se cagó en el master y en el director de su tesina. Porque aquello era un error de dimensiones siderales. De esos errores que acaban con la carrera de alguien con intención de llegar a inspector de policía.

Miró al cura, un hombre que mantenía su gesto bondadoso pero que también demostraba sentirse estupefacto ante lo que estaba ocurriendo, porque su casa se había llenado de agentes de policía y se la habían revuelto por completo en busca de no sabía muy bien qué. A Soto le entraron ganas de pedirle perdón a don Esteban, unas ganas parecidas de las que tenía de pedirle perdón a Santamarta. En realidad, resumiendo, lo que tenía era ganas de pedirle perdón al mundo entero, hasta a sí mismo. Pero no hizo nada, ni dijo nada, era absurdo y hubiera sido ridículo pedirle perdón a un sospechoso de varios asesinatos por mucho que en el registro de su vivienda no apareciera ninguna prueba nueva.

Soto miraba con ansia cómo entraban y salían los de la científica. Los miraba y su inquietud iba en aumento porque que todos llevaban cara de circunstancias; en ese piso no había nada que justificara mínimamente aquel dispositivo desplegado por la orden de registro de un juez forzado por las circunstancias tras una muerte muy cercana y dolorosa. El traje del subinspector parecía aumentar de talla mientras él se iba encogiendo, como si un carrete de acero hubiera tirado ganchos a los extremos de su cuerpo y ahora los fuera recogiendo, plegándole lenta y crudamente, reduciendo su tamaño.

Junto a él, Santamarta tenía el rictus tenso y, salvo por un mínimo movimiento del pecho al respirar, parecía una estatua de cera, una copia de sí mismo insensible y sin vida.

Habían discutido mucho los dos hacía una semana y media, cuando Santamarta tomó al fin la decisión de seguir adelante y a Soto le entró una prisa enorme por conseguir la orden de registro. Porque el inspector decidió que no era aún el momento de hacer ningún registro y no le sacó de ese convencimiento ninguna de las razones ni los gritos que le dio Soto, un Soto nuevo, más agresivo, que sorprendió a Santamarta elevándole la voz y discutiéndole sus órdenes. El inspector casi disfrutó de aquellas broncas porque, en su comprensión del mundo y del cuerpo, aquello demostraba que Soto le estaba empezando a echar testosterona y que no iba a ser al fin un caso perdido ni un primaveras de por vida.

En una de las discusiones, ante una frase llena de veneno que le soltó Soto, el inspector tuvo que contenerse para no felicitarle por la mala baba que llevaban esas palabras, aunque en la práctica lo que hizo fue precisamente lo contrario, enzarzarse con él en una bronca a voz en grito y subir la apuesta de los ataques cada vez más personales. Estuvo a punto de decirle que sabía que la mala hostia que estaba empezando a gastar era por lo que tenía en casa con la guarra de su mujer y que eso, en el fondo, le estaba viniendo bien para hacerse un policía de verdad, con un par, como tiene que ser.

Soto andaba desesperado, es cierto, por lo que tenía en casa, pero también porque una intuición cada vez más enfermiza le avisaba de que ese retraso para solicitar al juez el registro, tal y como le ordenaba Santamarta, iba a resultar un tiempo perdido inútilmente en el que el asesino volvería a actuar. Y eso le consumía y le iba aumentado la angustia vital que sentía respecto a su futuro inmediato, un futuro en el que la única noticia decente que esperaba era precisamente atrapar a este mataviejas.

Santamarta, perro viejo, tenía sus razones que finalmente fue explicando al subinspector, porque era necesario esperar una semana a que el juez de guardia fuera propicio. El juez de esa semana, Edmundo López de Aguileta, era un tipo melifluo encantado de tener un apellido compuesto, del que decían que era del Opus, un hombre al que le costaba sonreír, que contaba las semanas para su jubilación y que evitaba sistemáticamente cualquier decisión comprometida. Con él hubiera sido muy probable una negativa a la petición de una orden de registro de la casa de un cura, o hubiera redactado una orden de mala gana que hubiera supuesto un mete-saca del sospechoso, un auténtico escándalo tratándose de don Esteban.

—Soto, no te me pongas tan gallo ahora, guaje, y escucha un poco. Que a este curilla tenemos que trincarle bien. Que le conozco, que es el de la parroquia donde anda todo el día metida Blanca. Y se le quiere mucho. Que tú lo sabes, que nos lo ha dicho todo el mundo. Como no le pillemos bien, tú y yo nos metemos en un lío de tres pares de cojones.

Y Soto transigió, no le quedaba otra. Porque sabía que Santamarta tenía toda la razón aunque él tuviera las tripas del alma en revolución y necesitara que terminase aquel tiempo de descuento y ocurriera lo que tenía que ocurrir.

Cuando entró el siguiente juez, un hijo de un guardia de asalto republicano, de indisimulada tendencia socialista, se fueron a hablar con él. Y le contaron en su despacho todo lo que tenían sobre don Esteban: el círculo de Canter, el ADN de la casa de la última asesinada y las declaraciones de los testigos que habían visto al cura ir a casa de todas esas mujeres. El juez, Juan Esquide, un hombre de ojillos pequeños y muy juntos, de inteligencia tan notable como su barriga, miraba de hito en hito a los dos hombres que tenía ante él sin poder evitar la sensación de que estaba siendo víctima de una broma pesada.

—¿Esto va en serio? —alcanzó a decir al final.

Soto, que había estado dando los detalles más técnicos de la investigación, fue a responderle pero Santamarta se le adelantó haciéndole un gesto con la mano para que no añadiera nada más y dijo:

—Sí, señoría.

—Que don Esteban, el cura de la parroquia del Carmen, al que adoran en el barrio… ¿es un asesino en serie?

—Sí, señoría, eso sospechamos —remarcó Santamarta, tratando de mantenerse firme en su tono sin resultar agresivo, ante un juez que iba cambiando de gesto mientras manoseaba nerviosamente su pluma estilográfica preferida, el único objeto que poseía de su padre fusilado cuando los franquistas entraron en Málaga.

—Un asesino en serie don Esteban… El cura que suele visitar a mi madre de vez en cuando. Un señor que es todo generosidad y que lleva toda la vida siendo un ejemplo de bondad. ¿Ese cura? ¿Ese don Esteban es el que dicen que es un asesino en serie?

Santamarta y Soto se quedaron petrificados y durante unos segundos solo se escuchaba entre aquellos tres hombres la respiración agitada del juez, que añadió:

—Miren, señores. Dejen de hacer el gilipollas y encuentren al asesino de esa mujer. Para empezar, cierren la puerta por fuera después de salir. Ale, adiós.

Los dos policías dejaron el despacho sin mediar palabra, como si tuvieran un cuchillo de ceniza atravesando sus lenguas. Soto llevaba una mirada de animalillo abandonado que desayuna cada día una bandeja de golpes. Por inercia acabaron media hora después, en solidaria autocompasión, en el bar de Lola, lamiéndose las heridas sin abandonar el silencio que se había apoderado de ambos, salvo para pedir un coñac y una Coca-cola, cada uno sumido en su propia tormenta interior. Así llevaban veinte minutos de estatua que empezaban a preocupar a Lola cuando la inspectora Marín entró de forma acelerada en el bar.

—¿Para qué tenéis el móvil? —les dijo.

Ambos salieron de su letargo y sacaron maquinalmente sus teléfonos del bolsillo.

—Hemos estado en los juzgados y le habíamos quitado el sonido —se justificó Soto.

—¡Da igual! —cortó Marín—. Rápido, el comisario quiere veros. Han encontrado muerta a la madre del juez Esquide. Se la han encontrado como a Francisca.

La realidad perdió su sustancia cotidiana y los dos policías se sintieron protagonistas de una historia rara, en la que alguien les movía los hilos como si fueran marionetas. Alguien estaba matando mujeres y ellos solo tenían un buen listado de dudas. Cuarenta y cinco minutos después estaban en casa de la mujer asesinada y Santamarta vio que casi todo en aquel escenario del crimen le recordaba a lo que habían visto unas semanas antes cuando acudieron a investigar el asesinato de doña Paca. La misma posición recta del cuerpo colocado en medio de la cama, las mantas y las sábanas sin una sola arruga, simétricamente colocadas a ambos lados de la mujer que tenía las manos sobre el pecho y una expresión de serenidad en un rostro sin una sola muestra de violencia.

Soto se acercó a la cara de la asesinada y miró con atención su pelo. Comprobó que estaba peinada con esmero y que le faltaba un mechón de pelo cerca de la oreja derecha. Levantó la cabeza y buscó con la mirada a un Santamarta que le observaba desde los pies de la cama. El subinspector asintió a su superior, la madre del juez se había convertido en una más en el casillero de este tipo al que no acababan de atrapar, una más entre las muertas y una menos entre las vivas, un sentirse un poco peor como policías y lamentar los ratos de torpeza en los que la investigación había quedado bloqueada.

Las lesiones que presentaba en la vulva, monte de venus y ano, explicitados en el informe de la autopsia, confirmarían después la convicción que ambos policías tenían de que había sido una nueva víctima de agresión sexual. Otra asesinada y violada.

Aquel día extraño y deprimente condujo a Soto y Santamarta de nuevo a los juzgados, otra vez al despacho del juez de Guardia donde volvieron a encontrarse con Esquide, un hombre afectadísimo por la muerte de su madre que, sin embargo, con esforzada calma quería tomar una última decisión. Aguantaba el tipo antes de entregarse al terremoto de duelo y rabia que le comenzaba a subir por las piernas, provocándole un todavía ligero pero incontrolable temblor de rodillas.

—Lamentamos mucho lo ocurrido con…

—¡Señores! —interrumpió con ímpetu el juez el inicio de las condolencias que trataba de presentarle Soto—. Pillen al hijo de puta que ha hecho esto. Vayan a por don Esteban o a por quien cojones haya sido. Pero le quiero delante de mí. Ahí tienen la orden de entrada y registro. Píllenle bien, no quiero ni un puto error.

En su última frase hubo un atisbo de llanto que corrigió con orgullo y que acabó en un carraspeo grave y a destiempo. Los dos agentes le observaban absortos, impactados por el desparrame emocional que se estaba apoderando del juez.

—¡¿A qué esperan?! —gritó.

Los dos dieron un respingo. Soto cogió la documentación y salió de la habitación siguiendo los pasos de un Santamarta que ya estaba fuera, esperándole en el pasillo.

—No digas una palabra, Soto —le advirtió el inspector cuando los dos se alejaban del despacho por el pasillo del juzgado—, ni una palabra. Ese cabrón se ha calzado a la madre del juez, con dos cojones. Ya verás mañana qué titular más bonito vamos a tener en El Alerta. La madre de un juez como víctima y un cura de sospechoso. Y no cualquier cura. Estamos jodidos, Soto, me cago en mi padre, pase lo que pase estamos jodidos. El comisario se va a poner de los nervios y nos van a crujir vivos. Vamos a por el cura porque no tenemos más, pero nos van a crujir, vaya que sí, prepárate para lo peor.

Siguieron caminando sin cruzar una sola palabra más. Sus figuras resultaban una extravagancia recorriendo aquel pasillo mal iluminado y con aire preñado del polvo que llegan a aportar los miles de folios que, como el alimento de una bestia que juzga, absuelve y condena, se acumulaban en las distintas estancias de aquel edificio.

Que la última víctima hubiera sido la madre del juez Esquide engrasó la maquinaria de la investigación y el comisario les dio absoluta carta blanca, de modo que no hubo ni un solo problema ni mucho menos retrasos para montar la operación y acudir a registrar la casa del cura. La única que se atrevió a abrir la boca fue la inspectora Marín, que levantó levemente las cejas al enterarse y preguntó retóricamente:

—¿En serio vamos a por el cura?

Ni Soto ni Santamarta respondieron, entre otras cosas porque no tenían respuesta y porque aquello se había convertido en una perfecta e imprevisible huida hacia adelante.

Zapatos nuevos #poema #versadicto #amamoslapoesia


Amor, deja que nos entre el mundo en la habitación
porque hace mil tristezas que no sonrío a gusto,
y ya va siendo vida de sernos buenos y fieles,
de echarnos al aire como los niños al parque.

Los zapatos nuevos no me aprietan
y la sonrisa no me racanea.
Te parecerá que estoy enamorado
o que me duele la tripa,
pero no me pasa nada malo
es cosa de las calles
que se han llenado de un tráfico despreocupado,
de transeúntes ligeros.

Es cuestión de no desaprovechar estos ratitos de dulce
en los que las bestias dormitan exhaustas en las esquinas.

Vente más a mí, rubia,
que te voy a mirar y besar
durante un renuncio de felicidad
que dure media vida 
porque la otra media se me ha escurrido
con poemas demasiado serios.

Abre la ventana sin miedo
que está la luz levantada,
que están las ganas despiertas
y el día de estreno,
que tú me aguardas deseada
en un eterno minuto limpio
y el abrazo se llama nosotros.

15/2/22

Capítulo 14 (Novela 'Julio y las viejas')

La tarea de hablar con los vecinos marcados por el perfil geográfico les llevó tres días, hasta el viernes, y alejó temporalmente a Santamarta de su dejarse caer al centro rabioso de su existencia. Al inspector se le pegó algo de la fe de Soto en la eficacia de la teoría criminológica y le sentó estupendamente la actividad de ir de barrio en barrio, de portal en portal y de casa en casa hablando con decenas de personas, atento a los detalles, a su lenguaje no verbal, a la coherencia de sus relatos. Fue como un rejuvenecer inesperado. Hasta sintió menos peso en sus piernas y algo más calmadas las reiteradas pesadillas en las que revivía muchos pormenores del atentado que debería haberle costado la vida a él y no a su compañero en los años de plomo en Euskadi.

Ese ir y venir y mirar a los ojos a la gente durante tres días le devolvió viejas sensaciones, o un eco de ellas, de cuando era un policía joven que se comía el mundo y que regresaba a su casa tras el trabajo creyendo que la vida podía llegar a tener sentido y que los buenos ganaban si se esforzaban lo necesario. El caleidoscopio horroroso de su mundo mejoró unos grados su descompuesta visión y no sintió de forma tan habitual durante esos tres días la necesidad de meterse una nueva raya de coca después de la anterior, y hasta el número de coñacs bajó sin que él mismo se diera cuenta. Su violencia pareció adormilarse y al tercer y último día de estas investigaciones hasta comentó con una sorprendida Blanca, durante la cena, algunos detalles curiosos e intrascendentes de sus pesquisas.

La mujer acogió este intempestivo momento de cercanía con disimulada y temorosa alegría, entreviendo, como una grieta en la realidad, un espejismo de aquel hombre al que había amado, aquel que después fue devorado por el monstruo al que ahora tanto temía. Blanca disfrutó de aquella cena como lo que era, nada más que una tregua, quizá esa calma que dicen que llega al pasar por encima el punto exacto donde está el ojo del huracán. Acumulaba demasiadas heridas y demasiadas noches de miedo y derrota como para engañarse con pasajeros ejercicios de normalidad.

Al contrario que a Santamarta, a Soto los interrogatorios a los vecinos que realizó durante estos tres días le fueron sumiendo en un letargo indolente, fruto quizá más bien del escudo que una parte de su inconsciente quiso levantar ante lo que se le venía encima. Hablaba con las vecinas, casi todas mujeres, con los dueños de las tiendas o con los camareros, casi todos hombres. Y luego volcaba esas conversaciones en extensos informes escritos de forma mecánica y desapasionada. Salía pronto de casa y regresaba tarde, procurando no hablar con Sara más que lo imprescindible. Ella se extrañaba de su novedoso comportamiento silencioso y le preguntaba si le pasaba alguna cosa, a lo que él respondía con una sonrisa cansada que no ocurría nada en especial, que cosas del trabajo, que “no te quiero aburrir con mis historias, amor”. Eso sí, se alegró de poder estar forzosamente alejado de su inspector durante esos tres días. De una forma parecida pero muy distinta a la vez, sentía como la mujer de Santamarta, se veía en una tregua antes de un nebuloso y atroz final de las cosas que hasta entonces realmente le importaban.

Habían pasado años de la mayoría de las muertes de todas aquellas mujeres y la gente comenzaba a tener recuerdos demasiado vagos, mezcla de lo que había ocurrido y de lo escuchado o completado con la imaginación. Muchas de esas mujeres habían fallecido sin levantar excesivo revuelo en sus barrios y Soto y Santamarta tuvieron que escuchar en no pocas ocasiones que las ancianas habían tenido una buena muerte, que habían pasado a mejor vida como unas benditas, dormidas en su cama, que Dios se las llevó “sin dar ni un poquito de ruido, qué bendición”. También recibieron los policías preguntas de vuelta por parte de los interrogados, ya que mucha gente se extrañaba de que la Policía Nacional se interesara ahora por una mujer fallecida hacía tanto tiempo sin que entonces se hubiera generado ninguna sospecha de que hubiera ocurrido algo raro. No comprendían a qué venían esas preguntas sobre quién frecuentaba a aquella mujer, una vecina como tantas, las semanas o meses previos a su muerte, les escamaba y no entendían a qué venía a estas alturas el querer saber qué visitas ajenas a su familia recibía, si salía o no habitualmente de casa y cuánto tiempo estaba sola. El inspector y el subinspector, parapetados en la autoridad de sus placas, se negaron a dar cualquier explicación aunque no pudieron evitar que, tras sus respectivas visitas, en cada zona quedara un runrún y un reguero de conversaciones cruzadas que volvieron a hacer presentes por unos días aquellas lejanas muertes.

Las preguntas llegaron a oídos de las familias de las mujeres, lo que provocó que el hijo y la hija de dos de ellas, con ciertos cargos de responsabilidad en el Ayuntamiento, acabaran por llamar a comisaría pidiendo explicaciones. Así que Soto y Santamarta se vieron al tercer día, el viernes, cuando habían acabado de recorrer todo el círculo, respondiendo a unas cuantas preguntas en el despacho del comisario.

—¿Por qué me llaman a mí del Ayuntamiento dos capullos para que les dé explicaciones de lo que andan haciendo?

—Es por lo de la vieja que violaron, comisario —contestó Santamarta.

—Ya sé que es por lo de la vieja, no me joda, Santamarta, eso ya lo sé.

—Hemos realizado un estudio criminológico que… —intermedió Soto.

—Déjame a mí, yo lo explico —le cortó Santamarta—. Hemos hablado con personas del vecindario de mujeres fallecidas solas en su casa, por si hubiera un patrón repetido en relación con el caso y esas muertes no hubieran sido realmente por causas naturales.

—Este caso ya huele un poco, señores —contestó el comisario—. Un poco de prudencia, por favor, que no se puede ir removiendo así el pasado, porque al final acaban pisando algún cayo. Ala, venga, hagan su trabajo sin que tenga que recibir más llamadas. Santamarta, joder, que tienes los huevos negros. Vamos a estar a lo que estamos.

—Sí, comisario.

Al salir del despacho Soto miraba fijamente al inspector, caminando a su par, siguiéndole más bien, a la espera de una explicación.

—Vamos donde Lola, que estoy seco —le dijo Santamarta cuando estaban los dos solos, lejos de orejas dispuestas a escuchar.

En el bar de Lola el inspector se despachó a gusto con Soto, recuperando la mala hostia de serie que se le había suavizado durante los últimos tres días. Le llamó tonto, primaveras, torpe de los cojones y capullito de alhelí. Le dijo que ni se le ocurriera contarle al comisario que iban a por el cura hasta que tuvieran alguna prueba más directa y que no había que ponerle más nervioso, que bastante alterado estaba ya preparando su jubilación y atendiendo las llamadas de dos politicuchos del Ayuntamiento. El subinspector le escuchaba con rabia creciente.

—¿Qué tenemos Soto?

—¿Cómo que qué tenemos?

—Pareces un perro tulo.

—¿Un perro tulo?

—Que tiene los cojones debajo del culo.

—Pero, ¡inspector!

—¡Coño! Que al final vas a ser tonto de verdad. Que qué tenemos del cura, hostia, ¿qué tenemos?

—Bueno… pues…

—Ya te lo digo yo: nada. Sabemos que visitó a muchas de estas mujeres. Vale, de acuerdo, un gallifante para ti, apúntate un gol. Bien por ti, Soto, te lo reconozco. Pero si vamos a tratar de enmierdar a un cura como este vamos a atarnos bien los machos. Porque tú lo habrás notado durante estos días, igual que yo, que es un tipo muy querido. No he escuchado una puta mala palabra de nadie sobre él.

—Eso es verdad.

—Pues solo tenemos una salida ahora para este punto ciego de los cojones en el que estamos atrapados.

—¿Cuál?

—¡Ay, guaje! ¡Cuándo espabilarás…! Su ADN, cojones, su ADN. En el piso de la vieja violada había restos biológicos sin determinar.

—Es verdad. La científica dijo que había por lo menos dos ADN sin identificar, que no eran de la familia. Así que uno de ellos puede ser del cura.

—Bien, Soto, ya vas aterrizando, enhorabuena.

—Yo me encargo, inspector. Me apaño para conseguir una muestra biológica del cura.

—Pero no te metas por la noche a hacerle una gayola cuando esté dormido.

—¿Eh?

—Que es broma, Soto, joder, que es broma. Me cansas mucho, de verdad. Que por supuesto que te encargas. Yo esta tarde tengo lío, así que ya te toca a ti te pongas como te pongas. Bastante he hecho con desatascar el caso, ahora te toca a ti.

Soto quedó pensativo mientras Santamarta marchaba camino de la casa de la Susi a buscar alivio genital y a renovar su suministro de polvo blanco. El subinspector tenía muy claro que el caso lo había desatascado él, igual de claro tenía que el lío de Santamarta esa tarde era con la Susi como cada viernes. Ambas cosas las tenía tan claras como que Sara se mensajeaba con un repartidor de pizza que había tenido un accidente unos días atrás y tan claro como que sus días eran un purgatorio en un vientre de ballena. Se resignó en silencio a todas estas oscuras claridades mientras salía del bar de Lola para dar un paseo y despejarse con la intención de que el aire de la calle, aunque húmedo y caliente en una tarde de agosto por encima de los treinta grados junto al Cantábrico, le ayudara a pensar en cómo conseguir una muestra biológica del cura. Lo de hacerle una paja le había hecho hasta gracia y le provocó una sonrisilla inconsciente. Lola se dio cuenta de lo alegre que se marchaba el subinspector e interpretándolo como un nuevo gesto de timidez nerviosa ante ella, aprovechó para volver al anterior juego de picardía:

—Adiós, prenda.

Pero esta vez Soto, que sabía que el corazón se le iba a morir en breve, se permitió un momento pasajero de agresiva rebeldía contra su destino y le contestó:

—Adiós, Lola. Dentro de unas semanas igual soy yo el que te dice prenda y a ver qué me contestas entonces…

La dueña del bar se quedó bloqueada por la contestación, no porque no estuviera acostumbrada a salidas de tono parecidas de cualquier cliente, las de Santamarta sin ir más lejos, sino porque comprendió que esa situación que le había anticipado Soto se produciría efectivamente en unas semanas, de modo que el subinspector le estaba advirtiendo de que le lanzaría un órdago a la grande. Intuyó Lola con una sacudida de neuronas y de tripas que algo se había quebrado en la vida de este hombre y sintió vértigo, frío en la espalda y calor bajo el ombligo. Ella llevaba mucho tiempo rodeada de gente en el bar pero las distancias en su cama se habían convertido en kilométricas horas de noche e insomnio. Ansiaba un hombre como lo ansía una mujer que no se siente completa, una mujer que ha comenzado a doblar la esquina de la calle y se ve dominada por un ansia silenciosa de empuje y caderas de macho. Trataba de sepultar cada mañana esa ansia con el ruido de la persiana de su bar, cuando la subía a primera hora para abrir su negocio cada nuevo día exactamente igual que el anterior.

Pero aquella frase inesperada de Soto le había entrado como un estilete hasta la memoria decrépita de su útero polvoriento y el viejo motor del deseo, contra su voluntad, había vuelto a carburar. Y no podía dejar de pensar que no era malo desear a un hombre bueno.

Veinte minutos después Soto giraba la llave de su coche apagando el motor, aparcado ya cerca de la iglesia. Se fijó un poco mejor, entretenido en los detalles del edificio para retrasar la búsqueda de muestras biológicas del cura, tarea en la que no sabía por dónde empezar sin sentir una enorme vergüenza, porque una cosa era trata de pillar a uno de los sospechosos habituales, personajes conocidos de sobra en la comisaría o el juzgado, o hasta a alguien de buena reputación pero del que se supiera positivamente su culpabilidad, y otra muy distinta era esto, este absurdo de rastrear a don Esteban, un señor del que todo el mundo contaba bondades y contra el que solamente le conducía el Círculo de Canter y la madre que parió a Canter.

La iglesia era un bloque de cemento que pretendía y no conseguía evocar con un mínimo estético los arcos y líneas estilizadas del gótico medieval, dando como resultado una acumulación de pilares y arcos apuntados sin un ritmo aceptable ni armonía alguna. Era la expresión burda de un intento extemporáneo por parte de los próceres del nacionalcatolicismo de décadas pasadas por repetir glorias cristianas de viejas catedrales, aquellas maravillas de la baja Edad Media con más de seis siglos de historia. Al subinspector le recordó, en una inesperada y desagradable relación de imágenes, a los cuadros que vio en una vieja cartilla escolar de su padre, guardada en el desván de su casa, en la que aparecía Franco ataviado con una reluciente armadura de cruzado y pretendida pose de salvador de la civilización occidental.

La pintura del edificio, de varios tonos entre el marrón y el amarillo, quería adornar el exterior del conjunto arquitectónico, con partes en las que la pintura se abombaba y desconchaba por la humedad salina del ambiente marino de la ciudad. Todo en la iglesia daba la impresión de ser un intento fallido de grandeza porque lo que realmente daba sentido a aquella parroquia, lo que la acababa salvando de su despropósito urbanístico eran, sin duda, sus parroquianos. Y su cura, claro, aunque Soto ahora lo pusiera en duda. Sus fieles, en su mayoría mujeres mayores, eran una muy buena clientela para el Dios de los cielos y de las beatas, una clientela que provenía de un barrio medio obrero y medio pescador, de gente bregada en fatigas y necesidades que todavía mantenía su firme devoción a la patrona del Carmen, protagonista indiscutible del espacio junto al altar, Virgen vigilante siempre de su humilde feligresía.

Pasados unos minutos de observación de la iglesia y de solitaria divagación mental, Soto salió del coche con parsimonia y se encaminó a la entrada del templo, mirando con disimulo las zonas aledañas para detectar el contenedor de basura al que se tiraran los desperdicios generados en la iglesia. Localizó uno a escasos cincuenta metros del lateral del edificio y anotó en su libretita: “Contenedor basura en C/ 1º de Mayo, menos de 100 m. de iglesia.”. En la húmeda umbría del interior, unos segundos después de acostumbrar sus ojos a la poca luz, comprobó que menudeaban los feligreses desperdigados entre las bancadas perfectamente alineadas frente a la imagen de la Virgen. Le chocó un poco encontrar a tantas personas a esas horas. Se molestó en contarlos mientras tomaba asiento como los demás, para no llamar la atención, y la suma le dio diecisiete personas. No quería pensarlo pero lo pensó, porque su mente analítica de criminólogo pareció abrigarse con un manto de piedad emocionada, con un manto que representaba a un cura bondadoso y carismático capaz de tener parroquianos en su iglesia a las horas más intempestivas. Y las dudas sobre su propia investigación se le dispararon pensando en un cura que, tanta gente como aquella que tenía junto a él no podía equivocarse, no era un asesino. Soto sintió el aire del interior de la iglesia como algo sólido, como un muro que enterraba sus cimientos en su pecho de policía, oprimiéndole el punto más profundo de todos, el que está detrás del corazón y protege la chispa de la esperanza. Pegó un suspiro ahogado y se dirigió hacia una de las puertas que permitían pasar de la zona del altar a la sacristía, en un intento enrabietado de combatir la desesperación que le estaba dominando en el oscuro vientre de la ballena. “¿Qué cojones soy, un policía o un cantamañanas?”, se dijo mientras andaba hacia la sacristía con paso firme que, a la vez, procuraba ser lo más silencioso posible.

Nadie pareció percatarse de sus movimientos y eso le animó, llevándole a pensar que ese impulso inicial podría salirle bien y que encontraría algún objeto para extraer el ADN del cura.

—¡Hombre, Daniel! ¿Qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Julio? —le preguntó Blanca al verle entrar.

—No, no… Blanca, tranquila, no vengo por el inspector.

Los había presentado el propio Santamarta un día que ella vino a traerle una camisa limpia para sustituir la que el inspector había dejado perdida de grasa y kétchup por el ataque inesperado de una hamburguesa rebelde del bar de Lola.

—Vale, vale… ¿y qué te trae por aquí?

—¡Qué sorpresa, Blanca! —contestó Soto, tratando de ganar algo de tiempo para elaborar una excusa mínimamente creíble.

—¡Sorpresa verte a ti! —le dijo con una enorme sonrisa divertida—. Yo paso la mitad del tiempo en esta iglesia. ¿No lo sabías?

—No… no lo sabía. Bueno, pues vengo por mi hermana Isabel, que quería que mi sobrino Javi haga la comunión lo antes posible, pero se ha enfadado con el cura de su parroquia y no quiero hacerlo allí. Ya sabes, estas cosas de los enfados, un lío, vamos…

Soto notaba cómo le castañeteaban los dientes al improvisar esa mentira sobre un sobrino que no tenía, deseando que Blanca no hablara con Santamarta del asunto y que luego el inspector no le preguntara a él, para no tener que continuar con esa mentira ni tener que contarle que le había mentido a su mujer.

—Vaya… Sí, es verdad, hay curas que son inaguantables. Es verdad… Yo no sé cómo se podrá hacer lo de la comunión, pero habla con don Esteban que seguro que él te encuentra alguna solución.

Soto miró a la mujer de su jefe y no quiso ver lo que veía, una mujer con una soledad dura y espinosa habitando lo más alto de una torre de derrotas. Aquello tenía su punto duro y patético, porque los dos policías comprendían con claridad la tragedia en la casa de su compañero, pero cerraban los ojos a los naufragios que tenían en la propia.

Sacudió con fuerza su cabeza para tratar de concentrarse en lo que le había llevado hasta allí, con un gesto que casi asustó a Blanca. Después, contestó:

—Sí, lo haré. Pero, ¿dónde está?

—¿Don Esteban?

—Sí.

—Te habrás cruzado con él, está en los bancos, dando la confesión. Tiene esa costumbre, no sé por qué, de hacerlo allí. No le gusta el confesionario, dice que no se le ve la cara a la gente y que es una cosa muy antigua. Ya ves, él diciendo que algo es antiguo —agregó Blanca con una sonrisa suave.

Soto comprendió entonces por qué había tanta gente a esa hora en la iglesia y se flageló un poco internamente por no haberse dado cuenta de que el cura era una de las personas que había tenido tan cerca y junto quien posiblemente habría pasado camino de la sacristía.

—Pues tendrá para rato.

—Sí… la verdad es que suele hacer bastantes confesiones. Es muy bueno, doy fe. Ya habrás visto cómo estaba de gente.

—Sí, lo he visto. Bueno… pues vendré en otro momento —Soto se fijó en la bolsa de plástico que Blanca tenía en la mano y tuvo un fugacísimo instante de revelación—: Voy a marchar. ¿Es basura?

—¿Eh…? ¡Ah!, sí, de la sacristía.

—Ya te la tiro yo.

—No hace falta.

—Sí, mujer, yo me encargo —le dijo cogiendo la bolsa con firmeza y casi quitándosela de las manos.

—Me da apuro que tires tú la basura.

—La vergüenza era verde y se la comió un burro.

—Vale, vale… gracias —dijo al fin ella con un hilo de voz, sorprendida por la firmeza con que el compañero de su marido se había empeñado en hacerle el favor de tirar la basura—, pues yo me quedo entonces aquí con un par de cosas que me quedan por hacer. Un placer haberte visto.

—Igual.

Soto salió rápido, con la mirada baja para evitar contacto visual con ninguno de los que aguardaban su turno para confesarse y, sobre todo, para que el cura no se fijara en él y después no le pidiera explicaciones a la mujer de Santamarta. El subinspector abrió la bolsa ya en comisaría y se sonrió satisfecho al comprobar que la suerte se había puesto de su parte. Allí estaban, unos pañuelos de papel con mocos que serían con toda seguridad los de un cura sospechoso de asesinato y acatarrado aunque fuera pleno verano, que los catarros de verano son traicioneros y obstinados. El laboratorio forense de la científica ya tenía trabajo que hacer.

Cerró un momento los ojos, reconociéndose el mérito de haber conseguido esos pañuelos de papel que tanto podrían suponer para el caso. Los abrió después y marchó al bar de Lola con la vana esperanza de que esa mujer, en la que empezaba a pensar de otra manera, siguiera a salvo de la humedad mohosa que empapaba el conjunto de su vida. Mejor dicho, de sus vida, la de ella y la de él.

14/2/22

#Versaros Recital de poesía amorosa y erótica. Espacio Odisea de Logroño, 11 02 2022

Capítulo 13 (Novela 'Julio y las viejas')

—Inspector, tenemos que hablar con el cura.

—Pero antes una cosita.

—¿Cuál?

—Me vas a hacer un favor.

—¿Qué favor?

—Chúpamela y dime el sabor.

—¡Inspector! —protestó con ímpetu Soto.

—Guaje, que hace ya mucho que te estoy viendo venir, no me toques los cojones con el cura.

—Inspector, de verdad, no es ningún capricho. Tenemos que hablar con el cura.

—No puedes estar tan desesperado como para creer las tonterías que nos dijo aquella vecina cotilla. Vamos a ver si empezamos a diferenciar los chismes de una vieja aburrida de lo que es una buena prueba. Estoy teniendo mucha paciencia contigo, pero ya me estás cansando.

Santamarta se marchó de la comisaría farfullando entre dientes. El subinspector no contestó nada más, prefirió callar por el momento. Se fue a su asiento y se quedó pensativo, mirando al techo como un monigote inerme. No le había contestado nada más porque tendría que haberle explicado lo que había estado haciendo todo el día anterior en su mesa de trabajo, los puntos que fue anotando en el plano de la ciudad, las localizaciones de los domicilios donde se habían encontrado cadáveres de mujeres mayores. Habían sido asesinadas, de eso estaba ya seguro Soto, porque tenía muy claro que no habían sido otra cosa más que asesinatos seriales cometidos por un criminal con rasgos de personalidad psicopática. La demostración más palpable de ese convencimiento al que había llegado el subinspector era precisamente la habilidad que había tenido el asesino para hacerlos pasar por muertes naturales. Asesinatos que se fueron acumulando en una fría y perfecta rutina hasta que, con la última mujer, algo se rompió en el perverso equilibrio de esa mente especializada en cortar el aliento a estas ancianas. Porque el subinspector no dudaba de que algo nuevo se había desencadenado en el asesino aquella última vez, una pulsión sexual nunca antes permitida había salido de las regiones más oscuras de esa mente demencial, forzando y agrandando los esfínteres de aquella última pobre mujer asesinada, doña Paca.

No le podía explicar a Santamarta que las señales que fue realizando en el plano fueron dibujando un círculo imperfecto y bastante deforme, pero un círculo al fin y al cabo, en cuyo centro estaba la piedra filosofal del caso. Eso decían las teorías criminológicas a las que Soto se agarraba con la fe del creyente en tiempos de tempestad, como un Jonás metido a Policía Nacional en el vientre de una ballena, de una terrible bestia marina que podía ser la inconcebible hija bastarda de tres padres: un asesino en serie, un inspector violento y un repartidor de Telepizza. En la profunda, húmeda y desesperanzadora barriga de esa ballena, Soto trabajó con determinación, bordeando la nada, sin más esperanza que la luz del flexo en su mesa de trabajo y las certezas teóricas que le daban sus teorías criminológicas. Sabía, porque se le iba haciendo más que evidente, que su vida, que los pilares fundamentales de su vida, corrían el riesgo de deshacerse como el mal hormigón con el paso de los años, provocando un hundimiento completo de todo lo que él era, de todo en lo que creía. Su matrimonio, junto a su respeto por un superior y también su convicción de que era capaz de cazar al asesino, todo por separado y todo a la vez, amenazaban ruina y debía salvar al menos uno de esos tres pilares para que algo quedara en pie.

Soto seguía mirando al techo, ensimismado, aliviando con este gesto inconsciente la tensión que se le acumulaba en las cervicales. Mirando las placas de escayola que tenía encima salpicadas por varias lámparas fluorescentes, tuvo una revelación del precipicio al que se estaba conduciendo su vida. Un sudor frío y caliente a la vez, profundamente desagradable, le empapó los costados e hizo que la camisa se le pegara al cuerpo. Mirando la anodina sucesión de placas de escayola del techo comprendió lo que se le acabaría por venir encima, los golpes de desamor y furia que iban a deslomarle el alma como si un cielo sólido se le echara encima, vaciándole la alegría hasta dejársela como una lastimosa culebrilla raquítica. Supo que Sara y Santamarta le iban a hablar con lenguas llenas de insectos que acabarían por hacer un picudo nido en su corazón. Soto era Jonás y rezaba, si es que él fuera de rezar, pero solo le contestaba el cruel eco de las tripas del Leviatán. Jonas en su ballena. Jonás resistiría en el vientre de su ballena sabiendo que cazaría al asesino. Su matrimonio se acabaría y el inspector también. Porque atraparía al asesino pero lo demás sería una fuente generosa de pus y dolor que ya no dependería de él, aunque vertería desde él y sobre él su insoportable fruto. Y él lo soportará porque conseguirá ser otro Jonás, salir del vientre profundo y oscuro de la bestia, conseguirá ser otro Soto que aprenderá, al fin, que el sufrimiento crea adicción pero que de eso también se sale.

Estaba claro que no podía contarle nada de esto a Santamarta pero sí debía encontrar la manera de apretar al inspector para ir a por el cura sin que su superior le arrancara la mano de un mordisco furioso. Debía encontrar la manera de hacerle ver que había que hablar con el cura, no solo por lo que dijo la vecina, que también, sino porque en el centro del círculo que conformaban las anotaciones en el plano… estaba la iglesia. Se le vino a la cabeza, que había bajado y que ya no miraba al techo, la inspectora Marían, a la que ya se veía capaz de dirigirse para hablar de cualquier cosa con una confianza inesperada, surgida de no sabía qué lugar desesperado.

Y Marín le ayudó porque buscó esa misma tarde el momento para hablar con Trujillo cuando Santamarta estuviera cerca y pudiera oírles. Y le dijo a su subinspector que el caso de la vieja tenía toda la pinta de que iba a quedarse sin resolver y que a ella se le hacía raro porque no podía ser que alguien que hubiera reventado así a la vieja no hubiera dejado algún hilo suelto del que tirar. Trujillo escuchó un poco sorprendido el comentario de su inspectora, sin acabar de comprender a cuenta de qué le decía tal cosa y en aquel preciso instante. Al darse la vuelta y ver a Santamarta tan cerca, con los ojos fijos en ambos, comenzó a comprender el sentido de la conversación que después Marín le acabaría por explicar. Pero en aquel momento, cuando se giró y su mirada se cruzó con la de Santamarta, este se encendió por lo que había oído y sin mediar palabra previa le soltó:

—¿No tenéis otro pito que tocar?

—Que te den y te guste —le contestó Marín, agarrando por el brazo a Trujillo para sacarle de allí y evitar un nuevo choque con Santamarta.

Al quedarse solo, Santamarta llamó de inmediato a su subinspector:

—¡Soto, me cago en mi padre! ¡Vente de donde estés y me cuentas la mierda esa de teoría del cura! ¡Y más vale que aciertes, primaveras, porque como pringuemos por esto a mí me empapelan, pero a ti te voy a dar tan duro por el culo que la gente va a oír mis pelotas rebotando en tu ojete y va a pensar que son las campanas llamando a misa mayor!

—Voy —contestó el subinspector sin poder evitar una pequeña sonrisa, algo floja, algo triste.

Media hora después la conversación se había producido y Santamarta hacía el mayor esfuerzo del que era capaz para tomar en serio las investigaciones y las hipótesis de Soto, que le seguían pareciendo una soberana estupidez. Pero hizo todo lo posible por convencerse de que aquello tenía sentido, aunque solo fuera por demostrarle a la cantamañanas de Marín y al sinsustancia de Trujillo que el caso no estaba bloqueado, que había vías abiertas para seguir buscando al asesino, que él, el inspector Santamarta, tenía más escamas que una serpiente y muy mala hostia como para que ese mataviejas se fuera de rositas.

—El cura, entonces… —dijo finalmente el inspector.

—Bueno… en el centro del círculo está la iglesia y el cura hacía y hace muchas visitas a mujeres mayores que están solas. Eran lugares donde él estaba cómodo y seguro. A mí también me cuesta creerlo, de verdad, pero no le encuentro otra explicación. Le he dado un montón de vueltas y siempre acabo en el cura. Sí, en el cura.

—El círculo tiene en el centro la iglesia. No podía ser otra cosa, tenía que ser la iglesia. Hay que joderse.

—Está rodeada de un parque y ahí no hay nada más que ese edificio.

—Que sí, que sí, Soto, que me ha quedado claro. Ahora toca patearse la ciudad. Patearse el circulito de marras.

—¿Perdón?

—Tanto estudiar al final no es bueno para la salud. En fin… ¿cómo vamos a por el cura? Si le vamos al juez con esta milonga del círculo se nos descojona o nos mete un puro.

—Sí, eso es verdad. No creo que ni siquiera haya oído hablar de Canter.

—¿De quién?

—Ya te lo he dicho antes. El círculo es una teoría de Canter. El Círculo de Canter.

—¡Ah! Vale… una cosa. Esta historia del círculo, del Canter y de la madre que parió a Paneque mejor no la vayas contando por ahí. Y al juez, ni se te ocurra, ¿estamos?

—Sí, sí… ¿Quién es Paneque?

—Soto, a veces me doy cuenta de lo tonto que eres y me da escalofríos, pero eso ya no tiene remedio. Porque más tonto que el tonto es el que le sigue. Venga, a lo que iba, saca un listado de todas las viejas muertas de las que tengamos sospecha de asesinato y vamos allá. Se acabó el andar en tu mesa como un ratón de biblioteca. A la calle. A hablar con todos los vecinos de todas ellas y, sobre todo, a ver si nos enteramos de quién solía visitarlas.

—A ver si las visitaba mucho el cura.

—Exacto, lumbreras. Por lo menos, a ver si las visitó antes de morir.

—De que las asesinaran.

—Que sí, joder, eso, de que las asesinaran.

El subinspector se dirigió a su ordenador y extrajo un listado de las mujeres que podrían haber sido asesinadas. Lo imprimió en dos copias, le dio una a Santamarta y, con la otra en su carpetita, fueron camino del bar de Lola a comer. Antes de entrar, sacó su cuaderno de notas y apuntó: “Círculo de Canter señala al cura. Interrogatorios a vecinos de posibles víctimas”.

Dando cuenta del grasiento menú del día, decidieron repartirse la treintena de viviendas con sus correspondientes vecinos. Lejos, a miles de kilómetros, en un mar ignoto en plena marejada, un barco japonés lanzaba un arpón y daba muerte a una ballena.

9/2/22

Capítulo 12 (Novela 'Julio y las viejas')

Llegó el lunes y, como siempre, Blanca se despertó antes que su marido, unos minutos antes de las siete de la mañana para darse tiempo a ponerle el desayuno y que Santamarta tuviera listo su café y sus tostadas que, a menudo, quedaban casi sin tocar cuando el inspector se iba camino de la comisaría.

La mujer quedaba entonces ensimismada. Escuchaba el ruido de la puerta de la casa que demostraba que se había marchado y daba un enorme suspiro, como quien siente un oceánico alivio tras haber estado junto a la bestia y logra sobrevivir para contarlo. Blanca solía sentarse en la misma silla que él desayunaba, dando cuenta de esas tostadas que Santamarta dejaba tras haberles dado dos o tres diminutos mordiscos. Comiéndolas, se servía ella su propia taza de café con un poco de leche de soja y rompía a llorar en silencio unos segundos. Lágrimas y tostadas se mezclaban en esas mañanas de desamparo, desahogo que se permitía durante breves momentos tras los que se recomponía, se rearmaba, despertaba a sus hijos y les preparaba también el desayuno para que marcharan a sus clases.

En el interior de su cabeza miles de gorriones ciegos se golpeaban contra oscuras paredes de ladrillos, en un constante y machacón revoloteo sin fin y sin sentido. El mundo le daba vueltas y la realidad desaparecía ante sus ojos echa girones por el incesante piar desesperado y maltrecho de los pajarillos.

Esa mañana y en aquel momento, como en otros de máxima desesperación, acabó en cuclillas en un rincón de la cocina, abrazando con fuerza sus rodillas y respirando con ansiedad. Logró calmarse un momento que aprovechó para incorporarse y abrir con precipitación el cajón donde guardaba las pastillas, sacando unos tranquilizantes que reservaba para esos ratos tan duros. Se tomó una pastilla que tragó con ansia y una arcada, como una oca a la que ceban para que engorde su hígado. Después regresó conscientemente a su lugar en la esquina y a su posición en cuclillas, sabiendo que los efectos de la medicación eran rápidos y deseando que sus hijos, tampoco esta vez, se levantaran antes de tiempo y la descubrieran así si aparecían por la cocina. Ni Laura ni Mario dieron señales de vida y pasado un minuto Blanca se fue haciendo razonablemente dueña de sí, se puso en pie, terminó de preparar el desayuno a sus hijos, les despertó, les acompañó mientras tomaban la leche con Cola Cao y las galletas y respiró como un odre vacío cuando marcharon de casa hacia el instituto. Después, se abandonó de nuevo al llanto, un llanto más suave que la dejó en paz, siquiera por un rato, con el mundo. Tras sonarse los mocos y secarse las lágrimas en medio de la cocina, a solas, encendió la radio y metió una vieja casete de Mocedades que, al empezar a sonar, le terminó de dar las fuerzas necesarias para afrontar lo que quedaba de día mientras tararaba las canciones que se sabía de memoria.

***

Soto se despertó sobresaltado, dando un pequeño brinco en su cama. La noche calurosa y lo agitado de la pesadilla que había tenido le habían dejado empapado de sudor. Trató de recordar los detalles del sueño pero solo pudo concretar en su recuerdo una vespino de repartidor que despedía un denso y oscurísimo humo y un pene que luchaba lastimera e infructuosamente contra la gravedad para lograr una erección que nunca llegaba. Prestó atención a Sara y comprobó que dormía sin novedad junto a él en la cama. Después se quedó mirando fijamente el techo en penumbra de la habitación, iluminado con la única luz que pasaba por algunas rendijas de la vieja persiana que ya no cerraba bien. Esos pequeños rayos de sol, colados y proyectados a través de los huecos, siempre le habían parecido al subinspector un ejército bien alineado de soldados de luz en perfecta sincronía para combatir las sombras, la última línea de defensa, la esperanza final ante la gran noche. Así lo había escrito una vez que se pensó poeta y garabateó unos versos que sirvieron para dos meses de burla entre sus compañeros de instituto cuando cometió el error de dárselos a leer. Aprendió bien en aquella ocasión que poeta rima con bragueta y que el verso “versos compones” lleva a otro verso: “tócame los cojones”.

Aquella mañana, recién despertado y sudoroso, trató de expulsar de su mente los restos de imágenes de su pesadilla pensando en el caso, en la información que hoy le iba a enviar el cabo de bomberos si cumplía la promesa que le había hecho. Le dieron ganas de desayunar pizza pero se dijo que ese extravagante y masoca antojo iba a ser el último pensamiento que se permitiera ese lunes fuera de sus obligaciones profesionales. Se puso muy severo consigo mismo y llegó a un compromiso interior por el que se prometió no seguir haciéndose daño con ese tipo de divagaciones.

Estando en el bar de Lola, de nuevo esperando a que Santamarta saliera del baño, Soto ojeó su teléfono y abrió la aplicación de correo electrónico por cuarta vez en lo que poco que había transcurrido de mañana. De nuevo comprobó que no había novedad alguna del bombero, así que continuó con la cabeza enfrascada en las posibles hipótesis del caso, removiendo con pereza el Cola Cao que le acababa de poner Lola.

—¿No dicen en las películas americanas “un centavo por tus pensamientos? Eso al menos le escuché un día al cómico ese de barbas, el que hace monólogos —le dijo la dueña del bar.

El subinspector volvió a la realidad y se quedó mirando fijamente a una Lola que perdió de repente la sonrisa con la que había hecho la pregunta. La mirada seca y directa que le dedicó Soto, tan distinta a su habitual mirada plagada de vetas de ingenuidad, la sorprendió. Se preocupó y puso muy seria. No le conocía más que de unos días, pero le había cogido cariño, casi algo más aunque no quisiera reconocérselo:

—¿Va todo bien, Daniel? —le preguntó sinceramente preocupada al verle con ese gesto tan duro, tan sorprendente en este hombre al que le había estado dedicando piropos solo por ver cómo se le subía la sangre a la cara de pura vergüenza y timidez.

El policía siguió mirándola en silencio, incapaz de nuevo de gobernar sus pensamientos y traicionando la promesa que se acaba de hacer para no dejarse llevar por esas ideas. Unas ideas que le llevaban a imaginarse una vida casado con Lola y, a la vez, avergonzándose de esa vida imaginada, castigándose de forma íntima finalmente por ambos desvaríos, el de pensarlo y el de haberse arrepentido. Ella estaba cada vez más incómoda por el silencio del subinspector que solo acabó reaccionando al notar que le había entrado un nuevo correo electrónico que, esta vez sí, era del cabo Chica, un mensaje con un WeTransfer a través del cual podría descargar todo el material sobre la entrada de bomberos en los domicilios de mujeres ancianas fallecidas durante la pandemia del coronavirus.

—¡Por fin! —exclamó Soto con los ojos puestos en el techo con un grito que sobresaltó Lola.

El subinspector rebuscó en su bolsillo derecho y sacó de forma precipitada un billete de cinco euros que dejó junto al vaso de Cola Cao que no había tocado. Sin esperar siquiera a que le diera las vueltas, se despidió y, al ir a salir por la puerta, se giró y le pidió:

—Luego vengo a comer, Lola. Dile por favor a Santamarta que me voy a la oficina y que me voy a tirar allí toda la mañana. ¡Creo que hoy lo puedo tener!

—¿A quién? ¿Al asesino? —preguntó ella, pero el subinspector ya no pudo oírla porque estaba fuera del bar y andaba con paso rápido, alejándose como un pajarillo nervioso.

Santamarta salió poco después del cuarto de baño y Lola le trasladó el aviso de su subordinado, ante el que el inspector quedó también pensativo y silencioso.

—¿Qué os pasa hoy a todos? —dijo Lola mirando al inspector, que parecía extrañamente tiznado de ceniza, como si algo recubriera su piel y su ropa anticipando un final trágico a una vida de llena de tragos amargos antes del último y solitario trago.

—Este guaje va a acabar conmigo, de verdad —dijo por fin el inspector—. Qué empeño de los cojones le ha entrado con lo del asesino en serie.

—¿Un asesino en serie, aquí…? —preguntó Lola.

—Yo qué sé, al final me está contagiando su paranoia y hasta me lo creo. O descubrimos a un asesino y salimos en los periódicos como héroes o hacemos un ridículo de agárrate y no te menees, seremos el descojono de la comisaría durante años, hazme caso.

—Pero tú le crees.

—Joder, no sé, he visto yo mucho en esta vida y me parece un inocentón. Pero es que no conseguimos avanzar nada y yo estoy en blanco. Lo único que podemos hacer es lo que se le ocurre a él. Yo qué sé, Lola, yo qué sé. Además, que me tengo que pegar a él cuando salimos a la calle. Soto es muy bueno en su mesa, con sus papeles, pero en la calle se lo comen. Y que no sé qué hago hablando de estas cosas contigo, mujer.

—¿Con quién las vas a hablar, si no?

—Pues también es verdad.

—Hacéis buena pareja, entonces.

—Sí. Lo que está por ver es si hacemos buena pareja de policías o buena pareja cómica.

Soto se sentó con indisimulada ansiedad en su mesa y encendió el ordenador. Maldijo en silencio la lentitud del aparato para arrancar y activar su sistema operativo. Se puso absurdamente nervioso mientras esto sucedía. Después, cuando ocurrió, abrió su Gmail y se descargó los archivos que le había pasado el bombero. Los compañeros de la comisaría le saludaban cuando iban llegando y él, abducido por el material que tenía entre sus manos, les respondía con un balbuceo ininteligible. Se dio un golpe con la palma de la mano en la frente y se dijo: “El mapa, ¿cómo puedo ser tan tonto? El mapa, joder”.

Se levantó de la silla como impulsado por un resorte de doble muelle y acudió a la carrera a la librería-papelería que había cerca de la comisaría. La ciudad continuaba indolente, caliente y húmeda, mientras el subinspector de nuevo se empapaba en sudor, fruto del estado de excitación en el que se encontraba al haberse convencido por completo de que el material que le había pasado el cabo Chica iba a permitir, esta vez sí, comenzar a estrechar las manos para agarrar por el pescuezo y llevar ante el juez a ese desgraciado que tenía la macabra afición de matar viejas. Compró un plano de la ciudad a tamaño A3, porque ese tamaño de doble folio era lo suficientemente grande como para marcar los puntos donde habían encontrado mujeres mayores muertas en sus casas, pero no demasiado grande como para que no cupiera en su mesa o le dificultara el trabajo de hacer todas esas anotaciones.

Al volver a la comisaría se encontró en la puerta con Santamarta, que le dedicó un “buenos días” con aire de pregunta llena de curiosidad.

—Inspector, deme la mañana para trabajar.

—¿Otra vez de usted, Soto?

—Perdón, es que estoy nervioso. Tengo algo de lo que voy a sacar alguna conclusión.

—¿Me necesitas para algo?

—No, lo tengo muy claro.

—Vale, primaveras. Tienes hoy todo el día.

—Me bastará con la mañana.

—Mejor todavía. Pero cuando acabes me cuentas, sin falta. Y me lo cuentas solo a mí, a nadie más, ¿estamos? Que no quiero acabar haciendo el ridículo.

—Sí.

—Pues, ale, guaje, a por ello.

Soto se dirigió de nuevo con prisa a su espacio de trabajo, colocó el plano y empezó a imprimir todos los archivos que acababa de recibir. Eran 53 documentos que ocupaban dos hojas y media cada uno, así que le tocó un cambio de toner y de paquete de folios en la impresora, provocando algo de cola con otros compañeros que también habían mandado documentos a imprimir. En aquel ir y venir de toner, folios y compañeros, le entraron ganas de compartir con los otros lo que pretendía hacer, pero un gramo de prudencia y la reciente advertencia de Santamarta le hicieron optar por el silencio.

Quince minutos después estaba en su mesa con un tocho de 159 hojas aún calientes tras su pasao por la impresora, además de un plano de esa ciudad del norte de España. “Voy por ti”, pensó y se arrancó a trabajar, ajeno a todo lo que no fueran esos papeles. Se le puso su mejor cara de investigador conforme empezaba a repasar con premeditada parsimonia nombres, direcciones y fechas, dentro de su mundo favorito de criminólogo aplicado y concienzudo. Soto era entonces como un dios omnipotente que hubiera puesto sobre una ciudad junto al mar, húmeda y salada, sus ojos inquisidores, como si el plano fuera realmente la población con sus calles, sus edificios y los anhelos de su gente vistos desde las alturas celestiales. El subinspector era un Zeus dispuesto a buscar el corazón miserable de quien disfrutaba asesinando viejas, un jefe del Olimpo con el noble objetivo de descargar un rayo justiciero y fulminante que acabara con ese miserable, por muy escondido que estuviera y por muy resbaladizo que pretendiera ser. Se dotaba de una mirada poderosa para comprender lo incomprensible, para saber cómo una mente enferma había ido tomando decisiones, en qué lugares, con qué cronología y, sobre todo, en qué remoto anillo del Infierno tenía su morada tanta miseria. Echó mano de lo aprendido en otro de sus masters, Aplicaciones de Perfil Geográfico en las Investigaciones de Asesinatos en Serie, aplicando metódicamente esos conocimientos en el análisis de los datos que le iban ofreciendo los papeles que tenía sobre la mesa, mientras un fugaz estremecimiento en la nuca le fue terminando de convencer de que la justicia sí iba a ser posible en este caso. Y lo iba a ser gracias a él, al subinspector que quizá podría lograr un ascenso por tan meritoria investigación. O eso pensó. “Pero vamos a cazar al jodido oso antes de vender la piel”, se dijo mentalmente usando un plural mayestático que se le escapa en las ocasiones de grandes emociones, como lo era esta para su corazoncito de investigador. Antes de tamizar los datos en alguno de los sistemas de información geográfica, Soto prefería hacerlo a la vieja y analógica usanza, marcando con paciencia y bolígrafo las cifras y los lugares en el mapa, para desentrañar sin prisa pero sin pausa por dónde había actuado previamente quien después acabó asesinando y violando a la señora Paca. Para averiguar cómo se había desplazado, cuáles habían sido sus movimientos y zonas de acción. Y, si finalmente lograba cantar bingo investigador, tener una aproximación razonable sobre el lugar de residencia de este cabrón o, al menos, de su centro de operaciones, del lugar desde el que había salido y vuelto para llevarse por delante a esas mujeres.

El subinspector era muy consciente de que ni él ni Santamarta tenían nada concreto a estas alturas y que el tiempo transcurrido sin avances destacables les estaba poniendo, aunque se negaran a reconocerlo, bastante nerviosos.

Si el entorno, las tiendas, los semáforos, los parques, los colegios o los centros de salud que forman su paisaje se convierten en una construcción mental en la cabeza de cualquier persona sana, lo mismo ocurre con alguien que pasa años asesinando mujeres mayores. En la mente enferma del criminal, Soto se lo iba repitiendo varias veces mientras bisbiseaba los datos que iba trasladando a puntos concretos del mapa, todo cuando le rodea es representación y se representa, se convierte en un escenario íntimo, porque, en su comprensión y en la de cualquier cerebro humano con inteligencia suficiente, la realidad se transmuta en el escenario de una obra de teatro personal, y como todo lo personal tiene personales ambientes, distancias y prioridades, parecidas a la realidad pero distintas a ella. Este teatro mental determina nuestras acciones y determinó las del mataviejas, por dónde se había movido, en qué lugares había actuado, cómo había huido de los mismos y cuándo se había considerado lo suficientemente a salvo como para celebrar su crimen o relajarse y seguir con la parte de su vida presentable.

Soto se iba entusiasmando conforme seguía trasladando datos al plano, aunque trataba de que el entusiasmo no le precipitara en la interpretación de los hechos ni le sacara del estado de concentración cercano al trance en el que se encontraba. Pero, sí, se estaba entusiasmando y no lo podía evitar porque, salvo algunas muertes que distorsionaban el dibujo general, la figura que se iba conformando parecía bastante clara. Insultantemente clara. El mapa mental de este tipo al que buscaba, porque el subinspector tenía la irracional convicción de que era un hombre, el recorrido que parecía haberse permitido el asesino, cómo había llegado y salido de allí, qué sitios le habían sido cómodos y familiares para moverse, dónde se había sentido más seguro… todo eso conformaba un círculo. “¡Un círculo, joder, un círculo!”, se dijo. Al menos eso parecía que iba a ser cuando Soto se detuvo un minuto par ir al baño a la altura cien de las 159 páginas. En los urinarios de pared de la comisaría, mientras realizaba acrobáticos círculos con el chorro de pis llevado por un alegre e infantil orgullo de investigador que avanza en sus pesquisas, Soto se acordaba del profesor David Canter y sus estudios sobre criminales que habían actuado en una zona geográfica delimitada por un círculo. Estaba exultante, feliz como un niño de que esa teoría tan simple hubiera tenido aplicación y le fuera a dar resultado en su caso, porque aquel ya era su caso, el caso de su vida, lo tenía muy claro.

—Te como los ‘güevos’, David —dijo en alto llevado casi por un estado eufórico.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el subinspector Trujillo, que había entrado por casualidad tras él y se había quedado fascinado por el movimiento pendular de pelvis que Soto se había dedicado a realizar mientras meaba.

—¿Eh? —contestó un poco ruborizado.

—Que si estás bien… te preguntaba.

—Sí, sí… bueno… sí. Es que creo que vamos a avanzar en el caso de la mujer asesinada.

—¿Sí?

—Sí, ¿conoces el perfil geográfico? —le preguntó Soto mientras se subía la bragueta y comenzaba a lavarse las manos.

—Sí, claro, pero ¿eso funciona?

—Pues yo creo que sí. Santamarta no quiere escucharme, aunque la verdad es que me ha dejado trabajarlo. Bueno, yo creo que funciona. Creo que va a funcionar. No… bueno, que estoy seguro de que sí, que funciona. Y lo voy a comprobar.

—Vale, vale.

—¿Qué miras con tanta fijación? —le preguntó Soto al ver que Trujillo no perdía detalle de cómo se lavaba las manos.

—Es que me estoy acordando de una tontería.

—¿Cuál?

—Una chorrada, da igual.

—Venga, Trujillo, no me jodas, ahora me lo cuentas.

—Vale, pero que es una bobada. Me acuerdo de mi primer jefe, el inspector Caballero.

—¿Pues?

—Era muy guarro, el cabrón de Luis Ángel. Nunca se lavaba las manos después de mear. Se iba de putas y alguna vez le acompañé. ¡Anda que no aprendí yo cosas allí en los puticlubs! El tío cerdo me contaba que no le gustaba que las putas se lavaran antes de pasar a la cama, porque decía que le gustaba que olieran a mujer, a mujer de verdad.

—Trujillo, no me jodas.

—Tú has insistido en que te lo contara.

—No era necesario, joder, no era necesario, es casi la hora de comer y esto no era necesario —dijo casi en un suspiro en el que no pudo evitar media sonrisa.

—La próxima vez no preguntes tanto —le contestó su compañero con un guiño pícaro—. Suerte con lo del perfil geográfico.

—Gracias. Bueno… a ver si no la necesito.

8/2/22

Tantas preguntas #poema #versadicto

A veces me pregunto
qué milagro de luz
y risa sin trampa
guardas en tu boca.

Por ese gesto sencillo
que derramas al abrazarme,
como si apartaras lo malo
del aire y la vida.

Me pregunto por los gemidos
que siembras por las sábanas
cuando entro en ti,
bramando anillos llenos.

A veces me pregunto qué somos
y otras comprendo
que un hombre y una mujer
no necesitan tantas preguntas.


Beso pendiente #poema #versadicto

Por mucho tiempo que pase,
aunque el aire y los contornos
se nos pongan amarillos,
nunca te habré besado suficiente.

Nos quedará por dar
un último roce de labios,
una calmada ansia final
y el escalofrío caliente
de un buen beso bueno.

Mientras madrugar dé sueño
y los pájaros sigan volando,
por mucho que se conozcan
nuestras bocas y nuestros ojos,
tendremos pendiente ese beso.

Tiene el día #poema #versadicto

Tiene el día un algo raro,
como de luz, como de oro,
tiene un temblar alegre
por el borde de los caminos.

Está la vida inquieta,
distinta, con menos peso,
menos ceniza,
más latido y miel antigua.

El aire se ha puesto dulce
y yo lo comprendo
y comparto un hambre buena,
unas ganas de comer y amar.

Yo no sé si será todo esto,
si será el día, la vida o el aire,
o seré yo, o serás tú
que hoy me estás sonriendo.

Darte la mano #poema #versadicto

Déjame darte la mano,
así, despacio,
un rato,
el tiempo que tú quieras.

Darte la mano disimulando
mientras el mundo
ruge sus crueldades
a unos centímetros de nuestros corazones.

Sabiendo que somos imperfectos,
que el mar está sucio,
que llueve
dentro de nuestros cuerpos
y que hace frío.

Ya ni besos pretendo
pero sí tu mano,
rubia,
déjame darte la mano
para caminar
junto a tu sombra y la mía.

Capítulo 11 (Novela 'Julio y las viejas')

Al día siguiente Soto se quedó en casa y Sara le insistió mucho para que fueran a dar un paseo hasta la playa. Él se había levantado juguetón y trató de meterle la mano en varias ocasiones, antes, durante y después del café con bollos que desayunaron, por debajo de la braguita de lencería que ella se había puesto, perfecta conocedora de que lencería rima con picardía pero no con calentón, aunque eso era lo que tenía el subinspector. Cada vez que él lo intentaba persiguiéndola por las habitaciones, el pasillo y hasta el cuarto de baño, ella se alejaba lo justo, riendo, para dejar su mano burlada a mitad de camino de su vulva, una mano que acababa agarrando trozos de aire en lugar de la húmeda y caliente carne de la entrepierna de su mujer. Como un sátiro relamiéndose, a ratos enfadado, a ratos gozoso, le seguía el juego especialmente obsesionado con los pechos de Sara que, así lo dirían los malos poetas, le temblaban con palomas tiritando de frío en un temporal de nieve.

Fue cuando al fin él logró agarrarle las tetas no permitió que siguiera huyendo más y las estrujó con ansia, provocando un quejoso “ay” de ella. Después bajó su mano derecha hacia la entrepierna, en busca de su raja de gloria donde exigiría al fin la rendición y entrega total. Ella se supo atrapada y entendió que no tenía escapatoria pero quería alargar aquel juego con su marido, que también la estaba divirtiendo y excitando, así que le dijo:

—Vamos a dar un paseo.

—Joder, Sara, estoy que reviento.

—Venga…

—Echamos uno ahora, paseo y, a la vuelta, otro —le propuso Soto sobrevalorando sus posibilidades amatorias.

—Escucha Dani, mi Daniel San, escucha al señor Miyagui —le dijo sonriendo Sara, convencida de que su victoria era segura—, ahora te estás quietecito, nos vamos de paseo y, a la vuelta, te dejo por detrás.

—¡Vamos de paseo, claramente —contestó el subinspector, con una sonrisa tan ancha que era una línea que unía sus dos orejas, feliz ante aquella inesperada promesa de una sesión de sexo anal, la promesa gloriosa de uno de esos contadísimos momentos de éxtasis absoluto en los que entraba con todo su ímpetu haciendo temblar como flanes ambas nalgas del culo de su mujer—… ahora mismo nos vamos de paseo! ¡Faltaría más!

Se vistió con tal rapidez que, cuando acabó en menos de un minuto, a ella todavía le duraba el ataque de risa que le había dado al ver la cara de bobalicón asentimiento que se le había puesto a su marido al escuchar su propuesta. La mañana estaba algo encapotada, llenando la ciudad de una pastosa sensación de humedad y sal, como si el mar enviara sutiles mensajes por las calles y los edificios de la ciudad, recordando su imperio, su eterna presencia y cercanía. Soto y Sara se dirigieron a un parque cercano a su casa, un lugar que incluía zonas verdes con una quincena de árboles y media hectárea de césped en medio de una ladera con una gran pendiente. Era un parque que obligaba a subir y bajar varias cuestas si se recorría por completo, tarea que llevaba aproximadamente uno veinticinco minutos. Soto, aquella mañana, lo hubiera dejado en quince por las ganas que tenía de volver a casa a forzar el deseado y prometido esfínter, pero su mujer, con gesto divertido, le iba ralentizando para hacerle rabiar. Hicieron el recorrido cuatro veces, empleando una hora, y el subinspector se puso serio, enfadado como un niño al que prometen un helado que no llega, exigiendo volver y negándose a la propuesta de Sara de dar una quinta vuelta.

Cuando salieron del parque tomando la calle a que a unos doscientos metros cruzaba de forma perpendicular con la de su casa, oyeron que alguien llamaba a Soto:

—¡Daniel! ¡Daniel!

Ambos se volvieron como si estuvieran realizando un perfecto ejercicio de natación sincronizada y el subinspector reconoció a Lorente, el del Registro.

—¡Hombre, Fernando! ¿Qué andas? —le dijo acercándose a él sin dejar de dar la mano a su mujer, a la que presentó—: Esta es Sara, mi mujer.

—Encantado, Sara —dijo y, dirigiéndose a Soto, añadió—: Pues que me he escapado a tomar un café. Tengo al chaval jugando un torneo de fútbol aquí al lado, en el campo de los escolapios.

—Vaya juerga, ¿eh? —bromeó el subinspector.

—Ya os tocará a vosotros.

—No creo —contestó Sara, un poco más seria.

Lorente se dio cuenta de que la mención de la maternidad había hecho surgir un metafórico nubarrón sobre las cabezas del policía y su mujer, así que cambió enseguida el sentido de la conversación.

—Oye, Daniel, por cierto… que el otro día se me ocurrió una cosa, me acordé después de que te marcharas.

—¿Ah, sí? —preguntó Soto, olvidando por un momento las prisas que tenía por volver a casa.

—Sí, no sé, igual es una tontería, te iba a llamar el lunes para contártelo. Igual prefieres que lo deje para el lunes… —le dijo mirando con disimulo a Sara.

Soto comprendió el sentido del recelo y contestó:

—No me jodas, venga, puedes contar lo que sea ahora.

—Vale, mejor, así me olvido ya de tener que acordarme el lunes.

—Cari, os dejo que habléis un poco y yo me acerco un momento a comprar unos botellines de agua en la tienda esta de los chinos de la esquina —dijo Sara para quitarse de en medio.

—¿Eh…? Bueno, vale, vale… no tardo nada —le contestó su marido un tanto descolocado.

—Hasta luego, Sara, encantado. Acabo pronto, no te lo entretengo mucho —prometió Lorente, que continuó cuando se quedaron solos—: Escucha, es por lo de las mujeres y los certificados. Supongo que habrás contactado, o igual tienes previsto hacerlo más adelante, con los forenses que los firmaron.

—Puede ser —respondió Soto con una media sonrisa pícara.

—Vale, me imaginaba. Que ya sé que la Policía no es tonta y que le estoy hablando a Noé de la lluvia.

El subinspector dejó entonces que en su cara se dibujara una sonrisa completa, pero no añadió ni una palabra. La curiosidad por lo que le iba a contar le aumentaba por segundo, pero mantuvo la calma. Lorente continuó:

—En fin, que te quería contar que me he acordado de que también puedes hablar con los bomberos.

—¿Los bomberos? ¿Alguna muerte por incendio que te llamara la atención?

—No exactamente. Durante la época del COVID los bomberos tuvieron un montón de intervenciones en casas de viejos. Y a muchos se los encontraron muertos. Algún familiar o vecino daba el aviso de que hacía días que no sabían nada de ellos y, al llegar, muchos estaban ya muertos. Y hubo unas cuantas mujeres, claro. Tengo el enlace de una noticia que salió entonces, que la estuve buscando cuando me acordé. No te la quería pasar hasta contártelo. Pero ahora ya, pues te la paso… espera. —Sacó el móvil y tras rebuscar unos segundos le mandó el enlace por whatsapp—. Mira, aquí tienes: “Los bomberos hallan a 42 ancianos fallecidos solos en sus casas durante el confinamiento”. ¿Ves?

—¡Hostia! —soltó el subinspector.

—Ahí tienes, todo tuyo. Joder, me vuelvo al campo que ya estará empezando la segunda parte. Me quedo sin café pero me quito de una preocupación, que ya te lo he podido contar y no tengo que estar pendiente de acordarme. Vaya coincidencia el habernos encontrado, ¿eh? Venga, no haga esperar más a tu mujer.

—Sí… gracias, gracias… —dijo un Soto que ya estaba concentrado en la lectura de la noticia que había abierto en su propio móvil.

“21/05/2020. Los bomberos del parque municipal han realizado un total de 476 aperturas de puerta entre el 11 de marzo y el 11 de mayo, rescatando los cuerpos de 42 fallecidos, aunque desde el Ayuntamiento se ha señalado que no implica que todos ellos muriesen en soledad.

Las intervenciones se han incrementado en 139 respecto al 2019, cuando se hallaron 18 personas muertas para el mismo periodo.”

Al subinspector se le despertaron de golpe todas las neuronas destinadas a la resolución del caso que, al ver a Sara saliendo de la tienda de los chinos, entraron en franca e interior lucha con las neuronas que recordaban desesperadas la promesa de una entrada en los reinos del placer oscuro por patios traseros y gozosamente estrechos. Hubiera anotado en su libreta un aviso que dijera: “Hablar con jefe de bomberos”, pero no la había cogido para ir a dar ese paseo al parque, de modo que se tuvo que conformar con programarse una especie de aviso mental, acompañado de un mensaje con el móvil a Santamarta que le contestó casi enseguida: “Vete a tomar por culo y déjame tranquilo. Primaveras. Es sábado. El lunes escucho tus mierdas”.

Cruzó la calle y se reunió con Sara, recuperando esa sonrisa bobalicona de una hora antes, sin poder resistirse en plena calle a agarrarle con ansia una nalga en cuanto estuvo junto a ella, apretando con fuerza hasta que ella le dio un manotazo en le brazo diciéndole “suelta ya, bruto”.

Pero el previsto rato de embestidas no acabó como Soto esperaba. Llegando a su portal, casi se lo lleva por delante un repartidor de pizzas que iba tumbando vespino, tomando una curva como si fuera Márquez. Había pillado la pintura húmeda de bruma de un paso de cebra y la moto se le había escapado fuera de control hacia la acera, rebotando con el bordillo y cogiendo altura hasta pasar a unos diez centímetros de la nariz del subinspector. Fue todo muy repentino, pero él comprendió enseguida lo que había ocurrido y quedó impactado y con la sensación de que podría haber muerto si hubiera dado antes un solo paso más.

El chaval dijo perdón y no le dio tiempo a articular ninguna palabra inteligible más, porque después empezó a quejarse como un gorrino en la matanza conforme el dolor fue creciendo. El subidón de adrenalina le había enmascarado la fractura en un primer momento, pero en la caída se había roto la tibia y el peroné de la pierna derecha y muy pronto fue plenamente consciente de lo que esa rotura de huesos puede llegar a doler. Dejó de gritar cuando se miró la pierna y, al ver que la tenía hecha un siete, le entró una enorme náusea que dio paso a un estado de semiinconsciencia. Aquello era un espectáculo grotesco e inesperado. Porque Sara lloraba desconsolada mirando al repartidor retorcerse, primero con gestos de sufrimiento y después medio desmayado, y porque Soto la abrazaba paternalmente para consolarla convencido de que su mujer era presa de un ataque de ansiedad debido a que él había estado a punto de no contarlo por lo cerca de su cabeza que había pasado la moto.

Cuando se llevaron en ambulancia al repartidor subieron a casa y, pasado un poco el susto, quiso cobrarse pese a todo la promesa de su mujer, que se dejó. Pero no fue la felicidad esperada. La realidad es que no hubo manera porque el bombeo de sangre no dio la tensión suficiente a los cuerpos cavernosos del policía y tuvieron que dejarlo por imposible. Esta vez fue ella la que abrazó maternalmente a Soto, con un “no pasa nada, cariño, tranquilo, es por la tensión del accidente, no le des importancia” que sonó triste y aliviado a la vez.

El subinspector pasó el resto del sábado y del domingo rumiando íntimamente su gatillazo y los pocos momentos en que lograba dejar de pensar en su fracasada erección era cuando le venía a la cabeza el siguiente paso que debía dar en la investigación, que no era otro que hablar con los bomberos. Se castigó una y otra vez por la oportunidad perdida de conquistar una vez más el agujero oscuro, conquista que se daba muy raramente y prácticamente nunca por ofrecimiento de Sara como había ocurrido esa mañana de sábado. Toda su mente analítica y su capacidad de control desaparecían cuando el ansia viva por Sara le comía las entrañas y las meninges.

Así llegó la tarde del domingo y, desesperado consigo mismo y por el daño que se estaba haciendo al recordar todo el rato su lamentable intento de entrarle por detrás a su mujer, decidió ir dando un paseo de unos cuarenta minutos, precisamente hasta el parque de bomberos. Lo peor que le podía pasar era que ese paseo fuera tan solo eso, un paseo del que no obtuviera ninguna información adicional pero, incluso así, era una buena opción para entretenerse y despejarse fuera de casa. De modo que no le dio más vueltas y, tras despedirse de su mujer con un beso mientras ella escondía con un rápido gesto la pantalla de su móvil, Soto salió de casa. Caminó a buen ritmo por las calles en las que se fue cruzando con gente que comenzaba a regresar de su día de playa, exponiendo al ojo observador un catálogo de estridentes colores, camisetas de dudoso gusto y exuberancia de carnes que hubieran estado mejor al buen recaudo de una ropa que las tapara. Alguna familia con niños que caminaban cansados y con desgana, peleándose entre ellos por el turno que habrían de tener en la ducha al llegar a su casa, hizo recordar a Soto el tiempo que llevaban él y Sara tratando de ser padres y el pozo turbio en que se estaba hundiendo el alma de su mujer a causa de ese intento infructuoso, un pozo que se estaba transformando en un horno de pizzería desde el que se clavaban oxidados cuchillos en el corazón del subinspector.

Despejó de su mente este pensamiento y giró en la última calle de su trayecto, una empinada cuesta que daba a la entrada del parque de bomberos. Se acercó a la puerta principal y buscó algún timbre que no encontró. Echó un vistazo a la zona del perímetro del parque que tenía ante sí y vio una puerta más pequeña, de acceso peatonal que sí tenía un timbre. Lo tocó. Una voz respondió pasados unos treinta segundos, cuando Soto estaba a punto de volver a llamar. El subinspector se presentó y se excusó por las horas y el día de su visita, pero pidió entrar para hablar con quien estuviera al mando. Escuchó después retazos de una conversación de dos hombres mantenían en segundo plano y cómo uno de ellos al final le invitaba a pasar hablando de nuevo al micrófono del telefonillo. Entró empujando la puerta cuando escuchó el sonido y notó la vibración del portero automático en la cerradura y avanzó por el interior del parque hacia el bajo del edificio en el que se veían dos camiones, uno tipo bomba y el otro tipo escala, dispuestos a salir en caso de emergencia. Una puerta lateral de ese edificio se abrió y apareció un hombre sonriente, menos alto de lo que Soto esperaba en un bombero, menos espectacular que los que aparecían en aquellos calendarios que se pusieron de moda años atrás, pero de cuerpo fibroso y compacto y andares decididos.

—¡Agente! Por aquí, venga. Soy el cabo Chica. Perdóneme la desconfianza, pero le voy a pedir que me enseñe la placa.

—Sí, claro, lo entiendo… Sé que no son horas. Mire, aquí está.

—Mmm… bien. Pues usted dirá. Pero vamos mejor dentro. Estábamos empezando a cenar. Si se anima, a tiempo está. Nos pilla hoy a ocho en el retén y ya sabe lo que se suele decir, donde comen ocho comen nueve.

El subinspector tuvo una pequeña revelación al darse cuenta de que estar con esos ocho bomberos le permitiría hablar con todos y quizá varios de ellos hubieran trabajado años atrás en aquel parque durante la pandemia. Si se sumaba a esa cena aumentaban las posibilidades de obtener información más completa y esa posibilidad le puso de un excelentísimo humor que le hizo dejar de lado los sinsabores acumulados de ese fin de semana.

—Pues sí, le voy a aceptar la invitación. Pero nos tuteamos, ¿vale?

—¡Ah! —respondió sorprendido el cabo Chica, que había formulado la invitación por pura cortesía, pensando que iba a rechazarla. Sin embargo, se repuso pronto de la sorpresa—: Pues vamos, vamos… te presentaré a la chavalería que estamos de guardia esta noche.

Caminando con el bombero hacia la puerta de acceso al edificio escuchó el sonido de un nuevo whatsapp de su mujer, con un sonido personalizado que le advertía de que el mensaje solo podía ser de ella. Sacó con rapidez el móvil y vio en la pantalla de acceso el inicio del mensaje, que pudo leer fugazmente y que decía: “Te duele mucho???”. Cuando desbloqueó el teléfono y abrió la aplicación de mensajería comprobó que Sara acababa de borrar el mensaje. “Va todo bien?”, le escribió Soto mientras el cabo Chica le miraba con sorpresa porque se había parado para escribir. Unos segundos después le entró la respuesta: “Hablaba con Claudia. Era para ella, perdón!”, acompañada de ese emoticono sonriente al que le cae una gota de sudor por un lateral de la frente.

—¿Todo bien, subinspector? —le preguntó el bombero.

—La vida no es lo que uno espera, pero supongo que decirle eso a un bombero es contarle algo que ya sabe —le dijo en un tono de voz tan grave que parecía salir de su garganta con eco, aunque se rehízo centrando su atención en la posibilidad de avanzar en la investigación con lo que le fueran a contar los bomberos.

El cabo Chica no supo qué contestar, así que se limitó a darle un leve toque en el hombro y a continuar andando hacia la puerta, que se encontraba ya a menos de cinco metros de donde Soto se había quedado parado con su móvil en la mano.

El retén de bomberos al completo estaba sentado a la mesa cuando el subinspector entró y sintió sobre sí catorce ojos sorprendidos por una visita como la suya, tan estrafalaria, porque todavía iba vestido de chándal, además de inesperada. Su acompañante hizo las presentaciones y el más corpulento de los bomberos se levantó de su silla con una rapidez que desconcertó al policía, al que acercó otra silla más a la mesa invitándole a sentarse con el grupo. Como si de una norma no escrita se tratara, cenaron sin hablar sobre el motivo de la visita de Soto; los bomberos, por una cuestión de hospitalaria cortesía, y él, porque se sentía extrañamente a gusto entre aquellos hombres dispuestos a correr en dirección al humo y el fuego mientras el resto de la población huye en sentido contrario haciendo caso al sentido común. Se gastaban bromas de una inmensa crueldad, pero había algo de ternura en la forma de atacarse que convertía todo en una esgrima verbal inofensiva y cariñosa entre quienes podían acabar por poner su vida en manos del que tenían al lado el momento menos pensado. A la altura de los postres, con un Soto sorprendido también por lo triperos que podían llegar a ser algunos de ellos, Chica introdujo por fin en la conversación el motivo de la presencia del subinspector en al parque de bomberos. Soto explicó brevemente lo que quería averiguar.

—¿Y te vienes un domingo a la hora de cenar para eso? —le preguntó derrochando confianza el hombretón que le había acercado la silla para se sentase al inicio de la cena.

—Bueno… no puedo daros detalles de la investigación, pero es que llevo ya muchos días machacándome con el tema y, hoy, en casa, ya no podía más.

—A ver, Casanova, ¿vas a hablar ya de una puta vez o no? —dijo el Cabo Chica dirigiéndose a uno de sus compañeros, un cincuentón con un bigote muy poblado que le daba pinta de actor porno de los años 70, engalanado además con una perenne sonrisilla en la boca.

—Chica, ¿quieres que hable?

—Sí, joder, sí. Esto es tan surrealista que solo puede ser verdad. Este tío es policía de verdad y lo que cuenta también es verdad, porque es imposible montarse una mentira tan extraña para engañar a alguien. Venga, dale.

—¿Tu nombre era? —preguntó Soto.

—Raúl.

—Ok, Raúl Casanova, te escucho.

—No, me llamo Raúl Contreras.

—Lo de Casanova es porque folla más que Julio Iglesias —explicó Chica entre el jolgorio general.

—Este cabrón se ha pasado por la piedra a más tías que la suma de las que nos vamos a trajinar el resto en toda nuestra vida —interrumpió el más joven del retén, un chaval que había comenzado a trabajar pocos meses atrás después de sacarse la plaza.

—Venga, guaje, joder, vamos con el tema —recondujo el cabo, calmando la carcajada de todos.

—Bueno… —continuó el subinspector—, me interesaría saber de las mujeres mayores que encontrasteis cuando lo del coronavirus, las que encontrasteis muertas en su casa.

La mención de las mujeres hizo el efecto de una lija que cortó de pleno las risas y dejó un ambiente silencioso en el que la voz de Raúl Contreras fue haciendo memoria de lo vivido tres años atrás.

—Fue duro aquello, para qué me voy a engañar. No sé qué pasó después pero la mayoría de los compañeros se prejubilaron o acabaron marchando a otros sitios. Porque fue la primera vez y luego los putos rebrotes. No sé… bueno, da igual. Era como si fuera una lotería y tocaba mucho, tocaba casi siempre. Cada vez que nos avisaban de que algún viejillo o alguna viejilla o algún matrimonio mayor llevaba días sin dar señales de vida o no contestaban a las llamadas de teléfono nos echábamos a temblar. Nos tocaba ir a forzar la puerta y muchas veces te los encontrabas muertos dentro. Daba mucha pena, la verdad es esa, mucha pena, sobre todo los que estaban solos. Alguno tenía un perrillo y el pobre animal estaba allí, junto a su dueño, o a veces fue una mujer, una dueña, que daba mucha lástima.

El subinspector no quería romper la atmósfera emocionada que se había instalado tras la cena, pero no podía dejar pasar la oportunidad de reforzar su principal tesis de investigación que, además, era la que le había llevado hasta allí. Así que se lo preguntó a bocajarro interrumpiéndole:

—¿Dónde estaban?

—¿Cómo? —respondió Contreras.

—¿Recuerdas alguna mujer mayor que se encontrara muerta en su cama?

—Pues… sí, es verdad, sí, ¡sí!, me acuerdo.

—Es importante, por favor, cuéntame.

—Hubo varias mujeres que encontramos muertas en la cama. Sí, me acuerdo. Así, que se murieron sin sufrir.

—¿Sin sufrir? —preguntó Soto.

—Sí, sin un resto de mal gesto en la cara, los ojos cerrados, la cama perfectamente hecha. Se murieron nada más meterse en la cama.

—Y las piernas rectas, juntas y estiradas. Y las manos bajo el pecho.

—¡Joder! ¿Cómo lo sabes? ¡Ah!, te lo ha contado algún compañero tuyo, ¿no?

—Pues no, porque al no ser muertes violentas no hubo autopsia, ni investigación policial —explicó Soto, que pensó pero no dijo: “Supuestamente no fueron violentas”.

—Eso sí, es verdad, se murieron de viejas —añadió Contreras.

—Y seguro que comentaríais entre vosotros que habían sido buenas muertes, sin sufrir, ni enterarse de nada, ¿no?

—Pues no me acuerdo de lo que dijimos pero, sí, es posible que algo así comentáramos.

—Ya…

—¿Qué? —intervino el cabo Chica lleno de intriga.

—Nada —respondió con la cabeza gacha el subinspector y el gesto de investigador que se le ponía en los momentos de máxima concentración. Después levantó la cabeza, echó un vistazo al grupo de hombres que tenía a su alrededor que, a su vez, le miraban a él y añadió—: Mañana os traslado una petición de oficio desde comisaría de todas esas actuaciones de aquellos cuatro meses. Señores, gracias por la cena y por la información. Y que la noche sea tranquila.

Se despidieron todos calurosamente y un poco sorprendidos de sus últimas palabras. El cabo se adelantó a Contreras, que se había levantado con Soto para acompañarle a la salida.

—Casanova, déjalo, voy yo —le dijo.

Cuando estuvieron lejos del resto, lo suficiente como para que ya no les escucharan, el cabo le habló con sinceridad:

—Subinspector, estuviste con un compañero tuyo no hace mucho hablando con vecinas de la mujer que violaron y asesinaron.

—¿Cómo sabes qué…?

—Soy el hijo de la vecina de encima de la Paca. Mi madre también vive sola.

—Tu madre… sí, nos ayudó bastante.

—Y yo también os voy a ayudar todo lo que pueda. Quien hizo eso a Paca se lo podía haber hecho a mi madre.

—Bueno… puede ser —reconoció Soto.

—No soy policía pero tampoco soy tonto. He visto por dónde ibas con las preguntas y sé sumar dos y dos.

—No puedo darte más datos, lo siento.

—Ni falta que hace. Pero yo te voy a dar esa información de las intervenciones en las que encontramos mujeres mayores muertas, mujeres solas que aparecieron muertas en sus casas. Mujeres como mi madre. Lo que tengamos en el registro del parque, te lo paso. Olvídate de pedirlo de oficio, que lo va a retrasar todo. Esta misma noche de guardia, si no nos tocan mucho la moral con salidas, te lo preparo. Dame tu correo personal —le pidió mientras sacaba su móvil para apuntarlo—. A ver, dime…

—Es danielsoto1985@gmail.com.

—Venga, en cuanto pueda, lo tienes. Y coged y colgad por los huevos a ese hijoputa. Y luego se los cortáis.

Soto abandonó el parque de bomberos tras un fuerte apretón de manos con el cabo Chica que casi acabó en un abrazo. Después caminó meditabundo hacia su casa, dándose cuenta de que su mujer no le había mandado ningún mensaje en todo aquel tiempo. Cuando llegó y se lo hizo ver, ella le contestó que le había querido dejar tranquilo porque sabía en qué habría estado pensando. El subinspector se sintió invadido por una ola de tristeza, lenta y viscosa, que le llevó hasta la cama como un náufrago de mares antiguos. Tardó mucho en dormirse y soñó con camiones de bomberos que rociaban con espuma el pubis de Sara, incendiado una y otra vez por el calor que le llegaba desde un cercano horno donde se quemaba una pizza.

***

Santamarta pasó el fin de semana dándole vueltas al caso y bebiendo coñac, pues se había autoimpuesto desde tiempo atrás una regla no escrita por la que no se permitía polvo blanco cuando estaba en casa. El domingo por la tarde cuando recibió el whatsapp de Soto llevaba suficiente alcohol en su cuerpo como para empatar a carajillos a una cuadrilla de trabajadores del metal durante más de una semana. Sus hijos se habían marchado toda la tarde de casa por no compartir espacio o para evitar cruzarse con él. Blanca se había metido en la cocina con la excusa de adelantar alguna comida de los siguientes días y se afanaba entre pucheros tratando de no pensar en su vida y en cómo aquel chaval del que se enamoró años atrás se había con vertido en ese trozo de terrible carne y huesos, en ese hombre iracundo e impredecible que ahora estaba borracho, espatarrado en el sofá delante de la tele, dormitando con el mando a distancia en su mano izquierda.

El inspector transitaba entre breves intervalos de sueño y otros de sopor en los que le llegaban imágenes de Josu Heredia con un disparo en su ojo izquierdo y otro dipsaro más que le arrancó siete dientes, y también imágenes Paca asesinada en la cama, con su ano y su vagina grotescamente dilatados. Cuando recuperaba un poco la consciencia, pensaba en el subinspector Soto y todo lo que estaba tratando de avanzar en la investigación mientras su mujer también avanzaba en otras cuestiones, aunque “por ahí ya le he cortado yo las alas”, se decía sin poder evitar una sonrisa borracha, soporífera y satisfecha. “Jodido Soto, no eres mal tío”, continuó el inspector con su etílico monólogo interior, “pero no tienes ni puta idea de lo que es la vida, de lo hijaputa que es la gente y no te digo nada de un asesino. El tito Julio te va a resolver este caso, ya lo verás, Soto, tú dale con las tablas y los datos, pero ya verás como al final te lo resuelvo yo, que soy un policía de verdad”.

Antes de volver a quedarse dormido se dijo que quizá al resolver el caso pudiera dar a Soto la gran lección de la intuición, esa que se tiene o no se tiene, pero que hay que buscar siempre. Se durmió finalmente unos minutos hasta que de la cocina llegó el ruido de una cazuela golpeando el suelo. Demasiado borracho para levantarse, gritó:

—¡Cago en Dios! ¡Un poco menos de ruido, cojones, que algunos necesitamos descansar! ¡No me hagas ir allí a explicártelo!

Blanca, paralizada por su torpeza, deseaba con todas sus fuerzas que no se levantara del sofá y no apareciera por la cocina.