2/2/22

Capítulo 8 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto llegó unos minutos antes de las diez y media a su cita con Rafael Llorente, pero esperó fuera del Registro a que diera la hora exacta a la que había quedado. Ocupaban las oficinas del Registro Civil la planta baja de un edificio de finales de los 60, que había sido en sus buenos tiempos una delegación del Ministerio de Agricultura, y contaban que en su inauguración estuvo el mismísimo Franco, con corte de cinta y discurso incluido. Ahora su imagen componía un mamotreto en medio de una zona de nuevas edificaciones, fruto de ambiciosos planes de regeneración urbana de esa parte de la ciudad, era desde todo punto de vista un bloque desproporcionado y agresivo en comparación con los colindantes.

El subinspector tenía las manos en los bolsillos y palpaba nerviosamente el pendrive que llevaba para que su amigo le pasara de forma irregular el listado de mujeres muertas. No estaba muy orgulloso de saltarse el procedimiento y la burocracia, pero se justificaba en un diálogo interno diciéndose que iba a conseguir ese listado de todas formas, que la investigación estaba muy bloqueada y que las salidas de madre de Santamarta no ayudaban precisamente a avanzar hacia el asesino, si es que era un hombre, que también podría ser una asesina, de modo que solo él, el subinspector Soto, sería capaz de desatascar el momento actual del caso y para eso necesitaba saltarse algo el procedimiento. Necesitaba para eso el listado, cuanto antes. Quitaba y ponía nerviosamente el tapón del pendrive sin sacarlo del bolsillo con una sola mano y ese gesto que realizaba con el dedo índice y el pulgar, nervioso y acelerado, le recordó los juegos digitales que empleaba con su mujer cuando la masturbaba llevándola hasta el orgasmo. Esta imagen de sus entretenimientos de cama le hizo sonreír y le hizo sudar, tras lo que comprobó que eran las diez y media y entró al Registro para preguntar en la ventanilla de Información por su amigo.

En los minutos que tuvo que esperar se entretuvo observando a quienes allí acudían a pedir certificados, tratando de imaginarse qué tipo de historias habría detrás cada una de esas personas, como un entrenamiento de su intuición de policía. Vio un hombre que parecía llevar encima el peso de una mochila de piedras y se imaginó que estaría allí para tramitar algún procedimiento por la muerte de alguien muy cercano. Al mirar a una mujer de cuarenta y pocos años con andares algo precipitados, que pretendían ser decididos pero escondían un poso de miedo, quiso ver a una esposa que venía por su certificado de matrimonio porque se iba a divorciar, poniendo fin así a años de destrozo emocional provocado por un marido manipulador y machista. También se fijó en un hombre delgado, moreno y con entradas, de ojos llorosos y presencia consumida y cartujana, que le inspiró lástima y al que iba a imaginar su correspondiente historia cuando apareció por fin Llorente con una gran sonrisa y los brazos abiertos.

—¡Danielito! Ahora podemos darnos un abrazo como Dios manda, que el puto virus nos tuvo año y medio estreñidos hasta que sacaron la vacuna.

—Será constreñidos —le corrigió Soto, sonriendo también.

—¿En qué estaría yo pensando? —le dijo mientras se fundían en un sincero abrazo, acompañado de sonoras y recíprocas palmadas en la espalda, con esa forma ridícula que tienen algunos hombres de querer demostrar que esas demostraciones públicas de cariño no esconden nada más que una incuestionable amistad heterosexual.

—Fue algo más de año y medio —le volvió a corregir Soto.

—Sí… el puto murciélago y la madre que parió a los chinos y su sopa. Venga, que eso ya es agua pasada y no estamos para perder el tiempo. Al lío.

Soto le dio el pendrive y Llorente le copió los archivos escaneados de los originales A3 que se plegaban en dos hojas, cumplimentadas en mayúsculas. A continuación se fueron a la cafetería y dieron buena cuenta de dos cafés con leche y cuatro pulguitas de jamón que, como dijo el funcionario del Registro recordando a su abuela, “levantaban la gorra”. Recordaron sus días de formación y el vacío que les hicieron los forenses, salvo una especialista anatómica patológica muy gorda que se encaprichó del policía y no hacía más que ponerle ojitos. Soto se ponía rojo como un tomate y no sabía donde meterse ante las insinuaciones de aquella mujer y ahora se volvía a poner colorado al recordarlo.

—Aquella te hubiera dado buenas lecciones de anatomía pirata, ¿eh? —le comentó Llorente entre risas.

—La vida pirata no es la vida mejor, amigo. Y yo no soy muy pirata. Te recuerdo que yo soy de los que detienen a los piratas.

—¡Bah! Hubiera sido una noche de desfogue y curvas desparramadas. Te lo hubieras pasado bien. Aquello era como un trasatlántico, cuánta carne, madre de Dios. Aunque daba la impresión de que las tenía prietas… las carnes, quiero decir —añadió sin poder evitar una sonrisilla maliciosa.

—Que no, Fernando, que no. Hubieran sido cinco minutos de desfogue y luego hubiera querido salir corriendo de la cama. Que después de esas noches siempre llega el día y yo soy de esos a los que el remordimiento no les permite casi ni respirar.

—Pues sí, eres de esos. A estas alturas ya da igual. Venga, a lo que íbamos… que te he pasado en el pendrive los certificados de defunción de mujeres mayores de 70 años de los últimos cinco años. Como eso incluye la época del coronavirus de los cojones, al final suman 213 mujeres. Son todas muertes típicas de mujeres de esa edad. Ya sabes, cosas como paciente senil, sin constancia de antecedentes clínicos relevantes. En la práctica, la típica parada cardiorrespiratoria y adiós muy buenas.

—Sí, bueno, no esperaba otra cosa.

—Perdona que te lo pregunte, pero ya que me he tomado la molestia y nos estamos saltando el procedimiento, pues me gustaría saberlo: ¿qué cojones andas buscando?

—Es por la mujer que asesinaron en el bloque junto al paseo marítimo.

—¡Hombre, Daniel, hasta ahí ya llego, joder! Pero que quiero saber qué se te pasa por la cabeza. Entre estas mujeres que tienes en el pendrive no hay ninguna muerte violenta.

—O sí.

—¡Venga…!

—No te quiero dar ahora una clase de criminología y tampoco puedo darte datos de la investigación.

—¡Joder, ni quiero!

—…pero hay detalles que me hacen pensar que quien se cepilló a esta mujer tiene un historial previo.

—No me lo puedo creer. No me estás diciendo lo que me estás diciendo… ¿Un asesino en serie?

—Sí… algo así. Y no cuentes nada a nadie, ni empieces a macharme con eso, aunque te suene ridículo, por favor, que bastante tengo que soportar las puyas de mi inspector.

—¿Qué tal con él? Santamarta, ¿no?

—Sí, el mismo.

—Buf… tiene una fama regularcilla y eso que yo conozco poco de esa comisaría.

—Pues sí, eso es… buf. Pero tiene algo, Fernando, no sé qué es. No debería, pero le respeto pese a que a veces me trata como a un perro.

—Eres un masoca, chico.

—Bueno, igual sí.

Después de otro ramillete de sonoras palmadas en la espalda a modo de despedida, Soto regresó a la comisaría cuando la mañana se moría y a muchos les empezaba a entrar el gusanillo del hambre. Previsor y metódico, sabía que se iba a pasar toda la tarde en su mesa y con su ordenador, exprimiendo cada dato del pendrive. Así que entró en el bar de Lola a comprar algo de comer para llevárselo a su lugar de trabajo y empezar la tarea lo antes posible. Dentro del bar de sillas metálicas y suelo de baldosas ocres, de un color que podría ser de las propias baldosas o de la capilla de grasa que cubría todo el establecimiento por las fritangas que allí se preparaban cada día, se fijó en las paredes llenas de posters y recuerdos del Real Madrid, equipo de los amores de su propietaria, que un día de confidencias le había llegado a contar a Santamarta que había tenido una noche loca con Emilio Butragueño. A Soto le resultaba claustrofóbico este bar por el exceso de objetos y decoración, de modo que hasta entonces solo había entrado siguiendo los pasos del inspector. Lola se sorprendió al verle sin su superior, pero enseguida puso la mejor de sus sonrisas en su cara siempre cansada para tratar de ganarse para los restos a otro buen cliente, que este novato podía ser de los que llegan, consumen y se van sin dar problemas ni exigir tanta escucha como Santamarta.

—¿Qué tal, Daniel?

—Bien, bien… ¿Y esto? —preguntó señalando un coñac en vaso de tubo en la barra y mirando alrededor.

—Es de Julio, está ahora en el baño.

—Bueno… oye, Lola, ¿me pones un bocadillo de lomo con pimientos y una Coca-Cola Zero para llevar?

—Marchando.

La mujer se introdujo en la cocina a prepararle el bocadillo y Soto la observaba a través de un ventanuco que daba a la barra y por donde la cocinera sacaba los platos del día, que solían engullir una docena de clientes habituales, en su mayoría policías.

—¿Te has quedado sin cocinera?

—No. Pero es que hoy me llega tarde. Me acaba de llamar. No sé qué de unos papeles del Consulado. Chico, ya sabes, es lo que tiene contratar extranjeras. Trabaja muy bien, no digo que no, pero cada dos o tres meses tenemos alguna de estas. Está con lo del reagrupamiento familiar y le piden más papeles que yo qué sé.

Soto no contestó y únicamente le dedicó un ligero gesto de comprensión. En ese momento salió del baño el inspector, que le saludó con un exabrupto y una excesiva palmada en la espalda que le dejó a Soto un ligero picorcillo durante unos segundos.

—Inspector, esta tarde me voy a poner con lo que me han pasado en el Registro.

—Qué moral tienes, Soto. Pero sarna con gusto…

—Bueno… que yo me pongo si no hay alguna cosa importante que hacer.

—Que sí, cojones, que te pongas con eso, a ver si pillamos al follaviejas ese que tú ves como un asesino en serie y acabamos con una medallita que nos pondrá el propio ministro en el pecho. Y le damos un besito en los morros, que le va a encantar.

—Vale —dijo Soto, recogiendo después la bolsa en la que Lola le había metido el refresco y el bocadillo envuelto en papel de plata.

El subinspector pagó algo nervioso ante la mirada que le estaba dedicando Santamarta y se despidió con un precipitado “hasta luego” para salir de allí y dejar de sentir los ojos de su superior clavados sobre todo su cuerpo, inquisidores y casi despectivos.

—Adiós, prenda —se despidió Lola de Soto.

—¿Prenda? —preguntó Santamarta mientras el subinspector desaparecía del bar sin abrir la boca—. A ver si ahora me tengo que poner celosón por este primaveras.

—Tú siempre serás mi favorito, señor inspector —contestó ella con un gesto coqueto.

—Eso está mejor —añadió, riéndose, cogiendo el vaso de tubo y tragándose del tirón la mitad del coñac que aún le quedaba—. Me voy yo también.

—¿No te quedas a comer? La cocinera tiene que estar al caer.

—No. Hoy tengo que investigar una cosilla.

—¿De la vieja?

—Todo lo quieres saber… no, no es de la vieja. Otro asunto. Venga… prenda, adiós —dijo con toda la retranca de la que fue capaz.

—¡Julio! ¿De verdad te vas a poner celoso porque le he llamado prenda?

—Lo nuestro se enfría, Lola —le contestó muerto de risa, una risa sincera y abundante a la que no pudo evitar unirse la dueña del bar.

—Para eso tendría que haber empezado —dijo ella en un susurro.

El inspector llamó a Susi al salir del bar, que le contestó enseguida, sorprendida y a la vez preocupada de que se pusiera en contacto con ella un día que no fuera viernes.

—Julio, ¿pasa algo?

—Nada, reina, no pasa nada. ¿Me invitas a comer?

—Claro que sí.

—Quiero preguntarte una cosa.

—Dime.

—No, ahora no, en la comida.

—Iba a ponerme ahora a preparar meluza rebozada. Pongo más para ti.

—Espero que tengas mayonesa.

—Sí, claro.

—Pues voy para allá.

Santamarta estaba tan lejos de sí mismo que ya no sentía remordimientos por acostarse con una puta una vez por semana. Era como si el paso de los años le hubiera extraído la capacidad de emocionarse con la parte buena de las cosas y le hubiera dejado una emoción analfabeta, capaz únicamente de mirar a su propio placer o de dejarse arrastrar por el tramposo y breve alivio de su cinismo, sus comentarios ácidos o sus explosiones de violencia. Eso sí, había algo que el paso del tiempo no había podido destruir, un vestigio del hombre que fue, porque lo que seguía inquebrantable era su lealtad por el cuerpo, mejor dicho, lealtad por sus compañeros, por quienes daría la vida sin dudarlo, lo haría incluso por el más estúpido, se dejaría la piel y la sangre hasta por el agente del que peor opinión tuviera. Esto explicaba que hubiera una voz en su interior que le animara a proteger a Soto de lo que, el inspector no tenía ninguna duda, estaba ocurriendo con su mujer. A Santamarta le ocurría en algunas ocasiones mirando el rostro de una mujer y le había ocurrido con mucha fuerza al ver la foto de la mujer de Soto. Tenía la certeza, el convencimiento absoluto, sabía que estaba engañándole. El inspector no podía explicarlo, pero cuando tenía esa especie de revelaciones se le erizaban los pelos de la nuca y sentía latigazos de rabia en la boca del estómago. Duraba aquella sensación dos o tres segundos y luego volvía todo a la normalidad, salvo porque él quedaba en estado de alerta, sobreexcitado por un vertido de adrenalina en su corriente sanguínea.

—Susi, ¿tú le dirías, si fueras yo, a mi compañero que su mujer le engaña?

—¿Qué…? —preguntó ella sacando de la sartén la última pieza de pescado, que colocó con cuidado junto al resto de merluza en un plato con papel absorbente para quitar al rebozado el exceso de aceite.

La mujer no acertaba a comprender del todo y no era capaz de contestar. No estaba acostumbrada a que Santamarta le preguntara una cuestión como aquella. El mero hecho de haberse presentado a comer ya era una situación extraordinaria que la había dejado fascinada. La pregunta le incomodó y llegó a sospechar que el inspector estuviera maquinando algo contra ella misma.

—Sí, a Soto, el nuevo, ya te hablé el otro día de él.

—Pero… ¿estás seguro? —dijo Susi, algo aliviada al comprobar que la pregunta de Santamarta no iba de su propia historia con ella.

—Chochito, que soy inspector de Policía. Pues claro que estoy seguro. Me bastó con ver una foto de ella.

—Julio, que tú sabes mucho, eso lo tengo claro… pero, hombre, igual tienes que investigar un poco más, ¿no?

—En realidad, eso quería preguntarte, si merece la pena que tenga pruebas. Porque lo que tengo claro es que si me molesto en conseguir pruebas, yo se las suelto a Soto como hay Dios y sin anestesia.

—No entiendo.

—A un compañero no se le miente con eso. El tipo que te puede salvar la vida cuando la cosa se pone fea se merece la verdad. Primero, que se lo merece por primaveras, que se joda y sepa lo que tiene en casa, joder, que se ve a kilómetros. Y, lo segundo, pues eso, que es compañero y no se me pone en la punta del cipote que esté tan engañado. De verdad… que no viva engañado, o sí, yo qué sé. Por eso te pregunto. Tú de estas mierdas tienes que haber oído mucho, ¿no?

—Pues, no sé.

—Vaya por Dios, menuda ayuda me he echado. Esta tarde no tengo nada que hacer, porque lo del follaviejas lo tenemos parado. Soto se va a tirar toda la tarde como un gilipollas mirando papeles de otras viejas muertas, pero no asesinadas. Viejas que murieron de viejas… y se lo dirá a su mujer, que sabrá que va a tener la tarde libre hasta las nueve o las diez. Si es que es gilipollas el pobre. Pero es mi compañero, ¿entiendes?

—Sí, entiendo. No sé qué decirte, Julio. Igual él no sabe o se imagina algo y no quiere saber.

—No quiere saber, eso seguro. Le quise adelantar algo el otro día y se puso muy farruco conmigo. Creo que fue de las dos o tres veces que se ha puesto duro conmigo. Porque, por lo demás, es un primaveras, ya te lo he dicho.

—Pues… no sé.

—Joder, Susi, no me estás ayudando mucho.

—Eso también me lo has dicho ya. Lo siento.

—No te me pongas tan estirada que te bajo los humos rápido… Además, que veo que esa merluza quema mucho y se me ocurre que hagas algo mientras se enfría un poco.

Ella sonrió con picardía y fue a por un cojín de la sala.

—De canto —le dijo él mientras ella se arrodillaba y le iba desabrochando el botón del pantalón.

—Conozco de sobra tus gustos. Te gusta que te la coma…

—De canto —repitió él, acabando la frase.

Ella le sacó el miembro y se dedicó con fruición a que lograra una dureza y perpendicularidad perfectas, como paso previo a una eyaculación silenciosa, marca de la casa del inspector, incapaz de gemir ni de permitirse un gesto de placer cuando lo sentía. Después comió y se tomó el café que también le preparó ella, un café que le recordó a los que se tomaba su padre antes de marchar a trabajar a la fábrica cada mañana, la única hora del día en que aquel hombre estaba sobrio, la única hora del día en que respetaba a su mujer, a Julio y a sus otros tres hermanos.

—¿Sabes una cosa? —le preguntó a Susi.

—Dime —respondió ella, feliz de aquel momento que estaba compartiendo con Santamarta, lo más parecido a una vida normal que tenía en el triste y sucio pasar de sus días de puta guapa, venida algo a menos por los años, las arrugas y las carnes cada vez más flácidas.

—Voy a conseguir esas pruebas. A un compañero no se le miente con su mujer y si dejo pasar esto sería como mentirle.

—Me parece bien.

—Venga, hasta el viernes, que esta semana hacemos doblete.

—Pirata.

—Prenda —le contestó el comisario, levantándose para marcharse y sonriendo al usar el mismo apelativo que Lola había dedicado a Soto.

—¿Prenda? Eso es nuevo.

—Prenda querida. Hasta el viernes. Y tenme preparado el paquetito, como siempre.

—¿Alguna vez he faltado yo a mi entrega?

—Venga, échame una sonrisa de esas tuyas… Así, muy bien —le dijo mientras ella le sonreía—, ale, hasta el viernes.

Santamarta llegó al barrio de Soto y aparcó con prudencia a cuatro bloques de la casa de su compañero. Buscó una cafetería desde la que poder tener una buena perspectiva del portal y las ventanas del piso del subinspector, se pidió un coñac en vaso de tubo y se puso a esperar. “Lo hago por ti, primaveras, porque creo que al final te he cogido cariño. Esto te va a doler pero lo necesitas”, pensó dando el primer trago y ya colocado con perfecta visión del bloque de pisos de siete alturas y ladrillo oscuro, con enormes sombras de humedad en el lado derecho de la fachada principal, consecuencia de los temporales del noroeste que lanceaban aquella ciudad con lengua de lluvia saliendo por el sudeste en lo más duro de los inviernos del Cantábrico.

La tarde era tristona y la composición que formaban el inspector, su vaso largo de cubata con coñac, la mesa en que estaba sentado y las cortinas sucias de la cafetería hacían todavía más evidente esa sensación de tristeza. El tiempo fue transcurriendo como un perrillo cojo hasta que, sobre las siete y cuatro coñacs entre pecho y espalda, Santamarta notó su erizarse de los pelos en la nuca al ver a un repartidor de Telepizza entrar en el portal. Llamó a Soto sabiendo que le iba a decir lo que le dijo, que tenía para dos horas más de inmersión entre papeles y que precisamente había llamado hacía media hora a su mujer para avisarla de que no llegaría hasta las nueve y media.

—Inspector, ¿pasa algo? —le preguntó después Soto por teléfono.

—Nada, Soto, no pasa nada.

—Creo que tengo algo.

—Me lo cuentas mañana, que es muy tarde para escuchar tus chorradas.

—Vale, pero mañana hablamos sin falta.

—Soto…

—Dime.

—Eres un primaveras, pero no me caes mal —le dijo Santamarta en una concesión al sentimentalismo de la que se arrepintió de inmediato.

—Bueno… ¡Gracias, inspector!

Soto iba a añadir alguna frase más de agradecimiento y a tratar de devolverle algún comentario similar cuando Santamarta le colgó, anticipándose para poner fin a una conversación que le empezaba a incomodar demasiado.

—Un primaveras y un gilipollas ciego con tu mujer —dijo a media voz después de colgar y antes de pagar las consumiciones para salir a la calle.

Estuvo dando cortos paseos por la acera del portal del subinspector, haciendo tiempo, unos cuarenta minutos, a que saliera el repartidor, un joven de unos veintipocos años, de cara ancha, ojos azules, pelo rubio y sonrisa cautivadora. Un tipo que irradiaba juventud, alegría de vivir, despreocupación y potencia sexual.

—¡Chaval! Oye… —le dijo acercándose a él—. ¿Se te han caído antes veinte euros? Tienen que ser tuyos porque estaban al lado de la moto.

El repartidor vio la oportunidad de hacerse con esos veinte euros y reaccionó rápido, feliz de lo bien que le estaba tratando esa tarde, polvo con Sara y dinero gratis.

—Sí, sí. Joder, menos mal, tío. Si no, no me cuadra después la caja y me hacen ponerlo de mi bolsillo —le contestó con una de esas sonrisas que tanto le ayudaban a abrir las piernas de muchas mujeres.

Santamarta le devolvió la sonrisa mostrándole el billete en su mano izquierda, tras haberse cerciorado de que en la calle no había nadie cerca en esos momentos. Cuando el chaval iba a coger el dinero, el inspector se lo guardó con rapidez en el bolsillo del pantalón, dio un paso adelante y le agarró con fuerza la entrepierna, divertido pensando que era el segundo paquete de repartidor que estrujaba en pocos días.

—¡Eh, tío! ¿Qué te pasa? —protestó el joven, asustado.

—A ver, pichabrava. Lo que pasa es que no me gusta que te folles a esa señora a la que te acabas de follar. Mira por donde, a las demás no me importa, pero que te folles a esta sí me importa. Ya ves, caprichosete que es uno. Otros coñitos, sí, este coñito, no. Sé dónde trabajas y voy a estar por aquí.

—Pero…

—Ni pero, ni hostias. ¿Ves esta? —le dijo enseñándole la culata de su pistola, una imagen que dejó al repartidor lívido—. Pues me está pidiendo ejercicio. Vas, te buscas otro chochito por ahí, te follas lo que te dé la puta gana. Pero a esta, ni una sola vez más.

—Sí, sí, sí… dijo casi sin aliento.

Santamarta apretó un poco más su mano y el repartidor se puso de puntillas en un acto reflejo.

—Ale, venga, vete a repartir alguna mierda de esas con piña… por cierto, gualtrapas, a Sara le vas a decir que se vaya a tomar por culo, que te has cansado de ella, que te aburre ya follártela. Lo que quieras pero no me menciones, cacho de mierda. Porque yo no existo, esto no ha pasado y esta conversación no ha existido, ¿estamos?

—Sí, sí…

El joven tomó aire unos segundos y se marchó lo más rápido que pudo, dando unos pasitos cómicos y precipitados para llegar a la moto, forzado por el intenso dolor que sentía aún en los testículos. Aquello hizo reír al inspector, que se acordó de aquel chiste de Gila: “En mi época había diálogo entre padre e hijo. Tu padre te decía que si no venías a las diez a casa te pegaba unas hostias. Joder, y tú le entendías. Había diálogo…”.

Santamarta se convenció de que aquello sería suficiente por el momento, de modo que no le contaría nada a Soto. También sabía que Sara acabaría buscándose otro amante tarde o temprano, pero se dijo a sí mismo que para entonces ya habría logrado, aunque fuera a base de collejas, que Soto no fuera tan primaveras y no se dejara chulear por su mujer.