16/3/22

Capítulo 21 (Novela 'Julio y las viejas')

Blanca recibió la llamada de Aurori y, mientras escuchaba su narración de que alguien había entrado en la iglesia a aquellas horas tan extrañas, su marido llegó a casa sin que ella se diera cuenta. El inspector se presentó sigiloso en la cocina, donde su mujer hablaba aún por teléfono mientras terminaba de preparar la cena. Blanca se sorprendió ante la presencia inesperada de Santamarta y él lo notó, lo que hizo que se dispararan todas sus alarmas de inspector de Policía y de marido celoso.

—¿Con quién hablas?

—Con Aurori, una de la parroquia —respondió Blanca, con un temor anticipado ante lo que se le podía venir encima.

—Dame el móvil.

Blanca le entregó el móvil, en el que todavía estaba activada la llamada.

—Blanca, ¡Blanca! ¿me oyes? —preguntó la otra.

—¿Eres Aurori? —dijo Santamarta.

—Sí, soy yo. Es usted el marido, el policía, ¿verdad?

—Sí.

—Ya le he dicho a Blanca muchas veces cuando coincidimos en la parroquia lo bueno que es conocer a un policía, que nunca se sabe cuándo va a hacerle falta a una. Y, ya ve, ahora, pues hace falta.

—¿Para qué?

—¡Uy, sí, perdón! Es que han entrado en la iglesia.

—¿En la del Carmen?

—Claro, guaje, ¿en cuál va a ser?

—¿No sería el cura?

—Conozco a don Esteban desde que llegó hace treinta años. Y le puedo decir con toda seguridad que no era él. Yo creo que…

—Vamos para allá —dijo el inspector cortando la conversación, justo antes de colgar el teléfono.

Aurori iba a contarle también que acababa de hablar precisamente con don Esteban por teléfono y que le había dicho que se acercaba de inmediato, por lo que el párroco llegaría el primero desde su piso cercano, a escasos doscientos metros de la iglesia. A Aurori le daba un poco de miedo que el cura se enfrentara solo, a su edad, con un posible ladrón, pero se tranquilizó pensando que a un santo no le podía pasar nada y que la Policía iba de camino. Ignorante de lo verdaderamente importante, creía que Santamarta se daría muchísima prisa en llegar por la amistad de su mujer con el cura.

Blanca salió de la cocina y apareció unos segundos después, calzada y lista para salir a la calle con su marido.

—¿A dónde vas? —le preguntó él con un tono entre el desprecio y la sorna, haciendo una pausa en el gesto que había iniciado para ponerse una americana.

—Contigo. Has dicho ‘vamos’ —contestó con sorpresa Blanca.

—No jodas, me jodas. No. Y punto.

Pero, al contrario que en el resto de asuntos, Blanca no retrocedió. Al revés, insistió porque se trataba de su parroquia y de su cura, un hombre por el que sentía la emoción de una hija y que encarnaba todos los valores que ella deseaba en un hombre, más o menos, los contrarios a los que había llegado representar su marido.

—Voy, Julio. Conozco la iglesia, tengo las llaves y conozco a cualquiera que tenga las llaves para entrar. Seguro que hay una explicación lógica y conmigo allí será más fácil entendernos y saber qué pasa.

Santamarta dudó un instante.

—¡Niños! Vuestra madre y yo marchamos. Apañaos con la cena y no deis mucho por culo aunque eso ya va a ser más difícil...

Los dos hijos se asomaron a las puertas de sus cuartos y miraron a su madre, que les devolvió una mirada cómplice de tranquilidad que les dejó aliviados. Después, el inspector mandó un whatsapp a Soto: “A la iglesia”. Por si no había quedado clara la urgencia de la orden, añadió otro mensaje: “Cagando hostias”.

Más o menos a la vez que Santamarta salía con su mujer de su casa, el sacristán estaba metiendo los frasquitos, perfectamente etiquetados con nombres y fechas, en una bolsa. El lugar del que los sacaba había sido un buen escondite hasta ese momento, pero si no los sacaba de allí de inmediato era cuestión de tiempo, y no de mucho, que los policías acabaran por descubrir lo que llevaba tanto tiempo oculto.

—Alberto, ¿qué haces aquí a estas horas? —oyó la voz de don Esteban, que retumbó por toda la nave principal de la iglesia—. Vaya susto nos has dado, tienes a Aurori imaginando yo qué sé qué cosas… ¿Va todo bien?

Le hablaba desde el fondo del pasillo central, porque acababa de entrar por la puerta de la fachada principal, y la voz llegaba con reverberación.

—No me toques los cojones, hombre, si tú siempre entras por la sacristía —murmuró Alberto entre dientes dejando con disimulo la bolsa con los frasquitos en el suelo, tras el altar. Avanzó unos metros y le dijo con un tono de forzada preocupación:

—Don Esteban, ¿qué hace usted aquí a estas horas? ¿Ha pasado algo?

—Me ha llamado Aurori —contestó el cura, sonriendo y llegando ya a su altura—, que ha visto entrar a alguien y ya sabes lo peliculera que es esta mujer… Vamos, que te ha visto entrar pero no te ha reconocido y se ha imaginado vete tú a saber qué… Y me ha llamado.

—¿Ha llamado a alguien más?

—Alberto, hijo, qué preguntas me haces. Pues no, no ha llamado a nadie más. No me asustes, de verdad, ¿pasa algo? Ya sabes que a mí me lo puedes contar.

—No, está todo en orden.

—Vale, me alegro. Me empezabas a preocupar. Bueno, pero dime qué estabas haciendo, a qué has venido tan tarde. Lo habíamos dejado todo preparado para el oficio de mañana. Ya sé que te pones muy nervioso cuando sacamos a la del Carmen, pero va a ir todo bien.

—Sí, todo va a ir bien, es verdad. Nada, una tontería que me acordado al llegar a casa. Ya sabe cómo me obsesiono con el orden.

—Alberto, Alberto… no se puede ser tan perfeccionista. No pasa nada si alguna vez las cosas no salen del todo perfectas. Lo hemos hablado muchas veces. No pasa nada, hombre, de verdad. Me parece un exceso que te hayas venido solo por eso.

—Lo siento, de verdad, me entra el agobio y ya sabe…

El cura echó un vistazo a la zona del altar donde había visto al sacristán al entrar en la iglesia, por ver qué era lo que le había motivado el volver tan tarde hasta allí. Pero no vio nada. Se fijó mejor mientras Alberto no le quitaba ojo y, al fin, don Marcelo se percató de un asa de bolsa de plástico que se podía ver en un lateral de la mesa del altar.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando ese lugar.

El sacristán se fue sin decir nada hasta la bolsa y volvió con ella en las manos, impasible. Le mostró su interior al cura porque, al haber descubierto don Esteban la bolsa, se le habían terminaron de aclarar las pocas dudas que le quedaban sobre qué hacer con él. El cura echó un vistazo al interior de la bolsa y, al ver lo que contenían los frasquitos y leer los nombres escritos en un par de etiquetas, su gesto cambió. Durante unos segundos fue incapaz de aceptar lo que eso significaba. Después miró al sacristán, horrorizado.

—Necesito confesión —gritó Alberto.

—¿Qué te pasa? Mantén la calma —contestó don Esteban con un hilo de voz.

—Estoy muy calmado, ¿no lo ve? —le contestó agarrándole las manos con un resto de sonrisa como la que había llenado su cara oliendo la colonia.

El sacerdote se sorprendió al verse con las manos inmovilizadas. Eran las manos del sacristán dos tenazas aferradas a un imposible, a un deseo frío, a otra vida sin culpa, a una redención inalcanzable. Don Esteban trató de dar un paso atrás para zafarse del agarre de esas manos que eran todavía más fuertes y fibrosas de lo que había imaginado, dos manos acostumbradas a manejar la escoba seis horas al día. No lo consiguió y fue consciente de la determinación de Alberto al mirarle a los ojos y comprobar que los tenía clavados en los suyos con la fijeza de una vieja estatua de mármol.

—No te podré confesar si no me sueltas —le advirtió en un tono más alto de lo que en él era habitual y que resonó con un vago eco en el espacio nocturno y desangelado de la iglesia a aquellas horas.

A cualquier extraño que no conociera a los dos hombres pudieran haberle parecido dos amantes con las manos entrelazadas en una cita clandestina, en un lugar tan inapropiado como aquel templo católico cercano al mar en la noche previa a la fiesta de la Virgen del mar.

Alberto soltó al cura sin dejar de sonreír, aflojando un poco la tensión que se le había instalado en la espalda y los hombros.

—En el confesionario —exigió.

—Podemos hacerlo aquí mismo, como hemos hecho otras veces. Estamos solos. Ya sabes que el confesionario me da un poco de claustrofobia.

—Aquí no. En el confesionario.

Don Esteban no tuvo fuerza de voluntad para seguir discutiendo. Ambos se dirigieron hacia el pequeño habitáculo en un lateral de la iglesia que prácticamente nunca se utilizaba. Mientras, el sacristán se crujió los nudillos de las manos y el cura no pudo evitar que ese sonido le provocara un breve y desagradable temblor.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Alberto, por Dios, ¿qué has hecho?

—Padre, he sido malooooo… —contestó con un deje cínico.

Don Esteban se quedó en silencio y ese silencio proporcionó un placer obsceno al sacristán, que añadió:

—Sí, don Esteban, es lo que usted está pensando.

El cura sintió una descarga de maldad que le recorrió la espalda como si un rayo le hubiera quemado la médula del espinazo y comprendió ya completamente quién había asesinado a doña Paca y a la madre del juez y a todas las otras. Porque tuvo casi a la vez una revelación de otras mujeres a las que ambos visitaban y que habían fallecido de un día para otro sin tener ninguna enfermedad terminal. Le temblaba el labio inferior y, en la oscuridad del confesionario, se sentía doblemente cegado por la violencia de la revelación que estaba teniendo. Intentó huir pero Alberto le puso la zancadilla.

—Padre, ¿se marcha sin absolverme? —le preguntó manteniendo una sonrisa angelical que resultaba mefistofélica—. Necesito su absolución, don Esteban.

El cura se levantó con dificultad, ayudad por el propio sacristán al que miró todavía más horrorizado. Intentó encontrar algún resto de empatía o de humanidad en sus ojos, pero volvió a ver la mirada fría, opaca y sólida de una estatua. Trató de ganar tiempo:

—Nadie es malo del todo, ni para siempre.

—Eso es verdad, padre. Fíjese, ahí le doy la razón.

—Y has venido a mí y me has pedido confesión. Eso quiere decir algo —continuó mientras notaba que el sacristán le tenía fuertemente agarrado por el codo.

—Por eso, si no me absuelve voy a arder en el Infierno.

—Yo te absuelvo. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

—Muy bien… ya me siento mejor. Qué bien me siento, don Esteban —le dijo con un tono indisimulado de ironía—. Ahora, ¿quiere que le corte el pelo?

—¿Eh?

—Sí, será mi penitencia. Porque le noto un poco agitado y hasta se ha olvidado de ponerme la penitencia. Yo le corto el pelo a cambio de su confesión. Es justo, ¿no?

—Sí, sí… —contestó el cura, abrazado por el miedo y con dificultades para vocalizar por el temblor en aumento de su labio.

—Vamos a la sacristía, no me parece que este sea un lugar para cortar el pelo.

Con parsimonia y sin soltarle el brazo, Alberto llevó a don Esteban hasta la sacristía y le sentó en el centro de la estancia. El cura nunca había sentido tan de cerca la presencia del Maligno como en aquel momento con el sacristán a su lado. En cuanto lograra salir de allí le denunciaría ante la Policía, eso lo tenía claro, pero sintió una ola de fe creciendo desde sus entrañas y se tomó su situación como una lucha heroica entre la luz y las tinieblas. De tantas veces que había oído cómo le decían que tenía vocación de santo, acabó por creérselo justo en aquel momento. Y de tantas veces que se había dicho a sí mismo que no había nadie malo del todo, ni nadie que no mereciera la salvación, también acabó por creérselo entonces. Se convenció súbitamente de su vocación de santo y de que podría salvar el mínimo chispazo de bondad que tenía que existir en el fondo del alma enferma de su sacristán. Tenía que salvar esa alma y sintió aquella misión como un designio divino, un mandato celestial que formaba parte, sobre eso no albergó ni la más mínima duda, de un plan superior del Altísimo. Aunque el sacristán fuera a acabar en la cárcel, era necesario recuperar para Dios a aquella criatura que había hecho tantas barbaridades. Don Esteban asumió aquella encomienda sagrada como una oportunidad inesperada pero fundamental, también para él mismo, porque si lograba la salvación de Alberto sería a la vez su salvoconducto para acceder él mismo de forma directa al Paraíso de los beneficiados en el Juicio Final.

—Todo irá bien, confía en Dios —le dijo cariñosamente al sacristán, recuperado el temple y dándole unos breves y confiados toques en el hombro, sonriéndole y comprobando con satisfacción que Alberto le seguía sonriendo también.

Alberto cortaba el pelo al cura con movimientos excesivamente afectados, como la coreografía de un baile pasado de moda, mientras don Esteban le observaba dejándose llevar por lo magnético del ritual que desplegaba el sacristán.

Muerto de miedo y asumiendo que soportar ese miedo era un ejercicio de santidad, el cura se acordó de su juventud llena de ansia, de aquella moza que arrinconó en una noche de fiesta de quintos en su pueblo de la Rivera navarra, con mucho calor y mucho vino en el cuerpo, que acabó con las bragas de ella en el suelo mientras decía que no débilmente y él no quería oírla concentrado en sus propios gemidos, mientras una solitaria lágrima se mecía en el borde del párpado del ojo izquierdo de ella, no lo olvidaría jamás, con las embestidas de aquel Esteban joven y fogoso. Fue un escándalo con sordina porque el padre de don Esteban, sargento de la Guardia Civil, pagó un dinero a la familia de la muchacha y quitó a su hijo de en medio, metiéndolo en el seminario. Nació siete meses después un niño muy débil que, para alivio de todos, murió sin haber cumplido las dos semanas de vida. Aguantó lo que le quedaba de curso en el seminario para no desbaratar el teatro y las argumentaciones montadas por su padre en el pueblo que, de tantas veces repetidas, acabó por creer la mitad de la gente.

Esos meses entre aspirantes a cura fueron haciendo una labor de termita en la primitiva y tosca juventud de Esteban, lo que unido a un persistente sentimiento de culpa por ese niño muerto le llevó a tomarse en serio sus estudios para alcanzar el sacerdocio, asumiendo a la perfección el papel de pecador que pasaba de Saulo a Pablo, con su particular caída camino de Damasco. Dejó de ser Esteban y se convirtió en don Esteban y, unos pocos años después, la parroquia del Carmen fue el escenario donde se fue labrando, a base de tiempo y bondad, un legítimo y sincero currículum de santidad. En su interior permaneció siempre, ante su conciencia y ante los ojos omnipotentes de Dios, aquel tachón bochornoso, aquel guisante negro y podrido de aquella moza y aquel niño malogrado.

Pero ahora, superadas la sorpresa y la angustia, si lograba cumplir con su misión de salvar el alma de Alberto de las llamas del Infierno, podría expiar esa parte de su pasado y llegar al Juicio Final, donde no paga nadie por nadie, con un buen expediente. Tenía que salvar el más allá de Alberto a través de un arrepentimiento sincero, garantizando cuando los tribunales celestiales decidirían sobre su caso que su alma cayera en el lado bueno de la Eternidad. Le miró otra vez mientras le cortaba el pelo, con verdadera esperanza de lograr la salvación para ambos.

—No eres malo, Alberto.

—¿No? —preguntó el sacristán, que seguía con la sonrisa y con los gestos exagerados.

—Eres bueno.

—Y voy a ser mejor, ya lo verá.

Alberto retiró del cuello del cura la toalla que, como siempre, había colocado para evitar que los pelos cortados le cayeran sobre los hombros, en la camisa o la chaqueta. Sacudió la toalla para quitarle los pelos que aún conservaba y la empapó bien en un lavabo que había en una esquina de la sacristía, tomándose su tiempo para que ni una sola de las hebras quedara seca. Antes de volverse de nuevo y mirarle de frente, le dijo:

—Padre, guarde ese móvil y no intente mandar ningún mensaje. Es mejor que no me haga enfadar.

Don Esteban se puso tan nervioso al haber sido descubierto cuando trataba de mandar un mensaje de auxilio que se le cayó el teléfono al suelo.

—Deje, deje… yo lo recojo —dijo Alberto, cogiendo el móvil y colocándolo en la repisa de la única ventana que tenía aquella habitación, lejos del alcance de su dueño—. Fíjese si soy bueno —continuó diciéndole cuando se le acercaba y don Esteban le miraba con gesto de espanto, petrificado el intento de sonrisa en su boca— que voy a enviarles a sus ovejitas el pastor que les falta.

En un movimiento que al cura le pareció más rápido que un pestañeo, le echó sobre la cara la toalla empapada, tapándole la boca y la nariz con el tejido húmedo y sus firmes y nervudas manos acostumbradas al palo de la escoba. Don Esteban boqueaba bajo la toalla húmeda ante la falta cada vez más angustiosa de aire y lanzaba manotazos desesperados que Alberto esquivaba con agilidad, colocándose rápidamente a su espalda, lejos de esos intentos torpes de empujarle y golpearle, pero sin aflojar la presión que ejercía, logrando con éxito que la toalla no se despegara lo más mínimo de la boca y la nariz de su víctima. Mientras el cura iba perdiendo vigor en su torpe resistencia, el sacristán repetía una frase, divertido de su propia ocurrencia:

—Ve con tus ovejitas, pastor, ellas te esperan.

En un último segundo de lucidez, don Esteban se convenció de que aquella muerte era su penitencia por la muchacha y el niño perdido, lo que le hizo sentirse en paz y agradecer el espasmo que sintió en el pecho cuando su corazón realizó su último movimiento y se quebró.

Dos goterones de sudor se deslizaban por las sienes de Alberto cuando aflojó la presión de sus manos para retirar después con lentitud la toalla mojada de la cara del cura. La dobló con calma mientras su respiración iba recuperando un ritmo menos acelerado. Miró la cara de ese hombre al que acababa de asesinar y le sorprendió la sonrisa dibujada en su boca, propia más bien de una buena y plácida muerte. Por primera vez desde hacía muchos minutos, fue el sacristán el que dejó de sonreír. Sacudió los pocos pelos que aún permanecían en el cuello y los hombros del cura tras el forcejeo. Después sacó del cuartillo de la limpieza una escoba y un recogedor para barrerlos y dejar inmaculado el suelo.

Recuperó la compostura y volvió a sonreír al echar un vistazo a la sacristía y sentirse de nuevo dueño y señor de la vida de los demás, con control sobre la situación. Con esa enfermiza sensación íntima de bienestar, tumbó a don Esteban en el suelo, manipulando el cadáver con un gran cuidado que, por momentos, rozaba la ternura. A un testigo ajeno al crimen le hubiera podido recordar vagamente una escena de un cuadro de la Piedad, como quien recoge el cuerpo de un cristo crucificado. Lo colocó en posición recta, perfectamente alineado con la geometría que marcaban las baldosas agrietadas por el paso del tiempo y la humedad. Fue recomponiendo cada detalle de la ropa para eliminar las arrugas, secó su cara con papel de cocina que había en la repisa junto al móvil y sacó de su bolsillo un peine con el que fue arreglándole el pelo canoso, recomponiendo la raya izquierda que el cura siempre llevaba.

Le cerró los ojos y cortó un mechón de pelo junto a su oreja derecha, que ató con un hilo que consiguió de un pequeño canastillo de costura, que también se guardaba en el cuartillo de la limpieza. Lo utilizaban para arreglos de urgencia en las casullas que se utilizaban en los oficios religiosos de aquella parroquia. Colocó ese mechón ya atado junto a los mechones de las mujeres y comenzó a sentir el vacío de quien ha completado una obra largamente planificada, cuyo final parecía no querer llegar nunca. Le vino también a la cabeza la pregunta respecto a la presencia de don Esteban a aquellas horas en la iglesia. Pensó en Aurori. Había sido una presencia inesperada que le había servido para poder completar una pulsión de asesinarle que le resultaba ya insoportable, pero, a la vez, alguna pieza no encajaba bien en su puzzle puesto que el cura no había acudido por un motivo que el sacristán hubiera provocado conscientemente y eso le empezó a inquietar. La vecina cotilla era un fleco suelto que no se podía permitir. En cualquier caso, su mente no pudo centrarse demasiado en ese pensamiento porque un ruido reclamó su atención.

Un coche acababa de llegar al pequeño aparcamiento contiguo a la iglesia. Esperó, escuchando con ansia. Lo normal era que algún coche entrara de vez en cuando y se marchara prácticamente de la misma, porque casi nunca había ninguna plaza libre. Pero este no se marchó y oyó cómo se apagaba el motor. El cerebro de Alberto se puso en alerta porque, si no era alguna pareja de amantes que hubiera parado en aquel lugar apartado y mal iluminado para meterse mano u otra cosa, en ese coche vendría alguien que lo había dejado en doble fila de urgencia para ir directamente a la parroquia. Permaneció aun más atento y escuchó una voz de mujer a la que un hombre mandó callar conforme se acercaban. No logró entender con exactitud las palabras que ella había dicho, aunque sí se percató de que ambos fueron muchísimo más sigilosos conforme se acercaban a la puerta de la sacristía, porque no les oyó hablar más y, antes de escuchar la llave introduciéndose en la cerradura, tampoco escuchó sus pasos.

Salió al altar, cogió un candelabro de bronce, volvió y lo colocó encima de la mesa de la sacristía. Miró el cuerpo del cura a sus pies y después la puerta comenzó a abrirse.