8/3/22

Capítulo 19 (Novela 'Julio y las viejas')

Pablo Corrientes conducía camino de su cita con Santamarta por la autovía del Cantábrico, dirección oeste, acercándose a esa ciudad del norte de España. El paisaje de montañas, de distintas gamas de verde y de un mar que aparecía y desaparecía jugando al escondite en cada curva se iba sucediendo ante sus ojos a través del parabrisas sin que él le prestara demasiada atención, porque su cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto que tendría entre manos el inspector. Le picaba mucho la curiosidad. No era normal que le hubiera llamado con tanta prisa y tanto secretismo.

Lo conocía desde sus tiempos de servicio en el País Vasco, cuando Santamarta había sido un joven inspector digno de admiración, uno de aquellos héroes que se la jugaban en la lucha contra el terrorismo. Corrientes oyó después algunas historias que echaban por tierra la imagen que se había forjado de él y se negó a creerlas, porque aquel hombre con el que había trabajado no hubiera sido capaz jamás de llenarse de barro y dejar que le pillaran con lo de las torturas.

Tenía otro vínculo muy especial con él. Cuando conoció a su mujer sintió un latigazo de atracción pero nunca dio ni un mínimo paso hacia Blanca, por respeto a su compañero y por no meterse en problemas. A su manera, eso provocó que creciera y exagerara la admiración que sentía por Santamarta, puesto que únicamente un tipo admirable era merecedor de tener a su lado a una mujer como Blanca. Los últimos años la vida les había llevado por caminos muy distintos y entre ellos se había abierto una distancia física y emocional muy grande. “Si este mamón me quiere ver con tanta urgencia, debe de haber algo gordo detrás”, pensó mientras conducía.

Al llegar a un aparcamiento donde le había citado el inspector, siempre público y libre para evitar tener que dar la matrícula y así evitar también quedar identificados, sacó del maletero su bolsón de herramientas en previsión de lo que le pudiera pedir Santamarta, convencido de que iban a ser “cositas finas”, como solían comentar con mucha complicidad años atrás. Era necesario hacerlas, pero nunca se hablaba de ellas más que lo estrictamente necesario. El hombre que se encontró en aquel aparcamiento, al que hacía más de cinco años que no veía, le sorprendió por su delgadez y por lo marcado de los huesos de la cara. Nunca había sido de carnes generosas, pero a Corrientes le impresionó lo sobresaliente de sus pómulos que acrecentaban la sensación de unos ojos hundidos. También le impresionó notar con claridad los huesos, tendones y venas bajo la piel de sus manos.

—¡Julito, cabronazo! ¿No te dan de comer caliente? —le dijo mientras se abrazaba a él y le daba sonoras palmadas en la espalda—. Dame un abrazo, dame amor del bueno…

—Estoy consumido de tanto follar.

—Venga, fulero, a otro con esos fantasmas.

Se sonreían y se miraban con la confianza de un par de veteranos que habían compartido bares de mala muerte en aquellas madrugadas de Bilbao, después de alguna operación peligrosa, en alguna barra mugrienta entre putas, confidentes y traficantes. El ‘Chapuzas’ notó que los años habían golpeado los hombros de Santamarta, que tenía un porte menos orgulloso, más derrotado. Y, además, una pizca de súplica en su gesto hacia él, algo impensable en el inspector que él había conocido en su juventud.

Corrientes le preguntó por Blanca y Santamarta le contestó con un protocolario e incomodado “bien”, que dio paso a una explicación resumida y precipitada del caso en el que andaba metido.

—Me tienes que abrir la puerta de esa casa, pero sin dejar huella, ya sabes.

—Venga, va… ¿en serio? ¿Por ahí va el caso, un tío que ha matado a todas esas viejas?

—Pablo, de verdad, ni puta idea. Es mi último cartucho. Por eso te he llamado, joder. Tú me conoces. No te lo pediría si no fuera importante. Si te supone mucho, vete a tomar por culo.

—Venga… Julito, no te me pongas gallo.

—Escucha… esta mañana casi nos comemos un expediente.

—¿Tú y…?

—Mi subinspector.

—¿Y por qué no está aquí?

—Es un primaveras. Creo que lo dejará de ser, pero está todavía muy verde. Y es un cornudo, pero es da igual y es cosa suya, además. Sobre el caso y el favor que te pido… que si esto sale mal, mejor me como yo solo el plato de mierda.

—Vale, vale…

—Ya sabes que no tengo una hoja de servicio muy presentable y a estas alturas me la suda. Pero quiero jubilarme, que ya me queda poco en el cuerpo. Si sigo haciendo el gilipollas con mi subinspector me veo cagándola del todo y haciendo después de cabeza de turco. Me cago en mi padre, si me echan, que sea a lo grande. Además, que lo de las viejas no es una invención. Este Soto, mi subinspector, no es tonto. Sí, joder, sí… ahí fuera hay un cabrón mataviejas y por mis muertos que le voy a pillar. Tú ábreme esa puerta sin dejar huella, que tú lo haces con la punta del capullo, y te piras. Lo demás es tarea mía. Pablo, no me pidas más explicaciones, joder…

—Vamos —respondió lacónicamente el ‘Chapuzas’, dando unos golpecitos en su bolsa de herramientas, dándole a entender así que la conversación había finalizado y que podía contar con su ayuda.

El inspector echó sus cuentas mentales, pensando en el horario de catequesis de Blanca con los niños pequeños, porque sabía que era paralelo al de Alberto, el sacristán, que tenía al grupo de los mayores. Empezaban ambos con los críos a las seis de la tarde, lo que cuadraba perfectamente con la hora a la que llegó a casa del sacristán acompañado del ‘Chapuzas’, con la descarada intención de no respetar la inviolabilidad del domicilio y no respetar tampoco algún que otro derecho fundamental más si fuera necesario.

Subieron en ascensor hasta la séptima planta del bloque, charlando en voz muy baja sobre los viejos tiempos y las madrugadas en tugurios, calles grises y sucias de ambiente canalla, antes de los destellos plateados de un museo de titanio.

Charlaban como dos colegiales, quitándose la palabra continuamente y dándose exagerados golpes en el hombro, el antebrazo y el pecho, repasando las vivencias compartidas, todo aquello que había marcado una juventud gastada en una tierra extraña para ambos, una juventud en la que el miedo les fue enseñando lo que no se incluye en ningún plan de estudios universitario.

Santamarta se dejó llevar durante aquellos minutos de nostalgia y casi se olvidó de lo que había ido a hacer allí y por qué compartía ascensor con Corrientes. El golpe seco que dio el ascensor al llegar al séptimo despertó al inspector de su improvisado y dulce letargo. Le dijo, cortando la conversación:

—Vamos, el peluquerito este de los cojones no acaba lo que está haciendo hasta dentro de cuarenta y cinco. Ábreme y te vas.

—Parece que te sobro, maricona. Tampoco hace falta que salga corriendo, ¿no?

Sacó una tarjeta de crédito y trató de abrir pero había otra cerradura que también estaba echada y que no cedía con facilidad. Corrientes rebuscó en su bolsón y sacó una pesada herramienta del tamaño de un puño, un poderoso imán con un sistema de deslizamiento para regular su efecto magnético. Lo aplicó a la zona de la segunda cerradura y, tras un chasquido sordo que le hizo sonreír, empujó suavemente la puerta con una sonrisa todavía mayor en sus labios, a la vez que giraba la cabeza y miraba a Santamarta con las cejas divertidamente alzadas. Pero el inspector estaba serio, con su brillo en los ojos habitual en los momentos de tensión.

—De verdad, escúchame, que has hecho ya demasiado. Desaparece, anda, si me tengo que llenar de mierda que sea yo solo.

—Estás pesadito con lo de la mierda.

—Vete.

—Que no te voy a pedir que echemos un culín de sidra ahí dentro.

—Serás hijoputa. Venga, arranca. ¡Cago en Dios! Ven aquí y dame un abrazo… venga, marcha.

—Julito, cuídate mucho… y no la líes más de lo necesario.

Se abrazaron con precipitación.

—Cojones, adiós, joder, adiós —insistió el inspector.

—Adiós.

El ‘Chapuzas’ guardó su herramienta en el bolsón y se metió de nuevo en el ascensor mientras Santamarta se ponía unos guantes de látex que le recordaron al primer confinamiento de la pandemia de tres años atrás. Entró en la casa solitaria y cerró la puerta mientras el ascensor ya descendía camino de la planta baja.

Sin saber por qué, el inspector tuvo la intuición de que aquella entrada ilegal en esa casa iba a ser la última acción importante de su vida como policía. Y eso le puso nervioso. No lo pudo evitar y comenzó a temblar como un novato, especialmente al ver una foto del sacristán, una en la que aparecía siendo niño junto a su madre, ambos en la peluquería de ella. La mujer le rodeaba el cuello con el brazo en un gesto que pretendía ser cariñoso pero que acababa resultando llamativo, porque Alberto tenía un semblante poco familiar y una postura demasiada envarada para un niño que posa en una foto junto a su madre. El inspector agarró la foto y la miró con detenimiento. En el fondo de la peluquería, tras ellos dos, una mujer estaba sentada con uno de esos aparatosos secadores de pelo en la cabeza y, tras ella, en la pared había un cartel en el que se podía leer: ‘Salón Alberta. Peluquería de señoras. Experta en permanente.’. Colocó de nuevo la fotografía en su lugar, tratando de controlar el temblor de sus manos, y avanzó hacia la sala enfadado consigo mismo, sintiéndose un torpe aspirante a policía en lugar del inspector veterano que era. Un ruido en el piso de arriba provocado por un niño que jugaba a la pelota le hizo dar un salto involuntario y sacó su arma. La guardó enseguida, avergonzado de su propia reacción. Sudaba mucho, angustiado y, a la vez, todavía más enfadado consigo mismo por ese ataque de angustia sin motivo e impropio de un hombre con su experiencia. Quiso tomarse un coñac para calmar los nervios, quiso meterse un gramo para acelerarse y agitarse por un motivo lógico y quiso echarle un polvo rápido y sucio a Susi para no pensar en nada. Quiso hacerlo todo y a la vez. Respiró profundo y siguió recorriendo la casa con sumo cuidado pese al descontrol de sus manos. No encontraba nada de lo esperado y la sensación de ahogo y de callejón sin salida iba en aumento. Recorrida toda la casa por completo, revisado cada cajón y cada rincón, y consumida media hora en esa tarea, se paró en medio de la sala de pie, descompuesto, con ganas de volver a sacar la pistola y liarse a tiros con el mobiliario.

—¡Me cago en mi puta vida! —dijo en un grito rabioso y contenido, vislumbrando un sonoro fracaso en este caso, que podría haber sido lo último decente en su hoja de servicios.

Dio otra vuelta a la casa, buscó y rebuscó, y lo único destacable que halló fue un bolsito con una tijera, un peine y algún otro utensilio de peluquero que no supo identificar. Eso era lo que su mujer ya le había explicado que Alberto tenía y que usaba para cortarle el pelo al cura.

Se marchó con un ademán violento que le llevó a golpear el sofá, levantando un polvo que se hizo muy visible al contraluz de los rayos del sol de la tarde que entraban por el ventanal.

Se fue al bar de Lola y whatsappeó a Soto para que se acercara. El subinspector se levantó de su mesa de trabajo, como un zombi, después de haber pasado allí todo el día revisando documentación y planteándose extravagantes hipótesis para nuevas líneas de investigación.

En la barra, uno con su Coca-Cola y el otro con su coñac, a Lola le parecían dos náufragos silenciosos.

Soto pensaba por primera vez en su vida en hablar con un abogado para ir organizando su divorcio y Santamarta, también por primera vez en su vida, pensó en los papeles que tendría que rellenar para pedir una prejubilación.