6/3/22

Capítulo 18 (Novela 'Julio y las viejas')

—Sí, comisario. Sí…, sí, ahora mismo estamos ahí. Voy ya con Santamarta, sí, vamos ya. Estamos ahí, sin tardar, sí señor.

Soto colgó el teléfono y miró a Santamarta, al que había ido a buscar a su casa con la intención de llegar lo antes posible a comisaría, donde Ventura le había dicho que le esperaba a primera hora. Y ahora le había vuelto a llamar para meterle más prisa.

Después de lo del beso a Marín, se echaba a temblar solo con pensar en ella, con pensar en encontrársela o tener que mantener una conversación. Soto temió que ella le fuera a denunciar por acoso y con la llamada del inspector se imaginó que ya lo había hecho y que le iban a caer encima todo tipo de calamidades que pondrían fin a su vida profesional, primero, y personal, después. “Como si no fuera ya todo una mierda, ahora esto”, pensó.

Soto había llamado a primera hora a Santamarta para avisarle de que pasaba a recogerle y el inspector había escuchado toda su explicación sin interrumpirle, aunque al final solo le contestó:

—Primaveras… me la sudan las prisas del comisario. A mí Ventura me la suda octavo Dan. Pero me viene bien que me hagas de taxista, que no tengo el cuerpo para jaranas.

Soto había salido de casa con mucha prisa y dejando a una soñolienta Sara aún en la cama. Ni ella ni él hicieron el más mínimo intento de retomar la conversación interrumpida unas horas antes, antes de quedar ambos dormidos, uno en la sala y la otra en su cuarto. Así que, sin desayunar, el subinspector llamaba diez minutos después al portero automático de Santamarta, que le contestó cagándose en todos sus muertos porque el timbrazo le había agudizado el dolor de cabeza que ya tenía desde temprano por la mañana. También le avisó de que bajaría cuando le saliera del arco del triunfo.

—Es la comisaria, que nos está esperando —le dijo cuando Santamarta ya había bajado y después de contestar la llamada del comisario.

—Que ya sé lo que nos va a decir, Soto, y que ya te he dicho que me la sudan sus prisas.

Montaron en el coche de Soto y recorrieron los dos kilómetros que separaban la casa de Santamarta de la comisaría, por unas calles que tenían la actividad habitual de un día como aquel, aunque los dos policías no prestaran ninguna atención al exterior, enredados cada uno en su laberinto y sus bestias particulares. El subinspector repasaba mentalmente los datos y las teorías que había aplicado en la investigación, que le llevaban, una y otra vez, a un callejón sin salida en el que un cura bondadoso no podía ser un asesino en serie por mucho que todo lo que había aprendido de investigación criminal le condujera a esa conclusión. El disfraz de asesino en serie resultaba grotesco e increíble en un hombre como don Esteban, y Soto se iba rindiendo a esa evidencia que, de rebote, le situaba ante el precipicio de no saber por dónde continuar investigando. La única alternativa que se le presentaba era reiniciar las reflexiones y plantear otras hipótesis posibles retomando la argumentación desde el asesinato de doña Francisca.

Santamarta, por su parte, pensó en intentar otra vez hablar con el ‘Chapuzas’, pero no quería bajo ningún concepto que el subinspector se enterara, así que se dedicó a darle vueltas a cómo iba a hacer a escondidas lo que sabía que era necesario hacer. Necesario y poco legal, aunque eso tampoco le importara demasiado.

Después de recibir varias miradas preocupadas de Marín, Trujillo y algunos compañeros más, entraron al despacho del comisario como quien va al paredón, cabizbajo Soto, algo desafiante Santamarta.

—¿De qué va esto, Julio? —preguntó Ventura directamente en cuanto ambos estuvieron sentados frente a él, en su despacho, dirigiéndose solo al inspector.

—Es lo que hay, comisario. Para qué nos vamos a andar con hostias. La hemos cagado.

Soto asistía a la conversación como un espectador de una velada de boxeo en silla de ring, seguro de que el sudor y la sangre acabarían por salpicarle.

—La habéis cagado con ansia. Lo que tuve que oír ayer del juez… Y la culpa es mía, por dejaros ir a por el cura. En qué puto momento me tragué toda esa mierda de teoría sobre el círculo de los cojones. Supongo que habréis visto los titulares de El Comercio y de La Voz.

—La prensa es mala para la salud —dijo Santamarta.

—¡Me cago en todo lo más barrido… encima no te cachondees! —gritó Marín, soltando varias bolitas de saliva que trazaron parábolas de varias trayectorias hacia la mesa del despacho y hacia el suelo.

—Yo le garantizo que… —empezó a decir Soto.

—Tú me garantizas un expediente que estoy a punto de abriros por tener la poca vergüenza de mandarme al cura donde el juez, cuando los dos sabíais que no teníais una puta mierda contra él.

En esta ocasión el comisario habló con un tono tan frío que bajó un par de grados la sensación térmica en la piel de Soto y Santamarta.

El inspector negaba con la cabeza, pensando en que su subordinado tenía el don de la inoportunidad y no sabía estarse callado cuando lo prudente era no abrir la boca hasta que no acabara un chorreo como el que les estaba cayendo. Hubo un silencio que sabía a noche pasada a la intemperie, que finalmente rompió Ventura con una última frase lacónica y pretenciosamente motivadora, de la que el inspector se hubiera reído abiertamente si las cirunstancias hubieran sido otras:

—Sois policías, comportaos como lo que sois.

Santamarta se levantó con rapidez de la silla y agarró del brazo a un Soto sorprendido que también se puso en pie y le siguió fuera del despacho. Iba el inspector cavilando en cómo deshacerse de la compañía de Soto durante todo el día y fue este el que se lo puso en bandeja:

—Necesito revisar el expediente del caso. Tiene que haber algo que se nos haya escapado… que se me haya escapado. Tiene que haber algo que se me haya pasado por alto.

—Lo que necesites. Yo voy a airearme un poco, a ver si se me aclaran las ideas.

Al subinspector le sorprendió la respuesta de Santamarta y creyó que estaba más afectado por todo lo ocurrido de lo que quería demostrar. También creyó que, de nuevo, el único avance posible en el caso dependía de su esfuerzo, inteligencia y talento investigador, eso sí, talento con un prestigio íntimo algo maltrecho tras el fiasco de don Esteban. Se sintió de nuevo como el último mohicano, el héroe definitivo ante la adversidad en la oscura tripa de la ballena. Y se puso a releer la documentación una vez sentado ya en su mesa, donde pasó un buen cesto de horas hasta que el hambre le recordó, cerca de las dos de la tarde, que llevaba desde el día anterior sin comer. Sara ya no le whatsappeaba, hacía días que había disminuido notablemente el volumen de sus mensajes, justo después del accidente con la moto del telepizzero. Pero Soto trataba de no pensar demasiado en barcos hundidos ni leviatanes marinos.

Santamarta salió de la comisaría y llamó de nuevo al contacto memorizado como ‘Chapuzas’, que le cogió al cuarto tono:

—¿Qué pasa, mamonazo? Siempre a sus órdenes, je, je, jeeee…

—Nada, guaje, ya sabes, lo de siempre, deteniendo a los malos —contestó el inspector.

—Ya… ¿Cómo te va?

—Pues, mira, jodido, por eso te llamo. ¿Por dónde andas?

—Por Galicia.

—Galicia…

—Sí, ¿qué pasa?

—Es que necesitaría que te pasaras por aquí.

—Julito, ¿tan grave es?

—Ya sabes que no te llamaría si no lo fuera.

—Joder, me empiezas a asustar. Venga, mira, me voy para allí. Tengo aquí un rollo de un ruso que creo que puedo dejar cerrado en unas horas. Pero antes de hacer nada me lo vas a explicar todo bien, muy bien… que no tenemos edad para hacer el gilipollas con según qué cosas.

—Sí.

—Acabo con lo de aquí para la una. Me planto allí sobre las cuatro y te llamo.

—Hecho. Gracias.

—Joder, qué serio te pones. Me la vas a comer de canto y lo sabes.

—Dos veces si hace falta.

—Ese es mi Julito —dijo con una gran carcajada—. Venga, voy a darle candela a este tema para poder salir lo antes posible.

El inspector pidió un taxi y se fue cerca de su casa, para coger el coche y poder moverse libremente cuando Pablo Corrientes, el ‘Chapuzas’, llegara después de comer.