15/3/22

Capítulo 20 (Novela 'Julio y las viejas')

Alberto llegó a su casa y se quedó petrificado al ir a abrir la puerta de entrada y comprobar que estaban sin echar las dos cerraduras que siempre dejaba con doble vuelta al marcharse. Entró moviéndose muy lentamente, atento a cualquier ruido que pudiera llegar del interior y que le delatara la presencia de algún intruso. En el recibidor reparó enseguida en la foto con su madre en la peluquería. Maniático del orden de los objetos, notó que una de las esquinas de la foto se apoyaba sobre el mueble dos centímetros más cerca del borde que como él la colocaba.

Un escalofrío recorrió su espalda y se quedó durante dos minutos a la escucha, sin moverse ni un ápice ni cerrar la puerta de entrada. Iban pasando los segundos y lo único que se escuchaba era el ruido amortiguado del niño del piso de arriba, que seguía jugando a la pelota. Su mente se hizo cargo de la situación y, cogiendo las riendas de su voluntad, dejó a un lado la pequeña rebelión de emociones que habían intentado apoderarse de él.

Se movió al fin, despacio al principio, con paso normal conforme fue cogiendo confianza y convenciéndose de que nadie más había en la casa. Cerró la puerta. Quien hubiera entrado era alguien con talento y experiencia para hacerlo sin romper nada. Descartó enseguida la posibilidad de que fuera un ladrón porque un raterillo de poca monta hubiera dejado huellas de su torpeza; y un ladrón de guante tan blanco como para cometer un robo así no se habría tomado la molestia de elegir su casa como objetivo, una casa de un barrendero municipal, soltero y a punto de jubilarse, con una vida anodina sin más entretenimientos conocidos que el de ser uno de los beatos más antiguos de la parroquia de El Carmen, uno de los fieles más fijos de don Esteban.

Alberto comprendió. Hizo un gesto con los hombros, como de torero que se enfrenta a un morlaco en la hora definitiva. Asumió rápido y con frialdad que eso solo podía significar que se acercaba el día que tantas veces había previsto, un día, de alguna manera, temido y deseado, en el que alguien pondría fin a su historia y sus hechos, como si él fuera un condenado a su propio destino. Una vez leyó un texto de Borges que contaba que el Minotauro, en realidad, deseaba que Teseo llegara y le matara, porque con su muerte se liberaba de una vida bestializada.

Alberto, en la entrada de su casa y con un análisis de urgencia en cuanto se recompuso de la sorpresa inicial, lo vio muy claro: quien había entrado no lo había hecho para faltar al séptimo mandamiento, sino para lograr que él acabara en la cárcel. Pero él, eso lo sabía bien, no podía acabar en la cárcel. Se sentó en el sofá de la sala después de cerrar las ventanas que cada mañana dejaba abiertas para que la casa se ventilara en su ausencia. Conforme se le fue pasando la agitación que se había apoderado brevemente de su ánimo, se fue reclinando en el sofá tomando una postura cada vez más relajada que acabó en posición fetal, mientras una sonrisa muy ancha aparecía en su cara apoyada en el tejido oscuro del cojín que había colocado para acomodarse. “Ahora solo queda que os envuelva el regalo y os ponga un lazo bien brillante. Os va a encantar. Ahora sí que nos vamos a divertir”, susurró.

Hecho un ovillo se dejó llevar a un estado de letargo cercano al sueño, como el trance hipnótico en el que parecen sumirse las cobras en los espectáculos para turistas, esos que alguna vez había visto en los documentales de viajes que tanto le gustaban aunque jamás se hubiera dedicado a hacer turismo ni a viajar más que lo imprescindible, obligado por alguna cuestión laboral o cuando murió su madre. Tratando de huir de sí mismo, del Alberto en el que se había convertido, se le abrieron las puertas de la memoria y se dejó llevar por imágenes y acciones de su pasado más lejano, cuando fue un niño en la peluquería de su madre. Era aquella una peluquería de una España que comenzaba a bostezar a finales de los sesenta, en un país levemente consciente de la pesadilla en la que estaba metido, aún más si cabe en aquel pueblo en el que él se acabaría criando, perdido en las faldas del Moncayo, un pueblo de hombres y mujeres cuajados por el viento que venía con alfileres de frío tras bajar de sus cumbres ,para caracolear por entre las calles y las gentes. Se movió un poco en su sofá y estiró la mano, abriendo el cajón superior de una cómoda lacada que había comprado años atrás para completar el mobiliario de esa sala. De ese cajón cogió un bote de desinfectante que usaba para limpiar a conciencia sus utensilios de peluquero y un frasco de colonia barata que utilizaba para perfumar a don Esteban y que le recordaba el olor de la peluquería de su madre. Se echó un poco de colonia en la parte interna de la muñeca, en un gesto más propio para un perfume caro. Ningún monstruo se reconoce cuando se mira al espejo, ni siquiera las ballenas, grandes leviatanes del mar.

Volvió a hacerse un ovillo dejando la colonia y el desinfectante acomodados entre sus brazos Seguía con sus piernas encogidas y se sumió de nuevo en un duermevela, oliéndose la mano, permitiendo que los efluvios de la colonia dispararan desde su pituitaria recuerdos de infancia, restos de una niñez que le alcanzaban desde un tiempo en el que las piezas del mundo encajaban y las miserias solo aparecían en las historias que las clientas contaban, referidas siempre a la realidad externa de la peluquería. Su padre había desaparecido pronto de la casa y para Alberto pasó a ser una figura tan mítica como ausente. Su madre le contó pasado el tiempo que les dejó para irse a trabajar a Alemania y que allí una máquina y su falta de experiencia acabaron por reventarle la vida y el esternón. Aquello provocó que ella tuviera que meter muchas más horas en la peluquería que permitieron redondear la escasa pensión de viuda que le quedó. Y, también, porque al final todo se acababa sabiendo, para encontrarse de vez en cuando con un hombre que acudía a última hora a ese lugar en el que solo se cortaba el pelo a señoras. Llegaba ese hombre y el cartel de la puerta de entrada se giraba, mostrando la palabra ‘cerrado’. “Madre, de joven estabas con don Javier al acabar de trabajar y no tenías prisa por volver pronto a casa y yo con la abuela bien limpita y arreglada, allí esperándote. Después, cuando te hiciste vieja, me buscabas más…”, murmuró de nuevo.

Alberto tuvo que hacerse cargo desde bien niño de su abuela materna, que había quedado impedida por un ictus al que sumó un montón de kilos y un inexpugnable apetito. Conforme fue creciendo, la abuela dio por perdida su propia guerra y cada vez se movía menos y pesaba más, cada vez era más un trozo de carne inmóvil y callado. Su madre iba descargando en él las tareas de cuidado de la abuela, de limpieza de la casa, de las compras y la comida. Acabó por encargarse hasta del baño e higiene de una abuela. Ella se dejaba hacer y le miraba con una media sonrisa que a él le parecía un paso intermedio e imposible entre el llanto desconsolado y el éxtasis de los místicos en presencia de su Dios.

La espiritualidad estuvo también siempre en cada rincón de sus días y hallaba un alivio a lo ácido de su vida en las rutinas litúrgicas de la Iglesia, donde comenzó como monaguillo y acabó como sacristán, tras un fugaz paso por el seminario en el que conoció a un Esteban que todavía no era don y que estaba a punto de ordenarse.

Olía la colonia y se sentía de nuevo sereno y con control, superado el instante fugaz de pánico, limpio como siempre de sus pecados, centrado en su objetivo y libre de temores. Tenía la certeza casi absoluta sobre quién había entrado en su casa, sobre todo después de que los dos policías hubieran detenido al cura el día anterior. Y también sabía que en la casa del sacerdote y en la suya no habían descubierto nada, aunque resultaba evidente que la búsqueda que se había puesto en marcha tras el asesinato de doña Paca estaba llegando a su fin. En su mente, al oler la colonia, saltaban las imágenes de la peluquería como chispazos, pero también del sexo de su abuela mientras lo enjabonaba, aclaraba y secaba, imágenes de la piel blanca con pocos pelos del pubis y los labios mayores de aquella mujer entregada a la inmovilidad y la gula. Creció con plena consciencia de la anatomía del sexo femenino mucho antes que sus compañeros de clase, enfermamente absorbido por la rutina de alimentación y limpieza de su abuela, sin atisbo de rebelión ante su destino, ni siquiera durante la adolescencia, intuyendo que su venganza íntima ante la vida llegaría en el futuro. Algo sobre lo que ahora no tenía ninguna duda.

Dueño de sí mismo, colocó la fotografía en su lugar exacto modificándola dos centímetros, cogió el bolsito con las cosas de cortar el pelo y volvió a salir de su casa, echando de nuevo las dos cerraduras. Con andares de profeta diabólico se dirigió a la parroquia. Caminó por las calles conforme caía la noche y una bruma ligera iba llegando indolente desde el mar. Sintiendo que el espacio físico de la iglesia suponía una especio de impunidad donde acogerse a sagrado, un derecho que ninguna autoridad civil podría violar, entró por la puerta de la sacristía a deshoras con una tarea fija en el pensamiento. Además, empezó a valorar la idea de cambiar de sitio sus frasquitos allí escondidos, porque una vez inspeccionadas la casa del cura y la suya propia, intuyó que para la Policía el tercer lugar en la lista de posibles espacios donde obtener pruebas era la iglesia.

Aurori, fija cada domingo en la misa de una y fija casi todos los días a casi todas las horas en su balcón con vistas, le vio entrar en el templo a aquellas horas extrañas cuando ella salió a tomar un poco el aire después de hacer la cena y mientras esperaba a su Manolo que remoloneaba como muchas noches en el bar. En realidad, desde su atalaya de vigilancia y cotilleo vio entrar en la iglesia a un hombre al que no identificó y, alarmada, llamó al cura y a Blanca, que siempre le había parecido una mujer estupenda y a la que consideraba la auténtica encargaba de sacar adelante aquella parroquia.