19/3/22

Capítulo 22 (Novela 'Julio y las viejas')

El primero en entrar fue Santamarta.

—¡Gracias a Dios que has venido! ¡Han matado a don Esteban! —le dijo el sacristán.

El inspector miró un instante el cadáver en el suelo y le sorprendió la posición en la que estaba. Conocía muy bien esa posición en otros cuerpos. En el poco tiempo que tuvo para analizarla, le chocó algo y no supo ver entonces qué era. Más tarde lo comprendió: era la primera vez que veía un cuerpo de hombre asesinado en esa posición.

Cuando estaba levantando la mirada para preguntarle al sacristán qué hacía él allí, oyó un grito entrecortado de su mujer y vio un objeto que se le venía encima lateralmente, con una velocidad sorprendente, para golpearle a la altura de la sien. El candelabro que sujetaba la mano de Alberto impactó con violencia un lado de la frente de Santamarta, que cayó fulminado en posición perpendicular, sobre el cura, formando ambos una cruz. El inspector tenía un ancho agujero en el límite izquierdo del hueso frontal, con restos de masa encefálica comenzando a deslizarse desde la patilla hacia la oreja.

Blanca no pudo moverse ni era capaz de asumir la facilidad con que la muerte se había adueñado de aquella habitación. No podía dejar de mirar la cruz que formaban en el suelo los cuerpos del cura y su marido. Y se negaba a aceptar lo que tenía ante sí.

—¡Cachis, Blanca, Blanquita de mi vida, así no! Me estáis obligando a ensuciarlo todo. Ya sabes tú la aversión que le tengo a la sangre. Y tu marido lo está dejando todo perdido.

Ella miró al sacristán pero no fue capaz de decir nada. Solo tenía los ojos cada vez más abiertos y una sensación angustiosa de pesadilla e irrealidad. Aunque no era capaz de mover ni una sola parte de su cuerpo, sentía que su alma empezaba a bailar un obligado vals del espanto con Alberto, un hombre de ceniza mojada.

El sacristán suspiró, asumiendo aquella situación como un contratiempo al que no le quedaba más remedio que poner solución, forzado a su pesar a añadir otra víctima más a su listado, aunque no le entusiasmara la idea de matar a su querida Blanca de aquella manera tan improvisada y sucia y en aquel lugar tan expuesto a dejar pruebas. Dio un paso levantando mucho la pierna para pasar por encima de los cuerpos de don Esteban y Santamarta, apretando con fuerza el candelabro manchado con restos de piel, pelo, sangre y cerebro del inspector.

Blanca le observaba, todavía incapaz de moverse, cuando una figura apareció en la puerta de la sacristía que había quedado abierta. Instintivamente Alberto se abalanzó contra esa presencia y trató de golpear de nuevo a la altura de la cabeza. Como llevaba toda la atención puesta en el objetivo de su golpe, no se fijó demasiado dónde apoyaba la pierna en la que soportaba todo su peso para que ese golpe resultara tan mortal como el que había dirigido al inspector. Y precisamente apoyó el pie en una de las manos de Santamarta, lo que le provocó cierto desequilibrio y que el candelabro finalmente impactara en el hombre izquierdo de Soto, que era quien acababa de llegar.

El subinspector cayó derribado en el umbral, tremendamente dolorido y con una fractura de clavícula. Para cuando quiso recomponerse, tenía a Alberto ante él, descargando como una furia un golpe tras otro, haciendo que el pulido bronce del candelabro lanzara destellos cada vez que reflejaba con el ángulo adecuado la luz de la bombilla de la sacristía. Sentado, casi vencido en el suelo, cada vez más herido y más indefenso, miró la cara de su agresor y terminó de comprender. Trató de sacar su arma pero uno de los golpes le partió la muñeca e hizo que la pistola cayera al suelo. Sintió una alegría absurda y fugaz por haber resuelto el caso unos segundos antes de convertirse en la última víctima del mataviejas. Se reconoció que había sido una buena investigación aunque fuera a acabar tan mal.

Todo cesó, de un segundo para otro, y Soto creyó que había muerto. Sin ser muy creyente, algo dentro de sí le hizo perdonar y despedirse de Sara y, aunque no fuera demasiado creyente, se preparó para el túnel de luz y esas historias que dicen que ocurren al morir. Pero no fue así. Y un dolor cada vez más explosivo en su hombro y su muñeca le hizo ser consciente de que seguía vivo, dolorosamente vivo. Los golpes habían dejado de llover sobre su cuerpo y no sabía por qué. La sangre que le manaba de un par de brecchas en la frente le dificultaban la visión, pero poco a poco logró distinguir lo que tenía ante sí.

El sacristán se encontraba arrodillado, con sus propias tijeras de cortar el pelo clavadas en el cuello, empapadas por los chorros de sangre arterial que salían impulsados con cada latido de su corazón.

Detrás, Blanca, que había conseguido vencer su parálisis anterior, contemplaba horrorizada lo que acababa de hacer.

El sacristán miraba muy fijamente a Soto, repitiendo cada vez con menos fuerza:

—No sabes lo que ha pasado de verdad.

Soto solo dijo dos palabras.

—El sagrario.

Alberto dio un respingo al oír eso y se le quedó mirando, muy fijamente. La sangre seguía manando con generosidad pero cada vez con menos energía de la arteria seccionada por la tijera, empapando toda su camisa de cuadros, deslizándose por el pecho y por el hombre y el brazo hasta la mano, que yacía inerte sobre su propio muslo. Ahora, más si cabe, parecía una estatua fría, de mármol, una fuente humana de mármol de la que brotaba sangre. Al fin, cuando su corazón estaba a punto de latir en el vacío, dejándose caer sobre el regazo del subinspector que se lo quitó de encima, entre quebrado y asqueado.

Se oyeron unas voces en el exterior, cada vez más cercanas. Una de las voces era la de Aurori, que le iba explicando a dos agentes de la Policía Local y a dos sanitarios del SAMU que ella había dado el aviso porque aquello no era normal, que allí había entrado mucha gente, que aquello no eran horas, que se había asustado y se temía lo peor, aunque sabía que el inspector Santamarta, “¿sabe usted, el marido de mi amiga Blanca?”, estaba dentro y eso le daba mucha seguridad. Los policías, el médico y el camillero se quedaron de piedra al asomarse a la puerta. Aurori dio un grito. Los policías locales reaccionaron obligándola a retirarse para dejar trabajar a los sanitarios. Tras un rato de enorme tensión, lograron salvarle la vida al sacristán. También atendieron a Soto y a Blanca.