1/2/22

Capítulo 7 (Novela 'Julio y las viejas')

Las lecturas de los informes volvieron a soliviantar las neuronas de Soto y a despertar y dar de nuevo peso a su hipótesis sobre más asesinatos previos. Al pensar que habían transcurrido ya nueve días desde la muerte de la mujer dio un pequeño suspiro, agobiado al pensar que lo único que había logrado en esta semana y media era saber que a la víctima le habían cortado un mechón de pelo. Era un botín raquítico. Había conseguido eso y sospechar de su superior. Sabía bien lo que tenía que hacer si quería seguir esa vía de investigación que planteaba más asesinatos, pero se sentía algo inseguro. En primer lugar, porque no quería avanzar solo y, segundo y sobre todo, porque le había cogido miedo a las reacciones imprevistas y algo violentas de Santamarta.

Al llegar el martes por la mañana a la comisaría a las nueve, puntual como un reloj suizo, se permitió un rato de debate interior mientras se tomaba, sentado en su mesa, un café de la máquina que tenían en uno de los pasillos de acceso a las oficinas. Le daba vueltas a su decisión sabiendo que, en realidad, la tenía tomada puesto que era muy consciente de que su vocación de policía y sus ganas de resolver un caso siempre habían podido con cualquier bloqueo o dificultad. Y eso no quería decir que todas las investigaciones en las que había participado se hubieran resuelto con éxito, pero sí quería decir que, por su parte, siempre había hecho todo lo posible, normalmente más que la mayoría de sus compañeros.

Cuando llegó Santamarta media hora después, Soto se sorprendió de verle más feliz que de costumbre a esas horas de la mañana, tampoco demasiado, pero sí lo suficiente como para llamar la atención en este inspector que tenía por hábito llegar a su mesa bufando y con pocas ganas de trabajar.

—¿Qué pasa, pimpollo? ¿Has empezado bien el día, ya te has tocado un poco en el baño antes de venir?

—Buenos días —le dijo Soto, tratando de aprovechar la oportunidad de poder hablar con él de forma razonable.

—Que sí, que ya te he dado los buenos días. Muy buen día, primaveras.

—Veo que has pasado buena noche.

—Las noches de los lunes al martes son buenas noches, sí; toca ver CSI y luego caliqueño. Ya me entiendes. Con los del CSI me descojono, por las payasadas que cuentan y lo listos que son todos para resolver los asesinatos. Y, después, bueno, eso ya es cosa de mi mujer y mía.

—¡Qué bien!

Santamarta se puso serio, arrepintiéndose del momento de confesión que acababa de tener con el novato, y le contestó:

—Ni bien, ni mal, Soto. Algo quieres para darme coba así. Por cierto, el martes de la semana que viene y del resto de tu puta vida te corto los huevos como me hagas algún comentario sobre lo que te acabo de decir.

—Ok, ni palabra del CSI —contestó el subinspector tragando saliva—. Inspector, es que yo quiero que hablemos de una cosa que se me ha ocurrido con lo de la mujer asesinada.

—Vuelves otra vez con eso…

—¿Qué es eso?

—Las películas americanas que has visto.

—Bueno, yo creo que este asesinato no ha sido el único.

—Y dale.

—De verdad, que responde a un patrón criminológico muy evidente.

—Es que yo pagaba dinero por no escucharte estas chorradas. Sobre todo un martes a primera hora. Necesito un trago, joder.

—Inspector, que esta muerta no estaba normal en su cama, no es normal que te asesinen tan bien colocadita, tan peinada y con un corte de un mechón de pelo.

—Que ya lo sé, Soto, cojones, que ya lo sé. Pero no tenemos nada. A mí también me jode estar así y hasta creo que no vamos a avanzar mientras no se carguen a otra vieja y nos la dejan así, colocada parecida en su cama.

—Pero hay otra opción.

—¿Cuál?

—Esta mujer parecía haber muerto de forma natural.

—Salvo porque le habían petado el culo y el coño, no te jode.

—Inspector, voy a hablar con los del Registro Civil.

—De verdad, Soto, que te conozco poco pero ya a veces siento hasta lástima por ti. ¿Con los del Registro? Te van a marear y no sé qué vas a sacar de ahí, creo que nada.

—Bueno, tengo contactos y sé pedir las cosas por favor.

Santamarta fue a decir algo pero se arrepintió en el último momento, quedando su rostro con un gesto cómico, como de enorme sorpresa, lo que hizo sonreír a Soto. El inspector se encogió de hombros al no comprender el motivo de la sonrisa de su subordinado y salió hacia el bar, a meterse entre pecho y espalda su café solo y su coñac, a contarle a Lola lo desgraciado que era y lo mal que le trataba la vida, a lo que ella le respondería con palabras de comprensión y ánimo que le calmarían momentáneamente. Antes de marcharse, cuando se había alejado unos metros de Soto y sin volverse del todo, le dijo:

—Date tono, reina mora, que estás muy paliducha.

El subinspector sonrió sin decir palabra y después llamó a su contacto en el Registro Civil, Rafael Llorente, al que había conocido varios años atrás en una jornada de formación sobre ‘La certificación correcta de defunción en caso de muerte violenta’ en la que estuvieron rodeados de médicos forenses que les miraron con leve desprecio. Hicieron muy buenas migas y mantuvieron después la amistad. Le pidió un listado de las mujeres mayores de 70 años muertas en la ciudad en los últimos cinco años. La confianza que se tenían iba a evitar al subinspector el oficio normativo y la lenta burocracia de la vía ordinaria oficial.

—Daniel, que van a ser un montón —le advirtió.

—Lo sé, pero consígueme ese listado. ¿Puedes?

—Creo que sí, dame un día. Pero te vienes por aquí, que te lo voy a pasar en un pendrive. No me fío de mandarte todo eso por correo.

—Vale. Mañana me paso a primera hora.

—Pásate a las diez y media, que tengo hora para el café y así me invitas a uno. Y nos tomamos una pulguita de jamón, que las ponen de escándalo en un bar que hay por aquí cerca.

—De acuerdo. Dalo por hecho.

Soto colgó el teléfono con un poco más de esperanza de encontrar al asesino, dejándose llevar por esa ilusión ingenua que le entraba cuando le dejaban investigar siguiendo sus hipótesis. Se permitió hasta una pequeña sonrisa y, cuando se levantó de la silla para ir al encuentro de Santamarta, se marcó unos pasitos de pasodoble bailando con el aire, como había visto tantas veces a su madre viuda hacer en la cocina de su casa, para celebrar alguna humilde victoria en su vida de derrotas, imaginando que bailaba con su marido, un sindicalista clandestino muerto a golpes siendo muy joven, en un interrogatorio tras ser detenido en una redada. La madre de Soto se llevó un disgusto enorme cundo su hijo le dijo que quería ser policía, pero luego se fue haciendo a la idea convenciéndose de que los hombres buenos como Daniel hacen bueno al cuerpo, que una manzana sana puede sanar al resto, o algo parecido.

Así le pilló, bailando solo, Martínez, el encargado de llevar el mostrador de atención al público, que no pudo evitar una breve risa antes de avisarle de que el inspector le esperaba en el bar.

—Voy, voy… —dijo Soto un poco avergonzado por haberse visto en ese momento de solitaria y bailarina alegría.

Salió con un paso acelerado, dejando atrás a Martínez, salió a la zona pública de la comisaría primero, al aparcamiento después y, al final, al bar de Lola donde el inspector había acabado con su consumición habitual, había visitado el baño para su ración de polvo y, con química vitalidad renovada vía nasal, miraba su reloj dispuesto a comerse el día.

—Soto, campeón, vámonos al barrio de la vieja.

—¿Otra vez?

—Tengo un pálpito. Hazme caso, hazme caso, hazme caso…

—¿Un pálpito?

—Sí, cojones, que estoy más burro que un recién casado. Que hoy siento en las tripas que vamos a pillar cacho bueno y gordo para trincar al asesino.

El subinspector miró con disimulo las pupilas de su superior y confirmó la sospecha que estaba teniendo.

—Vale, pero conduzco yo —le dijo para tratar de evitar males mayores.

—Claro que conduces tú, primaveras, como siempre. Pero hoy el que va a hacer las preguntas soy yo.

—Lo que usted diga, inspector.

—¡Te vas a ganar un collejón! —le dijo mientras levantaba la mano abierta, amenzante, haciendo el gesto de ir a darle en la parte trasera del cuello—. Por tratarme de usted otra vez.

Soto encogió el cuello de forma inconsciente. Santamarta bajó la mano y se entregó a una exagerada carcajada, feliz como un niño caprichoso que celebra su propia travesura. El subinspector, al salir del bar, miró resignado al cielo enarcando mucho las cejas, recobrando un poco la compostura y la dignidad al observar un sol limpio enmarcado en unas pocas nubes que parecían rendirle pleitesía, como a un rey, en aquella mañana algo menos húmeda que las anteriores, la primera del año que parecía anticipar la llegada del verano en tres o cuatro semanas.

—Soto, vamos ya, cojones, que no te he dado lo que te merecías, no te quedes embobado mirando al cielo —le dijo Santamarta sacándole súbitamente del ensimismamiento.

—He pedido un listado de los certificados de defunción presentados en el Registro de las mujeres fallecidas de muerte natural mayores de 70 años en los últimos cinco años.

—Tú mismo. Si necesitas entretenerte no seré yo el que te quite esa ilusión. Vas a dejar las pestañas buscando nada, porque nada vas a encontrar.

—Bueno, inspector, yo también tengo un pálpito —le contestó molesto.

—Ni puta idea tienes, chaval. Para tener un pálpito hay que ser policía de raza y eso no lo enseñan en la universidad. No tienes manitas finas para el guiso.

—Al final vas a conseguir que te mande a la mierda —contestó Soto, tocado en su orgullo, atacado en la imagen de excelente policía que tenía de sí mismo.

—¿A la mierda? Eso me gusta, igual hacemos al final algo bueno contigo.

Soto sacó su libreta, llevado por la rabia y anotó: “Farlopero”.

—¿Ahora con el puto cuadernito? Soto, cojones, vamos.

Soto no contestó y ambos llegaron al coche, montaron y se dirigieron al bloque de pisos donde se había producido el asesinato. El sol, visitante inesperado en el final de primavera de esta ciudad mediana que mira y se abraza al Cantábrico, deslumbró por algunos instantes a los dos cuando Soto conducía por una calle orientada al este. La luminosidad de esta mañana hizo ver a los habitantes de la ciudad lo pálidos que estaban casi todos tras un invierno abundante en lluvias y viento, hábito meteorológico de ese y otros lugares del norte de Castilla.

Puso Soto la radio y en el momento del boletín informativo de las diez hacía unas declaraciones el ministro del Interior, Grande-Marlasca. Santamarta no esperó a que terminara la frase y se dejó llevar por una retahíla de descalificaciones homófobas, gruesas y llenas de lugares comunes del populismo más rancio. El subinspector le miraba de hito en hito, sorprendido por lo primitivas que podían llegar a ser las reacciones de su superior.

—Ese te pilla en una esquina oscura y te dice que está muy loquita y que quiere tu leche, papi —le espetó Santamarta celebrando sus propias ocurrencias con varias carcajadas.

Soto aparcó en cuanto pudo cerca del domicilio de la víctima y se salió del coche sin contestar ni dar pie a ningún comentario más del inspector, que se calló al fin cuando se vio solo en el coche. Salió también y, como si no hubiera pasado nada, dijo:

—¿Qué, vamos a hablar un poco con el vecindario?

—Hoy preguntas tú, así que tú mismo… te toca —añadió Soto, cada vez más molesto, mirando pensativo ese bloque de pisos que parecía haber sido diseñado por algún arquitecto que odiaba su profesión.

Se dirigieron los dos hacia el portal y la falta de costumbre de un sol sin filtro de nubes ni bruma, tan limpio sobre sus cabezas, les hizo sentir un agradable calorcillo en la cabeza, el cuello, los hombros y la espalda. Entraron en el portal un poco más relajados porque aquel sol tenía un eco de veranos de infancia, poderosa evocación hasta en los cuerpos que ven venir la muerte.

La tregua que los rayos de sol habían logrado en el ánimo de ambos durante un par de minutos se fue desvaneciendo conforme la humedad del interior del edificio les fue abrazando de forma casi imperceptible. Llegaron al piso inferior al de la asesinada, donde llamaron y les abrió la madre de una familia de bolivianos, superviviente de mil naufragios, mujer bajita y regordeta que arrastraba el dulce acento de su tierra. Del interior de la casa llegaba el volumen altísimo de un televisor.

—De nuevo por aquí, señores.

—Sí, aquí estamos otra vez.

—Ahorita ando con mucha tarea, pero gustosa les atiendo.

—Tardaremos poco. Quería preguntarle por el viernes en que mataron a su vecina. ¿De verdad que no oyó nada?

—Ni un tanto así, señor. Pero yo nunca oía a mi vecina, a la pobre doña Paca nunca la escuché. Ni al resto de vecinos. Mi Oswaldo —dijo bajando un poco la voz, una prevención innecesaria ante el volumen que llegaba del interior— suele poner el televisor muy alto, señor, lleva no más muchos meses en el paro y es lo único que tiene para entretenerse. Eso y sus cervezas, ya me entiende.

—Gracias, no la entretenemos más.

—Vayan con Dios y que él les ayude a encontrar al desalmado que hizo eso.

—A Dios mejor no le esperamos —dijo Santamarta entre dientes mientras encaraba las escaleras para subir al tercero, el piso de la mujer asesinada—. Los curas ya no me confiesan por reincidente. Ya no hay sitio para mí ni en el Infierno.

Soto le miraba mientras le seguía y pensaba que este interrogatorio a los vecinos estaba teniendo el mismo resultado que había tenido el que había hecho él días atrás. Aunque se guardó mucho de hacer ese comentario al inspector, cuyo mal humor habitual había vuelto a ser muy evidente y su figura encajaba perfectamente en la mediocridad del edificio.

Llamó Santamarta a la puerta de la vecina de la casa contigua a la de la asesinada, que abrió enseguida, como si hubiera estado de guardia vigilando por la mirilla de la puerta, pendiente de cualquier miserable movimiento en el rellano de la escalera, siempre preferible a lo que parecía una vida mezquina en el interior de su hogar.

—¡Anda!, los policías, otra vez por aquí. ¿Qué…? No han conseguido nada, ¿verdad? —dijo con un tono de burla.

—Mire, señora, no me caliente la boca que no tengo el día —advirtió el inspector.

—Nada de nada.

—Señora…

—Inútiles, paquetes, negados…

—Señora, váyase usted un poco a tomar por donde amargan los pepinos.

—De eso tienes que saber tú mucho, julandrón.

—¡Señora! —gritó Soto, metiéndose en el diálogo.

—No te metas que me encargo yo —le dijo Santamarta, enseñando los dientes—. ¿Has oído lo que nos dice la vieja de los cojones?

—Este me oye también como tú, que sois un par de julandrones pero no estáis sordos.

Cuando Santamarta estaba cambiando de forma brutal el gesto de la cara para mandar a la putísima mierda a la señora, apareció en el rellano otra vecina que había bajado del piso superior. La llegada inesperada de esta mujer, algo entrada en carnes, en bata y despeinada, descolocó al inspector que se quedó silencioso a la espera de que ella dijera algo.

—Está mal, señores agentes, no le hagan caso, tiene demencia senil. Soy la vecina de arriba, justo la de arriba de Paca. No hagan caso a lo que les está diciendo Angustias, que tiene la cabeza un poco perdida.

—¿Qué dices tú, gorda, gordona, gordota? —le increpó la otra vecina.

—Ni caso, vengan conmigo arriba, por favor. Cuida de ella su hijo, que a veces la deja algún rato sola porque no se escapa y se va hacer los recados. Justo la han pillado ustedes en uno de esos ratos. Venga, doña Angustias, métase usted para dentro, ande… —le dijo a la otra vecina, empujándola suavemente y cerrando con habilidad la puerta—. Yo oí la puerta de Paca abrirse el día que la mataron. Ya se lo conté a un compañero suyo. Cuando ustedes estuvieron hablando con los vecinos yo no estaba, así que hablé después con un compañero de ustedes. Y le dije que oí la puerta ese día y que solía venir un chaval del súper a traerle la compras.

—Óscar Riaño, lo comprobamos, ya hablaron con él pero no hubo nada sospechoso —dijo Soto.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —le contestó Santamarta dirigiéndole una mirada furiosa.

“Porque no me lo has preguntado y porque no sabes ni leer bien un informe”, pensó el subinspector que, de nuevo, prefirió callarse.

—Señora, ¿qué sabe de ese chaval? —continuó el inspector.

—Nada o muy poco. Un chaval del barrio de toda la vida, que no frecuenta muy buenas compañías, la verdad. No sé, uno de tantos. Ahora con el trabajo de repartidor del supermercado se le ve algo más tranquilo. Pero, vamos, que no creo yo que este muchacho haya hecho nada ni que se le ocurriera levantar un dedo contra Paca.

—¿Y si quiso robarle y ella opuso resistencia? —le dijo Santamarta a la vecina, que quedó bloqueada ante la pregunta tan directa del policía.

—Inspector, podemos ir a hablar nosotros con él —interrumpió el subinspector.

—Nos ha jodido, Soto, pues claro que vamos a ir.

—De eso se encargaron Marín y Trujillo y contaron que el chaval estaba limpio, que solo era un pobre desgraciado con aires de macarra.

—Más a mi favor. Vamos a hablar con él… Adiós, señora, nos ha sido de gran ayuda.

—El cura también venía a verla de vez en cuando —dijo la vecina cuando los dos agentes ya encaraban las escaleras.

Soto no supo qué decir, pero sacó su cuadernito y apuntó: “Visitas del repartidor del supermercado y del cura”.

—Los curas no matan viejas, señora —contestó gritando Santamarta y su respuesta llegó a la vecina de forma irreal, tras rebotar en las paredes de la escalera y del rellano.

Salieron de nuevo a la calle y el inspector parecía extrañamente motivado, un poco más acelerado que de costumbre, como si tuviera unas ganas especiales de encontrarse cara a cara con el repartidor del supermercado, como si estuviera convencido de que iba a ser capaz de sacarle por las bravas una confesión que los flojos de Marín y Trujillo hubieran sido incapaces de obtener.

—El súper está dos calles más abajo, en sentido contrario a la playa —le indicó Soto, demostrando el lector exhaustivo y meticuloso de informes que llevaba dentro.

—Cojonudo. Vamos… pero antes vamos a entrar en este bar, que me estoy meando. Mientras cambio de agua al canario pide a ver si el fichaje este del súper tiene antecedentes.

—No tiene.

—Joder, Soto, pareces la Espasa.

—Lo único que le encontraron fue una denuncia por violencia de género de su novia. Pero ella la retiró y no hubo nada más. Marín y Trujillo ya lo han comprobado. Tienen claro que el chaval no ha sido. Me dijeron que era un gilipollas y un bocazas, pero no un asesino.

—Esos no tienen ni puta idea, Soto. Y tú, tampoco.

Entraron al bar y Soto se tomó una coca-cola a la carrera porque Santamarta salió del baño con mayor prisa, un leve tic en el cuello y una mayor dilatación de sus pupilas. Caminaba casi dando saltitos, anticipándose a sí mismo, como un escolar camino de una excursión largamente esperada. El subinspector apretó el paso para seguirle y llegar junto a él al supermercado.

Hablaron con una cajera que les remitió al responsable, un tipo de ojos achinados que, más que mirar, parecía sospechar. Les dijo que el repartidor estaba al caer, porque hacía ya un buen rato que había salido a hacer una entrega. Soto se fijó con disimulo en la cajera, que le recordaba vagamente a su mujer, y pensó que esa noche igual le proponía pedir algo a Telepizza, porque estaba claro que el chaval con el que se había cruzado en su portal conocía ya el camino llevando pizzas al nieto de su vecina.

Llegó Óscar Riaño con sus andares de aspirante a macarrilla de tercera, pensando que su turno acabaría sin ninguna entrega más, sin sospechar lo que se le venía encima.

—Óscar, estos señores quieren hablar contigo —dijo el responsable del súper.

El repartido puso una sincera cara de asco al mirarles, comprendiendo que iba a tener que dar de nuevo explicaciones a, era evidente, dos agentes de policía que querrían colgarle el marrón de la resolución del caso del asesinato y violación de la vieja a la que solía llevar la compra. Susurró un “puta bofia” mientras Santamarta y Soto se le acercaban y el primero le cogía firmemente del codo y le conducía al almacén del supermercado.

—Ya les dije todo lo que sabía a los dos primeros que vinieron a hablar conmigo la otra vez —protestó el repartidor, sin dar tiempo a que le preguntaran nada.

—Cojonudo, campeón, así me gusta, que colabores. Y, ahora, si hace falta y te lo preguntamos, nos lo vuelves a contar también a nosotros —le contestó el inspector, acabando su frase con una sonrisa cínica en la que le enseñaba su de nuevo dentadura, componiendo una mueca llena de agresividad a medio camino entre una hiena y el Joker.

—Joder… —protestó tímidamente el chaval.

Soto miraba con atención al inspector, con la fría intuición de que el comportamiento de Santamarta estaba a punto de dejar de ser lo poco profesional que era habitualmente, para pasar a la categoría de mamporrero, como esas placas tectónicas que van acumulando tensión y, en un instante sin aparente relevancia, se deslizan rozando con fuerza dando paso a un terremoto demoledor.

—Le robabas a la vieja, ¿eh? —le preguntó el inspector al chaval mostrando todavía más sus dientes.

—¡¿Pero qué dices, julai?!

—Y ese día querías más y se te fue la mano.

—No tienes ni puta idea de lo que dices, se te ha ido la olla.

En un gesto rápido y ya ensayado muchas veces en otras ocasiones de su largo historial en el cuerpo, Santamarta dio dos pasos y agarró con su mano derecha la entrepierna del repartidor, que soltó un gritito agudo y ahogado, a medio camino entre la sorpresa y el terror. Soto dio un respingo y levantó una mano que dejó cerca del hombro de su superior, al que iba a tratar de calmar y al que finalmente dejó continuar.

—Venga, cuéntale al tito Julio cómo le sisabas a la vieja unos pocos euros —contestó Santamarta casi riéndose, pegando su boca a la oreja del repartidor, hablándole de forma saltarina, remarcando cada sílaba.

El chaval comenzó a gimotear entrecortadamente, respirando con ansia, como si se estuviera ahogando.

—Algo… algo le quité alguna vez, pero no la maté. Lo juro. Por favor… lo juro.

—Está bien, campeón, está bien —le dijo el inspector soltando la mano y dando un paso atrás.

El repartidor y Soto sintieron unos segundos de alivio en lo que parecía una vuelta a la calma de Santamarta, truncada de nuevo cuando el inspector sacó su pistola y se la colocó en el mismo lugar donde había estado apretando con alegre sadismo unos instantes antes. Esta vez sí, Soto le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Inspector, no haga ninguna tontería.

—¡De tú, cojones, Soto, de tú, que voy a castrar a este hijo de puta follaviejas, así que no me trates de usted!

El repartidor se desmoronó y se hincó de rodillas, quedando la pistola a la altura de su cabeza. Gimoteaba encadenando palabras deslavazadas y apenas comprensibles en las que trataba de reiterar su inocencia, sorbiéndose los mocos y llenando su cara y su cuello de abundantes lágrimas. El inspector aguardó un poco más, provocando un principio de taquicardia en un Soto que retiró con suavidad, como a cámara lenta, la mano del hombro de Santamarta. A continuación, se decidió a moverse e interponerse delante del chaval, para tratar de que su superior entrara algo en razón y acabara con aquella locura. Pero no hizo falta. Como un adolescente despreocupado, Santamarta guardó el arma y dijo riéndose abiertamente:

—Pues va a ser verdad que no has hecho nada, campeón. Venga, no te lo tomes así, que creo que Marín y Trujillo tenían razón.

Soto sintió cómo se le agarrotaba una vieja contractura que tenía en la espalda, en la zona del omoplato derecho, herencia de cuando estuvo preparando las pruebas físicas para las oposiciones.

—Vamos, Soto, volvamos a comisaría —añadió saliendo del almacén a la zona pública del supermercado.

El subinspector miró al repartidor y quiso decirle algo para consolarle pero no se le ocurrió nada que no sonara grotesco, así que dio media vuelta y siguió los pasos del inspector con la desagradable sensación de que esa visita al supermercado había sido como dar palos de ciego a una colmena vacía, una acción peligrosa y baldía.

La vuelta a la comisaría fue silenciosa porque Santamarta parecía seguir en una especie de baile de san Vito, dando botecitos en el asiento del copiloto con la mirada perdida en algún punto indeterminado del campo de visión que ofrecía el parabrisas. Soto conducía concentrado, también en silencio, sin dejar de echar algún vistazo fugaz a su superior.

—Inspector, mañana me voy directo al Registro, así que llegaré por aquí un poco tarde —le dijo Soto al entrar en la comisaría.

—Bien.

—Voy a que me den el listado de mujeres mayores de 70 años fallecidas en los últimos cinco años —añadió con la certeza de que Santamarta le dedicaría algún nuevo comentario despectivo sobre sus pesquisas y su hipótesis de un asesino en serie.

—Bien… —volvió a contestar el inspector, lacónico.

Y eso fue todo lo que le dijo, porque Santamarta salió sin despedirse, superado ya el temblor que había tenido durante el trayecto desde el supermercado, con un caminar en el que parecía acumularse el cansancio de varias civilizaciones. En su mente, fruto del exceso de excitación por la pureza del 89% de la coca que consumía, y fruto también de haberle sacado la pistola al repartidor, se abrieron las jaulas en las que a duras penas lograba mantener confinadas las bestias del pasado, que comenzaron a campar a sus anchas por aquella drogada y cansadísima mente. Cogió su coche y condujo maquinalmente hasta su casa mientras en su memoria se iban proyectando un catálogo de recuerdos de plomo de su época de servicio en Irún, de noches sin dormir por la vigilancia y la contravigilancia, del sabor ácido al tragar saliva y miedo cuando iban a detener algún comando, del castañeteo de dientes cuando no se sabía si media hora después todos los compañeros iban a seguir vivos, de la niebla de algunas mañanas de otoño agarrando con desesperación la pistola a la espera de órdenes, en algún pueblo perdido y hostil en las infinitas montañas de la pequeña Guipúzcoa.

Entro en su casa dejándose llevar por la inercia de sus pasos, se metió entre pecho y espalda otros tres tranquimazines y le dijo a su hijo que quitara la Play Station porque quería ver la tele. El chaval le pidió que le dejara cinco minutos más, que estaba a punto de acabar la partida, tras lo que Santamarta, sin añadir palabra, se fue hacia la televisión, desenchufó con parsimonia los cables de la Play y, ante la estupefacta mirada de su hijo, la dejó caer al suelo y la reventó dándole tres firmes pisotones que la destriparon, haciendo salir parte de sus cables y circuitos.

El chaval rompió a llorar y se marchó al cuarto mientras el inspector se sentaba en el sofá, cogía el mando y se disponía a cambiar de canales con la mirada perdida. La mujer observó todo aterrorizada desde la cocina y se dirigió después, haciendo el menor ruido posible para que el marido no la oyera, a tratar de consolar a su hijo. Tuvo claro que ese día su infierno doméstico había empezado un poco antes que de costumbre.

***

Al poco de salir del inspector de la comisaría apareció allí el repartidor del supermercado, envalentonado, lleno de rabia después de haberse recuperado del miedo y la humillación de una hora antes. Venía dispuesto a poner una denuncia por “violencia policial o lo que cojones sea” al que le había puesto “su pistola en los huevos y en la cabeza”. Martínez le atendió cuando llegó y trató de calmarle un poco. Después se fue a buscar a Marín, porque le sonaba que la inspectora y Trujillo habían estado interrogando al inicio de la investigación por la vieja a un repartidor que coincidía con este que se acababa de presentar allí hecho una furia. Por las explicaciones del chaval se imaginó que a Santamarta se le habría ido un poco la mano, pero no quiso decirle nada a Soto porque no le veía capaz de solucionar algo así.

Marín salió y habló con el repartidor, que fue elevando el tono de voz y las amenazas, muy crecido al hablar a una mujer a gritos y dando ya por segura una cuantiosa indemnización a cargo del Cuerpo Nacional de Policía. Marín le fue empujando suavemente hacia el exterior, dejándole que se fuera desahogando. Cuando notó que se calmaba, ya en pleno aparcamiento, se acercó mucho a él y le dijo:

—Si nos pones una denuncia, desempolvo la que te puso a ti tu novia. Y te empaqueto la muerte de la vieja.

—Esa denuncia se retiró.

—Tú verás lo que haces. Venga, hasta nunca.

La inspectora se dio media vuelta y regresó a su mesa dentro de la oficina. El repartidor se quedó un minuto sin moverse ni saber qué hacer. Después regresó a su casa en su motocicleta, enfriado por completo su antiguo ardor guerrero y dándose lástima a sí mismo por el día de mierda que había tenido.

26/1/22

Pero sonrío... #poema #versadicto

 

El conocimiento más lúcido
llega después de los después
apurando los sorbos últimos
en los anchos vasos de la tristeza.

Te tragas y te traga la vida
como un golpe de mundo
que te seca y corta la garganta,
que aquieta, envejece y asesina

En los cercanos ecos
de nuestras pasos solitarios
suena la canción del espanto
con su coro de bestias.

El día parece un reino extraño,
un camino al destierro,
una trampa repetida
que me colma los ojos de noche.

Pero sonrío como un perro fiel 
y me acompaño tranquilo,
le pido a la montaña y al cielo que me canten
y bailo paisajes que saben a pan nuevo.

Me rindo y lo venzo todo.

24/1/22

Capítulo 6 (Novela 'Julio y las viejas')

Los chavales de la catequesis se estaban pegando un atracón de patatas al jamón, bizcocho de chocolate, Kas naranja y gominolas. Las clases de preparación para la primera comunión tenían más de merendolas que de estudiar la Biblia o repasar la vida de Jesús. En aquellas dependencias de la parroquia, normalmente silenciosas, surgía un griterío de chiquillos y fiesta cuando la mujer de Santamarta aparecía con los dulces y bebidas que anticipaban que ese día, otra vez, el asunto iba a ser más de cachondeo que de estudiar. El cura, Esteban, le echaba de vez en cuando cariñosamente la bronca a esta mujer que cada vez tenía más ojeras y menos sonrisa.

—Blanca, que algo tendrán que aprovechar los chavales el rato de catequesis, vamos, digo yo.

—Esteban, mírales, ¿no ves qué felices? Que relacionen venir a la Iglesia con pasar un buen rato y ya verás cómo mañana sacamos de aquí unos buenos creyentes.

Alberto, el sacristán, que siempre se ponía del lado de ella, más por hacer rabiar al cura que por otra cosa, solía añadir:

—No seas amargado, Esteban, que ella sabe muy bien lo que hace.

Y el cura acababa encogiéndose siempre de hombros, dejándoles a ellos entre sonrisas cómplices y encantados de observar a los chiquillos, entregados al jolgorio, las voces y las carcajadas. Alguna vez tuvo sospechas de que entre su catequista y su sacristán pudiera surgir algo, por las buenas migas que hacían juntos y la confianza que se desarrolló entre ambos desde la primera vez que ella apareció por la parroquia, recién llegada de Irún, dispuesta a colaborar en lo que hiciera falta. Pero el cura tampoco estaba muy convencido de que Alberto fuera capaz de nada parecido porque no le había conocido novia nunca y, siendo sincero, en ninguna ocasión le había pillado en esos comentarios sobre las carnes prietas de alguna mujer que eran tan comunes en la mayoría de los hombres.

No, no pensaba que hubiera surgido ni pudiera surgir nada entre los dos y, además, en el fondo le daba cierta ternura ver sus confidencias e intimidades que eran más propias de hermanos que de un hombre y una mujer que se miraran con deseo. Por no hablar del bien que le hacía a Blanca, pensaba el cura, tener un amigo como Alberto, que le hiciera olvidarse por un rato los sinsabores de la vida con su marido. El sacristán era una persona de pronto irascible y lengua venenosa, amanerado, un enemigo peligroso cuando la conversación se pudre y que, sin embargo, derrochaba bondad en su trato con la mujer de Santamarta.

El lunes después de ese viernes en el que Soto pensara que había resuelto el caso culpando a Santamarta, el propio inspector se presentó en la catequesis a buscar a su mujer para sorpresa general. La comisaría había sufrido un apagón a media tarde por una avería en un distribuidor eléctrico que fue reparada en pocos minutos, pero que dejó fuera de juego el sistema informático hasta el día siguiente. Soto y Santamarta decidieron marcharse, el primero porque sin Internet ni acceso a los archivos policiales se sentía como un eunuco en un burdel, lleno de ideas y propuestas que no pueden materializarse ni investigarse; y el inspector, porque le sirvió de excusa perfecta para dar por terminada una jornada en la que la investigación no había avanzado nada y que le estaba resultando soberanamente aburrida, sin contar con que la compañía del subinspector le iba pareciendo más cargante conforme avanzaba la tarde.

Santamarta pilló la fiesta de la catequesis en pleno apogeo y a Blanca en alegre cercanía y abiertas confidencias con Alberto. Al verles así, se le revolvió el estómago con una aguda punzada de celos y se les quedó mirando con amenazante quietud.

Al darse cuenta de su presencia, su mujer cambió el gesto de la cara porque la sonrisa que tenía se le congeló en un rictus desagradable. Fue ver a su marido y ponerse rígida, apenas unas décimas de segundo, como si una descarga eléctrica hubiera recorrido su cuerpo de los pies a la cabeza.

—Julio, ¿pasa algo? —le preguntó con un hilo de voz.

—Nada, mujer, que hoy he salido antes y he venido a buscarte. Así llegas antes a casa. No me iba a poner yo a hacer la cena.

—¿No tienes manos? —le dijo Alberto, metiéndose en la conversación.

—Monaguillo, manos tengo y suelo preparar ensalada de hostias. Cuando quieras, te doy a probar, gratis, es mi plato estrella.

—¡Uy, chico, cómo te pones! —contestó el sacristán.

Blanca, visiblemente nerviosa, intermedió:

—Julio, dame un minuto que cojo el abrigo y nos vamos. Alberto, ocúpate de los chavales, por favor.

—Tranquila, reina —le dijo con cierta ironía dirigida al inspector—. Lo que tú me digas, son órdenes.

Ella cogió apresuradamente el abrigo, se despidió de los chiquillos, que no le hicieron demasiado caso, y se acercó complaciente y sumisa a su marido, quien miraba a Alberto desafiante porque el sacristán también le sostenía la mirada casi sin pestañear, como dos gallos en un teatro cuajado de testosterona y sobreactuación.

—Julio —le dijo ella con toda la dulzura que fue capaz—, ¿nos vamos?

Montaron el inspector y su mujer silenciosos en el coche y fueron hacia su casa, recorriendo en veinte minutos el trayecto que la separaba de los locales de la parroquia de San Bartolomé, aproximadamente la mitad del casco urbano de esta ciudad del norte de España. Santamarta rompió el silencio y comenzó a hablar en un tono muy bajo pero creciente, repitiendo un comportamiento que a su mujer ya se le venía haciendo dolorosa y temerosamente familiar desde hacía tiempo. Una bruma densa avanzaba desde el mar y sumía las calles en una atmósfera algo irreal.

—Blanca… ya sabes que yo no soy celoso, pero esas confianzas con el capullín del bosque ese, pues… como que no. Me entiendes, ¿verdad? Porque, ¿cómo cojones quieres que me comporte yo, como marido, al verte así? ¡Hostia puta, Blanca! Me cago en mi vida, no juegues conmigo así. Que le ha salvado que soy policía y no me puedo meter en más líos. ¡Cago en Dios y cago en todo!

Acompañó esta última frase escatológica con varios sonoros golpes con la mano abierta en el salpicadero del coche que, pese a preverlos, hicieron que ella pegara dos respingos de forma inconsciente. Blanca le hubiera contestado en otra época de su vida y su matrimonio que cagarse en Dios es cagarse muy alto y que después puede llover mierda, o que no era quién para montarle una escena de celos porque él cada viernes por la noche llegaba a casa oliendo a un perfume de mujer que ella no había usado en su vida. Pero a estas alturas de infierno y de miedo y temiendo que los golpes a las cosas pudieran llegar a sus carnes, Blanca solo fue capaz de guardar silencio, sentirse oceánicamente culpable y llorar en silencio.

—Y encima se pone a llorar la tía, tiene cojones la cosa —añadió Santamarta, como si hablara con una tercera persona que viajara con ellos en el coche.

Subieron a casa de nuevo silenciosos, tratando ella por todos los medios de liberarse de los restos de lágrimas en su rostro, que engalanó con la mejor de sus sonrisas de superviviente.

Al entrar, los hijos se acercaron entre respetuosos y sorprendidos a saludar al inspector, que se dirigió al cuarto de baño y se tomó tres tranquimacines, lo único que de verdad le suavizaba el mar humor desde hacía demasiado tiempo.

—Está un poco cruzado —advirtió en voz baja Blanca a sus hijos cuando él les dejó a solas.

—¿Cuándo no es fiesta? —protestó a media voz el chico.

—¡David! —le regañó en un susurro sonoro su madre—. Tengamos la fiesta en paz, por favor.

—Sí, mamá —contestó el joven, resignado.

La hija solo acertó a decir:

—Tranquila, mamá, tranquila…

Cuando la mujer estaba en su dormitorio quitándose la ropa de calle para ponerse algo más cómoda y disponerse a preparar la cena, entró el inspector.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

—Mejor, mejor… Blanca, cariño, perdóname por ponerme así, pero es que…

—Tranquilo, no ha sido nada.

—¡No me interrumpas cuando te estoy pidiendo perdón!

Ella sintió de nuevo la descarga eléctrica provocada por el tono de voz de su marido y quedó otra vez quieta, sin atreverse a abrir la boca. Él continuó, complacido de que su mujer le obedeciera, convencido de que eso era una muestra de respeto. Ya le empezaban a hacer efecto las pastillas o le servían de excusa para empezar a calmarse, porque ese efecto cada vez era menor y se estaba convirtiendo en una especie de peaje para simplemente encontrarse normal. Añadió en un tono casi cariñoso:

—Que no te quiero tratar así, pero, cojones, entiéndeme, cariño… Te veo así, de cachondeo con otro hombre a mis espaldas y no me hace gracia. Así que te voy a pedir que guardes distancias con ese. Que, por cierto, ¿ese quién es?

—El sacristán —contestó ella, evitando añadir que debería conocerle porque le había visto en varias ocasiones previas.

—Vale, pues el sacristán que se acerque al cura pero a ti no, ¿vale?

—Sí, Julio, no volverá a ocurrir, te lo prometo.

Él relajó un tanto su gesto de seriedad, dejando surgir una sonrisa de medio lado y añadiendo:

—Muy bien. ¿Qué vas a hacer de cena?

—Huevos fritos con patatas.

—¡Qué bien! Ya sabes cómo quiero los míos.

—Sí, con puntillita.

—Esa es mi mujer —le dijo dándole un ligero cachete en el culo, que a ella le hizo temblar toda la celulitis—. Ale, vete a hacer la cena, que luego a la noche nos toca fiesta a ti y a mí.

—Sí, cariño.

La mujer salió de la habitación camino de la cocina, sintiendo como si una mano invisible le atravesara el pecho y le apretara el corazón, forzándola a respirar con dificultad, incapaz de comprender en qué momento de su pasado había tomado la decisión errónea que ahora la iba despeñando por un acantilado hacia un mar de espanto.

***

Soto también volvió a pronto a casa, decidido a repasar allí por enésima vez los informes del caso, desesperado como estaba al intuir que la investigación había entrado en un punto muerto que, bien lo sabía, podía acabar en otra historia más sin resolver, cogiendo polvo en los archivos policiales.

Cuando se acercaba al portal, le pareció ver por un momento a Sara en la ventana, pero después pensó que habían sido sus ganas de estar con ella, porque la ventana permanecía con la persiana a medio bajar y las cortinas blancas inmóviles. También pensó que la bruma que se estaba echando sobre la ciudad le había jugado una mala pasada a sus ojos.

Se cruzó fugazmente por la escaleras con el repartidor de Telepizza, que le saludó con un leve gesto y al que no pudo ver bien la cara medio oculta por la visera de su gorra.

Entró en casa feliz de ganar unas horas al día para estar con su mujer, que le recibió con una ancha sonrisa y un “llegas pronto, ¿no?”. Soto le explicó lo del apagón y ella le escuchó sus explicaciones sin cambiar el gesto de la sonrisa, que se le iba convirtiendo en una careta. Cambió de expresión, apenas perceptiblemente, cuando él comentó sin darle importancia:

—Me he cruzado con uno del Telepizza en el portal. Qué raro, ¿no?

—¿Por?

—En este portal son todo viejos, nosotros somos los más jóvenes, se me hace raro que alguien haya pedido una pizza.

—Será Puri, la del tercero, que habrá venido el nieto a cenar.

—¡Ah! Claro… es verdad —dijo sonriendo de su propia torpeza, porque un buen investigador debería haber tenido en cuenta esa posibilidad.

Esa noche hablaron mucho pero, como en la anterior, tampoco hubo combate de lencería. Él se hizo ilusiones cuando ella se duchó después de cenar, pero pronto comprendió que se iba a la cama con claros gestos de cansancio. “Todos los días no toca”, se dijo el subinspector, resignado, cuando su mujer se quedó dormida y él se dispuso a repasar otra vez los informes del caso.

11/1/22

Capítulo 5 (Novela 'Julio y las viejas')

Llegó el día siguiente, martes, y los siguientes de la semana. Soto se hizo cada vez más a las tarascadas afiladas de Santamarta, a sus vasos de tubo con coñac hasta la mitad y a sus visitas al baño, que no tenían que ver con su próstata y que le dejaban las pupilas dilatadas. “¿De qué eres, Soto, de pincel, brocha gorda o rodillo?”, para después reírse de su propia gracia ante un subinspector que le miraba entre admirado y resignado, tratando de convencerse de que merecían la pena esas humillaciones y chascarrillos constantes a la espera de que surgiera ese gran policía que todo el mundo decía que era Santamarta. O que había sido, porque esa era la duda, saber si lo que tenía ante sí y con quien trabajaba en el caso seguía respondiendo a esa leyenda de la que se hablaba en el cuerpo.

En cualquier caso, el subinspector no se descentraba y confió, como siempre, en su método, en su trabajo de hormiguita paciente que va reuniendo pruebas, conversaciones e ideas al modo en que los buenos maestros relojeros montan sus máquinas del tiempo. Estudió con método y entrega los informes que se habían redactado sobre el caso de la mujer asesinada, tratando de encontrar alguna explicación al gesto tan aparentemente absurdo de cortarle un mechón de pelo a la víctima después de asesinarla y violarla. O quizá le había cortado el pelo antes, porque todo, cualquier posibilidad debía ser tenida en cuenta. Pensaba a menudo en un perfil criminal que encajara todas esas piezas en su orden correcto, cada vez más convencido, esa era la verdad, de que el corte del mechón de pelo había sido el final de una liturgia enfermiza, parte de una rutina protocolizada en una mente psicópata. Revisó al detalle las fotografías y habló con el forense, Egaña, un tipo muy profesional pero algo malencarado, que le contó con desgana que el mechón había sido cortado justo encima de la oreja izquierda.

Soto pensó en las lecciones de psicología criminal que con tanta dedicación había estudiado, dándole vueltas a peregrinas teorías e hipótesis sobre la relación entre el pelo, las orejas y la muerte. Le vino a la cabeza la imagen del dios egipcio Anubis, con sus enormes orejas perrunas y su presencia mortífera, pero no halló ninguna relación entre este viejo dios de la época de los faraones y una viuda colocada pulcramente en su cama después de haber hecho barbaridades con ella.

La cabeza le hervía en algunos momentos al subinspector y se sentía absurdamente abrumado por una responsabilidad autoimpuesta por resolver el caso. Pensaba en Santamarta y en los otros agentes que podían echar una mano, y les sentía a todos más preocupados de cualquier otro asunto que de esta investigación, por lo que concluía que solo se resolvería el enigma del asesino si era él mismo quien lograba hallar al culpable. Era como si toda la formación que había recibido fuera una mochila de heroísmo, tan brillante como pesada, que le dejaba autodesignado como el único capaz de investigar y aclarar lo que ningún otro podía. Esta carga de responsabilidad que él mismo se había echado encima desde que se hizo policía empezaba a notársele en los hombros, algo caídos, más tendentes hacia el frente que hacia la altura equilibrada, y en sus pasos, apenas perceptiblemente más lentos conforme iban pasando los meses y los años por su cuerpo. Se sentía, inconscientemente todavía, la única persona en el mundo capaz de entrar con su candil a iluminar y descubrir las alimañas que abundan en el valle de las sombras del crimen. La última esperanza de los justos, el protagonista de una historia sucia de la que solo él podía salir limpio y con una corona de victorioso laurel en su cabeza.

Le dio mil pensadas a sus conocimientos sobre autopsia criminológica y la realidad le fue devolviendo, en cada una de las pensadas, nuevas respuestas en blanco a sus preguntas. Esos días fue escribiendo nuevos conceptos en su libretita: “Psicópata, ordenado”, “¿Ternura después de paroxismo violento?”, “¿Patrón para asesinatos futuros?” y “¿¡Patrón de asesinatos pasados!?”. Estas dos últimas anotaciones las hizo el jueves por la tarde a última hora, fantaseando, se lo tuvo que reconocer, ante el desafío profesional que supondría enfrentarse a un asesino en serie. Pensar en aquella posibilidad le produjo una culpa gozosa.

Marchó a casa con este pensamiento repiqueteando en lo más profundo de sus ensoñaciones de investigador, convencido de que, una vez más, podría haber visto algo determinante donde otros simplemente se habían limitado a realizar su labor policial de forma rutinaria. No se atrevió a comentarle nada sobre esta posibilidad a Santamarta. Por el momento sentía más que cubierto el cupo de comentarios hirientes en esta primera semana de trabajo con él.

Eso sí, al día siguiente, después de comer un menú del día en un restaurante de batalla junto a la comisaría, Soto tenía la intención de volver allí y hablar con el inspector para tratar de explicarle con tranquilidad su teoría sobre otras posibles muertes, otros asesinatos con la misma autoría que el ocurrido justo siete días antes. Iba preparado y dispuesto a hablarle a Santamarta a una distancia prudente que evitara el alcance de su mano, porque una de las últimas veces a su comentario descarnado había añadido pellizco en uno de los pezones de Soto que le hizo ver las estrellas.

Pero el inspector se negaba, no quiso ir con él a la comisaría, tampoco que hablaran en ningún otro sitio, al menos aquella tarde, ya que parecía tener prisa y respondía con evasivas y tono crecientemente malhumorado a los intentos de Soto por iniciar la conversación sobre aquel asunto.

—Inspector, es que tengo una teoría…

—Que ahora no, cojones, Soto. Que ya me contarás tus pájaras mentales en otro momento. Que ya sé que los maricas estáis a otro nivel y tenéis una mente privilegiada. Pero hoy no tengo cuerpo para tus chorradas, que tampoco nos conocemos tanto y paso de hacerte de psicólogo.

—Te acompaño y te cuento —le dijo.

—¿Tú estás tonto, sordo o las dos cosas a la vez? Que te vayas un rato a tomar por culo, chaval, y ya me contarás las dos cosas cuando sea, tu mierda de teoría y si te ha gustado que te den por detrás.

Santamarta se quedó mirando fijamente a su subordinado, los dos en pie en la calle, cerca del restaurante, el uno frente al otro. El inspector apretó inconscientemente el puño derecho en un gesto previo a lanzar un golpe duro y seco al centro del pecho, un golpe que reservaba para la gente que, mereciéndose una buena hostia, en el fondo le caía bien como era el caso de Soto. Este empezaba a comprender bien el carácter y las reacciones de su superior y algo dentro de sí le advirtió de que era el momento de no reaccionar, de no decir nada, de darse la vuelta y dirigirse a la comisaría dejando que Santamarta fuera en paz a donde tuviera que ir, a hacer lo que tuviera o quisiera hacer.

Entro por la puerta cabizbajo, pensativo y con una sensación agria por su última conversación cuando Martínez, el responsable de turno ese viernes por la tarde de atender al público, le dijo con cierta guasa:

—¿Te has quedado solo?

—Pues sí. Y, además, no sabes cómo se ha puesto el tío…

—Los viernes por la tarde no cuentes con él.

—¿Por?

—No sé, no sé… pero siempre los tiene ocupados y a donde va, va solo.

—¿Solo? ¿A dónde?

—Ni idea, la verdad —añadió con una leve gesto de los labios que Soto no supo interpretar.

Y aquello era lo peor que se le podía decir al subinspector. Un “no sé” con un leve gesto en la comisura de los labios disparaba todas las alarmas en una mente predispuesta a la sospecha y a aplicar sus aprendizajes teóricos sobre criminología. Sentado en su sitio, con la mirada perdida en las mesas vacías de sus compañeros, Soto empezó a pensar en lo que no tenía que pensar. Trató de centrarse en otros aspectos, en otras ideas sobre el caso que le venían rondando desde días atrás. Sacó un folio y quiso entretenerse haciendo varios diagramas sobre firmas y trofeos de asesinos en serie, para ver si algo le cuadraba en este caso. Hasta llamó por teléfono a Sara, sin ninguna razón real más que la de quitar de su pensamiento una coincidencia que le estaba rascando el fondo de su alma de policía.

Al final se dejó llevar y anotó en su libretita: “Mujer asesinada viernes por la tarde. ‘S’ desaparece viernes por la tarde, no se sabe a dónde va ni con quien.”. El haber escrito esa frase provocó un efecto en cadena dentro de su cabeza y entró en una dimensión irreal en la que todos a su alrededor eran culpables de todo. Era como si los tres conceptos relacionados de Santamarta, mujer asesinada y viernes por la tarde se hubieran multiplicado exponencialmente en la mente de Soto, en la que se presentaba con la fuerza de una pedrada letal en la sien el titular: ‘Inspector de Policía mata y viola a mujer de 73 años’. Sacudió la cabeza, tamborileó con el bolígrafo en su mesa, se frotó con fuerza la parte trasera de sus rodillas y se enfrascó de nuevo en los papeles del caso. En el final de uno de ellos, en una cita sobre documentación adjunta, reparó en una referencia de una denuncia en papel, de hacía muchísimos años, tantos que no había entrado en la época en que se fueron digitalizando cada nueva diligencia y archivo. Hasta ahora no le había dado ninguna importancia a esa denuncia. Más por intentar dejar de lado sus razonamientos en bucle sobre Santamarta que por pensar que fuera a encontrar nada interesante, bajó a buscarla en el archivo.

Después de beber un vaso de agua para que el polvo de los papeles no le diera la tos, en el sótano, en la planta más metida en el terreno de todo el edificio, fue avanzando entre estanterías llenas de documentos engalanados por el amarillo que dan los años y por el deterioro que suelen sufrir los papeles que ya no importan a nadie. Le costó encontrar lo que buscaba y hasta se hizo una pequeña herida en su dedo pulgar de la mano derecha, ataque imprevisto y traicionero de una grapa oculta y rebelde que le provocó el gesto automático de llevarse el dedo a la boca para chupar una gota de sangre coronada de polvo. Llegó al fin al lugar donde la denuncia dormía un sueño burocrático de décadas y la observó, primero de forma mecánica, con enorme sospecha después. En la soledad de aquel sótano lleno de estanterías y documentos Soto sintió un impulso de darse media vuelta y volver arriba, a su mesa y sus papeles ya conocidos. Pero no lo hizo y cogió y miró lo que había bajado a buscar: la denuncia había sido interpuesta contra Santamarta, en el año de su suspensión de empleo y sueldo, por la fallecida.

A Soto le empezó a temblar la mano y tuvo que dejar el documento sobre una de las baldas de la estantería más cercana para continuar leyendo. No había duda. Una denuncia por amenazas que esta mujer ahora asesinada había interpuesto contra Julio Santamarta Martínez. El subinspector cogió de nuevo la denuncia y, con un leve mareo, subió de nuevo hacia su mesa mientras la bestia de la sospecha se volvía a hacer dueña y señora de su mente, ladrándole una pregunta: ¿Por qué Santamarta no había dicho nada de esa denuncia?

Soto se dijo a sí mismo que aquello era una soberana estupidez y se convenció de que en verdad lo era, que sería alguna tontería sin importancia ocurrida hace mil años. Sin mebargo, una vocecilla en su interior siguió sembrando cizaña y dudas, porque también podría haberse considerado hace años como una estupidez la posibilidad de que el inspector llegara a volverse medio loco y torturara a un terrorista por la muerte de un compañero que le había sustituido en una operación contra un comando. Soto meneó la cabeza enérgicamente con el vano propósito de que esos movimientos expulsaran de su mente estas últimas ideas, como si los pensamientos pudieran despeñarse hombros abajo al perder sujeción en el cerebro por la fuerza centrífuga.

Se fue al baño y se lavó la cara con agua bien fría, lo que le ayudó a despejarse y a tomar la decisión de marchar a casa y dar por finalizada por ese viernes la sesión de reflexiones y actividad de materia gris. Se le ocurrió que lo que quedaba de tarde bien podría ser empleado en un combate de genitales y lencería con Sara, así que se dirigió hacia la pastelería en la que compraba el mejor pastel de la ciudad de los que tanto le gustaban a su mujer. Estuvo a punto de no hacerlo e irse directo a su casa al recordar que la pastelería estaba prácticamente pegada al bloque donde tenía su vivienda la mujer asesinada, sobre la que ya no quería pensar más por ese día. Se prometió a sí mismo un muro de asepsia mental y se acercó a la zona, aparcó y compró el pastel. Mandó un whatsapp a su mujer, encendido y acordándose de unos versos que estudió en el bachillerato, de modo que le declaró batalla de amor en campo de pluma.

Cuando volvía al coche con el pastel en sus manos y relamiéndose por lo que le esperaba al llegar a casa, vio a unos cincuenta metros el coche de Santamarta, o uno del mismo modelo, y no quiso creérselo. Quedó quieto unos segundos, con el pastel en su mano derecha perfectamente envuelto, frotando nerviosamente los dedos de su mano izquierda, como si pretendiera hacer fuego con ellos y ese fuego pudiera quemar lo que estaba viendo y las sospechas que de nuevo danzaban libremente por su cabeza.

Cayó un rayo en el mar, al que siguió poco después un potente trueno. El sobresalto de la luz y el posterior sonido hicieron reaccionar al subinspector, que dejó el pastel en su coche, cogió un paraguas del maletero, cerró todo perfectamente y se encaminó con decisión al coche que había visto. A mitad de los cincuenta metros que tenía que recorrer empezó a llover como si el cielo vomitara y se formó una densa cortina visual que dificultaba identificar las caras de la gente a más de veinte o treinta metros. Abrió su paraguas, llegó al coche y comprobó que no se había equivocado porque era el de Santamarta. Vio abrirse la puerta del portal de enfrente y, sin llegar a reconocer del todo su cara, identificó perfectamente la forma de andar algo de viejo galán y algo encabronada del inspector, así que se echó hacia atrás cubriéndose la cara con el paraguas, quedándose a unos pocos metros, a resguardo, protegido en otro portal desde el que pudo vigilar sin ser visto.

El inspector seguía en el mismo sitio, despidiéndose de una mujer vestida solo con una bata fina y unas bragas, las tetas pequeñas y sueltas, las carnes escasas y firmes. Soto pudo ver cómo Santamarta se despedía de ella con un beso, cruzaba rápido la calle para meterse en su coche y, después, marcharse.

Los pensamientos y posibilidades que explicaran lo que acababa de observar se estaban dando un festín de fantasía criminal en la cabeza del subinspector, que murmuró:

—No puede ser que haya vuelto a esta calle, precisamente una semana después…

El bloque de pisos del que acababa de salir era justo el bloque más cercano al de la víctima y una de sus fachadas daba a la fachada de la mujer, a la que tenía los balcones, incluido el de la asesinada. Llovía a mares pero Soto ni lo notaba, absorto en el giro que podía dar el caso, tan irreal como doloroso porque siempre es descorazonador comprobar la caída a los infiernos de un compañero. Perdió la noción del tiempo entregado a sus conjeturas, sintiéndose a la vez culpable de descubrir así a un superior y orgulloso de cumplir con su deber pese a tratarse de Santamarta. El final del chaparrón logró devolverle a un principio de realidad, sin saber muy bien cuánto tiempo había estado allí en aquel portal. Se fue a su coche tras plegar el paraguas y trató de pensar con frialdad en qué hacer. Fuera de los protocolos y las directrices cerradas, fuera de las órdenes inequívocas Soto no era muy hábil y se sintió profundamente bloqueado, incapaz de tomar una decisión sobre sus siguientes pasos. Le entraron varios whatsapps de Sara a los que contestó maquinalmente avisándola de que llegaría en unos cuarenta minutos. Con el móvil en la mano se le ocurrió llamar a su amigo asturiano del sindicato, Berdejo, que siempre había tenido unas salidas mucho más resolutivas que las suyas en situaciones complicadas.

—¿Qué pasó, guaje, te vas a hacer ya asturiano de una puta vez? —le contestó nada más cogerle el teléfono.

—Que acaba de caer un chaparrón de tres pares de cojones y que puede que Santamarta sea un asesino.

—¿Pero qué dices, ho?

—Lo que oyes.

Soto le contó lo de la denuncia y lo que había visto esa tarde. Berdejo escuchaba en silencio. Después de dejarle hablar, le contestó muy cortante:

—Dani, escúchame bien. Te voy a colgar y voy a hacer una llamada. Tú no te muevas de ahí, sigue en tu coche, no hagas nada, no llames a nadie. ¿Oíste?

—Sí.

Dos minutos después sonó su teléfono. Era el inspector Andrés Marín, el policía más respetado de la comisaría, una institución en aquella ciudad. El subinspector solo había cruzado algunas frases amables y protocolarias con él.

—Soto, le quiero en la comisaría en diez minutos. El subinspector fue a responder pero Marín había colgado ya. Le entró un whatsapp de su amigo: “Habla con Marín.”. “Voy a la comisaría a hablar con él”, le contestó, a lo que Berdejo le volvió a contestar con un emoticono de una mano con el dedo pulgar hacia arriba. “No digas nada más ni hables con nadie más, ¿oíste?”, añadió el asturiano. “Sí”, contestó lacónico Soto.

Llegó a la comisaría y entró ante la sorprendida mirada de Martínez, que seguía en la zona pública y que se olía algo gordo después de haber visto entrar dos minutos antes al inspector Marín. “Me parece que tiene cara de enviar a alguien una buena temporada a descapullar monos”, se dijo Martínez.

—Verá, inspector… —tomó la palabra el subinspector al llegar.

—Soto, te callas y me escuchas. Si ya sé la culpa es mía por no haberte avisado antes. Bueno, que podría haberte avisado algún otro, joder, que aquí para lo que queremos piamos como canarios, pero para otras cosas… Bueno, da igual. Escucha, Julio es un buen policía que ha tenido una vida jodida. —El subinspector escuchaba muy quieto, sin atreverse casi ni a pestañear.— Me cago en mi padre, Soto, una vida muy, muy jodida. Ha visto morir a muchos compañeros en el País Vasco. Los viernes dicen que se va de putas. No sé… Me han contado que se va con una, siempre se va con la misma, la Susi, dicen que es una tía plana como una tabla de planchar que dicen también que está enamorada de él porque no le cobra. Pero me da igual. Y no quiero saber más, porque no me importa. Y a ti tampoco debería importarte. Lo que sí me importa y a ti también es que en esta comisaría nos ha sacado de tres o cuatro marrones muy gordos en los últimos años. Y ya está. Si tienes algún problema, pedimos que te cambien de compañero; si no, sigues con él. Pero esta conversación y este tema no se van a volver a tocar. Ni conmigo ni con nadie. ¿Estamos?

—Sí.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?, inspector…

—Pareces tonto, Soto, ¿sigues con él?

—Sigo.

—Cojonudo. Y otra cosa… no me jodas más y dedícate a investigar a quien tienes que investigar, cojones, no a los compañeros. Encuentra al que le hizo eso a esa pobre vieja.

—Verá, es que yo…

—No me interesa nada de lo que me tengas que explicar ahora. Por cierto, lo de la denuncia fue en la época en que Julio tuvo que ganarse la vida allí, en el bloque pegado al de la vieja, con las putas, que fue cuando conoció a la Susi. Y tuvieron una movida con la vieja por ruidos por la noche, que Julio se puso farruco y por eso fue la denuncia. Y no tienes que saber nada más. Ale, buenas noches.

—Buenas noches, inspector —le contestó enormemente avergonzado, mientras Marín ya se marchaba. Poco después Soto llegó a su casa. Sara le recibió con cara de pocos amigos y el gesto cruzado.

—Me habías dicho cuarenta minutos y has tardado una hora y diez. Hoy te quedas sin…

Él se abalanzó sobre ella y comenzó a besarla como un náufrago.

4/1/22

Lo haría #poema #versadicto


Si del día tuviera que elegir
la esencia primera,
la chispa que activa
los motores poderosos del mundo,

si tuviera que buscar
la conmoción del aire
en el primer llanto
del recién nacido,

si me encargaran atrapar
el quiebro de la madrugada
cuando el sol cabecea
los pies del cielo,

si fuera necesario encontrar
los manotazos invisibles
que provocan y nos traen
los vientos y las olas,

si me pidiérais descubrir
el rincón lúbrico
del que parten los jadeos
de los amantes amándose,

si fuera necesario señalar
al espíritu sin nombre
que besa la boca
y cierra la vida a los moribundos,

si pudiera escribir
el libro duro de la sabiduría,
hablar con vuestros dioses,
salvaros de vuestras bestias,
convertir mi sonrisa en tiempo y trigo,
porque os amo y porque soy poeta,
lo haría, hermanos míos.


Somos tan leves #poema #versadicto

Un día cualquiera podrá decidirse
quién lanzará los golpes de sangre
que acabarán nuestro camino
en el fondo de la boca de los siglos.

Los montes son grandiosos
pero suelen permenecer quietos
y como gigantes buenos
se entretienen con nuestras diminutas risas.

El sol navega incendiado
sobre la ola del universo
y sospecho que le importa poco
que nos amemos mucho.

Somos tan leves
que nos damos importancia y palabras
cuando lo único inmortal
son los geranios en los patios de julio.

El mar nos abraza con espuma
o nos mata y con un traje de olvido
coleccionará nuestros nombres
en sus arenas más profundas.

Quizá es hora de comprender
que todo es vuelo o aire, nada,
órbitas planetarias en elipse,
puntos de luz tiritando
en la trastienda del cielo
o en lo negro de tus ojos.

3/1/22

Capítulo 4 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto llegó a casa reventado, exhausto por el desgaste psicológico que siempre le suponían los casos en su fase inicial, cuando casi todas las preguntas están sin responder.

Conduciendo desde la comisaría tras haber finalizado su turno, había notado por la vibración la entrada de varios whatsapp de Sara en los que, estaba seguro, le estaría preguntando cómo estaba y a qué hora iba a llegar. Se volvió a poner algo nervioso por no poder contestarlos, pero se mantuvo firme en su costumbre de no tocar el móvil mientras conducía. Todavía no conocía bien las calles de aquella nueva ciudad a la que le había llevado su ascenso a subinspector y pensó que era una buena época la de verano para hacerse a ella, con buena parte de sus habitantes de vacaciones y la actividad habitual reducida. Viniendo de Madrid le llamaba la atención que todo estuviera a mano, que ningún trayecto supusiera más de media hora de coche, que la gente no tuviera ese perpetuo malhumor que gastan los de la capital de España que parecen contestarte siempre como si les debieras dinero. Y la humedad, notaba mucho la humedad, que era como un permanente saludo del mar, recordando que estaba cerca, que aquel era su reino costero, que mandaba como un dictador caprichoso en los designios del clima. Le preocupaba su mujer, cómo se adaptaría a aquel sitio, y deseaba con todas sus fuerzas que encontrara su espacio, quizá un trabajo, una actividad que la convirtiera en algo más que la mujer de un subinspector de Policía. Últimamente su humor había empeorado, aunque Soto se quería convencer de que todavía no había ocurrido nada como para preocuparse de verdad.

Había encajado bien tener por compañero y jefe al inspector Santamarta porque, en el fondo, justificaba sus comportamientos que, por decirlo suavemente, eran poco respetuosos con las ordenanzas y los protocolos. El subinspector estuvo investigando mucho sobre Santamarta en cuanto tuvo noticia de que le iba a tocar trabajar con él. Hizo llamadas, hurgó en archivos y habló con un compañero de promoción y del sindicato SUP, un asturiano más listo que el hambre, que le puso al tanto. Porque la tara que adornaba ahora el comportamiento y las actitudes del inspector no era de serie. Había sido en tiempos un agente más equilibrado, de hechos menos extremos y sin afición generosa a la coca, el coñac y a acabar las conversaciones a gritos o comentarios ácidos. La lucha contra el terrorismo, el estrés y la amenaza constante le fueron reventando la cabeza. Todo se desencadenó cuando iba a participar en una operación en el año 2003, de la que se descolgó en el último momento por el nacimiento de su primer hijo.

Según le contaron a Soto, el policía que le sustituyó y acabó haciendo su servicio se llamaba Josu Heredia. Santamarta no olvidaría jamás ese nombre ni los mil datos que memorizaría después sobre él, un agente de 37 años, gitano del norte, una rareza porque también era hijo de una prostituta, la única gitana puta de toda Guipúzcoa. La operación fue un fracaso y Santamarta quedó royendo su culpa, convencido de que todo se había estropeado por su ausencia de última hora.

En el relato de lo ocurrido en la tarde de la operación el forense echó mano de la piedad rutinaria en estos casos y escribió que Heredia “no se enteró” y murió inmediatamente por un disparo que le vació la cavidad ocular izquierda y otro que le arrancó siete dientes antes de alejarse en el occipital.

Esto no se lo contaron a Soto porque nadie se enteró, pro Santamarta leyó el informe con obsesión, una y otra vez, martirizándose con la frase “no se enteró”, machacado en sus pensamientos por el convencimiento de que no enterarse de la propia muerte no era alivio de nada. “No es puto alivio de nada”, había murmurado en ocasiones a solas dándole vueltas a lo ocurrido. Además, sabía que morirse de repente no es tan fácil, que en ocasiones todo hace absurdo seguir vivo pero hay moribundos que se aferran segundos y hasta minutos a un imposible de supervivencia, alargando la agonía.

Nada quedó muy claro, pero se corrió el rumor de que los etarras que habían escapado en aquella operación después de asesinar a Josu fueron los mismos que a finales de mayo mataron a dos policías nacionales en Navarra. Santamarta se obsesionó también como un pitbull con los etarras y leyó con detalle cada información sobre la operación de aquella tarde, analizó el atentado y las rutinas de los dos compañeros de cuerpo asesinados. Habían reventado en la Plaza de un pueblo del sur de Navarra por la bomba lapa que les colocaron en los bajos de su coche, un vehículo sin distintivos policiales que usaban para desplazarse por diversas localidades, donde se encargaban de actividades rutinarias vinculadas a documentación oficial. No se desplazaban en un coche con distintivos, pero se anunciaba en los medios de comunicación locales que iban a estar tal día en tal pueblo y, claro, los asesinos son miserables, pero no tontos.

Santamarta notaba en aquella época de remordimientos y culpa una quiebra en la boca del estómago, como una procesionaria peluda y urticante en el interior de sus tripas que se dedicaba a dar vueltas sobre sí misma en un tiovivo desesperante e inacabable. El inspector nunca fue un hombre paciente ni tampoco pacífico, pero en aquellos días que siguieron al nacimiento de su hijo y a la operación fallida en la que cayó su compañero, algo desató las bestias que hasta entonces habían permanecido razonablemente amordazadas en su interior. Se despertaba de madrugada, preocupando hasta lo indecible a su mujer Laura, y, sobresaltado por minúsculos ruidos, reales o imaginarios, salía a la calle y caminaba en un estado de excitación enfermiza, sospechando de cuantos se cruzaban por su camino, convencido de que cada persona que le miraba era un chivato que iba a pasarle sus datos y su posición a algún comando que acabaría con su vida en cuanto doblara la siguiente esquina. Muchas noches se encontró caminando por la playa de la Concha, apretando con furia su pistola en el bolsillo de la americana, murmurando frases de locura: “Venid ahora, hijoputas”, “Atreveos conmigo, asesinos”, “Aquí me tenéis, cabrones, venid por mí” o “No se enteró, pero yo sí, mierdas”.

Algo hizo clic en la cabeza de Santamarta y cuando llegaron detenidos a su comisaría en Irún dos miembros de un comando, entró en un estado febril de excitación. Nadie se dio cuenta del descenso a los infiernos que estaba protagonizando su mente agotada, nadie tuvo la prevención de evitar que participara en los interrogatorios y nadie tuvo el valor de detenerle porque los dos últimos muertos pesaban mucho entre los compañeros. Un par de meses después, un expediente señalaba que casi había ahogado a un detenido en una bañera, provocando su salida forzada de Irún. Expediente disciplinario por torturas por el que le cayó un año de empleo y sueldo y por el que casi fue expulsado del cuerpo. En el juicio tuvo bastante suerte con el archivo de la causa.

Su mujer empezó entonces a cogerle miedo porque llegaron sus primeros desmanes violentos, arranques de ira que por aquella época solo afectaban a los muebles, puertas y paredes de su casa. Ella no dijo nada a nadie, esperó paciente a que las tormentas fueran amainando y se espaciaran, pero ocurrió lo contrario. Esperó después que el traslado y la suspensión de empleo y sueldo le calmara, pero también ocurrió lo contrario. Y esperó que la violencia se quedara en los objetos y de nuevo el tiempo trajo lo contrario, convirtiendo lenta pero inevitablemente en un infierno la vida en casa de Santamarta.

La mujer fue sintiendo cómo los años y el maltrato fueron destrozando el amor y la admiración que había sentido por Julio, dejándole en el centro de su corazón una pena áspera y grande, junto a un miedo que convirtió cada minuto con su marido en una fuente inagotable de pavor.

Soto entró en casa después de haber comprado un pastelito de merengue y chocolate que le gustaba mucho a su mujer y que solía llevarle una vez por semana. Ella le estaba esperando en el sofá de la sala, en picardías, ronroneando como una gatita en celo, con los grandes pechos temblando al ritmo de su respiración. Al subinspector se le pasó de repente todo el cansancio y la mente se le despejó. Milagros de la lencería.

2/1/22

Capítulo 3 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto no se encontraba cómodo conduciendo. No es que le importara demasiado hacer de chófer ni el trato que le estaba dando el inspector. Había sido una constante en su vida que la mayoría de la gente con la que se había cruzado y había compartido espacio y tiempo le tomara por tonto. Precisamente porque no lo era, era muy consciente de que tenía cara de tonto. Lo que en realidad le molestaba de conducir era que no podía estar atento a los whatsapp que le mandaba su mujer Sara. Adoraba a esa hembra morena de carnes llenas de curvas a la que había conocido en el último año de carrera, a la que tardó bastante en conquistar, pero con la que después no tardó en casarse. Y se sentía absurdamente culpable cuando no le contestaba de inmediato a los mensajes que ella le enviaba contándole cómo le estaba yendo su día y pidiéndole minuto y resultado de sus jornadas combatiendo el crimen. Especialmente en los últimos tiempos se venía sintiendo cada vez más culpable de no responderle con prontitud, después del ascenso y traslado desde Madrid a su nuevo destino al que la había arrastrado de muy mala gana. Aquella cuestión, el cambio de trabajo, de ciudad y de casa, casi le había costado el divorcio y quizá la razón final, aunque no se lo quisiera reconocer, para que ella accediera a dejar la capital es que no trabajaba y dependía económicamente de él.

Como se temía, mientras conducía comenzaron a llegar whatsapp de Sara que hicieron vibrar a intervalos su móvil durante varios minutos, provocándole momentos de despiste y un “Soto, me cago en tu padre” que soltó Santamarta cuando casi se saltó un semáforo en rojo.

En cuanto llegaron, aparcó el coche en la zona cercana a la playa donde tenía su casa la víctima, una acumulación caótica de ladrillo y hormigón heredera del desarrollismo más inconsciente de la época franquista. El día había amanecía con exceso de humedad y sal en el ambiente, el cielo estaba gris y con nubes bajas que parecían la panza de una burra parturienta, añadiendo un peso extra en los hombros de todos los habitantes de la ciudad. Santamarta miró con un deje irónico a su subordinado mientras rodeaba el coche y se colocaba bien la camisa por los pantalones, gesto en el que le gustaba adornarse para demostrar que no tenía tripa, sino un envidiado vientre liso.

El subinspector sacó el móvil del bolsillo sin disimular su ansiedad y abrió la aplicación de whatsapp.

—¿Tan urgente es, primaveras?

—Es mi mujer.

—¿Se ha muerto alguien para andar con tanta prisa?

—Eh… no, es para contarnos cómo nos va el día.

—No me jodas, Soto, ¿en serio?

—Mira, se llama Sara. Es mi vida —le dijo, enseñándole una foto que llevaba en el móvil, una foto de esas de estudio fotográfico de tercera, cutre hasta la guasa, con una pose sensual y unos labios provocadoramente húmedos.

El inspector miró a su nuevo compañero y tuvo algo parecido a una revelación, uno de esos ramalazos de intuición que le habían salvado la vida más de una vez en su vida de policía. A continuación, le dominó un pasajero sentimiento de lástima.

—Soto… ¿tú ahora mismo qué querrías, la verdad o ser feliz?

—Vaya pregunta, no sé qué contestar.

—Te aviso de que las dos cosas no pueden ser.

—¿Es por el caso?

—No, atontao, te hablo de tu mujer.

—Pues de mi mujer no me vas a hablar. Eso no se toca, inspector. Yo te respeto y te voy a aguantar casi cualquier cosa. Estoy seguro de que haremos un buen equipo, pero a mi mujer me la dejas tranquila.

—Entendido. Eres más primaveras que Vivaldi. Quieres ser feliz. Que te dure mucho. Venga… vamos a la cafetería.

—¿No íbamos a hablar con los vecinos de la mujer asesinada?

—Después. Vamos antes a la cafetería. Lo primero, porque tengo la garganta seca y me estoy dando cuenta de que con la garganta seca te soporto entre muy mal y de puta pena. Segundo, porque por un bar o una cafetería pasa todo dios y allí uno se entera de más cosas que en cualquier informe. Y tercero, Soto, porque lo digo yo, ¿queda claro?

—Cristalino, inspector —contestó Soto, que no pudo las ganas de preguntarle—: ¿Otro coñac? 

Santamarta paró en seco y le miró fijamente, muy serio. Después enseñó los dientes un poco y le sonrió de una forma fría para decirle:

—¿Ves que bien? Soy de lujos humildes, tengo alma de pobre. Venga, andando. Y como te vea con el móvil en la próxima media hora te lo meto por el culo, que igual hasta te gusta.

Entraron a la cafetería y Santamarta se pidió un coñac ante la cara de sorpresa de Soto que, sin embargo, no se atrevió a hacer ningún comentario. El inspector se tomó un buen rato en beber paladeando la bebida mientras Soto le observaba con nerviosismo creciente, impaciente por empezar a preguntar a los parroquianos de la cafetería por la mujer fallecida. Para tratar de entretenerse, sacó y abrió el portafolios, releyendo el informe de la inspección ocular. Se le puso ese brillo inteligente en el fondo de los ojos mientras repasaba: “Al llegar al lugar de los hechos se comprueba que el cadáver se encuentra en el dormitorio, en el interior de la cama, en posición de cúbito supino, cubierto hasta el pecho por las sábanas y la manta, perfectamente dobladas y sin signos de forcejeo ni violencia. El cuerpo tampoco muestra signos de violencia, salvo por la inflamación en los genitales y en el ano. No se encuentran huellas dactilares ajenas a la mujer en ningún lugar de la casa, ni restos de ningún otro tipo, ni indicios de la presencia de otra persona en el lugar de los hechos. Se hallan unos pocos cabellos de la mujer en la almohada, muy cerca de su cabeza. Por el tipo de corte, parecen haber sido cortados con algún elemento afilado y en ningún caso arrancados o desprendidos de forma natural”.

El inspector miraba de nuevo a Soto con detenimiento. La parecía increíble que este compañero con el que había comenzado a trabajar hoy no bebiera ni una gota de alcohol. “Una puta Coca-Cola se ha pedido el cantamañanas este, y encima de esas Coca-Colas de mierda que son Zero”, penaba mientras le observaba repasando los informes que había sacado de su bandolera.

—No eres precisamente muy hablador, ¿no?

—Inspector, repasaba el informe de la inspección ocular. No me cuadra lo que leo.

—¿Por qué?

—La posición de la mujer en la cama, que las sábanas y las mantas estuvieran tan bien colocadas.

—Un asesino muy ordenadito, eso está claro.

—Yo aquí veo una firma.

—Yo aquí lo que veo es un novato que ha visto muchas películas americanas. Venga, voy a hablar un poco con los camareros y tú intenta sacar algo en claro hablando con los clientes. Ahí tienes un grupito de chochitos que ha dejado a los críos en el colegio hace media hora, aprovecha para acercarte a las mamis y diles cositas ricas. Y guarda eso de una vez, que vas a acabar por creerte tus propias fantasías.

El subinspector parpadeó unos segundos, asumiendo lo que acababa de oír. Santamarta se dirigió a los camareros con aires de película de vaqueros tras apurar lo que le quedaba de coñac y Soto guardó el informe ocular. Pero antes de hablar con los mujeres, apuntó en su cuaderno: “Posición antinatural? del cuerpo, restos de pelo cortado en la almohada. ¿Firma y trofeo?”.

Preguntaron ambos en la cafetería por la muerta y sacaron pocas cosas en claro, al menos, pocas cosas fuera de lo esperado. Había sido una mujer como tantas otras, viuda desde hacía cinco años, con una hija casada que le había dado dos nietos y que vivía en Pradoluengo, desde que se casó a principios de los años noventa con un hombre de allí. También tenía la fallecida otro hijo, un marino mercante que estaba a punto de jubilarse, solterón y algo homosexual según algún testimonio, aunque Soto pensó que homosexual se es o no se es, no se es algo o un poco. Este hijo venía a visitarla y a pasar pequeñas temporadas con ella cuando no estaba embarcado. La mujer asesinada se había negado a irse a vivir con su hija, tal y como ella le propuso al quedarse viuda, así que la víctima de este caso, como tantas otras mujeres mayores, vivía solitariamente salvo cuando la visitaba su hijo. El marido había trabajado de pica en la Renfe y le había dejado una pensión digna con la que la mujer lograba vivir con bastante decoro.

—No creo que tuviera enemigos —dijo Soto cuando se reencontraron para salir de la cafetería y dirigirse al bloque de pisos en el que había vivido la asesinada.

—No sé qué te han enseñado en la universidad, chaval, pero tener un enemigo es casi tan normal como respirar. Otra cosa es que lo tengamos y ni nos enteremos. Pero estar, están, los muy cabrones. Y la vieja los tendría también, seguro. Alguna a la que le quitó el novio cuando era una chavala, alguna prima envidiosa de lo bien que le había ido en la vida o, vete tú a saber, alguien que quería comprarse su piso… vete tú a saber.

—Pues igual es que has visto muchas películas españolas.

El inspector soltó una sincera carcajada.

—¡Hombre! Por una vez al ataque, muy bien, hombre —le dijo agarrándole por el hombro y meneándole como si fuera un sonajero, haciendo temblar todo el cuerpo a un alucinado Soto.

—¡Inspector! —protestó al final.

Santamarta se rio con ganas y le dijo con displicencia:

—Venga, venga… que te dejo hacer el interrogatorio a los vecinos y cuando esté en la próxima fiesta con maricas recién duchadas con ganas de jarana te llamo para que te sumes.

Santamarta empezaba a disfrutar de las pullas que le dirigía a su subinspector y su humor mejoró al pensar en que podría vomitar toda su frustración en él con las frases más ocurrentes, porque parecía encajar bien y porque estaba seguro de no le buscaría las cosquillas con ninguna denuncia por vía disciplinaria.

A Soto, la posibilidad de dirigir él las preguntas le entusiasmó y dio por buenas las andanadas del inspector.

El bloque de cinco plantas sin ascensor era una estructura de hormigón con sesenta años de historia sobre sus vigas, construida a toda prisa como otra docena de bloques gemelos en los alrededores, para dar solución a la llegada de población obrera procedente de varias zonas del centro y del sur de España, deseosa y necesitada de los empleos que la industria pesada estaba empezando a demandar en aquella ciudad, los astilleros de la costa y el carbón un poco más hacia el interior.

Preguntó Soto a varios vecinos por la mujer, siguiendo los protocolos que tan bien se sabía, ante la mirada divertida de Santamarta que se aguantaba las ganas de recomendarle una pizca de improvisación, algo más de mordida en lugar de tanto formulario enlatado.

Sin haber logrado ninguna información relevante, se dirigieron al fin al tercero, jadeando el subinspector tras tanta escalera ante la mirada reprobadora de Santamarta. Tras despegar el precinto judicial del marco de la puerta, abrieron el piso con la llave que habían cogido en comisaría para revisar todo el interior con detalle. Era una especie de museo humilde, una oda casposa y algo patética a una familia que había desaparecido y a un tiempo que había sido devorado por el calendario. Fotos de los dos hijos con el color amarillento que produce el paso de los años, recuerdos de dudoso gusto de algunas vacaciones familiares en lugares de la costa mediterránea propios de gente trabajadora con recursos justos, una enciclopedia que en su momento tuvo que ser la envidia del vecindario, una vieja tele, una vieja radio y un sofá ajado con una toquilla de vivos colores que habría tricotado la propia víctima. Y la foto de la boda de la hija, que se marchó tan pronto para casarse que todos pensaron que se había quedado embarazada.

Soto, recuperado de las escaleras, miraba como si pudiera exprimir los objetos, tratando de sacar conclusiones, de reconstruir la vida de la fallecida según lo que había aprendido en sus estudios de criminología. Observaba la escena del crimen con método, esperanzado en descubrir algún detalle que fuera clave en la comprensión de aquel asesinato con doble violación posterior.

Santamarta estaba en la habitación de la mujer, donde habían encontrado el cuerpo. Algo le decía que allí tenía que estar lo que le ayudara a resolver el crimen. Se dejaba llevar por el instinto, sin fijarse en nada en concreto, tratando de encontrar algo extraño, el elemento distorsionador en la escena que permitiera levantar la tapa y pillar por sorpresa al asesino. Casi olisqueando, se balanceaba en el centro de la habitación como un místico buscando el trance. En ese momento vio en la almohada, en la zona central, un pequeño corte. Se acercó y lo miró con curiosidad.

—Soto… ven a ver esto.

El subinspector entro en el dormitorio y observo lo que le señalaba Santamarta con el dedo.

—En la inspección ocular señala que habían encontrado algunos cabellos cortados con navaja, cuchillo o tijeras.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—No sé, inspector, tampoco me has dado tú mucha oportunidad.

—Ahora la culpa será mía, no te jode.

—Bueno… igual el corte en la almohada ha sido producido con el mismo instrumento usado para cortar el mechón de pelo de la mujer —dijo sacando el informe de inspección ocular y señalándole el reportaje fotográfico de situación del cuerpo.

—¿Los pelos eran de ella?

—Sí, eso está confirmado.

—¿El puto tarado le ha cortado un mechón de pelo después de matarla y violarla? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Es solo una idea. Igual se desequilibró un poco al ir a cortarle el mechón o calculó mal. Por eso pudo hacer de forma involuntaria el corte en la almohada.

—Espera —dijo Santamarta poniéndose un guante y metiendo el dedo en el corte—. Pues sí, chaval, aquí está, mira… más pelos de vieja.

1/1/22

Capítulo 2 (Novela 'Julio y las viejas')

El inspector Julio Santamarta tenía un lunes de perros. Y eso era ya mucho decir en un hombre de natural rabioso, inclinado a levantar la voz con facilidad, generoso en los esputos cuando perdía las formas y gritaba al acercarse a la cara de quien tuviera enfrente, muy dado a los chascarrillos de escatología sexual.

Bajó de su casa, donde habían quedado su mujer y sus dos hijos, un chaval de diecisiete años y otra de quince, aliviados como casi siempre que marchaba camino de la comisaría. Se acercó al coche con su mala hostia de serie multiplicada con la última novedad. Porque, tras la jubilación de Menéndez, le habían empaquetado como compañero a un desconocido recién llegado de Madrid y, por si fuera poco, también recién ascendido a subinspector. Unas semanas antes, al enterarse de esta jugada decidida en algún despacho que él hubiera rociado con gasolina y hecho arder a conciencia, se había ido a hablar a la desesperada con el comisario Ventura. Con la puerta cerrada, en la confianza de que nadie les escuchaba, le había hablado con tono impostado y lastimero:

—Ventura, en serio, no me podéis hacer esto. No me queda nada para jubilarme, no me pongáis a hacer de niñera.

Ramón Ventura había mirado con paciencia al hombre que tenía antes sí. Julio Santamarta era de carnes escasas, abundante pelo canoso peinado con raya clásica a un lado, mirada fina de ojos negros y un aire indefinido de viejo galán de tiempos del estraperlo. Los pómulos, hundidos hasta el extremo de que bajo la piel solo había hueso, eran una especie de registro notarial de los infiernos que acumulaba en su vida. Pese a todo, en la blanquísima dentadura, cuando sonreía, todavía aparecía el hombre que fue, desafiante siempre con su media sonrisa.

—Santamarta, sabes de sobra cómo funciona esto.

—Que no puedo ponerme a cuidar a nadie, que estoy muy mayor, no me jodas.

—Julio, te lo comes —le había insistido el comisario, con un tono que casi había sido cariñoso pese a la firmeza, por el respeto y la confianza que tenía con su subordinado. Santamarta, con esa misma confianza y envalentonado porque en el fondo sabía que no iba a lograr nada de aquella conversación, se había recolocado en la silla, echado un poco el cuerpo hacia adelante y, arrastrando las palabras, le había dicho:

—Ventura, tiene cojones, a estas alturas hacer de niñera de un cantamañanas que se pensará que las cosas importantes se aprenden en los libros, que se sabrá los jodidos protocolos al dedillo y que me vendrá con chorradas legales. Que si Master en Análisis y Prevención del Crimen, que si Master en Perfiles Criminales… un primaveras tocapelotas.

El comisario no había podido evitar una sonrisa fugaz. Se había recompuesto después, le había mirado fijamente y le había cortado:

—Inspector, si no tiene más asuntos que tratar, circule, que ya se nos está haciendo tarde. Santamarta se había levantado de la silla y conforme se daba media vuelta e iba saliendo del despacho iba murmurando: “Putos cabrones, a este le voy a hacer la vida imposible, empiezo y no me paráis ni con camisa de fuerza, no me lo vais a quitar, se va a tener que marchar él. Este es de pincel, pero no sabe que yo soy de brocha gorda, va a parpadear y ya voy a estar dentro de él metiéndosela por detrás”.

—Inspector —le había llamado el comisario antes de que saliera.

—¿Qué?

—Que ya le está esperando.

—No me jodas.

—Ahí fuera le tienes.

—¿Él?

—Daniel Soto.

—Cago en todo ya. ¿Y qué hace aquí?

—Es buen chaval, se ha venido antes para presentarse y que os conozcáis.

—Venga, hombre… y querrá que le frote los pezones hasta que salgan chispas para darle la bienvenida —había comentado con un además desesperado.

—Esas cositas de maricas son cosa vuestra —había zanjado el comisario, bajando la mirada y prestando atención a los papeles que tenía encima de la mesa.

Santamarta había salido al fin del despacho del comisario ventura y se había acercado a donde le estaba esperando, en perfecto estado de revista, el subinspector Daniel Soto, el que iba a ser desde ese día su compañero.

—¿Qué cojones haces con corbata, vas a pedir algún crédito al banco? —le había preguntado a modo de saludo y como quien vomita.

—Eh… no, no inspector Santamarta. Soy Daniel Soto.

—Sé de sobra quién eres.

—Bueno, no sé, la corbata me parecía una buena forma de presentarme ante usted.

—Yo de usted le trataba a mi abuelo y se murió. A mí de tú, ¿estamos?

—Sí.

—Bueno… dices que te parecía que era una buena idea.

—Sí, me lo parecía.

—Escucha, Danielito… eres un primaveras y cuanto antes lo sepas mejor. Porque lo eres, un primaveras, y yo no voy a hacerte de niñera, ¿estamos?

—Pero si yo no…

—Que me da igual, que lo único que tienes que saber es que aquí el que dice cuándo una idea es buena o mala soy yo.

—Con el debido respeto, creo se está usted extralimitando.

—Sí, está bien que me tengas el debido respeto y el otro, el no debido, el que le debes a mis cojones. ¿Te tengo que mear los zapatos para que huelas a policía?

—No… no.

—Pues ale, no te quiero ver el pelo hasta que te toque empezar.

Llegó el lunes en que Soto empezaba a trabajar y el humor de Santamarta no había mejorado. El inspector se dirigió a su viejo coche tras salir de su casa y, en el aparcamiento, antes de meter la llave echó un vistazo disimulado a los alrededores y, tras comprobar que no había nadie, se agachó y revisó de forma rápida y profesional los bajos, hábito que no había perdido desde los años de sangre y plomo en sus tiempos de la Brigada de Información en la comisaría de Irún.

Después metió la llave en la cerradura de la puerta del conductor y la giró sin que el mecanismo funcionara. Lo intentó, nervioso, en tres ocasiones más. La ira le fue creciendo desde el ombligo hasta la garganta como una bola eléctrica de bilis, lo que motivó un “cagoendios” que sonó a trueno podrido. Además, pegó dos puñetazos con el lateral de la mano rabiosa muy cerca de la cerradura, lo que provocó que, al fin, se abriera.

Se sentó al volante bufando y sudoroso, con ganas de llegar pronto a donde Lola a despacharse un buen sol y sombra, como solo sabía preparar la dueña de ese bar junto a la comisaría en el que era un habitual antes de cada comienzo de turno. Era Lola una mujer de gestos alegres y cara triste, lo más parecido a una verdadera amiga que tenía el inspector, seguramente porque ella le sabía escuchar y casi nunca le había llevado la contraria. Se conocieron cuando él llegó hace quince años, trasladado después de un asunto no muy claro por la detención de un terrorista y un expediente disciplinario que le dejó un año apartado del servicio, un año en el que tuvo que buscarse la vida en actividades que casaban mal con el Código Penal, pero a las que se acomodó para pagar el alquiler y dar de comer a su familia. El expediente no era conocido por casi nadie y en él figuraba el apellido Santamarta y una acusación por torturas.

El inspector se hizo pronto a su nuevo destino en esta ciudad del norte de España, como esos perros callejeros capaces de sobrevivir en cualquier entorno aunque nadie les quiera. Vino al principio solo, porque su mujer acababa de dar a luz a su hija Laura, la segunda después de Mario, su primer hijo que llevaba algo más de dos años en el mundo. En aquellas semanas solitarias conoció a Lola y su bar, y también probó la cama de Mamen, que le hizo buenas ofertas las primeras veces haciéndole buenos descuentos en su tarifa habitual y, con el tiempo, casi enamorada de él, cada viernes le aliviaba la entrepierna sin cobrarle y le conseguía sus gramos de coca semanales a un precio casi siempre muy razonable.

—Lola, prenda, ¿te puedes creer? A mi edad me toca hacer de niñera.

—Aquí tienes —le dijo la dueña del bar poniéndole sin que él hubiera tenido que pedirla su copa de anís y coñac, junto al café solo que él endulzaba solo con la mitad justa de un azucarillo—. ¿Qué es eso de que tienes que hacer de niñera… ha venido ya tu nuevo compañero?

—Sí, hoy. Bueno, aún no le he visto esta mañana. Pero, vamos… este está allí como un clavo desde hace por lo menos una hora. Me cago en la leche, Lola, que no tengo edad ni ganas para ponerme a enseñar el oficio a nadie. Que los malos saben mucho, que están ahí fuera y no descansan. El tiempo que yo pase enseñando al chaval, tiempo que tienen ellos para ponerse las botas sin que les echemos la mano encima.

—Ya será para menos…

—Que sí, coño, que sí —le dijo levantando ligera e inconscientemente la mano derecha.

—Bueno, pues que aprenda con el mejor, ¿no?, con el inspector Santamarta.

—Lola, no tengo los cojones para bromas ahora mismo.

—Ya veo. Sí que tienes el día hoy cruzado. Venga, apriétate ya el café y la copa a ver si así te mejora la mala hostia.

—Será lo mejor —contestó bebiendo su sol y sombra y su café, para añadir después—: Lola…

—Dime.

—Me pones más burro que un recién casado.

—¿Ves como se te iba a poner mejor humor después de tomarte lo que te he puesto?

—Vamos a la parte de atrás —le dijo con una sonrisa irónica de niño travieso.

—Julio, algún día te voy a decir que sí y no vas a saber ni qué contestar —contestó ella riéndose confiada.

—Eso es verdad. Venga, reina, aquí te dejo —añadió echando unas monedas sobre el mostrador antes de marcharse. El inspector echó un eructo lo más silenciosamente que pudo al entrar en la comisaría y se fue hacia la zona de trabajo donde tenía su mesa. En la de al lado, que Soto ya había hecho suya, el subinspector le esperaba igual de preparado, igual de predispuesto que la vez anterior, pero sin corbata.

—Venga, vamos al lío, que no quiero perder más tiempo en conversaciones —le dijo—. Te has quitado la corbata. Menos mal que algo de sangre tienes, aunque no demasiada. Menos da una piedra. Haz caso a lo que te diga y nos irá bien. No me jodas y no te joderé. Y te conviene que no te joda, porque yo jodo muy bien, para lo bueno y para lo malo. ¿Qué tenemos hoy, chaval?

El subinspector tardó unos segundos en reaccionar. Santamarta le dedicó lo más parecido a una sonrisa que tenía en su catálogo de gestos, lo que dejó aun más descolocado a Soto, al que hasta se le pasó por la cabeza que aquello fuera una cámara oculta, una novatada o alguna cosa similar. Finalmente se animó a contestar:

—La mujer de 73 años que encontraron el viernes muerta en su casa.

—Se escapó hace unos años del coronavirus la vieja, pero le llegó su hora. Una pensión menos, mira tú que suerte. ¿Qué pasa, hay caso…?

—Agresión sexual postmorten.

—¿A la vieja?

—Sí.

—No habían dicho que era una infección de orina lo que le había puesto el asunto de aquella manera. Chochito viejo con infección y tal y tal.

—Pues no. Aquí tengo una copia de la autopsia.

—Hay que estar muy desesperado o muy enfermo. Un chocho de 73 años, hay que tener estómago. A ver… dame la copia de la autopsia. ¿Cómo la has conseguido tan temprano?

—Pidiéndola por favor.

—¿Pretende ser una broma?

—No, ¿por qué?

—Madre mía, qué paciencia me va a hacer falta contigo, Soto.

—A ver, dame… mierda, no tengo las gafas de cerca. Lee tú, venga.

—Aspecto general del cadáver. El cadáver aparece completamente desnudo sobre la mesa de autopsias, en posición de cúbito supino.

—Soto.

—Dígame, inspector. Perdón, dime, inspector.

—¿No tendrás los santos huevos de leerme la autopsia completa?

—Para que no se nos escape ningún detalle, ¿no? Cuatro orejas escuchan mejor que dos.

—Pero qué habré hecho yo para merecer esto… Venga, léeme lo importante, que por lo que ya te conozco, seguro que te la has empollado.

—Me la he leído un par de veces antes de que viniera… perdón, de que vineras.

—Como me vuelvas a tratar de usted te comes una hostia. Y ya sabes, nos morimos los dos.

—¿Perdón?

—¿Tampoco te sabes esta?

—¿Cuál?

—Joder… la de que tú te mueres del golpe y yo de la onda expansiva.

—Entendido.

—Madre mía, debes de estar por debajo del mono en la pirámide animal.

—Inspector, me falta al respeto… —interpeló Soto, crecientemente nervioso.

—Buff… sí, lo que tú digas. Venga, dime qué le ha pasado a esta dichosa señora.

—A ver… —contestó el subinspector, recomponiéndose—. Autopsia del periné, examen externo, se aprecia dilatación del orificio anal, que presenta un diámetro aproximado de dos centímetros.

—Le ha petado el culo a la vieja.

—Lesión en el orificio anal, en la zona cutánea que le rodea y en los primeros tramos de la mucosa rectal.

—Hostia, Soto, que no te recrees, coño, que me ha quedado claro.

—Vale. En la región genital, se aprecian lesiones macroscópicas a nivel de labios mayores o menores.

—Por delante y por detrás, tris tras. Pero qué jodido depravado ha podido hacer esto. Puto tarado follaviejas.

—No aparecen restos de semen.

—Mierda, el tío no es tan tonto como parecía. Perturbadillo cabrón, pero no tonto.

—Sobre las causas de la muerte, asfixia mecánica. Y por la ausencia de hematomas o de restos de piel o pelo en las uñas de la mujer, parece claro que la penetración se produjo después del asesinato.

—Joder…

—Y en la casa no había señales de violencia tampoco. Tuvo que entrar con la confianza y el visto bueno de la señora —añadió Soto, que quedó un instante callado, con la mirada perdida por las líneas del informe, ensimismado, como si una tormenta de ideas se hubiera desatado entre los pliegues más profundos de sus meninges.

Santamarta le observaba sin disimulo y sin poder evitar cierto gesto de superioridad paternalista. Era Soto un hombre de altura mediana, un poco gibado, delgado y de hombros estrechos, labios abultados y pelo rubio oscuro, lo que unido a unos ojos pequeños, le daba la sensación de bazar chino, de un hombre mezcla de mil perfiles físicos mezclados al azar en un puzle inacabado. Su único rasgo destacable era un brillo inteligente en el fondo de sus ojos cuando se concentraba en algún caso. Y eso estaba ocurriendo en aquel momento.

—Soto, vuelve… Vamos para el barrio de la vieja a hacer algunas preguntas a los vecinos.

—Sí, inspector, vamos.

Guardó después cuidadosamente la copia de la autopsia en una carpeta y la dejó en el primer cajón de su recién estrenada mesa. Había hecho fotocopia de toda la documentación que había obtenido del caso y la guardó doblada por la mitad en un pequeño portafolios que metió en la bandolera que siempre llevaba encima cuando estaba de servicio.

Después sacó una libretita que tenía en el bolsillo interior de la americana marrón oscura que vestía y escribió: “2 de marzo, mujer de 73 años, agresión sexual postmorten (anal y vaginalmente), muerte por estrangulación. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué?”.

—¡Soto, cojones, vamos! —gritó el inspector desde la zona de atención al público de la comisaría.

El subinspector añadió en la libretita: “1er caso con Santamarta. Buen policía, horrible persona”. Y salió corriendo tras su superior, que en la calle ya se acercaba al vehículo policial camuflado.

—Conduces tú, chaval —le dijo lanzándole las llaves.

Montaron ambos en el ‘K’ y se dirigieron al barrio donde dos días antes había sido violada y asesinada una mujer de 73 años. En realidad, al revés, asesinada y violada.