2/1/22

Capítulo 3 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto no se encontraba cómodo conduciendo. No es que le importara demasiado hacer de chófer ni el trato que le estaba dando el inspector. Había sido una constante en su vida que la mayoría de la gente con la que se había cruzado y había compartido espacio y tiempo le tomara por tonto. Precisamente porque no lo era, era muy consciente de que tenía cara de tonto. Lo que en realidad le molestaba de conducir era que no podía estar atento a los whatsapp que le mandaba su mujer Sara. Adoraba a esa hembra morena de carnes llenas de curvas a la que había conocido en el último año de carrera, a la que tardó bastante en conquistar, pero con la que después no tardó en casarse. Y se sentía absurdamente culpable cuando no le contestaba de inmediato a los mensajes que ella le enviaba contándole cómo le estaba yendo su día y pidiéndole minuto y resultado de sus jornadas combatiendo el crimen. Especialmente en los últimos tiempos se venía sintiendo cada vez más culpable de no responderle con prontitud, después del ascenso y traslado desde Madrid a su nuevo destino al que la había arrastrado de muy mala gana. Aquella cuestión, el cambio de trabajo, de ciudad y de casa, casi le había costado el divorcio y quizá la razón final, aunque no se lo quisiera reconocer, para que ella accediera a dejar la capital es que no trabajaba y dependía económicamente de él.

Como se temía, mientras conducía comenzaron a llegar whatsapp de Sara que hicieron vibrar a intervalos su móvil durante varios minutos, provocándole momentos de despiste y un “Soto, me cago en tu padre” que soltó Santamarta cuando casi se saltó un semáforo en rojo.

En cuanto llegaron, aparcó el coche en la zona cercana a la playa donde tenía su casa la víctima, una acumulación caótica de ladrillo y hormigón heredera del desarrollismo más inconsciente de la época franquista. El día había amanecía con exceso de humedad y sal en el ambiente, el cielo estaba gris y con nubes bajas que parecían la panza de una burra parturienta, añadiendo un peso extra en los hombros de todos los habitantes de la ciudad. Santamarta miró con un deje irónico a su subordinado mientras rodeaba el coche y se colocaba bien la camisa por los pantalones, gesto en el que le gustaba adornarse para demostrar que no tenía tripa, sino un envidiado vientre liso.

El subinspector sacó el móvil del bolsillo sin disimular su ansiedad y abrió la aplicación de whatsapp.

—¿Tan urgente es, primaveras?

—Es mi mujer.

—¿Se ha muerto alguien para andar con tanta prisa?

—Eh… no, es para contarnos cómo nos va el día.

—No me jodas, Soto, ¿en serio?

—Mira, se llama Sara. Es mi vida —le dijo, enseñándole una foto que llevaba en el móvil, una foto de esas de estudio fotográfico de tercera, cutre hasta la guasa, con una pose sensual y unos labios provocadoramente húmedos.

El inspector miró a su nuevo compañero y tuvo algo parecido a una revelación, uno de esos ramalazos de intuición que le habían salvado la vida más de una vez en su vida de policía. A continuación, le dominó un pasajero sentimiento de lástima.

—Soto… ¿tú ahora mismo qué querrías, la verdad o ser feliz?

—Vaya pregunta, no sé qué contestar.

—Te aviso de que las dos cosas no pueden ser.

—¿Es por el caso?

—No, atontao, te hablo de tu mujer.

—Pues de mi mujer no me vas a hablar. Eso no se toca, inspector. Yo te respeto y te voy a aguantar casi cualquier cosa. Estoy seguro de que haremos un buen equipo, pero a mi mujer me la dejas tranquila.

—Entendido. Eres más primaveras que Vivaldi. Quieres ser feliz. Que te dure mucho. Venga… vamos a la cafetería.

—¿No íbamos a hablar con los vecinos de la mujer asesinada?

—Después. Vamos antes a la cafetería. Lo primero, porque tengo la garganta seca y me estoy dando cuenta de que con la garganta seca te soporto entre muy mal y de puta pena. Segundo, porque por un bar o una cafetería pasa todo dios y allí uno se entera de más cosas que en cualquier informe. Y tercero, Soto, porque lo digo yo, ¿queda claro?

—Cristalino, inspector —contestó Soto, que no pudo las ganas de preguntarle—: ¿Otro coñac? 

Santamarta paró en seco y le miró fijamente, muy serio. Después enseñó los dientes un poco y le sonrió de una forma fría para decirle:

—¿Ves que bien? Soy de lujos humildes, tengo alma de pobre. Venga, andando. Y como te vea con el móvil en la próxima media hora te lo meto por el culo, que igual hasta te gusta.

Entraron a la cafetería y Santamarta se pidió un coñac ante la cara de sorpresa de Soto que, sin embargo, no se atrevió a hacer ningún comentario. El inspector se tomó un buen rato en beber paladeando la bebida mientras Soto le observaba con nerviosismo creciente, impaciente por empezar a preguntar a los parroquianos de la cafetería por la mujer fallecida. Para tratar de entretenerse, sacó y abrió el portafolios, releyendo el informe de la inspección ocular. Se le puso ese brillo inteligente en el fondo de los ojos mientras repasaba: “Al llegar al lugar de los hechos se comprueba que el cadáver se encuentra en el dormitorio, en el interior de la cama, en posición de cúbito supino, cubierto hasta el pecho por las sábanas y la manta, perfectamente dobladas y sin signos de forcejeo ni violencia. El cuerpo tampoco muestra signos de violencia, salvo por la inflamación en los genitales y en el ano. No se encuentran huellas dactilares ajenas a la mujer en ningún lugar de la casa, ni restos de ningún otro tipo, ni indicios de la presencia de otra persona en el lugar de los hechos. Se hallan unos pocos cabellos de la mujer en la almohada, muy cerca de su cabeza. Por el tipo de corte, parecen haber sido cortados con algún elemento afilado y en ningún caso arrancados o desprendidos de forma natural”.

El inspector miraba de nuevo a Soto con detenimiento. La parecía increíble que este compañero con el que había comenzado a trabajar hoy no bebiera ni una gota de alcohol. “Una puta Coca-Cola se ha pedido el cantamañanas este, y encima de esas Coca-Colas de mierda que son Zero”, penaba mientras le observaba repasando los informes que había sacado de su bandolera.

—No eres precisamente muy hablador, ¿no?

—Inspector, repasaba el informe de la inspección ocular. No me cuadra lo que leo.

—¿Por qué?

—La posición de la mujer en la cama, que las sábanas y las mantas estuvieran tan bien colocadas.

—Un asesino muy ordenadito, eso está claro.

—Yo aquí veo una firma.

—Yo aquí lo que veo es un novato que ha visto muchas películas americanas. Venga, voy a hablar un poco con los camareros y tú intenta sacar algo en claro hablando con los clientes. Ahí tienes un grupito de chochitos que ha dejado a los críos en el colegio hace media hora, aprovecha para acercarte a las mamis y diles cositas ricas. Y guarda eso de una vez, que vas a acabar por creerte tus propias fantasías.

El subinspector parpadeó unos segundos, asumiendo lo que acababa de oír. Santamarta se dirigió a los camareros con aires de película de vaqueros tras apurar lo que le quedaba de coñac y Soto guardó el informe ocular. Pero antes de hablar con los mujeres, apuntó en su cuaderno: “Posición antinatural? del cuerpo, restos de pelo cortado en la almohada. ¿Firma y trofeo?”.

Preguntaron ambos en la cafetería por la muerta y sacaron pocas cosas en claro, al menos, pocas cosas fuera de lo esperado. Había sido una mujer como tantas otras, viuda desde hacía cinco años, con una hija casada que le había dado dos nietos y que vivía en Pradoluengo, desde que se casó a principios de los años noventa con un hombre de allí. También tenía la fallecida otro hijo, un marino mercante que estaba a punto de jubilarse, solterón y algo homosexual según algún testimonio, aunque Soto pensó que homosexual se es o no se es, no se es algo o un poco. Este hijo venía a visitarla y a pasar pequeñas temporadas con ella cuando no estaba embarcado. La mujer asesinada se había negado a irse a vivir con su hija, tal y como ella le propuso al quedarse viuda, así que la víctima de este caso, como tantas otras mujeres mayores, vivía solitariamente salvo cuando la visitaba su hijo. El marido había trabajado de pica en la Renfe y le había dejado una pensión digna con la que la mujer lograba vivir con bastante decoro.

—No creo que tuviera enemigos —dijo Soto cuando se reencontraron para salir de la cafetería y dirigirse al bloque de pisos en el que había vivido la asesinada.

—No sé qué te han enseñado en la universidad, chaval, pero tener un enemigo es casi tan normal como respirar. Otra cosa es que lo tengamos y ni nos enteremos. Pero estar, están, los muy cabrones. Y la vieja los tendría también, seguro. Alguna a la que le quitó el novio cuando era una chavala, alguna prima envidiosa de lo bien que le había ido en la vida o, vete tú a saber, alguien que quería comprarse su piso… vete tú a saber.

—Pues igual es que has visto muchas películas españolas.

El inspector soltó una sincera carcajada.

—¡Hombre! Por una vez al ataque, muy bien, hombre —le dijo agarrándole por el hombro y meneándole como si fuera un sonajero, haciendo temblar todo el cuerpo a un alucinado Soto.

—¡Inspector! —protestó al final.

Santamarta se rio con ganas y le dijo con displicencia:

—Venga, venga… que te dejo hacer el interrogatorio a los vecinos y cuando esté en la próxima fiesta con maricas recién duchadas con ganas de jarana te llamo para que te sumes.

Santamarta empezaba a disfrutar de las pullas que le dirigía a su subinspector y su humor mejoró al pensar en que podría vomitar toda su frustración en él con las frases más ocurrentes, porque parecía encajar bien y porque estaba seguro de no le buscaría las cosquillas con ninguna denuncia por vía disciplinaria.

A Soto, la posibilidad de dirigir él las preguntas le entusiasmó y dio por buenas las andanadas del inspector.

El bloque de cinco plantas sin ascensor era una estructura de hormigón con sesenta años de historia sobre sus vigas, construida a toda prisa como otra docena de bloques gemelos en los alrededores, para dar solución a la llegada de población obrera procedente de varias zonas del centro y del sur de España, deseosa y necesitada de los empleos que la industria pesada estaba empezando a demandar en aquella ciudad, los astilleros de la costa y el carbón un poco más hacia el interior.

Preguntó Soto a varios vecinos por la mujer, siguiendo los protocolos que tan bien se sabía, ante la mirada divertida de Santamarta que se aguantaba las ganas de recomendarle una pizca de improvisación, algo más de mordida en lugar de tanto formulario enlatado.

Sin haber logrado ninguna información relevante, se dirigieron al fin al tercero, jadeando el subinspector tras tanta escalera ante la mirada reprobadora de Santamarta. Tras despegar el precinto judicial del marco de la puerta, abrieron el piso con la llave que habían cogido en comisaría para revisar todo el interior con detalle. Era una especie de museo humilde, una oda casposa y algo patética a una familia que había desaparecido y a un tiempo que había sido devorado por el calendario. Fotos de los dos hijos con el color amarillento que produce el paso de los años, recuerdos de dudoso gusto de algunas vacaciones familiares en lugares de la costa mediterránea propios de gente trabajadora con recursos justos, una enciclopedia que en su momento tuvo que ser la envidia del vecindario, una vieja tele, una vieja radio y un sofá ajado con una toquilla de vivos colores que habría tricotado la propia víctima. Y la foto de la boda de la hija, que se marchó tan pronto para casarse que todos pensaron que se había quedado embarazada.

Soto, recuperado de las escaleras, miraba como si pudiera exprimir los objetos, tratando de sacar conclusiones, de reconstruir la vida de la fallecida según lo que había aprendido en sus estudios de criminología. Observaba la escena del crimen con método, esperanzado en descubrir algún detalle que fuera clave en la comprensión de aquel asesinato con doble violación posterior.

Santamarta estaba en la habitación de la mujer, donde habían encontrado el cuerpo. Algo le decía que allí tenía que estar lo que le ayudara a resolver el crimen. Se dejaba llevar por el instinto, sin fijarse en nada en concreto, tratando de encontrar algo extraño, el elemento distorsionador en la escena que permitiera levantar la tapa y pillar por sorpresa al asesino. Casi olisqueando, se balanceaba en el centro de la habitación como un místico buscando el trance. En ese momento vio en la almohada, en la zona central, un pequeño corte. Se acercó y lo miró con curiosidad.

—Soto… ven a ver esto.

El subinspector entro en el dormitorio y observo lo que le señalaba Santamarta con el dedo.

—En la inspección ocular señala que habían encontrado algunos cabellos cortados con navaja, cuchillo o tijeras.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—No sé, inspector, tampoco me has dado tú mucha oportunidad.

—Ahora la culpa será mía, no te jode.

—Bueno… igual el corte en la almohada ha sido producido con el mismo instrumento usado para cortar el mechón de pelo de la mujer —dijo sacando el informe de inspección ocular y señalándole el reportaje fotográfico de situación del cuerpo.

—¿Los pelos eran de ella?

—Sí, eso está confirmado.

—¿El puto tarado le ha cortado un mechón de pelo después de matarla y violarla? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Es solo una idea. Igual se desequilibró un poco al ir a cortarle el mechón o calculó mal. Por eso pudo hacer de forma involuntaria el corte en la almohada.

—Espera —dijo Santamarta poniéndose un guante y metiendo el dedo en el corte—. Pues sí, chaval, aquí está, mira… más pelos de vieja.