24/1/22

Capítulo 6 (Novela 'Julio y las viejas')

Los chavales de la catequesis se estaban pegando un atracón de patatas al jamón, bizcocho de chocolate, Kas naranja y gominolas. Las clases de preparación para la primera comunión tenían más de merendolas que de estudiar la Biblia o repasar la vida de Jesús. En aquellas dependencias de la parroquia, normalmente silenciosas, surgía un griterío de chiquillos y fiesta cuando la mujer de Santamarta aparecía con los dulces y bebidas que anticipaban que ese día, otra vez, el asunto iba a ser más de cachondeo que de estudiar. El cura, Esteban, le echaba de vez en cuando cariñosamente la bronca a esta mujer que cada vez tenía más ojeras y menos sonrisa.

—Blanca, que algo tendrán que aprovechar los chavales el rato de catequesis, vamos, digo yo.

—Esteban, mírales, ¿no ves qué felices? Que relacionen venir a la Iglesia con pasar un buen rato y ya verás cómo mañana sacamos de aquí unos buenos creyentes.

Alberto, el sacristán, que siempre se ponía del lado de ella, más por hacer rabiar al cura que por otra cosa, solía añadir:

—No seas amargado, Esteban, que ella sabe muy bien lo que hace.

Y el cura acababa encogiéndose siempre de hombros, dejándoles a ellos entre sonrisas cómplices y encantados de observar a los chiquillos, entregados al jolgorio, las voces y las carcajadas. Alguna vez tuvo sospechas de que entre su catequista y su sacristán pudiera surgir algo, por las buenas migas que hacían juntos y la confianza que se desarrolló entre ambos desde la primera vez que ella apareció por la parroquia, recién llegada de Irún, dispuesta a colaborar en lo que hiciera falta. Pero el cura tampoco estaba muy convencido de que Alberto fuera capaz de nada parecido porque no le había conocido novia nunca y, siendo sincero, en ninguna ocasión le había pillado en esos comentarios sobre las carnes prietas de alguna mujer que eran tan comunes en la mayoría de los hombres.

No, no pensaba que hubiera surgido ni pudiera surgir nada entre los dos y, además, en el fondo le daba cierta ternura ver sus confidencias e intimidades que eran más propias de hermanos que de un hombre y una mujer que se miraran con deseo. Por no hablar del bien que le hacía a Blanca, pensaba el cura, tener un amigo como Alberto, que le hiciera olvidarse por un rato los sinsabores de la vida con su marido. El sacristán era una persona de pronto irascible y lengua venenosa, amanerado, un enemigo peligroso cuando la conversación se pudre y que, sin embargo, derrochaba bondad en su trato con la mujer de Santamarta.

El lunes después de ese viernes en el que Soto pensara que había resuelto el caso culpando a Santamarta, el propio inspector se presentó en la catequesis a buscar a su mujer para sorpresa general. La comisaría había sufrido un apagón a media tarde por una avería en un distribuidor eléctrico que fue reparada en pocos minutos, pero que dejó fuera de juego el sistema informático hasta el día siguiente. Soto y Santamarta decidieron marcharse, el primero porque sin Internet ni acceso a los archivos policiales se sentía como un eunuco en un burdel, lleno de ideas y propuestas que no pueden materializarse ni investigarse; y el inspector, porque le sirvió de excusa perfecta para dar por terminada una jornada en la que la investigación no había avanzado nada y que le estaba resultando soberanamente aburrida, sin contar con que la compañía del subinspector le iba pareciendo más cargante conforme avanzaba la tarde.

Santamarta pilló la fiesta de la catequesis en pleno apogeo y a Blanca en alegre cercanía y abiertas confidencias con Alberto. Al verles así, se le revolvió el estómago con una aguda punzada de celos y se les quedó mirando con amenazante quietud.

Al darse cuenta de su presencia, su mujer cambió el gesto de la cara porque la sonrisa que tenía se le congeló en un rictus desagradable. Fue ver a su marido y ponerse rígida, apenas unas décimas de segundo, como si una descarga eléctrica hubiera recorrido su cuerpo de los pies a la cabeza.

—Julio, ¿pasa algo? —le preguntó con un hilo de voz.

—Nada, mujer, que hoy he salido antes y he venido a buscarte. Así llegas antes a casa. No me iba a poner yo a hacer la cena.

—¿No tienes manos? —le dijo Alberto, metiéndose en la conversación.

—Monaguillo, manos tengo y suelo preparar ensalada de hostias. Cuando quieras, te doy a probar, gratis, es mi plato estrella.

—¡Uy, chico, cómo te pones! —contestó el sacristán.

Blanca, visiblemente nerviosa, intermedió:

—Julio, dame un minuto que cojo el abrigo y nos vamos. Alberto, ocúpate de los chavales, por favor.

—Tranquila, reina —le dijo con cierta ironía dirigida al inspector—. Lo que tú me digas, son órdenes.

Ella cogió apresuradamente el abrigo, se despidió de los chiquillos, que no le hicieron demasiado caso, y se acercó complaciente y sumisa a su marido, quien miraba a Alberto desafiante porque el sacristán también le sostenía la mirada casi sin pestañear, como dos gallos en un teatro cuajado de testosterona y sobreactuación.

—Julio —le dijo ella con toda la dulzura que fue capaz—, ¿nos vamos?

Montaron el inspector y su mujer silenciosos en el coche y fueron hacia su casa, recorriendo en veinte minutos el trayecto que la separaba de los locales de la parroquia de San Bartolomé, aproximadamente la mitad del casco urbano de esta ciudad del norte de España. Santamarta rompió el silencio y comenzó a hablar en un tono muy bajo pero creciente, repitiendo un comportamiento que a su mujer ya se le venía haciendo dolorosa y temerosamente familiar desde hacía tiempo. Una bruma densa avanzaba desde el mar y sumía las calles en una atmósfera algo irreal.

—Blanca… ya sabes que yo no soy celoso, pero esas confianzas con el capullín del bosque ese, pues… como que no. Me entiendes, ¿verdad? Porque, ¿cómo cojones quieres que me comporte yo, como marido, al verte así? ¡Hostia puta, Blanca! Me cago en mi vida, no juegues conmigo así. Que le ha salvado que soy policía y no me puedo meter en más líos. ¡Cago en Dios y cago en todo!

Acompañó esta última frase escatológica con varios sonoros golpes con la mano abierta en el salpicadero del coche que, pese a preverlos, hicieron que ella pegara dos respingos de forma inconsciente. Blanca le hubiera contestado en otra época de su vida y su matrimonio que cagarse en Dios es cagarse muy alto y que después puede llover mierda, o que no era quién para montarle una escena de celos porque él cada viernes por la noche llegaba a casa oliendo a un perfume de mujer que ella no había usado en su vida. Pero a estas alturas de infierno y de miedo y temiendo que los golpes a las cosas pudieran llegar a sus carnes, Blanca solo fue capaz de guardar silencio, sentirse oceánicamente culpable y llorar en silencio.

—Y encima se pone a llorar la tía, tiene cojones la cosa —añadió Santamarta, como si hablara con una tercera persona que viajara con ellos en el coche.

Subieron a casa de nuevo silenciosos, tratando ella por todos los medios de liberarse de los restos de lágrimas en su rostro, que engalanó con la mejor de sus sonrisas de superviviente.

Al entrar, los hijos se acercaron entre respetuosos y sorprendidos a saludar al inspector, que se dirigió al cuarto de baño y se tomó tres tranquimacines, lo único que de verdad le suavizaba el mar humor desde hacía demasiado tiempo.

—Está un poco cruzado —advirtió en voz baja Blanca a sus hijos cuando él les dejó a solas.

—¿Cuándo no es fiesta? —protestó a media voz el chico.

—¡David! —le regañó en un susurro sonoro su madre—. Tengamos la fiesta en paz, por favor.

—Sí, mamá —contestó el joven, resignado.

La hija solo acertó a decir:

—Tranquila, mamá, tranquila…

Cuando la mujer estaba en su dormitorio quitándose la ropa de calle para ponerse algo más cómoda y disponerse a preparar la cena, entró el inspector.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

—Mejor, mejor… Blanca, cariño, perdóname por ponerme así, pero es que…

—Tranquilo, no ha sido nada.

—¡No me interrumpas cuando te estoy pidiendo perdón!

Ella sintió de nuevo la descarga eléctrica provocada por el tono de voz de su marido y quedó otra vez quieta, sin atreverse a abrir la boca. Él continuó, complacido de que su mujer le obedeciera, convencido de que eso era una muestra de respeto. Ya le empezaban a hacer efecto las pastillas o le servían de excusa para empezar a calmarse, porque ese efecto cada vez era menor y se estaba convirtiendo en una especie de peaje para simplemente encontrarse normal. Añadió en un tono casi cariñoso:

—Que no te quiero tratar así, pero, cojones, entiéndeme, cariño… Te veo así, de cachondeo con otro hombre a mis espaldas y no me hace gracia. Así que te voy a pedir que guardes distancias con ese. Que, por cierto, ¿ese quién es?

—El sacristán —contestó ella, evitando añadir que debería conocerle porque le había visto en varias ocasiones previas.

—Vale, pues el sacristán que se acerque al cura pero a ti no, ¿vale?

—Sí, Julio, no volverá a ocurrir, te lo prometo.

Él relajó un tanto su gesto de seriedad, dejando surgir una sonrisa de medio lado y añadiendo:

—Muy bien. ¿Qué vas a hacer de cena?

—Huevos fritos con patatas.

—¡Qué bien! Ya sabes cómo quiero los míos.

—Sí, con puntillita.

—Esa es mi mujer —le dijo dándole un ligero cachete en el culo, que a ella le hizo temblar toda la celulitis—. Ale, vete a hacer la cena, que luego a la noche nos toca fiesta a ti y a mí.

—Sí, cariño.

La mujer salió de la habitación camino de la cocina, sintiendo como si una mano invisible le atravesara el pecho y le apretara el corazón, forzándola a respirar con dificultad, incapaz de comprender en qué momento de su pasado había tomado la decisión errónea que ahora la iba despeñando por un acantilado hacia un mar de espanto.

***

Soto también volvió a pronto a casa, decidido a repasar allí por enésima vez los informes del caso, desesperado como estaba al intuir que la investigación había entrado en un punto muerto que, bien lo sabía, podía acabar en otra historia más sin resolver, cogiendo polvo en los archivos policiales.

Cuando se acercaba al portal, le pareció ver por un momento a Sara en la ventana, pero después pensó que habían sido sus ganas de estar con ella, porque la ventana permanecía con la persiana a medio bajar y las cortinas blancas inmóviles. También pensó que la bruma que se estaba echando sobre la ciudad le había jugado una mala pasada a sus ojos.

Se cruzó fugazmente por la escaleras con el repartidor de Telepizza, que le saludó con un leve gesto y al que no pudo ver bien la cara medio oculta por la visera de su gorra.

Entró en casa feliz de ganar unas horas al día para estar con su mujer, que le recibió con una ancha sonrisa y un “llegas pronto, ¿no?”. Soto le explicó lo del apagón y ella le escuchó sus explicaciones sin cambiar el gesto de la sonrisa, que se le iba convirtiendo en una careta. Cambió de expresión, apenas perceptiblemente, cuando él comentó sin darle importancia:

—Me he cruzado con uno del Telepizza en el portal. Qué raro, ¿no?

—¿Por?

—En este portal son todo viejos, nosotros somos los más jóvenes, se me hace raro que alguien haya pedido una pizza.

—Será Puri, la del tercero, que habrá venido el nieto a cenar.

—¡Ah! Claro… es verdad —dijo sonriendo de su propia torpeza, porque un buen investigador debería haber tenido en cuenta esa posibilidad.

Esa noche hablaron mucho pero, como en la anterior, tampoco hubo combate de lencería. Él se hizo ilusiones cuando ella se duchó después de cenar, pero pronto comprendió que se iba a la cama con claros gestos de cansancio. “Todos los días no toca”, se dijo el subinspector, resignado, cuando su mujer se quedó dormida y él se dispuso a repasar otra vez los informes del caso.