1/1/22

Capítulo 2 (Novela 'Julio y las viejas')

El inspector Julio Santamarta tenía un lunes de perros. Y eso era ya mucho decir en un hombre de natural rabioso, inclinado a levantar la voz con facilidad, generoso en los esputos cuando perdía las formas y gritaba al acercarse a la cara de quien tuviera enfrente, muy dado a los chascarrillos de escatología sexual.

Bajó de su casa, donde habían quedado su mujer y sus dos hijos, un chaval de diecisiete años y otra de quince, aliviados como casi siempre que marchaba camino de la comisaría. Se acercó al coche con su mala hostia de serie multiplicada con la última novedad. Porque, tras la jubilación de Menéndez, le habían empaquetado como compañero a un desconocido recién llegado de Madrid y, por si fuera poco, también recién ascendido a subinspector. Unas semanas antes, al enterarse de esta jugada decidida en algún despacho que él hubiera rociado con gasolina y hecho arder a conciencia, se había ido a hablar a la desesperada con el comisario Ventura. Con la puerta cerrada, en la confianza de que nadie les escuchaba, le había hablado con tono impostado y lastimero:

—Ventura, en serio, no me podéis hacer esto. No me queda nada para jubilarme, no me pongáis a hacer de niñera.

Ramón Ventura había mirado con paciencia al hombre que tenía antes sí. Julio Santamarta era de carnes escasas, abundante pelo canoso peinado con raya clásica a un lado, mirada fina de ojos negros y un aire indefinido de viejo galán de tiempos del estraperlo. Los pómulos, hundidos hasta el extremo de que bajo la piel solo había hueso, eran una especie de registro notarial de los infiernos que acumulaba en su vida. Pese a todo, en la blanquísima dentadura, cuando sonreía, todavía aparecía el hombre que fue, desafiante siempre con su media sonrisa.

—Santamarta, sabes de sobra cómo funciona esto.

—Que no puedo ponerme a cuidar a nadie, que estoy muy mayor, no me jodas.

—Julio, te lo comes —le había insistido el comisario, con un tono que casi había sido cariñoso pese a la firmeza, por el respeto y la confianza que tenía con su subordinado. Santamarta, con esa misma confianza y envalentonado porque en el fondo sabía que no iba a lograr nada de aquella conversación, se había recolocado en la silla, echado un poco el cuerpo hacia adelante y, arrastrando las palabras, le había dicho:

—Ventura, tiene cojones, a estas alturas hacer de niñera de un cantamañanas que se pensará que las cosas importantes se aprenden en los libros, que se sabrá los jodidos protocolos al dedillo y que me vendrá con chorradas legales. Que si Master en Análisis y Prevención del Crimen, que si Master en Perfiles Criminales… un primaveras tocapelotas.

El comisario no había podido evitar una sonrisa fugaz. Se había recompuesto después, le había mirado fijamente y le había cortado:

—Inspector, si no tiene más asuntos que tratar, circule, que ya se nos está haciendo tarde. Santamarta se había levantado de la silla y conforme se daba media vuelta e iba saliendo del despacho iba murmurando: “Putos cabrones, a este le voy a hacer la vida imposible, empiezo y no me paráis ni con camisa de fuerza, no me lo vais a quitar, se va a tener que marchar él. Este es de pincel, pero no sabe que yo soy de brocha gorda, va a parpadear y ya voy a estar dentro de él metiéndosela por detrás”.

—Inspector —le había llamado el comisario antes de que saliera.

—¿Qué?

—Que ya le está esperando.

—No me jodas.

—Ahí fuera le tienes.

—¿Él?

—Daniel Soto.

—Cago en todo ya. ¿Y qué hace aquí?

—Es buen chaval, se ha venido antes para presentarse y que os conozcáis.

—Venga, hombre… y querrá que le frote los pezones hasta que salgan chispas para darle la bienvenida —había comentado con un además desesperado.

—Esas cositas de maricas son cosa vuestra —había zanjado el comisario, bajando la mirada y prestando atención a los papeles que tenía encima de la mesa.

Santamarta había salido al fin del despacho del comisario ventura y se había acercado a donde le estaba esperando, en perfecto estado de revista, el subinspector Daniel Soto, el que iba a ser desde ese día su compañero.

—¿Qué cojones haces con corbata, vas a pedir algún crédito al banco? —le había preguntado a modo de saludo y como quien vomita.

—Eh… no, no inspector Santamarta. Soy Daniel Soto.

—Sé de sobra quién eres.

—Bueno, no sé, la corbata me parecía una buena forma de presentarme ante usted.

—Yo de usted le trataba a mi abuelo y se murió. A mí de tú, ¿estamos?

—Sí.

—Bueno… dices que te parecía que era una buena idea.

—Sí, me lo parecía.

—Escucha, Danielito… eres un primaveras y cuanto antes lo sepas mejor. Porque lo eres, un primaveras, y yo no voy a hacerte de niñera, ¿estamos?

—Pero si yo no…

—Que me da igual, que lo único que tienes que saber es que aquí el que dice cuándo una idea es buena o mala soy yo.

—Con el debido respeto, creo se está usted extralimitando.

—Sí, está bien que me tengas el debido respeto y el otro, el no debido, el que le debes a mis cojones. ¿Te tengo que mear los zapatos para que huelas a policía?

—No… no.

—Pues ale, no te quiero ver el pelo hasta que te toque empezar.

Llegó el lunes en que Soto empezaba a trabajar y el humor de Santamarta no había mejorado. El inspector se dirigió a su viejo coche tras salir de su casa y, en el aparcamiento, antes de meter la llave echó un vistazo disimulado a los alrededores y, tras comprobar que no había nadie, se agachó y revisó de forma rápida y profesional los bajos, hábito que no había perdido desde los años de sangre y plomo en sus tiempos de la Brigada de Información en la comisaría de Irún.

Después metió la llave en la cerradura de la puerta del conductor y la giró sin que el mecanismo funcionara. Lo intentó, nervioso, en tres ocasiones más. La ira le fue creciendo desde el ombligo hasta la garganta como una bola eléctrica de bilis, lo que motivó un “cagoendios” que sonó a trueno podrido. Además, pegó dos puñetazos con el lateral de la mano rabiosa muy cerca de la cerradura, lo que provocó que, al fin, se abriera.

Se sentó al volante bufando y sudoroso, con ganas de llegar pronto a donde Lola a despacharse un buen sol y sombra, como solo sabía preparar la dueña de ese bar junto a la comisaría en el que era un habitual antes de cada comienzo de turno. Era Lola una mujer de gestos alegres y cara triste, lo más parecido a una verdadera amiga que tenía el inspector, seguramente porque ella le sabía escuchar y casi nunca le había llevado la contraria. Se conocieron cuando él llegó hace quince años, trasladado después de un asunto no muy claro por la detención de un terrorista y un expediente disciplinario que le dejó un año apartado del servicio, un año en el que tuvo que buscarse la vida en actividades que casaban mal con el Código Penal, pero a las que se acomodó para pagar el alquiler y dar de comer a su familia. El expediente no era conocido por casi nadie y en él figuraba el apellido Santamarta y una acusación por torturas.

El inspector se hizo pronto a su nuevo destino en esta ciudad del norte de España, como esos perros callejeros capaces de sobrevivir en cualquier entorno aunque nadie les quiera. Vino al principio solo, porque su mujer acababa de dar a luz a su hija Laura, la segunda después de Mario, su primer hijo que llevaba algo más de dos años en el mundo. En aquellas semanas solitarias conoció a Lola y su bar, y también probó la cama de Mamen, que le hizo buenas ofertas las primeras veces haciéndole buenos descuentos en su tarifa habitual y, con el tiempo, casi enamorada de él, cada viernes le aliviaba la entrepierna sin cobrarle y le conseguía sus gramos de coca semanales a un precio casi siempre muy razonable.

—Lola, prenda, ¿te puedes creer? A mi edad me toca hacer de niñera.

—Aquí tienes —le dijo la dueña del bar poniéndole sin que él hubiera tenido que pedirla su copa de anís y coñac, junto al café solo que él endulzaba solo con la mitad justa de un azucarillo—. ¿Qué es eso de que tienes que hacer de niñera… ha venido ya tu nuevo compañero?

—Sí, hoy. Bueno, aún no le he visto esta mañana. Pero, vamos… este está allí como un clavo desde hace por lo menos una hora. Me cago en la leche, Lola, que no tengo edad ni ganas para ponerme a enseñar el oficio a nadie. Que los malos saben mucho, que están ahí fuera y no descansan. El tiempo que yo pase enseñando al chaval, tiempo que tienen ellos para ponerse las botas sin que les echemos la mano encima.

—Ya será para menos…

—Que sí, coño, que sí —le dijo levantando ligera e inconscientemente la mano derecha.

—Bueno, pues que aprenda con el mejor, ¿no?, con el inspector Santamarta.

—Lola, no tengo los cojones para bromas ahora mismo.

—Ya veo. Sí que tienes el día hoy cruzado. Venga, apriétate ya el café y la copa a ver si así te mejora la mala hostia.

—Será lo mejor —contestó bebiendo su sol y sombra y su café, para añadir después—: Lola…

—Dime.

—Me pones más burro que un recién casado.

—¿Ves como se te iba a poner mejor humor después de tomarte lo que te he puesto?

—Vamos a la parte de atrás —le dijo con una sonrisa irónica de niño travieso.

—Julio, algún día te voy a decir que sí y no vas a saber ni qué contestar —contestó ella riéndose confiada.

—Eso es verdad. Venga, reina, aquí te dejo —añadió echando unas monedas sobre el mostrador antes de marcharse. El inspector echó un eructo lo más silenciosamente que pudo al entrar en la comisaría y se fue hacia la zona de trabajo donde tenía su mesa. En la de al lado, que Soto ya había hecho suya, el subinspector le esperaba igual de preparado, igual de predispuesto que la vez anterior, pero sin corbata.

—Venga, vamos al lío, que no quiero perder más tiempo en conversaciones —le dijo—. Te has quitado la corbata. Menos mal que algo de sangre tienes, aunque no demasiada. Menos da una piedra. Haz caso a lo que te diga y nos irá bien. No me jodas y no te joderé. Y te conviene que no te joda, porque yo jodo muy bien, para lo bueno y para lo malo. ¿Qué tenemos hoy, chaval?

El subinspector tardó unos segundos en reaccionar. Santamarta le dedicó lo más parecido a una sonrisa que tenía en su catálogo de gestos, lo que dejó aun más descolocado a Soto, al que hasta se le pasó por la cabeza que aquello fuera una cámara oculta, una novatada o alguna cosa similar. Finalmente se animó a contestar:

—La mujer de 73 años que encontraron el viernes muerta en su casa.

—Se escapó hace unos años del coronavirus la vieja, pero le llegó su hora. Una pensión menos, mira tú que suerte. ¿Qué pasa, hay caso…?

—Agresión sexual postmorten.

—¿A la vieja?

—Sí.

—No habían dicho que era una infección de orina lo que le había puesto el asunto de aquella manera. Chochito viejo con infección y tal y tal.

—Pues no. Aquí tengo una copia de la autopsia.

—Hay que estar muy desesperado o muy enfermo. Un chocho de 73 años, hay que tener estómago. A ver… dame la copia de la autopsia. ¿Cómo la has conseguido tan temprano?

—Pidiéndola por favor.

—¿Pretende ser una broma?

—No, ¿por qué?

—Madre mía, qué paciencia me va a hacer falta contigo, Soto.

—A ver, dame… mierda, no tengo las gafas de cerca. Lee tú, venga.

—Aspecto general del cadáver. El cadáver aparece completamente desnudo sobre la mesa de autopsias, en posición de cúbito supino.

—Soto.

—Dígame, inspector. Perdón, dime, inspector.

—¿No tendrás los santos huevos de leerme la autopsia completa?

—Para que no se nos escape ningún detalle, ¿no? Cuatro orejas escuchan mejor que dos.

—Pero qué habré hecho yo para merecer esto… Venga, léeme lo importante, que por lo que ya te conozco, seguro que te la has empollado.

—Me la he leído un par de veces antes de que viniera… perdón, de que vineras.

—Como me vuelvas a tratar de usted te comes una hostia. Y ya sabes, nos morimos los dos.

—¿Perdón?

—¿Tampoco te sabes esta?

—¿Cuál?

—Joder… la de que tú te mueres del golpe y yo de la onda expansiva.

—Entendido.

—Madre mía, debes de estar por debajo del mono en la pirámide animal.

—Inspector, me falta al respeto… —interpeló Soto, crecientemente nervioso.

—Buff… sí, lo que tú digas. Venga, dime qué le ha pasado a esta dichosa señora.

—A ver… —contestó el subinspector, recomponiéndose—. Autopsia del periné, examen externo, se aprecia dilatación del orificio anal, que presenta un diámetro aproximado de dos centímetros.

—Le ha petado el culo a la vieja.

—Lesión en el orificio anal, en la zona cutánea que le rodea y en los primeros tramos de la mucosa rectal.

—Hostia, Soto, que no te recrees, coño, que me ha quedado claro.

—Vale. En la región genital, se aprecian lesiones macroscópicas a nivel de labios mayores o menores.

—Por delante y por detrás, tris tras. Pero qué jodido depravado ha podido hacer esto. Puto tarado follaviejas.

—No aparecen restos de semen.

—Mierda, el tío no es tan tonto como parecía. Perturbadillo cabrón, pero no tonto.

—Sobre las causas de la muerte, asfixia mecánica. Y por la ausencia de hematomas o de restos de piel o pelo en las uñas de la mujer, parece claro que la penetración se produjo después del asesinato.

—Joder…

—Y en la casa no había señales de violencia tampoco. Tuvo que entrar con la confianza y el visto bueno de la señora —añadió Soto, que quedó un instante callado, con la mirada perdida por las líneas del informe, ensimismado, como si una tormenta de ideas se hubiera desatado entre los pliegues más profundos de sus meninges.

Santamarta le observaba sin disimulo y sin poder evitar cierto gesto de superioridad paternalista. Era Soto un hombre de altura mediana, un poco gibado, delgado y de hombros estrechos, labios abultados y pelo rubio oscuro, lo que unido a unos ojos pequeños, le daba la sensación de bazar chino, de un hombre mezcla de mil perfiles físicos mezclados al azar en un puzle inacabado. Su único rasgo destacable era un brillo inteligente en el fondo de sus ojos cuando se concentraba en algún caso. Y eso estaba ocurriendo en aquel momento.

—Soto, vuelve… Vamos para el barrio de la vieja a hacer algunas preguntas a los vecinos.

—Sí, inspector, vamos.

Guardó después cuidadosamente la copia de la autopsia en una carpeta y la dejó en el primer cajón de su recién estrenada mesa. Había hecho fotocopia de toda la documentación que había obtenido del caso y la guardó doblada por la mitad en un pequeño portafolios que metió en la bandolera que siempre llevaba encima cuando estaba de servicio.

Después sacó una libretita que tenía en el bolsillo interior de la americana marrón oscura que vestía y escribió: “2 de marzo, mujer de 73 años, agresión sexual postmorten (anal y vaginalmente), muerte por estrangulación. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué?”.

—¡Soto, cojones, vamos! —gritó el inspector desde la zona de atención al público de la comisaría.

El subinspector añadió en la libretita: “1er caso con Santamarta. Buen policía, horrible persona”. Y salió corriendo tras su superior, que en la calle ya se acercaba al vehículo policial camuflado.

—Conduces tú, chaval —le dijo lanzándole las llaves.

Montaron ambos en el ‘K’ y se dirigieron al barrio donde dos días antes había sido violada y asesinada una mujer de 73 años. En realidad, al revés, asesinada y violada.