4/1/22

Lo haría #poema #versadicto


Si del día tuviera que elegir
la esencia primera,
la chispa que activa
los motores poderosos del mundo,

si tuviera que buscar
la conmoción del aire
en el primer llanto
del recién nacido,

si me encargaran atrapar
el quiebro de la madrugada
cuando el sol cabecea
los pies del cielo,

si fuera necesario encontrar
los manotazos invisibles
que provocan y nos traen
los vientos y las olas,

si me pidiérais descubrir
el rincón lúbrico
del que parten los jadeos
de los amantes amándose,

si fuera necesario señalar
al espíritu sin nombre
que besa la boca
y cierra la vida a los moribundos,

si pudiera escribir
el libro duro de la sabiduría,
hablar con vuestros dioses,
salvaros de vuestras bestias,
convertir mi sonrisa en tiempo y trigo,
porque os amo y porque soy poeta,
lo haría, hermanos míos.


Somos tan leves #poema #versadicto

Un día cualquiera podrá decidirse
quién lanzará los golpes de sangre
que acabarán nuestro camino
en el fondo de la boca de los siglos.

Los montes son grandiosos
pero suelen permenecer quietos
y como gigantes buenos
se entretienen con nuestras diminutas risas.

El sol navega incendiado
sobre la ola del universo
y sospecho que le importa poco
que nos amemos mucho.

Somos tan leves
que nos damos importancia y palabras
cuando lo único inmortal
son los geranios en los patios de julio.

El mar nos abraza con espuma
o nos mata y con un traje de olvido
coleccionará nuestros nombres
en sus arenas más profundas.

Quizá es hora de comprender
que todo es vuelo o aire, nada,
órbitas planetarias en elipse,
puntos de luz tiritando
en la trastienda del cielo
o en lo negro de tus ojos.

3/1/22

Capítulo 4 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto llegó a casa reventado, exhausto por el desgaste psicológico que siempre le suponían los casos en su fase inicial, cuando casi todas las preguntas están sin responder.

Conduciendo desde la comisaría tras haber finalizado su turno, había notado por la vibración la entrada de varios whatsapp de Sara en los que, estaba seguro, le estaría preguntando cómo estaba y a qué hora iba a llegar. Se volvió a poner algo nervioso por no poder contestarlos, pero se mantuvo firme en su costumbre de no tocar el móvil mientras conducía. Todavía no conocía bien las calles de aquella nueva ciudad a la que le había llevado su ascenso a subinspector y pensó que era una buena época la de verano para hacerse a ella, con buena parte de sus habitantes de vacaciones y la actividad habitual reducida. Viniendo de Madrid le llamaba la atención que todo estuviera a mano, que ningún trayecto supusiera más de media hora de coche, que la gente no tuviera ese perpetuo malhumor que gastan los de la capital de España que parecen contestarte siempre como si les debieras dinero. Y la humedad, notaba mucho la humedad, que era como un permanente saludo del mar, recordando que estaba cerca, que aquel era su reino costero, que mandaba como un dictador caprichoso en los designios del clima. Le preocupaba su mujer, cómo se adaptaría a aquel sitio, y deseaba con todas sus fuerzas que encontrara su espacio, quizá un trabajo, una actividad que la convirtiera en algo más que la mujer de un subinspector de Policía. Últimamente su humor había empeorado, aunque Soto se quería convencer de que todavía no había ocurrido nada como para preocuparse de verdad.

Había encajado bien tener por compañero y jefe al inspector Santamarta porque, en el fondo, justificaba sus comportamientos que, por decirlo suavemente, eran poco respetuosos con las ordenanzas y los protocolos. El subinspector estuvo investigando mucho sobre Santamarta en cuanto tuvo noticia de que le iba a tocar trabajar con él. Hizo llamadas, hurgó en archivos y habló con un compañero de promoción y del sindicato SUP, un asturiano más listo que el hambre, que le puso al tanto. Porque la tara que adornaba ahora el comportamiento y las actitudes del inspector no era de serie. Había sido en tiempos un agente más equilibrado, de hechos menos extremos y sin afición generosa a la coca, el coñac y a acabar las conversaciones a gritos o comentarios ácidos. La lucha contra el terrorismo, el estrés y la amenaza constante le fueron reventando la cabeza. Todo se desencadenó cuando iba a participar en una operación en el año 2003, de la que se descolgó en el último momento por el nacimiento de su primer hijo.

Según le contaron a Soto, el policía que le sustituyó y acabó haciendo su servicio se llamaba Josu Heredia. Santamarta no olvidaría jamás ese nombre ni los mil datos que memorizaría después sobre él, un agente de 37 años, gitano del norte, una rareza porque también era hijo de una prostituta, la única gitana puta de toda Guipúzcoa. La operación fue un fracaso y Santamarta quedó royendo su culpa, convencido de que todo se había estropeado por su ausencia de última hora.

En el relato de lo ocurrido en la tarde de la operación el forense echó mano de la piedad rutinaria en estos casos y escribió que Heredia “no se enteró” y murió inmediatamente por un disparo que le vació la cavidad ocular izquierda y otro que le arrancó siete dientes antes de alejarse en el occipital.

Esto no se lo contaron a Soto porque nadie se enteró, pro Santamarta leyó el informe con obsesión, una y otra vez, martirizándose con la frase “no se enteró”, machacado en sus pensamientos por el convencimiento de que no enterarse de la propia muerte no era alivio de nada. “No es puto alivio de nada”, había murmurado en ocasiones a solas dándole vueltas a lo ocurrido. Además, sabía que morirse de repente no es tan fácil, que en ocasiones todo hace absurdo seguir vivo pero hay moribundos que se aferran segundos y hasta minutos a un imposible de supervivencia, alargando la agonía.

Nada quedó muy claro, pero se corrió el rumor de que los etarras que habían escapado en aquella operación después de asesinar a Josu fueron los mismos que a finales de mayo mataron a dos policías nacionales en Navarra. Santamarta se obsesionó también como un pitbull con los etarras y leyó con detalle cada información sobre la operación de aquella tarde, analizó el atentado y las rutinas de los dos compañeros de cuerpo asesinados. Habían reventado en la Plaza de un pueblo del sur de Navarra por la bomba lapa que les colocaron en los bajos de su coche, un vehículo sin distintivos policiales que usaban para desplazarse por diversas localidades, donde se encargaban de actividades rutinarias vinculadas a documentación oficial. No se desplazaban en un coche con distintivos, pero se anunciaba en los medios de comunicación locales que iban a estar tal día en tal pueblo y, claro, los asesinos son miserables, pero no tontos.

Santamarta notaba en aquella época de remordimientos y culpa una quiebra en la boca del estómago, como una procesionaria peluda y urticante en el interior de sus tripas que se dedicaba a dar vueltas sobre sí misma en un tiovivo desesperante e inacabable. El inspector nunca fue un hombre paciente ni tampoco pacífico, pero en aquellos días que siguieron al nacimiento de su hijo y a la operación fallida en la que cayó su compañero, algo desató las bestias que hasta entonces habían permanecido razonablemente amordazadas en su interior. Se despertaba de madrugada, preocupando hasta lo indecible a su mujer Laura, y, sobresaltado por minúsculos ruidos, reales o imaginarios, salía a la calle y caminaba en un estado de excitación enfermiza, sospechando de cuantos se cruzaban por su camino, convencido de que cada persona que le miraba era un chivato que iba a pasarle sus datos y su posición a algún comando que acabaría con su vida en cuanto doblara la siguiente esquina. Muchas noches se encontró caminando por la playa de la Concha, apretando con furia su pistola en el bolsillo de la americana, murmurando frases de locura: “Venid ahora, hijoputas”, “Atreveos conmigo, asesinos”, “Aquí me tenéis, cabrones, venid por mí” o “No se enteró, pero yo sí, mierdas”.

Algo hizo clic en la cabeza de Santamarta y cuando llegaron detenidos a su comisaría en Irún dos miembros de un comando, entró en un estado febril de excitación. Nadie se dio cuenta del descenso a los infiernos que estaba protagonizando su mente agotada, nadie tuvo la prevención de evitar que participara en los interrogatorios y nadie tuvo el valor de detenerle porque los dos últimos muertos pesaban mucho entre los compañeros. Un par de meses después, un expediente señalaba que casi había ahogado a un detenido en una bañera, provocando su salida forzada de Irún. Expediente disciplinario por torturas por el que le cayó un año de empleo y sueldo y por el que casi fue expulsado del cuerpo. En el juicio tuvo bastante suerte con el archivo de la causa.

Su mujer empezó entonces a cogerle miedo porque llegaron sus primeros desmanes violentos, arranques de ira que por aquella época solo afectaban a los muebles, puertas y paredes de su casa. Ella no dijo nada a nadie, esperó paciente a que las tormentas fueran amainando y se espaciaran, pero ocurrió lo contrario. Esperó después que el traslado y la suspensión de empleo y sueldo le calmara, pero también ocurrió lo contrario. Y esperó que la violencia se quedara en los objetos y de nuevo el tiempo trajo lo contrario, convirtiendo lenta pero inevitablemente en un infierno la vida en casa de Santamarta.

La mujer fue sintiendo cómo los años y el maltrato fueron destrozando el amor y la admiración que había sentido por Julio, dejándole en el centro de su corazón una pena áspera y grande, junto a un miedo que convirtió cada minuto con su marido en una fuente inagotable de pavor.

Soto entró en casa después de haber comprado un pastelito de merengue y chocolate que le gustaba mucho a su mujer y que solía llevarle una vez por semana. Ella le estaba esperando en el sofá de la sala, en picardías, ronroneando como una gatita en celo, con los grandes pechos temblando al ritmo de su respiración. Al subinspector se le pasó de repente todo el cansancio y la mente se le despejó. Milagros de la lencería.

2/1/22

Capítulo 3 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto no se encontraba cómodo conduciendo. No es que le importara demasiado hacer de chófer ni el trato que le estaba dando el inspector. Había sido una constante en su vida que la mayoría de la gente con la que se había cruzado y había compartido espacio y tiempo le tomara por tonto. Precisamente porque no lo era, era muy consciente de que tenía cara de tonto. Lo que en realidad le molestaba de conducir era que no podía estar atento a los whatsapp que le mandaba su mujer Sara. Adoraba a esa hembra morena de carnes llenas de curvas a la que había conocido en el último año de carrera, a la que tardó bastante en conquistar, pero con la que después no tardó en casarse. Y se sentía absurdamente culpable cuando no le contestaba de inmediato a los mensajes que ella le enviaba contándole cómo le estaba yendo su día y pidiéndole minuto y resultado de sus jornadas combatiendo el crimen. Especialmente en los últimos tiempos se venía sintiendo cada vez más culpable de no responderle con prontitud, después del ascenso y traslado desde Madrid a su nuevo destino al que la había arrastrado de muy mala gana. Aquella cuestión, el cambio de trabajo, de ciudad y de casa, casi le había costado el divorcio y quizá la razón final, aunque no se lo quisiera reconocer, para que ella accediera a dejar la capital es que no trabajaba y dependía económicamente de él.

Como se temía, mientras conducía comenzaron a llegar whatsapp de Sara que hicieron vibrar a intervalos su móvil durante varios minutos, provocándole momentos de despiste y un “Soto, me cago en tu padre” que soltó Santamarta cuando casi se saltó un semáforo en rojo.

En cuanto llegaron, aparcó el coche en la zona cercana a la playa donde tenía su casa la víctima, una acumulación caótica de ladrillo y hormigón heredera del desarrollismo más inconsciente de la época franquista. El día había amanecía con exceso de humedad y sal en el ambiente, el cielo estaba gris y con nubes bajas que parecían la panza de una burra parturienta, añadiendo un peso extra en los hombros de todos los habitantes de la ciudad. Santamarta miró con un deje irónico a su subordinado mientras rodeaba el coche y se colocaba bien la camisa por los pantalones, gesto en el que le gustaba adornarse para demostrar que no tenía tripa, sino un envidiado vientre liso.

El subinspector sacó el móvil del bolsillo sin disimular su ansiedad y abrió la aplicación de whatsapp.

—¿Tan urgente es, primaveras?

—Es mi mujer.

—¿Se ha muerto alguien para andar con tanta prisa?

—Eh… no, es para contarnos cómo nos va el día.

—No me jodas, Soto, ¿en serio?

—Mira, se llama Sara. Es mi vida —le dijo, enseñándole una foto que llevaba en el móvil, una foto de esas de estudio fotográfico de tercera, cutre hasta la guasa, con una pose sensual y unos labios provocadoramente húmedos.

El inspector miró a su nuevo compañero y tuvo algo parecido a una revelación, uno de esos ramalazos de intuición que le habían salvado la vida más de una vez en su vida de policía. A continuación, le dominó un pasajero sentimiento de lástima.

—Soto… ¿tú ahora mismo qué querrías, la verdad o ser feliz?

—Vaya pregunta, no sé qué contestar.

—Te aviso de que las dos cosas no pueden ser.

—¿Es por el caso?

—No, atontao, te hablo de tu mujer.

—Pues de mi mujer no me vas a hablar. Eso no se toca, inspector. Yo te respeto y te voy a aguantar casi cualquier cosa. Estoy seguro de que haremos un buen equipo, pero a mi mujer me la dejas tranquila.

—Entendido. Eres más primaveras que Vivaldi. Quieres ser feliz. Que te dure mucho. Venga… vamos a la cafetería.

—¿No íbamos a hablar con los vecinos de la mujer asesinada?

—Después. Vamos antes a la cafetería. Lo primero, porque tengo la garganta seca y me estoy dando cuenta de que con la garganta seca te soporto entre muy mal y de puta pena. Segundo, porque por un bar o una cafetería pasa todo dios y allí uno se entera de más cosas que en cualquier informe. Y tercero, Soto, porque lo digo yo, ¿queda claro?

—Cristalino, inspector —contestó Soto, que no pudo las ganas de preguntarle—: ¿Otro coñac? 

Santamarta paró en seco y le miró fijamente, muy serio. Después enseñó los dientes un poco y le sonrió de una forma fría para decirle:

—¿Ves que bien? Soy de lujos humildes, tengo alma de pobre. Venga, andando. Y como te vea con el móvil en la próxima media hora te lo meto por el culo, que igual hasta te gusta.

Entraron a la cafetería y Santamarta se pidió un coñac ante la cara de sorpresa de Soto que, sin embargo, no se atrevió a hacer ningún comentario. El inspector se tomó un buen rato en beber paladeando la bebida mientras Soto le observaba con nerviosismo creciente, impaciente por empezar a preguntar a los parroquianos de la cafetería por la mujer fallecida. Para tratar de entretenerse, sacó y abrió el portafolios, releyendo el informe de la inspección ocular. Se le puso ese brillo inteligente en el fondo de los ojos mientras repasaba: “Al llegar al lugar de los hechos se comprueba que el cadáver se encuentra en el dormitorio, en el interior de la cama, en posición de cúbito supino, cubierto hasta el pecho por las sábanas y la manta, perfectamente dobladas y sin signos de forcejeo ni violencia. El cuerpo tampoco muestra signos de violencia, salvo por la inflamación en los genitales y en el ano. No se encuentran huellas dactilares ajenas a la mujer en ningún lugar de la casa, ni restos de ningún otro tipo, ni indicios de la presencia de otra persona en el lugar de los hechos. Se hallan unos pocos cabellos de la mujer en la almohada, muy cerca de su cabeza. Por el tipo de corte, parecen haber sido cortados con algún elemento afilado y en ningún caso arrancados o desprendidos de forma natural”.

El inspector miraba de nuevo a Soto con detenimiento. La parecía increíble que este compañero con el que había comenzado a trabajar hoy no bebiera ni una gota de alcohol. “Una puta Coca-Cola se ha pedido el cantamañanas este, y encima de esas Coca-Colas de mierda que son Zero”, penaba mientras le observaba repasando los informes que había sacado de su bandolera.

—No eres precisamente muy hablador, ¿no?

—Inspector, repasaba el informe de la inspección ocular. No me cuadra lo que leo.

—¿Por qué?

—La posición de la mujer en la cama, que las sábanas y las mantas estuvieran tan bien colocadas.

—Un asesino muy ordenadito, eso está claro.

—Yo aquí veo una firma.

—Yo aquí lo que veo es un novato que ha visto muchas películas americanas. Venga, voy a hablar un poco con los camareros y tú intenta sacar algo en claro hablando con los clientes. Ahí tienes un grupito de chochitos que ha dejado a los críos en el colegio hace media hora, aprovecha para acercarte a las mamis y diles cositas ricas. Y guarda eso de una vez, que vas a acabar por creerte tus propias fantasías.

El subinspector parpadeó unos segundos, asumiendo lo que acababa de oír. Santamarta se dirigió a los camareros con aires de película de vaqueros tras apurar lo que le quedaba de coñac y Soto guardó el informe ocular. Pero antes de hablar con los mujeres, apuntó en su cuaderno: “Posición antinatural? del cuerpo, restos de pelo cortado en la almohada. ¿Firma y trofeo?”.

Preguntaron ambos en la cafetería por la muerta y sacaron pocas cosas en claro, al menos, pocas cosas fuera de lo esperado. Había sido una mujer como tantas otras, viuda desde hacía cinco años, con una hija casada que le había dado dos nietos y que vivía en Pradoluengo, desde que se casó a principios de los años noventa con un hombre de allí. También tenía la fallecida otro hijo, un marino mercante que estaba a punto de jubilarse, solterón y algo homosexual según algún testimonio, aunque Soto pensó que homosexual se es o no se es, no se es algo o un poco. Este hijo venía a visitarla y a pasar pequeñas temporadas con ella cuando no estaba embarcado. La mujer asesinada se había negado a irse a vivir con su hija, tal y como ella le propuso al quedarse viuda, así que la víctima de este caso, como tantas otras mujeres mayores, vivía solitariamente salvo cuando la visitaba su hijo. El marido había trabajado de pica en la Renfe y le había dejado una pensión digna con la que la mujer lograba vivir con bastante decoro.

—No creo que tuviera enemigos —dijo Soto cuando se reencontraron para salir de la cafetería y dirigirse al bloque de pisos en el que había vivido la asesinada.

—No sé qué te han enseñado en la universidad, chaval, pero tener un enemigo es casi tan normal como respirar. Otra cosa es que lo tengamos y ni nos enteremos. Pero estar, están, los muy cabrones. Y la vieja los tendría también, seguro. Alguna a la que le quitó el novio cuando era una chavala, alguna prima envidiosa de lo bien que le había ido en la vida o, vete tú a saber, alguien que quería comprarse su piso… vete tú a saber.

—Pues igual es que has visto muchas películas españolas.

El inspector soltó una sincera carcajada.

—¡Hombre! Por una vez al ataque, muy bien, hombre —le dijo agarrándole por el hombro y meneándole como si fuera un sonajero, haciendo temblar todo el cuerpo a un alucinado Soto.

—¡Inspector! —protestó al final.

Santamarta se rio con ganas y le dijo con displicencia:

—Venga, venga… que te dejo hacer el interrogatorio a los vecinos y cuando esté en la próxima fiesta con maricas recién duchadas con ganas de jarana te llamo para que te sumes.

Santamarta empezaba a disfrutar de las pullas que le dirigía a su subinspector y su humor mejoró al pensar en que podría vomitar toda su frustración en él con las frases más ocurrentes, porque parecía encajar bien y porque estaba seguro de no le buscaría las cosquillas con ninguna denuncia por vía disciplinaria.

A Soto, la posibilidad de dirigir él las preguntas le entusiasmó y dio por buenas las andanadas del inspector.

El bloque de cinco plantas sin ascensor era una estructura de hormigón con sesenta años de historia sobre sus vigas, construida a toda prisa como otra docena de bloques gemelos en los alrededores, para dar solución a la llegada de población obrera procedente de varias zonas del centro y del sur de España, deseosa y necesitada de los empleos que la industria pesada estaba empezando a demandar en aquella ciudad, los astilleros de la costa y el carbón un poco más hacia el interior.

Preguntó Soto a varios vecinos por la mujer, siguiendo los protocolos que tan bien se sabía, ante la mirada divertida de Santamarta que se aguantaba las ganas de recomendarle una pizca de improvisación, algo más de mordida en lugar de tanto formulario enlatado.

Sin haber logrado ninguna información relevante, se dirigieron al fin al tercero, jadeando el subinspector tras tanta escalera ante la mirada reprobadora de Santamarta. Tras despegar el precinto judicial del marco de la puerta, abrieron el piso con la llave que habían cogido en comisaría para revisar todo el interior con detalle. Era una especie de museo humilde, una oda casposa y algo patética a una familia que había desaparecido y a un tiempo que había sido devorado por el calendario. Fotos de los dos hijos con el color amarillento que produce el paso de los años, recuerdos de dudoso gusto de algunas vacaciones familiares en lugares de la costa mediterránea propios de gente trabajadora con recursos justos, una enciclopedia que en su momento tuvo que ser la envidia del vecindario, una vieja tele, una vieja radio y un sofá ajado con una toquilla de vivos colores que habría tricotado la propia víctima. Y la foto de la boda de la hija, que se marchó tan pronto para casarse que todos pensaron que se había quedado embarazada.

Soto, recuperado de las escaleras, miraba como si pudiera exprimir los objetos, tratando de sacar conclusiones, de reconstruir la vida de la fallecida según lo que había aprendido en sus estudios de criminología. Observaba la escena del crimen con método, esperanzado en descubrir algún detalle que fuera clave en la comprensión de aquel asesinato con doble violación posterior.

Santamarta estaba en la habitación de la mujer, donde habían encontrado el cuerpo. Algo le decía que allí tenía que estar lo que le ayudara a resolver el crimen. Se dejaba llevar por el instinto, sin fijarse en nada en concreto, tratando de encontrar algo extraño, el elemento distorsionador en la escena que permitiera levantar la tapa y pillar por sorpresa al asesino. Casi olisqueando, se balanceaba en el centro de la habitación como un místico buscando el trance. En ese momento vio en la almohada, en la zona central, un pequeño corte. Se acercó y lo miró con curiosidad.

—Soto… ven a ver esto.

El subinspector entro en el dormitorio y observo lo que le señalaba Santamarta con el dedo.

—En la inspección ocular señala que habían encontrado algunos cabellos cortados con navaja, cuchillo o tijeras.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—No sé, inspector, tampoco me has dado tú mucha oportunidad.

—Ahora la culpa será mía, no te jode.

—Bueno… igual el corte en la almohada ha sido producido con el mismo instrumento usado para cortar el mechón de pelo de la mujer —dijo sacando el informe de inspección ocular y señalándole el reportaje fotográfico de situación del cuerpo.

—¿Los pelos eran de ella?

—Sí, eso está confirmado.

—¿El puto tarado le ha cortado un mechón de pelo después de matarla y violarla? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Es solo una idea. Igual se desequilibró un poco al ir a cortarle el mechón o calculó mal. Por eso pudo hacer de forma involuntaria el corte en la almohada.

—Espera —dijo Santamarta poniéndose un guante y metiendo el dedo en el corte—. Pues sí, chaval, aquí está, mira… más pelos de vieja.

1/1/22

Capítulo 2 (Novela 'Julio y las viejas')

El inspector Julio Santamarta tenía un lunes de perros. Y eso era ya mucho decir en un hombre de natural rabioso, inclinado a levantar la voz con facilidad, generoso en los esputos cuando perdía las formas y gritaba al acercarse a la cara de quien tuviera enfrente, muy dado a los chascarrillos de escatología sexual.

Bajó de su casa, donde habían quedado su mujer y sus dos hijos, un chaval de diecisiete años y otra de quince, aliviados como casi siempre que marchaba camino de la comisaría. Se acercó al coche con su mala hostia de serie multiplicada con la última novedad. Porque, tras la jubilación de Menéndez, le habían empaquetado como compañero a un desconocido recién llegado de Madrid y, por si fuera poco, también recién ascendido a subinspector. Unas semanas antes, al enterarse de esta jugada decidida en algún despacho que él hubiera rociado con gasolina y hecho arder a conciencia, se había ido a hablar a la desesperada con el comisario Ventura. Con la puerta cerrada, en la confianza de que nadie les escuchaba, le había hablado con tono impostado y lastimero:

—Ventura, en serio, no me podéis hacer esto. No me queda nada para jubilarme, no me pongáis a hacer de niñera.

Ramón Ventura había mirado con paciencia al hombre que tenía antes sí. Julio Santamarta era de carnes escasas, abundante pelo canoso peinado con raya clásica a un lado, mirada fina de ojos negros y un aire indefinido de viejo galán de tiempos del estraperlo. Los pómulos, hundidos hasta el extremo de que bajo la piel solo había hueso, eran una especie de registro notarial de los infiernos que acumulaba en su vida. Pese a todo, en la blanquísima dentadura, cuando sonreía, todavía aparecía el hombre que fue, desafiante siempre con su media sonrisa.

—Santamarta, sabes de sobra cómo funciona esto.

—Que no puedo ponerme a cuidar a nadie, que estoy muy mayor, no me jodas.

—Julio, te lo comes —le había insistido el comisario, con un tono que casi había sido cariñoso pese a la firmeza, por el respeto y la confianza que tenía con su subordinado. Santamarta, con esa misma confianza y envalentonado porque en el fondo sabía que no iba a lograr nada de aquella conversación, se había recolocado en la silla, echado un poco el cuerpo hacia adelante y, arrastrando las palabras, le había dicho:

—Ventura, tiene cojones, a estas alturas hacer de niñera de un cantamañanas que se pensará que las cosas importantes se aprenden en los libros, que se sabrá los jodidos protocolos al dedillo y que me vendrá con chorradas legales. Que si Master en Análisis y Prevención del Crimen, que si Master en Perfiles Criminales… un primaveras tocapelotas.

El comisario no había podido evitar una sonrisa fugaz. Se había recompuesto después, le había mirado fijamente y le había cortado:

—Inspector, si no tiene más asuntos que tratar, circule, que ya se nos está haciendo tarde. Santamarta se había levantado de la silla y conforme se daba media vuelta e iba saliendo del despacho iba murmurando: “Putos cabrones, a este le voy a hacer la vida imposible, empiezo y no me paráis ni con camisa de fuerza, no me lo vais a quitar, se va a tener que marchar él. Este es de pincel, pero no sabe que yo soy de brocha gorda, va a parpadear y ya voy a estar dentro de él metiéndosela por detrás”.

—Inspector —le había llamado el comisario antes de que saliera.

—¿Qué?

—Que ya le está esperando.

—No me jodas.

—Ahí fuera le tienes.

—¿Él?

—Daniel Soto.

—Cago en todo ya. ¿Y qué hace aquí?

—Es buen chaval, se ha venido antes para presentarse y que os conozcáis.

—Venga, hombre… y querrá que le frote los pezones hasta que salgan chispas para darle la bienvenida —había comentado con un además desesperado.

—Esas cositas de maricas son cosa vuestra —había zanjado el comisario, bajando la mirada y prestando atención a los papeles que tenía encima de la mesa.

Santamarta había salido al fin del despacho del comisario ventura y se había acercado a donde le estaba esperando, en perfecto estado de revista, el subinspector Daniel Soto, el que iba a ser desde ese día su compañero.

—¿Qué cojones haces con corbata, vas a pedir algún crédito al banco? —le había preguntado a modo de saludo y como quien vomita.

—Eh… no, no inspector Santamarta. Soy Daniel Soto.

—Sé de sobra quién eres.

—Bueno, no sé, la corbata me parecía una buena forma de presentarme ante usted.

—Yo de usted le trataba a mi abuelo y se murió. A mí de tú, ¿estamos?

—Sí.

—Bueno… dices que te parecía que era una buena idea.

—Sí, me lo parecía.

—Escucha, Danielito… eres un primaveras y cuanto antes lo sepas mejor. Porque lo eres, un primaveras, y yo no voy a hacerte de niñera, ¿estamos?

—Pero si yo no…

—Que me da igual, que lo único que tienes que saber es que aquí el que dice cuándo una idea es buena o mala soy yo.

—Con el debido respeto, creo se está usted extralimitando.

—Sí, está bien que me tengas el debido respeto y el otro, el no debido, el que le debes a mis cojones. ¿Te tengo que mear los zapatos para que huelas a policía?

—No… no.

—Pues ale, no te quiero ver el pelo hasta que te toque empezar.

Llegó el lunes en que Soto empezaba a trabajar y el humor de Santamarta no había mejorado. El inspector se dirigió a su viejo coche tras salir de su casa y, en el aparcamiento, antes de meter la llave echó un vistazo disimulado a los alrededores y, tras comprobar que no había nadie, se agachó y revisó de forma rápida y profesional los bajos, hábito que no había perdido desde los años de sangre y plomo en sus tiempos de la Brigada de Información en la comisaría de Irún.

Después metió la llave en la cerradura de la puerta del conductor y la giró sin que el mecanismo funcionara. Lo intentó, nervioso, en tres ocasiones más. La ira le fue creciendo desde el ombligo hasta la garganta como una bola eléctrica de bilis, lo que motivó un “cagoendios” que sonó a trueno podrido. Además, pegó dos puñetazos con el lateral de la mano rabiosa muy cerca de la cerradura, lo que provocó que, al fin, se abriera.

Se sentó al volante bufando y sudoroso, con ganas de llegar pronto a donde Lola a despacharse un buen sol y sombra, como solo sabía preparar la dueña de ese bar junto a la comisaría en el que era un habitual antes de cada comienzo de turno. Era Lola una mujer de gestos alegres y cara triste, lo más parecido a una verdadera amiga que tenía el inspector, seguramente porque ella le sabía escuchar y casi nunca le había llevado la contraria. Se conocieron cuando él llegó hace quince años, trasladado después de un asunto no muy claro por la detención de un terrorista y un expediente disciplinario que le dejó un año apartado del servicio, un año en el que tuvo que buscarse la vida en actividades que casaban mal con el Código Penal, pero a las que se acomodó para pagar el alquiler y dar de comer a su familia. El expediente no era conocido por casi nadie y en él figuraba el apellido Santamarta y una acusación por torturas.

El inspector se hizo pronto a su nuevo destino en esta ciudad del norte de España, como esos perros callejeros capaces de sobrevivir en cualquier entorno aunque nadie les quiera. Vino al principio solo, porque su mujer acababa de dar a luz a su hija Laura, la segunda después de Mario, su primer hijo que llevaba algo más de dos años en el mundo. En aquellas semanas solitarias conoció a Lola y su bar, y también probó la cama de Mamen, que le hizo buenas ofertas las primeras veces haciéndole buenos descuentos en su tarifa habitual y, con el tiempo, casi enamorada de él, cada viernes le aliviaba la entrepierna sin cobrarle y le conseguía sus gramos de coca semanales a un precio casi siempre muy razonable.

—Lola, prenda, ¿te puedes creer? A mi edad me toca hacer de niñera.

—Aquí tienes —le dijo la dueña del bar poniéndole sin que él hubiera tenido que pedirla su copa de anís y coñac, junto al café solo que él endulzaba solo con la mitad justa de un azucarillo—. ¿Qué es eso de que tienes que hacer de niñera… ha venido ya tu nuevo compañero?

—Sí, hoy. Bueno, aún no le he visto esta mañana. Pero, vamos… este está allí como un clavo desde hace por lo menos una hora. Me cago en la leche, Lola, que no tengo edad ni ganas para ponerme a enseñar el oficio a nadie. Que los malos saben mucho, que están ahí fuera y no descansan. El tiempo que yo pase enseñando al chaval, tiempo que tienen ellos para ponerse las botas sin que les echemos la mano encima.

—Ya será para menos…

—Que sí, coño, que sí —le dijo levantando ligera e inconscientemente la mano derecha.

—Bueno, pues que aprenda con el mejor, ¿no?, con el inspector Santamarta.

—Lola, no tengo los cojones para bromas ahora mismo.

—Ya veo. Sí que tienes el día hoy cruzado. Venga, apriétate ya el café y la copa a ver si así te mejora la mala hostia.

—Será lo mejor —contestó bebiendo su sol y sombra y su café, para añadir después—: Lola…

—Dime.

—Me pones más burro que un recién casado.

—¿Ves como se te iba a poner mejor humor después de tomarte lo que te he puesto?

—Vamos a la parte de atrás —le dijo con una sonrisa irónica de niño travieso.

—Julio, algún día te voy a decir que sí y no vas a saber ni qué contestar —contestó ella riéndose confiada.

—Eso es verdad. Venga, reina, aquí te dejo —añadió echando unas monedas sobre el mostrador antes de marcharse. El inspector echó un eructo lo más silenciosamente que pudo al entrar en la comisaría y se fue hacia la zona de trabajo donde tenía su mesa. En la de al lado, que Soto ya había hecho suya, el subinspector le esperaba igual de preparado, igual de predispuesto que la vez anterior, pero sin corbata.

—Venga, vamos al lío, que no quiero perder más tiempo en conversaciones —le dijo—. Te has quitado la corbata. Menos mal que algo de sangre tienes, aunque no demasiada. Menos da una piedra. Haz caso a lo que te diga y nos irá bien. No me jodas y no te joderé. Y te conviene que no te joda, porque yo jodo muy bien, para lo bueno y para lo malo. ¿Qué tenemos hoy, chaval?

El subinspector tardó unos segundos en reaccionar. Santamarta le dedicó lo más parecido a una sonrisa que tenía en su catálogo de gestos, lo que dejó aun más descolocado a Soto, al que hasta se le pasó por la cabeza que aquello fuera una cámara oculta, una novatada o alguna cosa similar. Finalmente se animó a contestar:

—La mujer de 73 años que encontraron el viernes muerta en su casa.

—Se escapó hace unos años del coronavirus la vieja, pero le llegó su hora. Una pensión menos, mira tú que suerte. ¿Qué pasa, hay caso…?

—Agresión sexual postmorten.

—¿A la vieja?

—Sí.

—No habían dicho que era una infección de orina lo que le había puesto el asunto de aquella manera. Chochito viejo con infección y tal y tal.

—Pues no. Aquí tengo una copia de la autopsia.

—Hay que estar muy desesperado o muy enfermo. Un chocho de 73 años, hay que tener estómago. A ver… dame la copia de la autopsia. ¿Cómo la has conseguido tan temprano?

—Pidiéndola por favor.

—¿Pretende ser una broma?

—No, ¿por qué?

—Madre mía, qué paciencia me va a hacer falta contigo, Soto.

—A ver, dame… mierda, no tengo las gafas de cerca. Lee tú, venga.

—Aspecto general del cadáver. El cadáver aparece completamente desnudo sobre la mesa de autopsias, en posición de cúbito supino.

—Soto.

—Dígame, inspector. Perdón, dime, inspector.

—¿No tendrás los santos huevos de leerme la autopsia completa?

—Para que no se nos escape ningún detalle, ¿no? Cuatro orejas escuchan mejor que dos.

—Pero qué habré hecho yo para merecer esto… Venga, léeme lo importante, que por lo que ya te conozco, seguro que te la has empollado.

—Me la he leído un par de veces antes de que viniera… perdón, de que vineras.

—Como me vuelvas a tratar de usted te comes una hostia. Y ya sabes, nos morimos los dos.

—¿Perdón?

—¿Tampoco te sabes esta?

—¿Cuál?

—Joder… la de que tú te mueres del golpe y yo de la onda expansiva.

—Entendido.

—Madre mía, debes de estar por debajo del mono en la pirámide animal.

—Inspector, me falta al respeto… —interpeló Soto, crecientemente nervioso.

—Buff… sí, lo que tú digas. Venga, dime qué le ha pasado a esta dichosa señora.

—A ver… —contestó el subinspector, recomponiéndose—. Autopsia del periné, examen externo, se aprecia dilatación del orificio anal, que presenta un diámetro aproximado de dos centímetros.

—Le ha petado el culo a la vieja.

—Lesión en el orificio anal, en la zona cutánea que le rodea y en los primeros tramos de la mucosa rectal.

—Hostia, Soto, que no te recrees, coño, que me ha quedado claro.

—Vale. En la región genital, se aprecian lesiones macroscópicas a nivel de labios mayores o menores.

—Por delante y por detrás, tris tras. Pero qué jodido depravado ha podido hacer esto. Puto tarado follaviejas.

—No aparecen restos de semen.

—Mierda, el tío no es tan tonto como parecía. Perturbadillo cabrón, pero no tonto.

—Sobre las causas de la muerte, asfixia mecánica. Y por la ausencia de hematomas o de restos de piel o pelo en las uñas de la mujer, parece claro que la penetración se produjo después del asesinato.

—Joder…

—Y en la casa no había señales de violencia tampoco. Tuvo que entrar con la confianza y el visto bueno de la señora —añadió Soto, que quedó un instante callado, con la mirada perdida por las líneas del informe, ensimismado, como si una tormenta de ideas se hubiera desatado entre los pliegues más profundos de sus meninges.

Santamarta le observaba sin disimulo y sin poder evitar cierto gesto de superioridad paternalista. Era Soto un hombre de altura mediana, un poco gibado, delgado y de hombros estrechos, labios abultados y pelo rubio oscuro, lo que unido a unos ojos pequeños, le daba la sensación de bazar chino, de un hombre mezcla de mil perfiles físicos mezclados al azar en un puzle inacabado. Su único rasgo destacable era un brillo inteligente en el fondo de sus ojos cuando se concentraba en algún caso. Y eso estaba ocurriendo en aquel momento.

—Soto, vuelve… Vamos para el barrio de la vieja a hacer algunas preguntas a los vecinos.

—Sí, inspector, vamos.

Guardó después cuidadosamente la copia de la autopsia en una carpeta y la dejó en el primer cajón de su recién estrenada mesa. Había hecho fotocopia de toda la documentación que había obtenido del caso y la guardó doblada por la mitad en un pequeño portafolios que metió en la bandolera que siempre llevaba encima cuando estaba de servicio.

Después sacó una libretita que tenía en el bolsillo interior de la americana marrón oscura que vestía y escribió: “2 de marzo, mujer de 73 años, agresión sexual postmorten (anal y vaginalmente), muerte por estrangulación. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué?”.

—¡Soto, cojones, vamos! —gritó el inspector desde la zona de atención al público de la comisaría.

El subinspector añadió en la libretita: “1er caso con Santamarta. Buen policía, horrible persona”. Y salió corriendo tras su superior, que en la calle ya se acercaba al vehículo policial camuflado.

—Conduces tú, chaval —le dijo lanzándole las llaves.

Montaron ambos en el ‘K’ y se dirigieron al barrio donde dos días antes había sido violada y asesinada una mujer de 73 años. En realidad, al revés, asesinada y violada.

31/12/21

Los poetas #poema #versadicto

No descubrimos nada al decir
que la esperanza perdida
es la más triste y hueca
de las habitaciones.

Es cierto que en el vientre
de las pesadillas infantiles
habitan los monstruos
más simples y terribles.

No es cuestión de lamentarse
por cada farola apagada
porque está claro que la noche
tiene vocación oscura y acobarda al sol.

Es bien sabido desde siempre 
que las viejas casas se agrandan
cuando marchan los niños
y entra el silencio por los pasillos.

Es historia gastada la de contar
que la vela moribunda
es la más hermosa de todas
en sus últimos suspiros de luz.

Está más que dicho 
que da igual si las muchachas cantan
cuando los pozos son patria
de suicidas y humedades.

Es preciso asumir que los hijos
pueden deshacerse como las últimas nieves
se duermen a principios de junio,
aunque un padre se rompa y llore.

Las hormigas en hilera,
las visteis cuando el tiempo era lento,
tienen la fe de los ciegos
que creen con las yemas de los dedos.

Sin embargo, los poetas repetimos lo sabido,
nos empeñamos en levantar la falda
a los minutos y a los afanes
para aburriros con nuestras evidencias.

Será que, junto a la cama,
en danza apagada por el sueño,
un coro de palabras nos vela
y nos lanza después al día con besos y versos.

Soy uno más en este alumbramiento,
llevo tiempo junto a vosotros
en la cofradía del desamparo
besando la orilla de los ríos.

Hermanos del temblor y la entraña,
os saludo, os respeto, os abrazo
y pongo a vuestra puerta
un canastillo lleno de metáforas.


Era sencillo #poema #versadicto

En el fondo era sencillo,
un gesto limpio y breve,
nada extraordinario,
al alcance de un simple quererlo,
de un hacerlo
y el milagro hubiera llegado.

Hubiera bastado con mirarte,
la vida hubiera sido distinta,
sin esos enemigos a las puertas
que brotan del lugar
donde deberían crecer las alas.

Era una verdad grande,
hubiera sido fácil,
hubiera bastado un segundo
para plegar un destino
y amanecer otro.

El tiempo fue el que es
y ahora vivimos
con una raya de acero en el cielo
que pesa y parece
venírsenos encima.

Comprendo en esta tarde
de esquinas rotas
que es difícil saber
cómo laten los corazones
y por qué los dioses
nos escupen presente e hipotecas
cuando pretendemos
huir del desamparo.

No pudo ser porque no fue,
porque no abrí los ojos,
porque para que sucedan milagros
hay que atreverse a mirar.

Colecciono penurias,
crecen en mis zapatos
mares sucios, madres tristes
y periódicos arrugados
y, sin embargo, sigo sereno.

Pudo ser y es que no fue,
hubiera sido fácil
pero el día se torció
y yo me marché
con los ojos cerrados
y tú quedaste, ignorada.

Aunque los años y el ruido
se deslicen viscosos por la espalda
de las urbanizaciones deshabitadas,
voy a escribir en tu cuaderno, mi vida,
que, entre nieblas y derrotas,
ahora ya sí... te he mirado.

29/12/21

Acogedme #poema #versadicto

La vida se ha puesto como debía y he aprendido la costumbre de morirme y resucitar… ¿a qué entonces tanta duda?

Leo libros y escribo, colecciono historias, tiemblo poemas, hablo con mi gente y buceo en mí porque, según me dicen y me digo, en lo profundo de este que soy palpita la respuesta. Oscura y confusa, clara respuesta.

El viento sopla, millones de estrellas están brillando, miles de personas se hacen el amor y la guerra. Todo ahora y a la vez todo.

La prodigiosa sinfonía de la existencia, si escucho con atención, suena en mis entrañas y en las esquinas recónditas del universo. Soy cualquiera, soy tú y ella, soy una ventana por la que entra y sale la oscura luz, la luminosa oscuridad, con su aliento divino tan humano.

Acogedme como a un hermano bueno, como a una cosecha de trigo, como a un refugio en invierno, como a la espuma de las olas, como a un corazón entregado.

Acogedme así y seré hermano, cosecha, refugio, espuma y corazón.

La vida se ha puesto como debía y he aprendido.

Ahora y para siempre, acogedme.

Capítulo 1 (Novela 'Julio y las viejas')

Extendió sus alas el pequeño gorrión y abandonó las seguras ramas de su árbol. Era una tarde de verano en la que la humedad del mar hacía algo más lenta la vida de esta ciudad del norte de España. La corteza de aquel plátano de sombra se descamaba en esquirlas verdes, cenicientas y castañas que, en el suelo, formaban una alfombrilla sobre la que pasó veloz la sombra del gorrión.

Un árbol como muchos otros, en la acera de una ciudad de costa, un ave como tantas, una calle cualquiera. La sombra del pajarillo siguió marcando en el asfalto el vuelo que, unos metros más arriba, protagonizaba el cuerpo del animalillo. Hasta pasar, con un reflejo también fugaz, sobre un charco de agua estancada, barro y diversa porquería, que aguantaba sin secarse en pleno agosto gracias a su cercanía a la ladera norte de una de las colinas junto al mar.

Había extendido sus alas tras sentir un pellizquillo de hambre en su diminuto estómago y se estaba dirigiendo por instinto al contenedor de basura que solía frecuentar, tres calles más allá, cerca del cementerio, algo menos cerca de unos hermosos acantilados junto a una horrible depuradora de aguas fecales.

Volaba bajito porque era un pajarillo que, como decía una vieja canción, no tenía envidia de los halcones pero sentía lástima de los canarios. A media altura, de forma que las copas de los árboles con sus enormes hojas casi le hacían cosquillas en las patas encogidas, voló a buscar comida en la basura. Se peleó con otros gorriones, esquivó los letales picotazos de dos gaviotas y miró de reojo a una rata que se pegaba un festín de carne putrefacta. Se hinchó el gorrión de restos de patatas fritas que encontró en la esquina despanzurrada de una bolsa de basura que habían dejado en el suelo, porque no cabía en el abarrotado contenedor.

Alzó de nuevo el vuelo, perezoso y feliz, todo lo feliz que puede estar un pájaro, por la sensación de tener el estómago lleno, notando cómo empezaba a fermentar la papilla de patata frita y jugos gástricos. Oyó a su derecha un ruido extraño de metal y cristales.

Todo se iluminó. Luego, oscuridad completa.

19/12/21

Un #poema #versadicto


Un ramo de soledades 
que alcanzan al fin consuelo, 
a fondo perdido y dulce 
un buen préstamo de besos, 
una lección de pronombres, 
un sube y baja del pecho, 
un ir hacia ti despacio, 
a tientas, gozos y acentos, 
un imperio de ternuras, 
azúcar, alas y vuelo, 
una hoja de higuera antigua, 
unos chiquillos de viento, 
un "te quiero, vida mía", 
una habitación y dentro 
dos voces y dos latidos, 
un mundo, un rato, un cielo.