5/2/22

Capítulo 9 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto abrió el papel de aluminio por uno de los extremos y se comió el bocadillo de lomo que le acababa de preparar Lola. Al masticar el primer mordisco del jugoso y aceitado filete de lomo, algo voluptuoso se abrió paso hasta sus instintos más genitales recordando a Lola. La escena era un puro contraste, un subinspector de policía conmovido sexualmente al morder un bocadillo antes de ponerse a trabajar en su mesa en la comisaría, un hombre que no podía evitar turbarse un poco en soledad al recordar cómo ella le había despedido con un “prenda” inesperado. Por la falta de costumbre y pericia como galán, que él mismo asumía, le conmovían las demostraciones de afecto que le dedicaba muy de vez en cuando alguna mujer. Incluso aunque, como en el caso de la dueña del bar, fuera una cuestión más de cortesía que de auténtico deseo de coquetear, Soto notaba un golpecito de sangre acumulada en el bajo vientre y en la cara, sobre todo en las sienes, a la vez que un ligero pellizco de culpabilidad, como si unas palabras amables de una mujer fueran el principio de una traición a Sara, como si aceptar una palabras juguetonas de una camarera fueran motivo de lo que avergonzarse. Se castigaba con estos pensamientos y con la contestación que él mismo se daba, porque se regañaba a sí mismo diciéndose que ese “prenda” no significaba nada y que había que ser muy estúpido para pensar que Lola, o cualquier otra mujer, se fijaran en él, porque todavía no se explicaba muy bien cómo había podido fijarse en él la suya, su Sara. Quizá por lo pesado que fue con ella, por lo mucho que insistió, porque se negó a aceptar sus primeros rechazos.

Acabó su bocadillo y dio un último trago para apurar su refresco, dejando salir después del centro de su pecho un sonoro eructo que resonó con cierto eco en la zona de mesas de trabajo de sus compañeros, todas vacías, porque se encontraba solo a esa hora en la que el resto de inspectores y subinspectores había salido a comer. Limpió con esmero de hijo bien educado las migas que habían caído en la mesa, estrujó un poco la lata de refresco, hizo una bola perfecta con el envoltorio del bocadillo y tiró todo a su papelera antes de abrir la sesión de su ordenador, meter el pendrive y empezar a bucear en los certificados de defunción.

Dedicó casi cuatro horas a leerse uno por uno los certificados con paciencia comparable a la que tuvieron los monjes medievales cuando se enfrascaban en su escriptorium en la tarea de copiar alguno de los tratados de Aristóteles. Confiaba en su trabajo de mesa tanto como en el que desarrollaba en la calle. Fantaseaba con la capacidad de su cerebro para establecer conexiones entre ciertos datos y detalles que iba leyendo en todos los informes relacionados con el caso. Para esto se sentía como esos exploradores indios de las películas de vaqueros, capaces de averiguar el número y las circunstancias de quienquiera que estuvieran persiguiendo a base de analizar las huellas, los restos de hogueras y las boñigas de los caballos.

Los más de doscientos certificados de defunción de otras tantas mujeres que fue leyendo minuciosamente le produjeron una especie de borrachera de nombres, fechas y motivos de fallecimiento que le fueron transportando a un nirvana de ratón de biblioteca metido a policía, masoquistamente feliz de poder saturarse de cifras y letras en un placer solitario y agotador, con un exceso de información que habría provocado a los cinco minutos dolor de cabeza a cualquier otro agente que estuviera investigando el mismo caso.

A Soto le hacía feliz notar cómo estaba llevando a sus neuronas a un ejercicio de análisis extremo, de modo que la leve pesadez de cabeza que le fue entrando se convertía en una molestia que él tomaba como un premio, como una demostración de la grandeza de su esfuerzo investigador. En aquellos momentos se acordaba fugazmente de las palabras de un antiguo profesor de Filosofía, un cura que había estado de misiones en Burundi y que ya se quedó con el nombre de ese país como mote. Este profesor les decía a menudo que no hay mayor laurel para un buen atleta que el propio sudor cayendo sobre la frente en lo más duro del esfuerzo competitivo o les soltaba el ripio infame “Es el canto que canta la garganta el premio más cabal para el que canta”.

Sufriendo y disfrutando a un tiempo por el esfuerzo cerebral, el subinspector descartó las muertes por accidentes presumiblemente lógicos en mujeres de esa edad, obviando por tanto a las fallecidas por caídas o atropellos. Su mente metódica estableció tres espacios temporales en esos cinco años que, aunque muy descompensados en su duración, le parecieron los más adecuados. En medio, los cuatro meses del primer confinamiento por el coronavirus, el que afectó a toda España, aquellos lejanos y casi fantasmales marzo, abril, mayo y junio del año 20. Antes y después, sendos periodos de dos y tres años, hasta completar los cinco años que comprendían los archivos que le había facilitado Llorente. Dudó entonces sobre si el margen de cinco años había sido una decisión acertada y si no hubiera sido mejor ampliar la investigación de los certificados a diez años. Sacudió ligeramente la cabeza y decidió continuar con lo que tenía en ese momento, dejando para más adelante la posibilidad de añadir los cinco años previos si fuera necesario, porque eso implicaría volver a solicitar todos esos nuevos datos, volver a reunirse con Llorente para recogerlos y volver a sentarse para su análisis. Y ante la posibilidad de tanto volver, decidió, de momento, continuar.

En esa labor concienzuda de zapa, de no dejar el más mínimo espacio a la duda, se le ocurrió un pensamiento peregrino. Le entraron ganas de fumar. No lo había hecho en su vida y hasta se sorprendió pensando en tal posibilidad, sobre la que reflexionó y llegó a la conclusión de que era fruto del momento de gran esfuerzo al que estaba sometiendo a su cabeza. Tuvo que reconocerse que no tenía mucho sentido que, en tal estado de felicidad casi plena trasegando con toda esa información, le dieran esas ganas extemporáneas de fumar. Realmente, ganas de imitar, de hacer suyo el gesto de fumar, de poder echar un pitillo tras otro mientras leía informes, como había visto hacer a algunos de sus compañeros, para que el humo del tabaco fuera dando al ambiente de su entorno un halo de película de Bogart. Y así, a falta de gabardina o andares lentos, que ese hábito del tabaco garantizara que él también podría apropiarse del deje, agresivo y tierno a la vez, que ningún otro actor fue capaz de plasmar en la pantalla con tanta perfección como el protagonista de ‘El halcón maltés’.

La realidad es que lo del tabaco ya era cuestión imposible por la ley aprobada años atrás, pero es que, además, el subinspector solo había fumado un cigarrillo en su vida siendo adolescente, el primero y el último, porque aquello de fumar de siempre le había parecido una liturgia atractiva cuando la había observado en otros, pero una soberana gilipollez cuando trató de hacerla suya. Se fumó un pitillo en unas fiestas de pueblo después de que una exnovia le diera calabazas cuando él intentó reconquistarla. “Esto de fumar es muy absurdo y ella no volverá nunca conmigo”, pensó. Aquella noche fue un poco penosa, pero cuando se marchó a casa, borracho y cansado, había obtenido dos buenas lecciones de vida, una sobre el tabaco y la otra sobre las mujeres.

Abrió un Excel en su ordenador y fue estableciendo columnas clasificatorias para cada uno de los expedientes. La primera, para el número de expediente; otra, para el periodo que marcaría como uno, dos o tres según la muerte se hubiera producido antes, durante o después del confinamiento de la primavera de tres años antes. Otra columna más para el barrio de la ciudad donde se había producido la muerte, una cuarta para el nombre de la fallecida, otra para el forense que había firmado el certificado y otra más, la sexta, para el motivo de la muerte.

Antes de repasar los expedientes y comenzar a rellenar columnas, llamó a su mujer para avisarle de que tenía tarea para un buen rato en comisaría. Cuando iba por el expediente número cincuenta recibió una llamada de Santamarta que le dejó algo extrañado y a la que no encontró explicación y que, además, le hizo pensar que el inspector le iba a recriminar al día siguiente que había estado perdiendo el tiempo toda la tarde. Redobló su ritmo analítico y aceleró la segunda revisión de los documentos, terminando de rellenar todas las columnas de todos los fallecimientos un poco antes de lo que esperaba.

Se permitió entonces un leve descanso, levantándose a por otra Coca-cola Zero y una chocolatina en la máquina expendedora de la comisaría. Se sonrió al tener ambas cosas, una en cada mano, pensando en lo absurdo que resultaba tomar un refresco sin calorías acompañado de una chocolatina hipercalórica, como aquella prima suya que se pidió en una boda un café con sacarina después de haberse metido un chuletón de medio kilo y haberse hartado a pasteles. Se encogió de hombros, absolviéndose de estas pequeñas incongruencias de hombre adulto que, sin embargo, mantenía como una herencia enfermiza en lo profundo de su inconsciente las flaquezas y complejos del adolescente zampabollos con sobrepeso que había sido.

Al volver a su mesa de trabajo, se dio cuenta de que ya no estaba solo, porque Marín y Trujillo estaban también enfrascados en sus investigaciones, absorbidos por la atención que prestaban a las pantallas de sus ordenadores. Se sorprendió de no haberse dado cuenta de la llegada de sus compañeros y sintió un ramalazo de orgullo, porque su propia capacidad de concentración le había abstraído de todo cuanto le rodeaba.

Volvió a su asiento con la cabeza ligeramente más despejada y sus neuronas se lo agradecieron con un destello analítico inesperado, que le llevó a creer que todo el esfuerzo de la tarde iba a tener su recompensa y que, al día siguiente, iba a poder presentarle algo a su inspector sin riesgo a un nuevo comentario o a un nuevo amago de colleja. Abrió la aplicación de la calculadora en su móvil y empezó a teclear con nerviosismo y sonrisa crecientes, mientras susurraba entre dientes los conceptos y resultados que iban pasando de su cabeza al teléfono.

—Cinco años, por doce meses, sesenta meses. Doscientas trece mujeres entre sesenta meses, hacen una media de tres coma cincuenta y cinco mujeres. Vamos a ver… meses de confinamiento, cuatro… muertas en estos meses… ¡Hostia! Murieron setenta y cinco.

El “hostia” lo dijo en alto, tan alto que Marín y Trujillo levantaron sus cabezas de sus papeles y sus ordenadores y se le quedaron mirando. Soto se dio cuenta y les dijo con una sonrisa algo ridícula:

—Creo que tengo algo. Bueno… no sé. Igual no.

La inspectora Marín no contestó nada, torció un poco los labios porque no acababa de tener una opinión completamente formada del nuevo y volvió a concentrarse en su tarea. Trujillo masculló un “suerte” antes de retomar de la misma forma su labor con lo que tenía encima de la mesa.

Soto notó que el cuerpo se le quedaba bloqueado, como si una orden de su cerebro hubiera determinado que era necesario concentrar toda la energía disponible en los siguientes momentos de reflexión, dando prioridad al alimento de sus neuronas, de modo que cualquier gesto físico fuera un derroche innecesario. Pensó que era lógico un aumento de fallecimientos de mujeres de esa edad durante lo peor de la pandemia, porque aquel virus y sus variantes hicieron más que estragos entre las personas mayores. Pero recordaba, adicto a datos y porcentajes como era, que la mortandad se había disparado, sí, pero multiplicando solo por cuatro el índice previo en aquellos cuatro meses. En lo peor de la crisis sanitaria los registros se descontrolaron pero, tomando el periodo de los cuatro meses, el porcentaje de subida era del cuatrocientos por ciento. Si la media eran tres coma cincuenta y cinco fallecidas por mes, en cuatro meses deberían haber muerto unas quince mujeres en condiciones normales. Con la llegada del virus, esa cifra se multiplicó por cuatro, lo que daría un número cercano a las sesenta fallecidas para cuatro meses. Pero ese no era el número que le indicaban los papeles, ya que las setenta y cinco muertes que se habían producido durante el confinamiento eran quince más de las esperables. Y quince mujeres fallecidas más eran muchas. Pensó, pensó más todavía. Pensó que quizá hubo algún brote que distorsionó la previsión de la media y era necesario buscarle tres pies al gato.

—O quizá un asesino se aprovechó de aquella locura para pegarse un festín y llevarse por delante a 15 mujeres en cuatro meses —se dijo mientras se levantaba de su silla, imprimía el Excel, cerraba el ordenador, cogía el pendrive y se marchaba para casa dispuesto a empollarse obsesivamente las circunstancias y detalles de los fallecimientos de esas setenta y cinco fallecidas, con la esperanza ya enfermiza de encontrar un patrón, una distorsión detectable, un error en el código de la realidad comparable al de su adorada serie de películas de ‘Matrix’.

Metido en la cama, sentado y con la espalda apoyada en el cabecero, repasó de nuevo esos certificados de los cuatro meses de la pandemia mientras su mujer ya se había dormido y su hábito de paquete diario de Winston, ella sí era fumadora, le provocaba un leve ronquido rítmico que, lejos de distraerle, ayudaba a Soto a concentrarse mejor y controlar el sueño que le estaba empezando a entrar.

Los barrios en los que residían las ancianas fallecidas obedecían a un reparto razonable, lo mismo que el motivo de la muerte. Del nombre de las mujeres tampoco extrajo ninguna conclusión extraña y, respecto del mes, también era perfectamente esperable que aquellos marzo y abril del 20 sumaran cincuenta de las setenta y cinco mujeres, puesto que fueron los meses en los que se registraron los picos de máxima expansión y virulencia, con semanas en las que el número de muertes en España se acercaba con insensible crudeza a las mil diarias.

Antes de cerrar el ordenador y tratar de dormirse, se concentró en la columna de los médicos firmantes de cada certificado. Dos forenses habían firmado treinta y tres certificados, veintiuno del doctor Javier Oleaga y doce el doctor Javier Riaño. Apuntó sus nombres y el número de certificados de cada uno en su libreta, junto a la palabra “interrogar”. Tuvo un breve diálogo consigo mismo en el que se dijo que aquellos dos habían certificado demasiadas muertes en poco tiempo, a lo que otra voz en su interior le contestó que esa cifra de certificados también podría ser escasa para un periodo como el del confinamiento de tres años atrás, tan extraordinario y excesivo en muertes. Dejó en el suelo el ordenador, varios papeles, la libreta y un bolígrafo que usaba para sus anotaciones y se entregó al sueño, antes de echar una última mirada a su mujer.

En el duermevela previo a caer dormido del todo su mente divagó con ideas como que había estado tan centrado en los certificados que se había olvidado de cenar, tras lo que le apeteció una pizza, pero estaba tan cansado que ni se le ocurrió levantarse para pedir una. Le vino a la mente la frase de que el secreto está en la masa, sonrió casi sin fuerzas y, sin abrir los ojos, se quedó dormido al fin.

Soñó en una carrera al estilo de las películas de pandilleros americanos de los años 50, pero protagonizada por repartidores en vespinos en lugar de muchachos engominados al volante de cadillacs. Dos repartidores quemaban las gomas de sus motillos, perseguidos por un Santamarta que, pistola en mano, pegaba tiros al aire y, al final, vestida a lo Olivia Newton John en ‘Grease’, su Sara esperaba como premio al ganador. Él, Soto, era el juez de línea que determinaría cuál de los repartidores ganaba la carrera. Al día siguiente no recordó nada del sueño.

2/2/22

Capítulo 8 (Novela 'Julio y las viejas')

Soto llegó unos minutos antes de las diez y media a su cita con Rafael Llorente, pero esperó fuera del Registro a que diera la hora exacta a la que había quedado. Ocupaban las oficinas del Registro Civil la planta baja de un edificio de finales de los 60, que había sido en sus buenos tiempos una delegación del Ministerio de Agricultura, y contaban que en su inauguración estuvo el mismísimo Franco, con corte de cinta y discurso incluido. Ahora su imagen componía un mamotreto en medio de una zona de nuevas edificaciones, fruto de ambiciosos planes de regeneración urbana de esa parte de la ciudad, era desde todo punto de vista un bloque desproporcionado y agresivo en comparación con los colindantes.

El subinspector tenía las manos en los bolsillos y palpaba nerviosamente el pendrive que llevaba para que su amigo le pasara de forma irregular el listado de mujeres muertas. No estaba muy orgulloso de saltarse el procedimiento y la burocracia, pero se justificaba en un diálogo interno diciéndose que iba a conseguir ese listado de todas formas, que la investigación estaba muy bloqueada y que las salidas de madre de Santamarta no ayudaban precisamente a avanzar hacia el asesino, si es que era un hombre, que también podría ser una asesina, de modo que solo él, el subinspector Soto, sería capaz de desatascar el momento actual del caso y para eso necesitaba saltarse algo el procedimiento. Necesitaba para eso el listado, cuanto antes. Quitaba y ponía nerviosamente el tapón del pendrive sin sacarlo del bolsillo con una sola mano y ese gesto que realizaba con el dedo índice y el pulgar, nervioso y acelerado, le recordó los juegos digitales que empleaba con su mujer cuando la masturbaba llevándola hasta el orgasmo. Esta imagen de sus entretenimientos de cama le hizo sonreír y le hizo sudar, tras lo que comprobó que eran las diez y media y entró al Registro para preguntar en la ventanilla de Información por su amigo.

En los minutos que tuvo que esperar se entretuvo observando a quienes allí acudían a pedir certificados, tratando de imaginarse qué tipo de historias habría detrás cada una de esas personas, como un entrenamiento de su intuición de policía. Vio un hombre que parecía llevar encima el peso de una mochila de piedras y se imaginó que estaría allí para tramitar algún procedimiento por la muerte de alguien muy cercano. Al mirar a una mujer de cuarenta y pocos años con andares algo precipitados, que pretendían ser decididos pero escondían un poso de miedo, quiso ver a una esposa que venía por su certificado de matrimonio porque se iba a divorciar, poniendo fin así a años de destrozo emocional provocado por un marido manipulador y machista. También se fijó en un hombre delgado, moreno y con entradas, de ojos llorosos y presencia consumida y cartujana, que le inspiró lástima y al que iba a imaginar su correspondiente historia cuando apareció por fin Llorente con una gran sonrisa y los brazos abiertos.

—¡Danielito! Ahora podemos darnos un abrazo como Dios manda, que el puto virus nos tuvo año y medio estreñidos hasta que sacaron la vacuna.

—Será constreñidos —le corrigió Soto, sonriendo también.

—¿En qué estaría yo pensando? —le dijo mientras se fundían en un sincero abrazo, acompañado de sonoras y recíprocas palmadas en la espalda, con esa forma ridícula que tienen algunos hombres de querer demostrar que esas demostraciones públicas de cariño no esconden nada más que una incuestionable amistad heterosexual.

—Fue algo más de año y medio —le volvió a corregir Soto.

—Sí… el puto murciélago y la madre que parió a los chinos y su sopa. Venga, que eso ya es agua pasada y no estamos para perder el tiempo. Al lío.

Soto le dio el pendrive y Llorente le copió los archivos escaneados de los originales A3 que se plegaban en dos hojas, cumplimentadas en mayúsculas. A continuación se fueron a la cafetería y dieron buena cuenta de dos cafés con leche y cuatro pulguitas de jamón que, como dijo el funcionario del Registro recordando a su abuela, “levantaban la gorra”. Recordaron sus días de formación y el vacío que les hicieron los forenses, salvo una especialista anatómica patológica muy gorda que se encaprichó del policía y no hacía más que ponerle ojitos. Soto se ponía rojo como un tomate y no sabía donde meterse ante las insinuaciones de aquella mujer y ahora se volvía a poner colorado al recordarlo.

—Aquella te hubiera dado buenas lecciones de anatomía pirata, ¿eh? —le comentó Llorente entre risas.

—La vida pirata no es la vida mejor, amigo. Y yo no soy muy pirata. Te recuerdo que yo soy de los que detienen a los piratas.

—¡Bah! Hubiera sido una noche de desfogue y curvas desparramadas. Te lo hubieras pasado bien. Aquello era como un trasatlántico, cuánta carne, madre de Dios. Aunque daba la impresión de que las tenía prietas… las carnes, quiero decir —añadió sin poder evitar una sonrisilla maliciosa.

—Que no, Fernando, que no. Hubieran sido cinco minutos de desfogue y luego hubiera querido salir corriendo de la cama. Que después de esas noches siempre llega el día y yo soy de esos a los que el remordimiento no les permite casi ni respirar.

—Pues sí, eres de esos. A estas alturas ya da igual. Venga, a lo que íbamos… que te he pasado en el pendrive los certificados de defunción de mujeres mayores de 70 años de los últimos cinco años. Como eso incluye la época del coronavirus de los cojones, al final suman 213 mujeres. Son todas muertes típicas de mujeres de esa edad. Ya sabes, cosas como paciente senil, sin constancia de antecedentes clínicos relevantes. En la práctica, la típica parada cardiorrespiratoria y adiós muy buenas.

—Sí, bueno, no esperaba otra cosa.

—Perdona que te lo pregunte, pero ya que me he tomado la molestia y nos estamos saltando el procedimiento, pues me gustaría saberlo: ¿qué cojones andas buscando?

—Es por la mujer que asesinaron en el bloque junto al paseo marítimo.

—¡Hombre, Daniel, hasta ahí ya llego, joder! Pero que quiero saber qué se te pasa por la cabeza. Entre estas mujeres que tienes en el pendrive no hay ninguna muerte violenta.

—O sí.

—¡Venga…!

—No te quiero dar ahora una clase de criminología y tampoco puedo darte datos de la investigación.

—¡Joder, ni quiero!

—…pero hay detalles que me hacen pensar que quien se cepilló a esta mujer tiene un historial previo.

—No me lo puedo creer. No me estás diciendo lo que me estás diciendo… ¿Un asesino en serie?

—Sí… algo así. Y no cuentes nada a nadie, ni empieces a macharme con eso, aunque te suene ridículo, por favor, que bastante tengo que soportar las puyas de mi inspector.

—¿Qué tal con él? Santamarta, ¿no?

—Sí, el mismo.

—Buf… tiene una fama regularcilla y eso que yo conozco poco de esa comisaría.

—Pues sí, eso es… buf. Pero tiene algo, Fernando, no sé qué es. No debería, pero le respeto pese a que a veces me trata como a un perro.

—Eres un masoca, chico.

—Bueno, igual sí.

Después de otro ramillete de sonoras palmadas en la espalda a modo de despedida, Soto regresó a la comisaría cuando la mañana se moría y a muchos les empezaba a entrar el gusanillo del hambre. Previsor y metódico, sabía que se iba a pasar toda la tarde en su mesa y con su ordenador, exprimiendo cada dato del pendrive. Así que entró en el bar de Lola a comprar algo de comer para llevárselo a su lugar de trabajo y empezar la tarea lo antes posible. Dentro del bar de sillas metálicas y suelo de baldosas ocres, de un color que podría ser de las propias baldosas o de la capilla de grasa que cubría todo el establecimiento por las fritangas que allí se preparaban cada día, se fijó en las paredes llenas de posters y recuerdos del Real Madrid, equipo de los amores de su propietaria, que un día de confidencias le había llegado a contar a Santamarta que había tenido una noche loca con Emilio Butragueño. A Soto le resultaba claustrofóbico este bar por el exceso de objetos y decoración, de modo que hasta entonces solo había entrado siguiendo los pasos del inspector. Lola se sorprendió al verle sin su superior, pero enseguida puso la mejor de sus sonrisas en su cara siempre cansada para tratar de ganarse para los restos a otro buen cliente, que este novato podía ser de los que llegan, consumen y se van sin dar problemas ni exigir tanta escucha como Santamarta.

—¿Qué tal, Daniel?

—Bien, bien… ¿Y esto? —preguntó señalando un coñac en vaso de tubo en la barra y mirando alrededor.

—Es de Julio, está ahora en el baño.

—Bueno… oye, Lola, ¿me pones un bocadillo de lomo con pimientos y una Coca-Cola Zero para llevar?

—Marchando.

La mujer se introdujo en la cocina a prepararle el bocadillo y Soto la observaba a través de un ventanuco que daba a la barra y por donde la cocinera sacaba los platos del día, que solían engullir una docena de clientes habituales, en su mayoría policías.

—¿Te has quedado sin cocinera?

—No. Pero es que hoy me llega tarde. Me acaba de llamar. No sé qué de unos papeles del Consulado. Chico, ya sabes, es lo que tiene contratar extranjeras. Trabaja muy bien, no digo que no, pero cada dos o tres meses tenemos alguna de estas. Está con lo del reagrupamiento familiar y le piden más papeles que yo qué sé.

Soto no contestó y únicamente le dedicó un ligero gesto de comprensión. En ese momento salió del baño el inspector, que le saludó con un exabrupto y una excesiva palmada en la espalda que le dejó a Soto un ligero picorcillo durante unos segundos.

—Inspector, esta tarde me voy a poner con lo que me han pasado en el Registro.

—Qué moral tienes, Soto. Pero sarna con gusto…

—Bueno… que yo me pongo si no hay alguna cosa importante que hacer.

—Que sí, cojones, que te pongas con eso, a ver si pillamos al follaviejas ese que tú ves como un asesino en serie y acabamos con una medallita que nos pondrá el propio ministro en el pecho. Y le damos un besito en los morros, que le va a encantar.

—Vale —dijo Soto, recogiendo después la bolsa en la que Lola le había metido el refresco y el bocadillo envuelto en papel de plata.

El subinspector pagó algo nervioso ante la mirada que le estaba dedicando Santamarta y se despidió con un precipitado “hasta luego” para salir de allí y dejar de sentir los ojos de su superior clavados sobre todo su cuerpo, inquisidores y casi despectivos.

—Adiós, prenda —se despidió Lola de Soto.

—¿Prenda? —preguntó Santamarta mientras el subinspector desaparecía del bar sin abrir la boca—. A ver si ahora me tengo que poner celosón por este primaveras.

—Tú siempre serás mi favorito, señor inspector —contestó ella con un gesto coqueto.

—Eso está mejor —añadió, riéndose, cogiendo el vaso de tubo y tragándose del tirón la mitad del coñac que aún le quedaba—. Me voy yo también.

—¿No te quedas a comer? La cocinera tiene que estar al caer.

—No. Hoy tengo que investigar una cosilla.

—¿De la vieja?

—Todo lo quieres saber… no, no es de la vieja. Otro asunto. Venga… prenda, adiós —dijo con toda la retranca de la que fue capaz.

—¡Julio! ¿De verdad te vas a poner celoso porque le he llamado prenda?

—Lo nuestro se enfría, Lola —le contestó muerto de risa, una risa sincera y abundante a la que no pudo evitar unirse la dueña del bar.

—Para eso tendría que haber empezado —dijo ella en un susurro.

El inspector llamó a Susi al salir del bar, que le contestó enseguida, sorprendida y a la vez preocupada de que se pusiera en contacto con ella un día que no fuera viernes.

—Julio, ¿pasa algo?

—Nada, reina, no pasa nada. ¿Me invitas a comer?

—Claro que sí.

—Quiero preguntarte una cosa.

—Dime.

—No, ahora no, en la comida.

—Iba a ponerme ahora a preparar meluza rebozada. Pongo más para ti.

—Espero que tengas mayonesa.

—Sí, claro.

—Pues voy para allá.

Santamarta estaba tan lejos de sí mismo que ya no sentía remordimientos por acostarse con una puta una vez por semana. Era como si el paso de los años le hubiera extraído la capacidad de emocionarse con la parte buena de las cosas y le hubiera dejado una emoción analfabeta, capaz únicamente de mirar a su propio placer o de dejarse arrastrar por el tramposo y breve alivio de su cinismo, sus comentarios ácidos o sus explosiones de violencia. Eso sí, había algo que el paso del tiempo no había podido destruir, un vestigio del hombre que fue, porque lo que seguía inquebrantable era su lealtad por el cuerpo, mejor dicho, lealtad por sus compañeros, por quienes daría la vida sin dudarlo, lo haría incluso por el más estúpido, se dejaría la piel y la sangre hasta por el agente del que peor opinión tuviera. Esto explicaba que hubiera una voz en su interior que le animara a proteger a Soto de lo que, el inspector no tenía ninguna duda, estaba ocurriendo con su mujer. A Santamarta le ocurría en algunas ocasiones mirando el rostro de una mujer y le había ocurrido con mucha fuerza al ver la foto de la mujer de Soto. Tenía la certeza, el convencimiento absoluto, sabía que estaba engañándole. El inspector no podía explicarlo, pero cuando tenía esa especie de revelaciones se le erizaban los pelos de la nuca y sentía latigazos de rabia en la boca del estómago. Duraba aquella sensación dos o tres segundos y luego volvía todo a la normalidad, salvo porque él quedaba en estado de alerta, sobreexcitado por un vertido de adrenalina en su corriente sanguínea.

—Susi, ¿tú le dirías, si fueras yo, a mi compañero que su mujer le engaña?

—¿Qué…? —preguntó ella sacando de la sartén la última pieza de pescado, que colocó con cuidado junto al resto de merluza en un plato con papel absorbente para quitar al rebozado el exceso de aceite.

La mujer no acertaba a comprender del todo y no era capaz de contestar. No estaba acostumbrada a que Santamarta le preguntara una cuestión como aquella. El mero hecho de haberse presentado a comer ya era una situación extraordinaria que la había dejado fascinada. La pregunta le incomodó y llegó a sospechar que el inspector estuviera maquinando algo contra ella misma.

—Sí, a Soto, el nuevo, ya te hablé el otro día de él.

—Pero… ¿estás seguro? —dijo Susi, algo aliviada al comprobar que la pregunta de Santamarta no iba de su propia historia con ella.

—Chochito, que soy inspector de Policía. Pues claro que estoy seguro. Me bastó con ver una foto de ella.

—Julio, que tú sabes mucho, eso lo tengo claro… pero, hombre, igual tienes que investigar un poco más, ¿no?

—En realidad, eso quería preguntarte, si merece la pena que tenga pruebas. Porque lo que tengo claro es que si me molesto en conseguir pruebas, yo se las suelto a Soto como hay Dios y sin anestesia.

—No entiendo.

—A un compañero no se le miente con eso. El tipo que te puede salvar la vida cuando la cosa se pone fea se merece la verdad. Primero, que se lo merece por primaveras, que se joda y sepa lo que tiene en casa, joder, que se ve a kilómetros. Y, lo segundo, pues eso, que es compañero y no se me pone en la punta del cipote que esté tan engañado. De verdad… que no viva engañado, o sí, yo qué sé. Por eso te pregunto. Tú de estas mierdas tienes que haber oído mucho, ¿no?

—Pues, no sé.

—Vaya por Dios, menuda ayuda me he echado. Esta tarde no tengo nada que hacer, porque lo del follaviejas lo tenemos parado. Soto se va a tirar toda la tarde como un gilipollas mirando papeles de otras viejas muertas, pero no asesinadas. Viejas que murieron de viejas… y se lo dirá a su mujer, que sabrá que va a tener la tarde libre hasta las nueve o las diez. Si es que es gilipollas el pobre. Pero es mi compañero, ¿entiendes?

—Sí, entiendo. No sé qué decirte, Julio. Igual él no sabe o se imagina algo y no quiere saber.

—No quiere saber, eso seguro. Le quise adelantar algo el otro día y se puso muy farruco conmigo. Creo que fue de las dos o tres veces que se ha puesto duro conmigo. Porque, por lo demás, es un primaveras, ya te lo he dicho.

—Pues… no sé.

—Joder, Susi, no me estás ayudando mucho.

—Eso también me lo has dicho ya. Lo siento.

—No te me pongas tan estirada que te bajo los humos rápido… Además, que veo que esa merluza quema mucho y se me ocurre que hagas algo mientras se enfría un poco.

Ella sonrió con picardía y fue a por un cojín de la sala.

—De canto —le dijo él mientras ella se arrodillaba y le iba desabrochando el botón del pantalón.

—Conozco de sobra tus gustos. Te gusta que te la coma…

—De canto —repitió él, acabando la frase.

Ella le sacó el miembro y se dedicó con fruición a que lograra una dureza y perpendicularidad perfectas, como paso previo a una eyaculación silenciosa, marca de la casa del inspector, incapaz de gemir ni de permitirse un gesto de placer cuando lo sentía. Después comió y se tomó el café que también le preparó ella, un café que le recordó a los que se tomaba su padre antes de marchar a trabajar a la fábrica cada mañana, la única hora del día en que aquel hombre estaba sobrio, la única hora del día en que respetaba a su mujer, a Julio y a sus otros tres hermanos.

—¿Sabes una cosa? —le preguntó a Susi.

—Dime —respondió ella, feliz de aquel momento que estaba compartiendo con Santamarta, lo más parecido a una vida normal que tenía en el triste y sucio pasar de sus días de puta guapa, venida algo a menos por los años, las arrugas y las carnes cada vez más flácidas.

—Voy a conseguir esas pruebas. A un compañero no se le miente con su mujer y si dejo pasar esto sería como mentirle.

—Me parece bien.

—Venga, hasta el viernes, que esta semana hacemos doblete.

—Pirata.

—Prenda —le contestó el comisario, levantándose para marcharse y sonriendo al usar el mismo apelativo que Lola había dedicado a Soto.

—¿Prenda? Eso es nuevo.

—Prenda querida. Hasta el viernes. Y tenme preparado el paquetito, como siempre.

—¿Alguna vez he faltado yo a mi entrega?

—Venga, échame una sonrisa de esas tuyas… Así, muy bien —le dijo mientras ella le sonreía—, ale, hasta el viernes.

Santamarta llegó al barrio de Soto y aparcó con prudencia a cuatro bloques de la casa de su compañero. Buscó una cafetería desde la que poder tener una buena perspectiva del portal y las ventanas del piso del subinspector, se pidió un coñac en vaso de tubo y se puso a esperar. “Lo hago por ti, primaveras, porque creo que al final te he cogido cariño. Esto te va a doler pero lo necesitas”, pensó dando el primer trago y ya colocado con perfecta visión del bloque de pisos de siete alturas y ladrillo oscuro, con enormes sombras de humedad en el lado derecho de la fachada principal, consecuencia de los temporales del noroeste que lanceaban aquella ciudad con lengua de lluvia saliendo por el sudeste en lo más duro de los inviernos del Cantábrico.

La tarde era tristona y la composición que formaban el inspector, su vaso largo de cubata con coñac, la mesa en que estaba sentado y las cortinas sucias de la cafetería hacían todavía más evidente esa sensación de tristeza. El tiempo fue transcurriendo como un perrillo cojo hasta que, sobre las siete y cuatro coñacs entre pecho y espalda, Santamarta notó su erizarse de los pelos en la nuca al ver a un repartidor de Telepizza entrar en el portal. Llamó a Soto sabiendo que le iba a decir lo que le dijo, que tenía para dos horas más de inmersión entre papeles y que precisamente había llamado hacía media hora a su mujer para avisarla de que no llegaría hasta las nueve y media.

—Inspector, ¿pasa algo? —le preguntó después Soto por teléfono.

—Nada, Soto, no pasa nada.

—Creo que tengo algo.

—Me lo cuentas mañana, que es muy tarde para escuchar tus chorradas.

—Vale, pero mañana hablamos sin falta.

—Soto…

—Dime.

—Eres un primaveras, pero no me caes mal —le dijo Santamarta en una concesión al sentimentalismo de la que se arrepintió de inmediato.

—Bueno… ¡Gracias, inspector!

Soto iba a añadir alguna frase más de agradecimiento y a tratar de devolverle algún comentario similar cuando Santamarta le colgó, anticipándose para poner fin a una conversación que le empezaba a incomodar demasiado.

—Un primaveras y un gilipollas ciego con tu mujer —dijo a media voz después de colgar y antes de pagar las consumiciones para salir a la calle.

Estuvo dando cortos paseos por la acera del portal del subinspector, haciendo tiempo, unos cuarenta minutos, a que saliera el repartidor, un joven de unos veintipocos años, de cara ancha, ojos azules, pelo rubio y sonrisa cautivadora. Un tipo que irradiaba juventud, alegría de vivir, despreocupación y potencia sexual.

—¡Chaval! Oye… —le dijo acercándose a él—. ¿Se te han caído antes veinte euros? Tienen que ser tuyos porque estaban al lado de la moto.

El repartidor vio la oportunidad de hacerse con esos veinte euros y reaccionó rápido, feliz de lo bien que le estaba tratando esa tarde, polvo con Sara y dinero gratis.

—Sí, sí. Joder, menos mal, tío. Si no, no me cuadra después la caja y me hacen ponerlo de mi bolsillo —le contestó con una de esas sonrisas que tanto le ayudaban a abrir las piernas de muchas mujeres.

Santamarta le devolvió la sonrisa mostrándole el billete en su mano izquierda, tras haberse cerciorado de que en la calle no había nadie cerca en esos momentos. Cuando el chaval iba a coger el dinero, el inspector se lo guardó con rapidez en el bolsillo del pantalón, dio un paso adelante y le agarró con fuerza la entrepierna, divertido pensando que era el segundo paquete de repartidor que estrujaba en pocos días.

—¡Eh, tío! ¿Qué te pasa? —protestó el joven, asustado.

—A ver, pichabrava. Lo que pasa es que no me gusta que te folles a esa señora a la que te acabas de follar. Mira por donde, a las demás no me importa, pero que te folles a esta sí me importa. Ya ves, caprichosete que es uno. Otros coñitos, sí, este coñito, no. Sé dónde trabajas y voy a estar por aquí.

—Pero…

—Ni pero, ni hostias. ¿Ves esta? —le dijo enseñándole la culata de su pistola, una imagen que dejó al repartidor lívido—. Pues me está pidiendo ejercicio. Vas, te buscas otro chochito por ahí, te follas lo que te dé la puta gana. Pero a esta, ni una sola vez más.

—Sí, sí, sí… dijo casi sin aliento.

Santamarta apretó un poco más su mano y el repartidor se puso de puntillas en un acto reflejo.

—Ale, venga, vete a repartir alguna mierda de esas con piña… por cierto, gualtrapas, a Sara le vas a decir que se vaya a tomar por culo, que te has cansado de ella, que te aburre ya follártela. Lo que quieras pero no me menciones, cacho de mierda. Porque yo no existo, esto no ha pasado y esta conversación no ha existido, ¿estamos?

—Sí, sí…

El joven tomó aire unos segundos y se marchó lo más rápido que pudo, dando unos pasitos cómicos y precipitados para llegar a la moto, forzado por el intenso dolor que sentía aún en los testículos. Aquello hizo reír al inspector, que se acordó de aquel chiste de Gila: “En mi época había diálogo entre padre e hijo. Tu padre te decía que si no venías a las diez a casa te pegaba unas hostias. Joder, y tú le entendías. Había diálogo…”.

Santamarta se convenció de que aquello sería suficiente por el momento, de modo que no le contaría nada a Soto. También sabía que Sara acabaría buscándose otro amante tarde o temprano, pero se dijo a sí mismo que para entonces ya habría logrado, aunque fuera a base de collejas, que Soto no fuera tan primaveras y no se dejara chulear por su mujer.

1/2/22

Capítulo 7 (Novela 'Julio y las viejas')

Las lecturas de los informes volvieron a soliviantar las neuronas de Soto y a despertar y dar de nuevo peso a su hipótesis sobre más asesinatos previos. Al pensar que habían transcurrido ya nueve días desde la muerte de la mujer dio un pequeño suspiro, agobiado al pensar que lo único que había logrado en esta semana y media era saber que a la víctima le habían cortado un mechón de pelo. Era un botín raquítico. Había conseguido eso y sospechar de su superior. Sabía bien lo que tenía que hacer si quería seguir esa vía de investigación que planteaba más asesinatos, pero se sentía algo inseguro. En primer lugar, porque no quería avanzar solo y, segundo y sobre todo, porque le había cogido miedo a las reacciones imprevistas y algo violentas de Santamarta.

Al llegar el martes por la mañana a la comisaría a las nueve, puntual como un reloj suizo, se permitió un rato de debate interior mientras se tomaba, sentado en su mesa, un café de la máquina que tenían en uno de los pasillos de acceso a las oficinas. Le daba vueltas a su decisión sabiendo que, en realidad, la tenía tomada puesto que era muy consciente de que su vocación de policía y sus ganas de resolver un caso siempre habían podido con cualquier bloqueo o dificultad. Y eso no quería decir que todas las investigaciones en las que había participado se hubieran resuelto con éxito, pero sí quería decir que, por su parte, siempre había hecho todo lo posible, normalmente más que la mayoría de sus compañeros.

Cuando llegó Santamarta media hora después, Soto se sorprendió de verle más feliz que de costumbre a esas horas de la mañana, tampoco demasiado, pero sí lo suficiente como para llamar la atención en este inspector que tenía por hábito llegar a su mesa bufando y con pocas ganas de trabajar.

—¿Qué pasa, pimpollo? ¿Has empezado bien el día, ya te has tocado un poco en el baño antes de venir?

—Buenos días —le dijo Soto, tratando de aprovechar la oportunidad de poder hablar con él de forma razonable.

—Que sí, que ya te he dado los buenos días. Muy buen día, primaveras.

—Veo que has pasado buena noche.

—Las noches de los lunes al martes son buenas noches, sí; toca ver CSI y luego caliqueño. Ya me entiendes. Con los del CSI me descojono, por las payasadas que cuentan y lo listos que son todos para resolver los asesinatos. Y, después, bueno, eso ya es cosa de mi mujer y mía.

—¡Qué bien!

Santamarta se puso serio, arrepintiéndose del momento de confesión que acababa de tener con el novato, y le contestó:

—Ni bien, ni mal, Soto. Algo quieres para darme coba así. Por cierto, el martes de la semana que viene y del resto de tu puta vida te corto los huevos como me hagas algún comentario sobre lo que te acabo de decir.

—Ok, ni palabra del CSI —contestó el subinspector tragando saliva—. Inspector, es que yo quiero que hablemos de una cosa que se me ha ocurrido con lo de la mujer asesinada.

—Vuelves otra vez con eso…

—¿Qué es eso?

—Las películas americanas que has visto.

—Bueno, yo creo que este asesinato no ha sido el único.

—Y dale.

—De verdad, que responde a un patrón criminológico muy evidente.

—Es que yo pagaba dinero por no escucharte estas chorradas. Sobre todo un martes a primera hora. Necesito un trago, joder.

—Inspector, que esta muerta no estaba normal en su cama, no es normal que te asesinen tan bien colocadita, tan peinada y con un corte de un mechón de pelo.

—Que ya lo sé, Soto, cojones, que ya lo sé. Pero no tenemos nada. A mí también me jode estar así y hasta creo que no vamos a avanzar mientras no se carguen a otra vieja y nos la dejan así, colocada parecida en su cama.

—Pero hay otra opción.

—¿Cuál?

—Esta mujer parecía haber muerto de forma natural.

—Salvo porque le habían petado el culo y el coño, no te jode.

—Inspector, voy a hablar con los del Registro Civil.

—De verdad, Soto, que te conozco poco pero ya a veces siento hasta lástima por ti. ¿Con los del Registro? Te van a marear y no sé qué vas a sacar de ahí, creo que nada.

—Bueno, tengo contactos y sé pedir las cosas por favor.

Santamarta fue a decir algo pero se arrepintió en el último momento, quedando su rostro con un gesto cómico, como de enorme sorpresa, lo que hizo sonreír a Soto. El inspector se encogió de hombros al no comprender el motivo de la sonrisa de su subordinado y salió hacia el bar, a meterse entre pecho y espalda su café solo y su coñac, a contarle a Lola lo desgraciado que era y lo mal que le trataba la vida, a lo que ella le respondería con palabras de comprensión y ánimo que le calmarían momentáneamente. Antes de marcharse, cuando se había alejado unos metros de Soto y sin volverse del todo, le dijo:

—Date tono, reina mora, que estás muy paliducha.

El subinspector sonrió sin decir palabra y después llamó a su contacto en el Registro Civil, Rafael Llorente, al que había conocido varios años atrás en una jornada de formación sobre ‘La certificación correcta de defunción en caso de muerte violenta’ en la que estuvieron rodeados de médicos forenses que les miraron con leve desprecio. Hicieron muy buenas migas y mantuvieron después la amistad. Le pidió un listado de las mujeres mayores de 70 años muertas en la ciudad en los últimos cinco años. La confianza que se tenían iba a evitar al subinspector el oficio normativo y la lenta burocracia de la vía ordinaria oficial.

—Daniel, que van a ser un montón —le advirtió.

—Lo sé, pero consígueme ese listado. ¿Puedes?

—Creo que sí, dame un día. Pero te vienes por aquí, que te lo voy a pasar en un pendrive. No me fío de mandarte todo eso por correo.

—Vale. Mañana me paso a primera hora.

—Pásate a las diez y media, que tengo hora para el café y así me invitas a uno. Y nos tomamos una pulguita de jamón, que las ponen de escándalo en un bar que hay por aquí cerca.

—De acuerdo. Dalo por hecho.

Soto colgó el teléfono con un poco más de esperanza de encontrar al asesino, dejándose llevar por esa ilusión ingenua que le entraba cuando le dejaban investigar siguiendo sus hipótesis. Se permitió hasta una pequeña sonrisa y, cuando se levantó de la silla para ir al encuentro de Santamarta, se marcó unos pasitos de pasodoble bailando con el aire, como había visto tantas veces a su madre viuda hacer en la cocina de su casa, para celebrar alguna humilde victoria en su vida de derrotas, imaginando que bailaba con su marido, un sindicalista clandestino muerto a golpes siendo muy joven, en un interrogatorio tras ser detenido en una redada. La madre de Soto se llevó un disgusto enorme cundo su hijo le dijo que quería ser policía, pero luego se fue haciendo a la idea convenciéndose de que los hombres buenos como Daniel hacen bueno al cuerpo, que una manzana sana puede sanar al resto, o algo parecido.

Así le pilló, bailando solo, Martínez, el encargado de llevar el mostrador de atención al público, que no pudo evitar una breve risa antes de avisarle de que el inspector le esperaba en el bar.

—Voy, voy… —dijo Soto un poco avergonzado por haberse visto en ese momento de solitaria y bailarina alegría.

Salió con un paso acelerado, dejando atrás a Martínez, salió a la zona pública de la comisaría primero, al aparcamiento después y, al final, al bar de Lola donde el inspector había acabado con su consumición habitual, había visitado el baño para su ración de polvo y, con química vitalidad renovada vía nasal, miraba su reloj dispuesto a comerse el día.

—Soto, campeón, vámonos al barrio de la vieja.

—¿Otra vez?

—Tengo un pálpito. Hazme caso, hazme caso, hazme caso…

—¿Un pálpito?

—Sí, cojones, que estoy más burro que un recién casado. Que hoy siento en las tripas que vamos a pillar cacho bueno y gordo para trincar al asesino.

El subinspector miró con disimulo las pupilas de su superior y confirmó la sospecha que estaba teniendo.

—Vale, pero conduzco yo —le dijo para tratar de evitar males mayores.

—Claro que conduces tú, primaveras, como siempre. Pero hoy el que va a hacer las preguntas soy yo.

—Lo que usted diga, inspector.

—¡Te vas a ganar un collejón! —le dijo mientras levantaba la mano abierta, amenzante, haciendo el gesto de ir a darle en la parte trasera del cuello—. Por tratarme de usted otra vez.

Soto encogió el cuello de forma inconsciente. Santamarta bajó la mano y se entregó a una exagerada carcajada, feliz como un niño caprichoso que celebra su propia travesura. El subinspector, al salir del bar, miró resignado al cielo enarcando mucho las cejas, recobrando un poco la compostura y la dignidad al observar un sol limpio enmarcado en unas pocas nubes que parecían rendirle pleitesía, como a un rey, en aquella mañana algo menos húmeda que las anteriores, la primera del año que parecía anticipar la llegada del verano en tres o cuatro semanas.

—Soto, vamos ya, cojones, que no te he dado lo que te merecías, no te quedes embobado mirando al cielo —le dijo Santamarta sacándole súbitamente del ensimismamiento.

—He pedido un listado de los certificados de defunción presentados en el Registro de las mujeres fallecidas de muerte natural mayores de 70 años en los últimos cinco años.

—Tú mismo. Si necesitas entretenerte no seré yo el que te quite esa ilusión. Vas a dejar las pestañas buscando nada, porque nada vas a encontrar.

—Bueno, inspector, yo también tengo un pálpito —le contestó molesto.

—Ni puta idea tienes, chaval. Para tener un pálpito hay que ser policía de raza y eso no lo enseñan en la universidad. No tienes manitas finas para el guiso.

—Al final vas a conseguir que te mande a la mierda —contestó Soto, tocado en su orgullo, atacado en la imagen de excelente policía que tenía de sí mismo.

—¿A la mierda? Eso me gusta, igual hacemos al final algo bueno contigo.

Soto sacó su libreta, llevado por la rabia y anotó: “Farlopero”.

—¿Ahora con el puto cuadernito? Soto, cojones, vamos.

Soto no contestó y ambos llegaron al coche, montaron y se dirigieron al bloque de pisos donde se había producido el asesinato. El sol, visitante inesperado en el final de primavera de esta ciudad mediana que mira y se abraza al Cantábrico, deslumbró por algunos instantes a los dos cuando Soto conducía por una calle orientada al este. La luminosidad de esta mañana hizo ver a los habitantes de la ciudad lo pálidos que estaban casi todos tras un invierno abundante en lluvias y viento, hábito meteorológico de ese y otros lugares del norte de Castilla.

Puso Soto la radio y en el momento del boletín informativo de las diez hacía unas declaraciones el ministro del Interior, Grande-Marlasca. Santamarta no esperó a que terminara la frase y se dejó llevar por una retahíla de descalificaciones homófobas, gruesas y llenas de lugares comunes del populismo más rancio. El subinspector le miraba de hito en hito, sorprendido por lo primitivas que podían llegar a ser las reacciones de su superior.

—Ese te pilla en una esquina oscura y te dice que está muy loquita y que quiere tu leche, papi —le espetó Santamarta celebrando sus propias ocurrencias con varias carcajadas.

Soto aparcó en cuanto pudo cerca del domicilio de la víctima y se salió del coche sin contestar ni dar pie a ningún comentario más del inspector, que se calló al fin cuando se vio solo en el coche. Salió también y, como si no hubiera pasado nada, dijo:

—¿Qué, vamos a hablar un poco con el vecindario?

—Hoy preguntas tú, así que tú mismo… te toca —añadió Soto, cada vez más molesto, mirando pensativo ese bloque de pisos que parecía haber sido diseñado por algún arquitecto que odiaba su profesión.

Se dirigieron los dos hacia el portal y la falta de costumbre de un sol sin filtro de nubes ni bruma, tan limpio sobre sus cabezas, les hizo sentir un agradable calorcillo en la cabeza, el cuello, los hombros y la espalda. Entraron en el portal un poco más relajados porque aquel sol tenía un eco de veranos de infancia, poderosa evocación hasta en los cuerpos que ven venir la muerte.

La tregua que los rayos de sol habían logrado en el ánimo de ambos durante un par de minutos se fue desvaneciendo conforme la humedad del interior del edificio les fue abrazando de forma casi imperceptible. Llegaron al piso inferior al de la asesinada, donde llamaron y les abrió la madre de una familia de bolivianos, superviviente de mil naufragios, mujer bajita y regordeta que arrastraba el dulce acento de su tierra. Del interior de la casa llegaba el volumen altísimo de un televisor.

—De nuevo por aquí, señores.

—Sí, aquí estamos otra vez.

—Ahorita ando con mucha tarea, pero gustosa les atiendo.

—Tardaremos poco. Quería preguntarle por el viernes en que mataron a su vecina. ¿De verdad que no oyó nada?

—Ni un tanto así, señor. Pero yo nunca oía a mi vecina, a la pobre doña Paca nunca la escuché. Ni al resto de vecinos. Mi Oswaldo —dijo bajando un poco la voz, una prevención innecesaria ante el volumen que llegaba del interior— suele poner el televisor muy alto, señor, lleva no más muchos meses en el paro y es lo único que tiene para entretenerse. Eso y sus cervezas, ya me entiende.

—Gracias, no la entretenemos más.

—Vayan con Dios y que él les ayude a encontrar al desalmado que hizo eso.

—A Dios mejor no le esperamos —dijo Santamarta entre dientes mientras encaraba las escaleras para subir al tercero, el piso de la mujer asesinada—. Los curas ya no me confiesan por reincidente. Ya no hay sitio para mí ni en el Infierno.

Soto le miraba mientras le seguía y pensaba que este interrogatorio a los vecinos estaba teniendo el mismo resultado que había tenido el que había hecho él días atrás. Aunque se guardó mucho de hacer ese comentario al inspector, cuyo mal humor habitual había vuelto a ser muy evidente y su figura encajaba perfectamente en la mediocridad del edificio.

Llamó Santamarta a la puerta de la vecina de la casa contigua a la de la asesinada, que abrió enseguida, como si hubiera estado de guardia vigilando por la mirilla de la puerta, pendiente de cualquier miserable movimiento en el rellano de la escalera, siempre preferible a lo que parecía una vida mezquina en el interior de su hogar.

—¡Anda!, los policías, otra vez por aquí. ¿Qué…? No han conseguido nada, ¿verdad? —dijo con un tono de burla.

—Mire, señora, no me caliente la boca que no tengo el día —advirtió el inspector.

—Nada de nada.

—Señora…

—Inútiles, paquetes, negados…

—Señora, váyase usted un poco a tomar por donde amargan los pepinos.

—De eso tienes que saber tú mucho, julandrón.

—¡Señora! —gritó Soto, metiéndose en el diálogo.

—No te metas que me encargo yo —le dijo Santamarta, enseñando los dientes—. ¿Has oído lo que nos dice la vieja de los cojones?

—Este me oye también como tú, que sois un par de julandrones pero no estáis sordos.

Cuando Santamarta estaba cambiando de forma brutal el gesto de la cara para mandar a la putísima mierda a la señora, apareció en el rellano otra vecina que había bajado del piso superior. La llegada inesperada de esta mujer, algo entrada en carnes, en bata y despeinada, descolocó al inspector que se quedó silencioso a la espera de que ella dijera algo.

—Está mal, señores agentes, no le hagan caso, tiene demencia senil. Soy la vecina de arriba, justo la de arriba de Paca. No hagan caso a lo que les está diciendo Angustias, que tiene la cabeza un poco perdida.

—¿Qué dices tú, gorda, gordona, gordota? —le increpó la otra vecina.

—Ni caso, vengan conmigo arriba, por favor. Cuida de ella su hijo, que a veces la deja algún rato sola porque no se escapa y se va hacer los recados. Justo la han pillado ustedes en uno de esos ratos. Venga, doña Angustias, métase usted para dentro, ande… —le dijo a la otra vecina, empujándola suavemente y cerrando con habilidad la puerta—. Yo oí la puerta de Paca abrirse el día que la mataron. Ya se lo conté a un compañero suyo. Cuando ustedes estuvieron hablando con los vecinos yo no estaba, así que hablé después con un compañero de ustedes. Y le dije que oí la puerta ese día y que solía venir un chaval del súper a traerle la compras.

—Óscar Riaño, lo comprobamos, ya hablaron con él pero no hubo nada sospechoso —dijo Soto.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —le contestó Santamarta dirigiéndole una mirada furiosa.

“Porque no me lo has preguntado y porque no sabes ni leer bien un informe”, pensó el subinspector que, de nuevo, prefirió callarse.

—Señora, ¿qué sabe de ese chaval? —continuó el inspector.

—Nada o muy poco. Un chaval del barrio de toda la vida, que no frecuenta muy buenas compañías, la verdad. No sé, uno de tantos. Ahora con el trabajo de repartidor del supermercado se le ve algo más tranquilo. Pero, vamos, que no creo yo que este muchacho haya hecho nada ni que se le ocurriera levantar un dedo contra Paca.

—¿Y si quiso robarle y ella opuso resistencia? —le dijo Santamarta a la vecina, que quedó bloqueada ante la pregunta tan directa del policía.

—Inspector, podemos ir a hablar nosotros con él —interrumpió el subinspector.

—Nos ha jodido, Soto, pues claro que vamos a ir.

—De eso se encargaron Marín y Trujillo y contaron que el chaval estaba limpio, que solo era un pobre desgraciado con aires de macarra.

—Más a mi favor. Vamos a hablar con él… Adiós, señora, nos ha sido de gran ayuda.

—El cura también venía a verla de vez en cuando —dijo la vecina cuando los dos agentes ya encaraban las escaleras.

Soto no supo qué decir, pero sacó su cuadernito y apuntó: “Visitas del repartidor del supermercado y del cura”.

—Los curas no matan viejas, señora —contestó gritando Santamarta y su respuesta llegó a la vecina de forma irreal, tras rebotar en las paredes de la escalera y del rellano.

Salieron de nuevo a la calle y el inspector parecía extrañamente motivado, un poco más acelerado que de costumbre, como si tuviera unas ganas especiales de encontrarse cara a cara con el repartidor del supermercado, como si estuviera convencido de que iba a ser capaz de sacarle por las bravas una confesión que los flojos de Marín y Trujillo hubieran sido incapaces de obtener.

—El súper está dos calles más abajo, en sentido contrario a la playa —le indicó Soto, demostrando el lector exhaustivo y meticuloso de informes que llevaba dentro.

—Cojonudo. Vamos… pero antes vamos a entrar en este bar, que me estoy meando. Mientras cambio de agua al canario pide a ver si el fichaje este del súper tiene antecedentes.

—No tiene.

—Joder, Soto, pareces la Espasa.

—Lo único que le encontraron fue una denuncia por violencia de género de su novia. Pero ella la retiró y no hubo nada más. Marín y Trujillo ya lo han comprobado. Tienen claro que el chaval no ha sido. Me dijeron que era un gilipollas y un bocazas, pero no un asesino.

—Esos no tienen ni puta idea, Soto. Y tú, tampoco.

Entraron al bar y Soto se tomó una coca-cola a la carrera porque Santamarta salió del baño con mayor prisa, un leve tic en el cuello y una mayor dilatación de sus pupilas. Caminaba casi dando saltitos, anticipándose a sí mismo, como un escolar camino de una excursión largamente esperada. El subinspector apretó el paso para seguirle y llegar junto a él al supermercado.

Hablaron con una cajera que les remitió al responsable, un tipo de ojos achinados que, más que mirar, parecía sospechar. Les dijo que el repartidor estaba al caer, porque hacía ya un buen rato que había salido a hacer una entrega. Soto se fijó con disimulo en la cajera, que le recordaba vagamente a su mujer, y pensó que esa noche igual le proponía pedir algo a Telepizza, porque estaba claro que el chaval con el que se había cruzado en su portal conocía ya el camino llevando pizzas al nieto de su vecina.

Llegó Óscar Riaño con sus andares de aspirante a macarrilla de tercera, pensando que su turno acabaría sin ninguna entrega más, sin sospechar lo que se le venía encima.

—Óscar, estos señores quieren hablar contigo —dijo el responsable del súper.

El repartido puso una sincera cara de asco al mirarles, comprendiendo que iba a tener que dar de nuevo explicaciones a, era evidente, dos agentes de policía que querrían colgarle el marrón de la resolución del caso del asesinato y violación de la vieja a la que solía llevar la compra. Susurró un “puta bofia” mientras Santamarta y Soto se le acercaban y el primero le cogía firmemente del codo y le conducía al almacén del supermercado.

—Ya les dije todo lo que sabía a los dos primeros que vinieron a hablar conmigo la otra vez —protestó el repartidor, sin dar tiempo a que le preguntaran nada.

—Cojonudo, campeón, así me gusta, que colabores. Y, ahora, si hace falta y te lo preguntamos, nos lo vuelves a contar también a nosotros —le contestó el inspector, acabando su frase con una sonrisa cínica en la que le enseñaba su de nuevo dentadura, componiendo una mueca llena de agresividad a medio camino entre una hiena y el Joker.

—Joder… —protestó tímidamente el chaval.

Soto miraba con atención al inspector, con la fría intuición de que el comportamiento de Santamarta estaba a punto de dejar de ser lo poco profesional que era habitualmente, para pasar a la categoría de mamporrero, como esas placas tectónicas que van acumulando tensión y, en un instante sin aparente relevancia, se deslizan rozando con fuerza dando paso a un terremoto demoledor.

—Le robabas a la vieja, ¿eh? —le preguntó el inspector al chaval mostrando todavía más sus dientes.

—¡¿Pero qué dices, julai?!

—Y ese día querías más y se te fue la mano.

—No tienes ni puta idea de lo que dices, se te ha ido la olla.

En un gesto rápido y ya ensayado muchas veces en otras ocasiones de su largo historial en el cuerpo, Santamarta dio dos pasos y agarró con su mano derecha la entrepierna del repartidor, que soltó un gritito agudo y ahogado, a medio camino entre la sorpresa y el terror. Soto dio un respingo y levantó una mano que dejó cerca del hombro de su superior, al que iba a tratar de calmar y al que finalmente dejó continuar.

—Venga, cuéntale al tito Julio cómo le sisabas a la vieja unos pocos euros —contestó Santamarta casi riéndose, pegando su boca a la oreja del repartidor, hablándole de forma saltarina, remarcando cada sílaba.

El chaval comenzó a gimotear entrecortadamente, respirando con ansia, como si se estuviera ahogando.

—Algo… algo le quité alguna vez, pero no la maté. Lo juro. Por favor… lo juro.

—Está bien, campeón, está bien —le dijo el inspector soltando la mano y dando un paso atrás.

El repartidor y Soto sintieron unos segundos de alivio en lo que parecía una vuelta a la calma de Santamarta, truncada de nuevo cuando el inspector sacó su pistola y se la colocó en el mismo lugar donde había estado apretando con alegre sadismo unos instantes antes. Esta vez sí, Soto le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Inspector, no haga ninguna tontería.

—¡De tú, cojones, Soto, de tú, que voy a castrar a este hijo de puta follaviejas, así que no me trates de usted!

El repartidor se desmoronó y se hincó de rodillas, quedando la pistola a la altura de su cabeza. Gimoteaba encadenando palabras deslavazadas y apenas comprensibles en las que trataba de reiterar su inocencia, sorbiéndose los mocos y llenando su cara y su cuello de abundantes lágrimas. El inspector aguardó un poco más, provocando un principio de taquicardia en un Soto que retiró con suavidad, como a cámara lenta, la mano del hombro de Santamarta. A continuación, se decidió a moverse e interponerse delante del chaval, para tratar de que su superior entrara algo en razón y acabara con aquella locura. Pero no hizo falta. Como un adolescente despreocupado, Santamarta guardó el arma y dijo riéndose abiertamente:

—Pues va a ser verdad que no has hecho nada, campeón. Venga, no te lo tomes así, que creo que Marín y Trujillo tenían razón.

Soto sintió cómo se le agarrotaba una vieja contractura que tenía en la espalda, en la zona del omoplato derecho, herencia de cuando estuvo preparando las pruebas físicas para las oposiciones.

—Vamos, Soto, volvamos a comisaría —añadió saliendo del almacén a la zona pública del supermercado.

El subinspector miró al repartidor y quiso decirle algo para consolarle pero no se le ocurrió nada que no sonara grotesco, así que dio media vuelta y siguió los pasos del inspector con la desagradable sensación de que esa visita al supermercado había sido como dar palos de ciego a una colmena vacía, una acción peligrosa y baldía.

La vuelta a la comisaría fue silenciosa porque Santamarta parecía seguir en una especie de baile de san Vito, dando botecitos en el asiento del copiloto con la mirada perdida en algún punto indeterminado del campo de visión que ofrecía el parabrisas. Soto conducía concentrado, también en silencio, sin dejar de echar algún vistazo fugaz a su superior.

—Inspector, mañana me voy directo al Registro, así que llegaré por aquí un poco tarde —le dijo Soto al entrar en la comisaría.

—Bien.

—Voy a que me den el listado de mujeres mayores de 70 años fallecidas en los últimos cinco años —añadió con la certeza de que Santamarta le dedicaría algún nuevo comentario despectivo sobre sus pesquisas y su hipótesis de un asesino en serie.

—Bien… —volvió a contestar el inspector, lacónico.

Y eso fue todo lo que le dijo, porque Santamarta salió sin despedirse, superado ya el temblor que había tenido durante el trayecto desde el supermercado, con un caminar en el que parecía acumularse el cansancio de varias civilizaciones. En su mente, fruto del exceso de excitación por la pureza del 89% de la coca que consumía, y fruto también de haberle sacado la pistola al repartidor, se abrieron las jaulas en las que a duras penas lograba mantener confinadas las bestias del pasado, que comenzaron a campar a sus anchas por aquella drogada y cansadísima mente. Cogió su coche y condujo maquinalmente hasta su casa mientras en su memoria se iban proyectando un catálogo de recuerdos de plomo de su época de servicio en Irún, de noches sin dormir por la vigilancia y la contravigilancia, del sabor ácido al tragar saliva y miedo cuando iban a detener algún comando, del castañeteo de dientes cuando no se sabía si media hora después todos los compañeros iban a seguir vivos, de la niebla de algunas mañanas de otoño agarrando con desesperación la pistola a la espera de órdenes, en algún pueblo perdido y hostil en las infinitas montañas de la pequeña Guipúzcoa.

Entro en su casa dejándose llevar por la inercia de sus pasos, se metió entre pecho y espalda otros tres tranquimazines y le dijo a su hijo que quitara la Play Station porque quería ver la tele. El chaval le pidió que le dejara cinco minutos más, que estaba a punto de acabar la partida, tras lo que Santamarta, sin añadir palabra, se fue hacia la televisión, desenchufó con parsimonia los cables de la Play y, ante la estupefacta mirada de su hijo, la dejó caer al suelo y la reventó dándole tres firmes pisotones que la destriparon, haciendo salir parte de sus cables y circuitos.

El chaval rompió a llorar y se marchó al cuarto mientras el inspector se sentaba en el sofá, cogía el mando y se disponía a cambiar de canales con la mirada perdida. La mujer observó todo aterrorizada desde la cocina y se dirigió después, haciendo el menor ruido posible para que el marido no la oyera, a tratar de consolar a su hijo. Tuvo claro que ese día su infierno doméstico había empezado un poco antes que de costumbre.

***

Al poco de salir del inspector de la comisaría apareció allí el repartidor del supermercado, envalentonado, lleno de rabia después de haberse recuperado del miedo y la humillación de una hora antes. Venía dispuesto a poner una denuncia por “violencia policial o lo que cojones sea” al que le había puesto “su pistola en los huevos y en la cabeza”. Martínez le atendió cuando llegó y trató de calmarle un poco. Después se fue a buscar a Marín, porque le sonaba que la inspectora y Trujillo habían estado interrogando al inicio de la investigación por la vieja a un repartidor que coincidía con este que se acababa de presentar allí hecho una furia. Por las explicaciones del chaval se imaginó que a Santamarta se le habría ido un poco la mano, pero no quiso decirle nada a Soto porque no le veía capaz de solucionar algo así.

Marín salió y habló con el repartidor, que fue elevando el tono de voz y las amenazas, muy crecido al hablar a una mujer a gritos y dando ya por segura una cuantiosa indemnización a cargo del Cuerpo Nacional de Policía. Marín le fue empujando suavemente hacia el exterior, dejándole que se fuera desahogando. Cuando notó que se calmaba, ya en pleno aparcamiento, se acercó mucho a él y le dijo:

—Si nos pones una denuncia, desempolvo la que te puso a ti tu novia. Y te empaqueto la muerte de la vieja.

—Esa denuncia se retiró.

—Tú verás lo que haces. Venga, hasta nunca.

La inspectora se dio media vuelta y regresó a su mesa dentro de la oficina. El repartidor se quedó un minuto sin moverse ni saber qué hacer. Después regresó a su casa en su motocicleta, enfriado por completo su antiguo ardor guerrero y dándose lástima a sí mismo por el día de mierda que había tenido.

26/1/22

Pero sonrío... #poema #versadicto

 

El conocimiento más lúcido
llega después de los después
apurando los sorbos últimos
en los anchos vasos de la tristeza.

Te tragas y te traga la vida
como un golpe de mundo
que te seca y corta la garganta,
que aquieta, envejece y asesina

En los cercanos ecos
de nuestras pasos solitarios
suena la canción del espanto
con su coro de bestias.

El día parece un reino extraño,
un camino al destierro,
una trampa repetida
que me colma los ojos de noche.

Pero sonrío como un perro fiel 
y me acompaño tranquilo,
le pido a la montaña y al cielo que me canten
y bailo paisajes que saben a pan nuevo.

Me rindo y lo venzo todo.

24/1/22

Capítulo 6 (Novela 'Julio y las viejas')

Los chavales de la catequesis se estaban pegando un atracón de patatas al jamón, bizcocho de chocolate, Kas naranja y gominolas. Las clases de preparación para la primera comunión tenían más de merendolas que de estudiar la Biblia o repasar la vida de Jesús. En aquellas dependencias de la parroquia, normalmente silenciosas, surgía un griterío de chiquillos y fiesta cuando la mujer de Santamarta aparecía con los dulces y bebidas que anticipaban que ese día, otra vez, el asunto iba a ser más de cachondeo que de estudiar. El cura, Esteban, le echaba de vez en cuando cariñosamente la bronca a esta mujer que cada vez tenía más ojeras y menos sonrisa.

—Blanca, que algo tendrán que aprovechar los chavales el rato de catequesis, vamos, digo yo.

—Esteban, mírales, ¿no ves qué felices? Que relacionen venir a la Iglesia con pasar un buen rato y ya verás cómo mañana sacamos de aquí unos buenos creyentes.

Alberto, el sacristán, que siempre se ponía del lado de ella, más por hacer rabiar al cura que por otra cosa, solía añadir:

—No seas amargado, Esteban, que ella sabe muy bien lo que hace.

Y el cura acababa encogiéndose siempre de hombros, dejándoles a ellos entre sonrisas cómplices y encantados de observar a los chiquillos, entregados al jolgorio, las voces y las carcajadas. Alguna vez tuvo sospechas de que entre su catequista y su sacristán pudiera surgir algo, por las buenas migas que hacían juntos y la confianza que se desarrolló entre ambos desde la primera vez que ella apareció por la parroquia, recién llegada de Irún, dispuesta a colaborar en lo que hiciera falta. Pero el cura tampoco estaba muy convencido de que Alberto fuera capaz de nada parecido porque no le había conocido novia nunca y, siendo sincero, en ninguna ocasión le había pillado en esos comentarios sobre las carnes prietas de alguna mujer que eran tan comunes en la mayoría de los hombres.

No, no pensaba que hubiera surgido ni pudiera surgir nada entre los dos y, además, en el fondo le daba cierta ternura ver sus confidencias e intimidades que eran más propias de hermanos que de un hombre y una mujer que se miraran con deseo. Por no hablar del bien que le hacía a Blanca, pensaba el cura, tener un amigo como Alberto, que le hiciera olvidarse por un rato los sinsabores de la vida con su marido. El sacristán era una persona de pronto irascible y lengua venenosa, amanerado, un enemigo peligroso cuando la conversación se pudre y que, sin embargo, derrochaba bondad en su trato con la mujer de Santamarta.

El lunes después de ese viernes en el que Soto pensara que había resuelto el caso culpando a Santamarta, el propio inspector se presentó en la catequesis a buscar a su mujer para sorpresa general. La comisaría había sufrido un apagón a media tarde por una avería en un distribuidor eléctrico que fue reparada en pocos minutos, pero que dejó fuera de juego el sistema informático hasta el día siguiente. Soto y Santamarta decidieron marcharse, el primero porque sin Internet ni acceso a los archivos policiales se sentía como un eunuco en un burdel, lleno de ideas y propuestas que no pueden materializarse ni investigarse; y el inspector, porque le sirvió de excusa perfecta para dar por terminada una jornada en la que la investigación no había avanzado nada y que le estaba resultando soberanamente aburrida, sin contar con que la compañía del subinspector le iba pareciendo más cargante conforme avanzaba la tarde.

Santamarta pilló la fiesta de la catequesis en pleno apogeo y a Blanca en alegre cercanía y abiertas confidencias con Alberto. Al verles así, se le revolvió el estómago con una aguda punzada de celos y se les quedó mirando con amenazante quietud.

Al darse cuenta de su presencia, su mujer cambió el gesto de la cara porque la sonrisa que tenía se le congeló en un rictus desagradable. Fue ver a su marido y ponerse rígida, apenas unas décimas de segundo, como si una descarga eléctrica hubiera recorrido su cuerpo de los pies a la cabeza.

—Julio, ¿pasa algo? —le preguntó con un hilo de voz.

—Nada, mujer, que hoy he salido antes y he venido a buscarte. Así llegas antes a casa. No me iba a poner yo a hacer la cena.

—¿No tienes manos? —le dijo Alberto, metiéndose en la conversación.

—Monaguillo, manos tengo y suelo preparar ensalada de hostias. Cuando quieras, te doy a probar, gratis, es mi plato estrella.

—¡Uy, chico, cómo te pones! —contestó el sacristán.

Blanca, visiblemente nerviosa, intermedió:

—Julio, dame un minuto que cojo el abrigo y nos vamos. Alberto, ocúpate de los chavales, por favor.

—Tranquila, reina —le dijo con cierta ironía dirigida al inspector—. Lo que tú me digas, son órdenes.

Ella cogió apresuradamente el abrigo, se despidió de los chiquillos, que no le hicieron demasiado caso, y se acercó complaciente y sumisa a su marido, quien miraba a Alberto desafiante porque el sacristán también le sostenía la mirada casi sin pestañear, como dos gallos en un teatro cuajado de testosterona y sobreactuación.

—Julio —le dijo ella con toda la dulzura que fue capaz—, ¿nos vamos?

Montaron el inspector y su mujer silenciosos en el coche y fueron hacia su casa, recorriendo en veinte minutos el trayecto que la separaba de los locales de la parroquia de San Bartolomé, aproximadamente la mitad del casco urbano de esta ciudad del norte de España. Santamarta rompió el silencio y comenzó a hablar en un tono muy bajo pero creciente, repitiendo un comportamiento que a su mujer ya se le venía haciendo dolorosa y temerosamente familiar desde hacía tiempo. Una bruma densa avanzaba desde el mar y sumía las calles en una atmósfera algo irreal.

—Blanca… ya sabes que yo no soy celoso, pero esas confianzas con el capullín del bosque ese, pues… como que no. Me entiendes, ¿verdad? Porque, ¿cómo cojones quieres que me comporte yo, como marido, al verte así? ¡Hostia puta, Blanca! Me cago en mi vida, no juegues conmigo así. Que le ha salvado que soy policía y no me puedo meter en más líos. ¡Cago en Dios y cago en todo!

Acompañó esta última frase escatológica con varios sonoros golpes con la mano abierta en el salpicadero del coche que, pese a preverlos, hicieron que ella pegara dos respingos de forma inconsciente. Blanca le hubiera contestado en otra época de su vida y su matrimonio que cagarse en Dios es cagarse muy alto y que después puede llover mierda, o que no era quién para montarle una escena de celos porque él cada viernes por la noche llegaba a casa oliendo a un perfume de mujer que ella no había usado en su vida. Pero a estas alturas de infierno y de miedo y temiendo que los golpes a las cosas pudieran llegar a sus carnes, Blanca solo fue capaz de guardar silencio, sentirse oceánicamente culpable y llorar en silencio.

—Y encima se pone a llorar la tía, tiene cojones la cosa —añadió Santamarta, como si hablara con una tercera persona que viajara con ellos en el coche.

Subieron a casa de nuevo silenciosos, tratando ella por todos los medios de liberarse de los restos de lágrimas en su rostro, que engalanó con la mejor de sus sonrisas de superviviente.

Al entrar, los hijos se acercaron entre respetuosos y sorprendidos a saludar al inspector, que se dirigió al cuarto de baño y se tomó tres tranquimacines, lo único que de verdad le suavizaba el mar humor desde hacía demasiado tiempo.

—Está un poco cruzado —advirtió en voz baja Blanca a sus hijos cuando él les dejó a solas.

—¿Cuándo no es fiesta? —protestó a media voz el chico.

—¡David! —le regañó en un susurro sonoro su madre—. Tengamos la fiesta en paz, por favor.

—Sí, mamá —contestó el joven, resignado.

La hija solo acertó a decir:

—Tranquila, mamá, tranquila…

Cuando la mujer estaba en su dormitorio quitándose la ropa de calle para ponerse algo más cómoda y disponerse a preparar la cena, entró el inspector.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

—Mejor, mejor… Blanca, cariño, perdóname por ponerme así, pero es que…

—Tranquilo, no ha sido nada.

—¡No me interrumpas cuando te estoy pidiendo perdón!

Ella sintió de nuevo la descarga eléctrica provocada por el tono de voz de su marido y quedó otra vez quieta, sin atreverse a abrir la boca. Él continuó, complacido de que su mujer le obedeciera, convencido de que eso era una muestra de respeto. Ya le empezaban a hacer efecto las pastillas o le servían de excusa para empezar a calmarse, porque ese efecto cada vez era menor y se estaba convirtiendo en una especie de peaje para simplemente encontrarse normal. Añadió en un tono casi cariñoso:

—Que no te quiero tratar así, pero, cojones, entiéndeme, cariño… Te veo así, de cachondeo con otro hombre a mis espaldas y no me hace gracia. Así que te voy a pedir que guardes distancias con ese. Que, por cierto, ¿ese quién es?

—El sacristán —contestó ella, evitando añadir que debería conocerle porque le había visto en varias ocasiones previas.

—Vale, pues el sacristán que se acerque al cura pero a ti no, ¿vale?

—Sí, Julio, no volverá a ocurrir, te lo prometo.

Él relajó un tanto su gesto de seriedad, dejando surgir una sonrisa de medio lado y añadiendo:

—Muy bien. ¿Qué vas a hacer de cena?

—Huevos fritos con patatas.

—¡Qué bien! Ya sabes cómo quiero los míos.

—Sí, con puntillita.

—Esa es mi mujer —le dijo dándole un ligero cachete en el culo, que a ella le hizo temblar toda la celulitis—. Ale, vete a hacer la cena, que luego a la noche nos toca fiesta a ti y a mí.

—Sí, cariño.

La mujer salió de la habitación camino de la cocina, sintiendo como si una mano invisible le atravesara el pecho y le apretara el corazón, forzándola a respirar con dificultad, incapaz de comprender en qué momento de su pasado había tomado la decisión errónea que ahora la iba despeñando por un acantilado hacia un mar de espanto.

***

Soto también volvió a pronto a casa, decidido a repasar allí por enésima vez los informes del caso, desesperado como estaba al intuir que la investigación había entrado en un punto muerto que, bien lo sabía, podía acabar en otra historia más sin resolver, cogiendo polvo en los archivos policiales.

Cuando se acercaba al portal, le pareció ver por un momento a Sara en la ventana, pero después pensó que habían sido sus ganas de estar con ella, porque la ventana permanecía con la persiana a medio bajar y las cortinas blancas inmóviles. También pensó que la bruma que se estaba echando sobre la ciudad le había jugado una mala pasada a sus ojos.

Se cruzó fugazmente por la escaleras con el repartidor de Telepizza, que le saludó con un leve gesto y al que no pudo ver bien la cara medio oculta por la visera de su gorra.

Entró en casa feliz de ganar unas horas al día para estar con su mujer, que le recibió con una ancha sonrisa y un “llegas pronto, ¿no?”. Soto le explicó lo del apagón y ella le escuchó sus explicaciones sin cambiar el gesto de la sonrisa, que se le iba convirtiendo en una careta. Cambió de expresión, apenas perceptiblemente, cuando él comentó sin darle importancia:

—Me he cruzado con uno del Telepizza en el portal. Qué raro, ¿no?

—¿Por?

—En este portal son todo viejos, nosotros somos los más jóvenes, se me hace raro que alguien haya pedido una pizza.

—Será Puri, la del tercero, que habrá venido el nieto a cenar.

—¡Ah! Claro… es verdad —dijo sonriendo de su propia torpeza, porque un buen investigador debería haber tenido en cuenta esa posibilidad.

Esa noche hablaron mucho pero, como en la anterior, tampoco hubo combate de lencería. Él se hizo ilusiones cuando ella se duchó después de cenar, pero pronto comprendió que se iba a la cama con claros gestos de cansancio. “Todos los días no toca”, se dijo el subinspector, resignado, cuando su mujer se quedó dormida y él se dispuso a repasar otra vez los informes del caso.

11/1/22

Capítulo 5 (Novela 'Julio y las viejas')

Llegó el día siguiente, martes, y los siguientes de la semana. Soto se hizo cada vez más a las tarascadas afiladas de Santamarta, a sus vasos de tubo con coñac hasta la mitad y a sus visitas al baño, que no tenían que ver con su próstata y que le dejaban las pupilas dilatadas. “¿De qué eres, Soto, de pincel, brocha gorda o rodillo?”, para después reírse de su propia gracia ante un subinspector que le miraba entre admirado y resignado, tratando de convencerse de que merecían la pena esas humillaciones y chascarrillos constantes a la espera de que surgiera ese gran policía que todo el mundo decía que era Santamarta. O que había sido, porque esa era la duda, saber si lo que tenía ante sí y con quien trabajaba en el caso seguía respondiendo a esa leyenda de la que se hablaba en el cuerpo.

En cualquier caso, el subinspector no se descentraba y confió, como siempre, en su método, en su trabajo de hormiguita paciente que va reuniendo pruebas, conversaciones e ideas al modo en que los buenos maestros relojeros montan sus máquinas del tiempo. Estudió con método y entrega los informes que se habían redactado sobre el caso de la mujer asesinada, tratando de encontrar alguna explicación al gesto tan aparentemente absurdo de cortarle un mechón de pelo a la víctima después de asesinarla y violarla. O quizá le había cortado el pelo antes, porque todo, cualquier posibilidad debía ser tenida en cuenta. Pensaba a menudo en un perfil criminal que encajara todas esas piezas en su orden correcto, cada vez más convencido, esa era la verdad, de que el corte del mechón de pelo había sido el final de una liturgia enfermiza, parte de una rutina protocolizada en una mente psicópata. Revisó al detalle las fotografías y habló con el forense, Egaña, un tipo muy profesional pero algo malencarado, que le contó con desgana que el mechón había sido cortado justo encima de la oreja izquierda.

Soto pensó en las lecciones de psicología criminal que con tanta dedicación había estudiado, dándole vueltas a peregrinas teorías e hipótesis sobre la relación entre el pelo, las orejas y la muerte. Le vino a la cabeza la imagen del dios egipcio Anubis, con sus enormes orejas perrunas y su presencia mortífera, pero no halló ninguna relación entre este viejo dios de la época de los faraones y una viuda colocada pulcramente en su cama después de haber hecho barbaridades con ella.

La cabeza le hervía en algunos momentos al subinspector y se sentía absurdamente abrumado por una responsabilidad autoimpuesta por resolver el caso. Pensaba en Santamarta y en los otros agentes que podían echar una mano, y les sentía a todos más preocupados de cualquier otro asunto que de esta investigación, por lo que concluía que solo se resolvería el enigma del asesino si era él mismo quien lograba hallar al culpable. Era como si toda la formación que había recibido fuera una mochila de heroísmo, tan brillante como pesada, que le dejaba autodesignado como el único capaz de investigar y aclarar lo que ningún otro podía. Esta carga de responsabilidad que él mismo se había echado encima desde que se hizo policía empezaba a notársele en los hombros, algo caídos, más tendentes hacia el frente que hacia la altura equilibrada, y en sus pasos, apenas perceptiblemente más lentos conforme iban pasando los meses y los años por su cuerpo. Se sentía, inconscientemente todavía, la única persona en el mundo capaz de entrar con su candil a iluminar y descubrir las alimañas que abundan en el valle de las sombras del crimen. La última esperanza de los justos, el protagonista de una historia sucia de la que solo él podía salir limpio y con una corona de victorioso laurel en su cabeza.

Le dio mil pensadas a sus conocimientos sobre autopsia criminológica y la realidad le fue devolviendo, en cada una de las pensadas, nuevas respuestas en blanco a sus preguntas. Esos días fue escribiendo nuevos conceptos en su libretita: “Psicópata, ordenado”, “¿Ternura después de paroxismo violento?”, “¿Patrón para asesinatos futuros?” y “¿¡Patrón de asesinatos pasados!?”. Estas dos últimas anotaciones las hizo el jueves por la tarde a última hora, fantaseando, se lo tuvo que reconocer, ante el desafío profesional que supondría enfrentarse a un asesino en serie. Pensar en aquella posibilidad le produjo una culpa gozosa.

Marchó a casa con este pensamiento repiqueteando en lo más profundo de sus ensoñaciones de investigador, convencido de que, una vez más, podría haber visto algo determinante donde otros simplemente se habían limitado a realizar su labor policial de forma rutinaria. No se atrevió a comentarle nada sobre esta posibilidad a Santamarta. Por el momento sentía más que cubierto el cupo de comentarios hirientes en esta primera semana de trabajo con él.

Eso sí, al día siguiente, después de comer un menú del día en un restaurante de batalla junto a la comisaría, Soto tenía la intención de volver allí y hablar con el inspector para tratar de explicarle con tranquilidad su teoría sobre otras posibles muertes, otros asesinatos con la misma autoría que el ocurrido justo siete días antes. Iba preparado y dispuesto a hablarle a Santamarta a una distancia prudente que evitara el alcance de su mano, porque una de las últimas veces a su comentario descarnado había añadido pellizco en uno de los pezones de Soto que le hizo ver las estrellas.

Pero el inspector se negaba, no quiso ir con él a la comisaría, tampoco que hablaran en ningún otro sitio, al menos aquella tarde, ya que parecía tener prisa y respondía con evasivas y tono crecientemente malhumorado a los intentos de Soto por iniciar la conversación sobre aquel asunto.

—Inspector, es que tengo una teoría…

—Que ahora no, cojones, Soto. Que ya me contarás tus pájaras mentales en otro momento. Que ya sé que los maricas estáis a otro nivel y tenéis una mente privilegiada. Pero hoy no tengo cuerpo para tus chorradas, que tampoco nos conocemos tanto y paso de hacerte de psicólogo.

—Te acompaño y te cuento —le dijo.

—¿Tú estás tonto, sordo o las dos cosas a la vez? Que te vayas un rato a tomar por culo, chaval, y ya me contarás las dos cosas cuando sea, tu mierda de teoría y si te ha gustado que te den por detrás.

Santamarta se quedó mirando fijamente a su subordinado, los dos en pie en la calle, cerca del restaurante, el uno frente al otro. El inspector apretó inconscientemente el puño derecho en un gesto previo a lanzar un golpe duro y seco al centro del pecho, un golpe que reservaba para la gente que, mereciéndose una buena hostia, en el fondo le caía bien como era el caso de Soto. Este empezaba a comprender bien el carácter y las reacciones de su superior y algo dentro de sí le advirtió de que era el momento de no reaccionar, de no decir nada, de darse la vuelta y dirigirse a la comisaría dejando que Santamarta fuera en paz a donde tuviera que ir, a hacer lo que tuviera o quisiera hacer.

Entro por la puerta cabizbajo, pensativo y con una sensación agria por su última conversación cuando Martínez, el responsable de turno ese viernes por la tarde de atender al público, le dijo con cierta guasa:

—¿Te has quedado solo?

—Pues sí. Y, además, no sabes cómo se ha puesto el tío…

—Los viernes por la tarde no cuentes con él.

—¿Por?

—No sé, no sé… pero siempre los tiene ocupados y a donde va, va solo.

—¿Solo? ¿A dónde?

—Ni idea, la verdad —añadió con una leve gesto de los labios que Soto no supo interpretar.

Y aquello era lo peor que se le podía decir al subinspector. Un “no sé” con un leve gesto en la comisura de los labios disparaba todas las alarmas en una mente predispuesta a la sospecha y a aplicar sus aprendizajes teóricos sobre criminología. Sentado en su sitio, con la mirada perdida en las mesas vacías de sus compañeros, Soto empezó a pensar en lo que no tenía que pensar. Trató de centrarse en otros aspectos, en otras ideas sobre el caso que le venían rondando desde días atrás. Sacó un folio y quiso entretenerse haciendo varios diagramas sobre firmas y trofeos de asesinos en serie, para ver si algo le cuadraba en este caso. Hasta llamó por teléfono a Sara, sin ninguna razón real más que la de quitar de su pensamiento una coincidencia que le estaba rascando el fondo de su alma de policía.

Al final se dejó llevar y anotó en su libretita: “Mujer asesinada viernes por la tarde. ‘S’ desaparece viernes por la tarde, no se sabe a dónde va ni con quien.”. El haber escrito esa frase provocó un efecto en cadena dentro de su cabeza y entró en una dimensión irreal en la que todos a su alrededor eran culpables de todo. Era como si los tres conceptos relacionados de Santamarta, mujer asesinada y viernes por la tarde se hubieran multiplicado exponencialmente en la mente de Soto, en la que se presentaba con la fuerza de una pedrada letal en la sien el titular: ‘Inspector de Policía mata y viola a mujer de 73 años’. Sacudió la cabeza, tamborileó con el bolígrafo en su mesa, se frotó con fuerza la parte trasera de sus rodillas y se enfrascó de nuevo en los papeles del caso. En el final de uno de ellos, en una cita sobre documentación adjunta, reparó en una referencia de una denuncia en papel, de hacía muchísimos años, tantos que no había entrado en la época en que se fueron digitalizando cada nueva diligencia y archivo. Hasta ahora no le había dado ninguna importancia a esa denuncia. Más por intentar dejar de lado sus razonamientos en bucle sobre Santamarta que por pensar que fuera a encontrar nada interesante, bajó a buscarla en el archivo.

Después de beber un vaso de agua para que el polvo de los papeles no le diera la tos, en el sótano, en la planta más metida en el terreno de todo el edificio, fue avanzando entre estanterías llenas de documentos engalanados por el amarillo que dan los años y por el deterioro que suelen sufrir los papeles que ya no importan a nadie. Le costó encontrar lo que buscaba y hasta se hizo una pequeña herida en su dedo pulgar de la mano derecha, ataque imprevisto y traicionero de una grapa oculta y rebelde que le provocó el gesto automático de llevarse el dedo a la boca para chupar una gota de sangre coronada de polvo. Llegó al fin al lugar donde la denuncia dormía un sueño burocrático de décadas y la observó, primero de forma mecánica, con enorme sospecha después. En la soledad de aquel sótano lleno de estanterías y documentos Soto sintió un impulso de darse media vuelta y volver arriba, a su mesa y sus papeles ya conocidos. Pero no lo hizo y cogió y miró lo que había bajado a buscar: la denuncia había sido interpuesta contra Santamarta, en el año de su suspensión de empleo y sueldo, por la fallecida.

A Soto le empezó a temblar la mano y tuvo que dejar el documento sobre una de las baldas de la estantería más cercana para continuar leyendo. No había duda. Una denuncia por amenazas que esta mujer ahora asesinada había interpuesto contra Julio Santamarta Martínez. El subinspector cogió de nuevo la denuncia y, con un leve mareo, subió de nuevo hacia su mesa mientras la bestia de la sospecha se volvía a hacer dueña y señora de su mente, ladrándole una pregunta: ¿Por qué Santamarta no había dicho nada de esa denuncia?

Soto se dijo a sí mismo que aquello era una soberana estupidez y se convenció de que en verdad lo era, que sería alguna tontería sin importancia ocurrida hace mil años. Sin mebargo, una vocecilla en su interior siguió sembrando cizaña y dudas, porque también podría haberse considerado hace años como una estupidez la posibilidad de que el inspector llegara a volverse medio loco y torturara a un terrorista por la muerte de un compañero que le había sustituido en una operación contra un comando. Soto meneó la cabeza enérgicamente con el vano propósito de que esos movimientos expulsaran de su mente estas últimas ideas, como si los pensamientos pudieran despeñarse hombros abajo al perder sujeción en el cerebro por la fuerza centrífuga.

Se fue al baño y se lavó la cara con agua bien fría, lo que le ayudó a despejarse y a tomar la decisión de marchar a casa y dar por finalizada por ese viernes la sesión de reflexiones y actividad de materia gris. Se le ocurrió que lo que quedaba de tarde bien podría ser empleado en un combate de genitales y lencería con Sara, así que se dirigió hacia la pastelería en la que compraba el mejor pastel de la ciudad de los que tanto le gustaban a su mujer. Estuvo a punto de no hacerlo e irse directo a su casa al recordar que la pastelería estaba prácticamente pegada al bloque donde tenía su vivienda la mujer asesinada, sobre la que ya no quería pensar más por ese día. Se prometió a sí mismo un muro de asepsia mental y se acercó a la zona, aparcó y compró el pastel. Mandó un whatsapp a su mujer, encendido y acordándose de unos versos que estudió en el bachillerato, de modo que le declaró batalla de amor en campo de pluma.

Cuando volvía al coche con el pastel en sus manos y relamiéndose por lo que le esperaba al llegar a casa, vio a unos cincuenta metros el coche de Santamarta, o uno del mismo modelo, y no quiso creérselo. Quedó quieto unos segundos, con el pastel en su mano derecha perfectamente envuelto, frotando nerviosamente los dedos de su mano izquierda, como si pretendiera hacer fuego con ellos y ese fuego pudiera quemar lo que estaba viendo y las sospechas que de nuevo danzaban libremente por su cabeza.

Cayó un rayo en el mar, al que siguió poco después un potente trueno. El sobresalto de la luz y el posterior sonido hicieron reaccionar al subinspector, que dejó el pastel en su coche, cogió un paraguas del maletero, cerró todo perfectamente y se encaminó con decisión al coche que había visto. A mitad de los cincuenta metros que tenía que recorrer empezó a llover como si el cielo vomitara y se formó una densa cortina visual que dificultaba identificar las caras de la gente a más de veinte o treinta metros. Abrió su paraguas, llegó al coche y comprobó que no se había equivocado porque era el de Santamarta. Vio abrirse la puerta del portal de enfrente y, sin llegar a reconocer del todo su cara, identificó perfectamente la forma de andar algo de viejo galán y algo encabronada del inspector, así que se echó hacia atrás cubriéndose la cara con el paraguas, quedándose a unos pocos metros, a resguardo, protegido en otro portal desde el que pudo vigilar sin ser visto.

El inspector seguía en el mismo sitio, despidiéndose de una mujer vestida solo con una bata fina y unas bragas, las tetas pequeñas y sueltas, las carnes escasas y firmes. Soto pudo ver cómo Santamarta se despedía de ella con un beso, cruzaba rápido la calle para meterse en su coche y, después, marcharse.

Los pensamientos y posibilidades que explicaran lo que acababa de observar se estaban dando un festín de fantasía criminal en la cabeza del subinspector, que murmuró:

—No puede ser que haya vuelto a esta calle, precisamente una semana después…

El bloque de pisos del que acababa de salir era justo el bloque más cercano al de la víctima y una de sus fachadas daba a la fachada de la mujer, a la que tenía los balcones, incluido el de la asesinada. Llovía a mares pero Soto ni lo notaba, absorto en el giro que podía dar el caso, tan irreal como doloroso porque siempre es descorazonador comprobar la caída a los infiernos de un compañero. Perdió la noción del tiempo entregado a sus conjeturas, sintiéndose a la vez culpable de descubrir así a un superior y orgulloso de cumplir con su deber pese a tratarse de Santamarta. El final del chaparrón logró devolverle a un principio de realidad, sin saber muy bien cuánto tiempo había estado allí en aquel portal. Se fue a su coche tras plegar el paraguas y trató de pensar con frialdad en qué hacer. Fuera de los protocolos y las directrices cerradas, fuera de las órdenes inequívocas Soto no era muy hábil y se sintió profundamente bloqueado, incapaz de tomar una decisión sobre sus siguientes pasos. Le entraron varios whatsapps de Sara a los que contestó maquinalmente avisándola de que llegaría en unos cuarenta minutos. Con el móvil en la mano se le ocurrió llamar a su amigo asturiano del sindicato, Berdejo, que siempre había tenido unas salidas mucho más resolutivas que las suyas en situaciones complicadas.

—¿Qué pasó, guaje, te vas a hacer ya asturiano de una puta vez? —le contestó nada más cogerle el teléfono.

—Que acaba de caer un chaparrón de tres pares de cojones y que puede que Santamarta sea un asesino.

—¿Pero qué dices, ho?

—Lo que oyes.

Soto le contó lo de la denuncia y lo que había visto esa tarde. Berdejo escuchaba en silencio. Después de dejarle hablar, le contestó muy cortante:

—Dani, escúchame bien. Te voy a colgar y voy a hacer una llamada. Tú no te muevas de ahí, sigue en tu coche, no hagas nada, no llames a nadie. ¿Oíste?

—Sí.

Dos minutos después sonó su teléfono. Era el inspector Andrés Marín, el policía más respetado de la comisaría, una institución en aquella ciudad. El subinspector solo había cruzado algunas frases amables y protocolarias con él.

—Soto, le quiero en la comisaría en diez minutos. El subinspector fue a responder pero Marín había colgado ya. Le entró un whatsapp de su amigo: “Habla con Marín.”. “Voy a la comisaría a hablar con él”, le contestó, a lo que Berdejo le volvió a contestar con un emoticono de una mano con el dedo pulgar hacia arriba. “No digas nada más ni hables con nadie más, ¿oíste?”, añadió el asturiano. “Sí”, contestó lacónico Soto.

Llegó a la comisaría y entró ante la sorprendida mirada de Martínez, que seguía en la zona pública y que se olía algo gordo después de haber visto entrar dos minutos antes al inspector Marín. “Me parece que tiene cara de enviar a alguien una buena temporada a descapullar monos”, se dijo Martínez.

—Verá, inspector… —tomó la palabra el subinspector al llegar.

—Soto, te callas y me escuchas. Si ya sé la culpa es mía por no haberte avisado antes. Bueno, que podría haberte avisado algún otro, joder, que aquí para lo que queremos piamos como canarios, pero para otras cosas… Bueno, da igual. Escucha, Julio es un buen policía que ha tenido una vida jodida. —El subinspector escuchaba muy quieto, sin atreverse casi ni a pestañear.— Me cago en mi padre, Soto, una vida muy, muy jodida. Ha visto morir a muchos compañeros en el País Vasco. Los viernes dicen que se va de putas. No sé… Me han contado que se va con una, siempre se va con la misma, la Susi, dicen que es una tía plana como una tabla de planchar que dicen también que está enamorada de él porque no le cobra. Pero me da igual. Y no quiero saber más, porque no me importa. Y a ti tampoco debería importarte. Lo que sí me importa y a ti también es que en esta comisaría nos ha sacado de tres o cuatro marrones muy gordos en los últimos años. Y ya está. Si tienes algún problema, pedimos que te cambien de compañero; si no, sigues con él. Pero esta conversación y este tema no se van a volver a tocar. Ni conmigo ni con nadie. ¿Estamos?

—Sí.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?, inspector…

—Pareces tonto, Soto, ¿sigues con él?

—Sigo.

—Cojonudo. Y otra cosa… no me jodas más y dedícate a investigar a quien tienes que investigar, cojones, no a los compañeros. Encuentra al que le hizo eso a esa pobre vieja.

—Verá, es que yo…

—No me interesa nada de lo que me tengas que explicar ahora. Por cierto, lo de la denuncia fue en la época en que Julio tuvo que ganarse la vida allí, en el bloque pegado al de la vieja, con las putas, que fue cuando conoció a la Susi. Y tuvieron una movida con la vieja por ruidos por la noche, que Julio se puso farruco y por eso fue la denuncia. Y no tienes que saber nada más. Ale, buenas noches.

—Buenas noches, inspector —le contestó enormemente avergonzado, mientras Marín ya se marchaba. Poco después Soto llegó a su casa. Sara le recibió con cara de pocos amigos y el gesto cruzado.

—Me habías dicho cuarenta minutos y has tardado una hora y diez. Hoy te quedas sin…

Él se abalanzó sobre ella y comenzó a besarla como un náufrago.