11/12/15

Helena, Ander, Dani y el dragón (cuento)

A Helena no le gustaba nada irse a dormir.
Se ponía de mal humor cada vez que oía a su padre la misma frase de todas las noches:
—Venga, pequeñaja, a dormir.
Porque ella no tenía sueño nunca. Bueno, casi nunca, que una vez en Nochebuena sí que le entró sueño cuando la dejaron quedarse despierta hasta muy tarde. Y, además, ya no era tan pequeña. Había cumplido ocho años la semana pasada.
Lo único bueno de meterse en la cama era que llegaba la hora del cuento. Le gustaban mucho los cuentos de los libros que le regalaban pero, sobre todo, le gustaban los que se inventaban sus padres algunas veces.
Los cuentos de dragones le daban un poco de miedo y, cuando tocaba uno de esos, se subía las sábanas y la manta a la altura de la nariz y se quedaba muy quieta hasta que se dormía.
Una noche le apagaron la luz de la habitación después del cuento y se quedó mirando al techo. En la oscuridad de su cuarto había comprobado que, si cerraba con fuerza los ojos y luego los abría, aparecían estrellitas saltarinas por el aire. Y eso la divertía mucho. Era casi tan divertido como cuando su padre le hacía el juego del columpio sujetándola por la cintura.
Aquella noche, haciendo aquel juego de abrir y cerrar los ojos, cuando iba por la tercera vez, le pareció que una de esas estrellitas saltarinas se caía tras varios botes acrobáticos en la cama, la silla y el armario. Al llegar al suelo, la pequeña estrella se coló bajo la alfombra y una suave luz empezó a brillar justo en ese punto.
Helena dio un grito que casi no se oyó:
—¡Uy!
Y se levantó de la cama despacio, con ganas de comprobar de cerca qué era aquello tan brillante. La luz seguía allí e iba cambiando de color según los movimientos que ella hacía: cuando estaba quieta, la luz era blanca; cuando movía los brazos era azul y cuando meneaba las piernas era roja.
Era tan bonita aquella luz que le dio por reírse. Y, con su risa, la luz se llenó de todos los colores, como un arco iris de juguete.
Helena echó un vistazo bajo la alfombra y se encontró con una pequeña puerta que no había visto en su vida. Cuando sus padres levantaban la alfombra para limpiar su habitación siempre había suelo. Nada de puertas. Pero ahora sí, allí estaba. Parecía una puerta secreta y de sus bordes escapaba toda aquella luz tan divertida.
Era una puerta pequeña para una persona mayor, pero calculó que ella podría entrar bien sin tener que hacer como Alicia, la del libro del País de las Maravillas, que se dedicaba a comer galletitas o a beber cosas raras de botes de cristal para hacerse más pequeña y poder entrar por sitios pensados para conejos, pero no para personas.
Cogió el picaporte y abrió la puerta, iluminando toda la habitación con la luz que salía de allí abajo. Como no podía contener la risilla floja que le había entrado, todo su cuarto era un puro arco iris.
«¿Qué habrá aquí?», se preguntó. Se asomó, metiendo la cabeza para observar mejor, y calculó mal.
Sin poder evitarlo, notó que se escurría hacia el interior y, claro, se asustó tanto como su perra Cala cada vez que había tormenta.
Comenzó a caer, pero no muy rápido, porque fue pasando de nube en nube, rebotando igual que en las colchonetas elásticas que venían a Villarrobledo en las fiestas de verano.
Al fin terminó de caer cuando llegó, del último rebote, al tejado de una casa. No se había hecho daño pero tenía todo el pelo revuelto. Mientras se colocaba un poco los mechones que se le habían quedado sobre la frente, se dio cuenta de que dos niños la miraban atentamente desde el suelo, con cara de asombro.
—¿Estás bien? —le preguntó el mayor de los dos.
—Has caído desde el cielo y no te ha pasado nada… —añadió el otro, sin acabar de creerse lo que acababa de ver—. Desde todo lo alto del cielo…
—Sí, estoy bien —contestó Helena—. ¿Cómo puedo bajar de aquí?
—Por el árbol —le dijo el mayor.
—Si te agarras de la rama más gorda y de dejas bajar, vas a llegar al suelo como si fuera un ascensor —le explicó el otro.
Así lo hizo y, al acercarse después hasta donde ellos, le sorprendió lo que le dijo el mayor:
—Hola, Helena. Yo me llamo Ander y éste es mi hermano, Dani. No sé de dónde vienes, pero estás ahora en Castro-Urdiales, nuestro pueblo.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó.
—Lo pone ahí, en tu pijama —le contestó Dani.
—¡Uy, es verdad! —se rió ella.
Con su risa volvieron los colores del arco iris. Sin embargo, esta vez duraron poco.
Las luces se fueron convirtiendo en una única luz de color marrón. Era como si el aire se hubiera llenado de barro.
—¡El dragón! —gritaron los dos niños antes de salir corriendo.
Helena, que no entendía qué estaba ocurriendo, se quedó quieta. Miraba hacia un lado y otro, sin comprender qué quería decir aquello del dragón.
Al ver que ella no les seguía, Ander y Dani dieron media vuelta a toda prisa para llevársela con ellos. La cogieron uno de cada brazo y salieron los tres pitando, hasta llegar al árbol junto a la casa. En su tronco tenía un gran hueco y allí se metieron.
—¿Qué pasa? —preguntó Helena.
—Silencio, calla… —le ordenó Ander, hablando muy bajito.
La niña miró a lo lejos, donde había más casas y la gente también corría a esconderse.
El árbol movió su corteza y les tapó a los tres, de forma que nadie podía verles desde fuera.
Un dragón con cara de estar muy enfadado apareció volando. Echaba humo y fuego por la boca. Más humo que fuego, la verdad.
Helena pensaba que aquello era el colmo: con lo poco que le gustaban los dragones y encima tener que estar cerca de uno de verdad. La bestia llegó a tierra dando un terrible golpe en una caseta de herramientas, que quedó destrozada.
—¡No pudiendo sostenerme! —gritaba—. ¡Ayyyyyyy!
Su voz era como uno de esos tambores enormes que retumbaba unos segundos en los oídos hasta hacer daño.
—Necesitando gente pequeña —rugía el dragón—. ¡Importante prisa!
—Qué raro habla este dragón —dijo Helena, pero Ander y Dani la mandaron callar.
Con su enorme cola, dio un golpetazo en lo que quedaba de las tablas de la caseta que acababa de reventar.
—Tú, diciéndome, ¿escondiendo gente pequeña aquí? —le preguntó al árbol, señalándole con una de sus garras, que estaba muy hinchada.
—No —respondió el árbol con el susurro de sus hojas y tapando un poco mejor a los tres con su corteza—. Antes he visto unos niños pero se marcharon lejos cuando te vieron llegar.
—Niños, niños… ¡Ayayayayayayayayyyyyyyyy! —rugió de nuevo—. Necesitando alguno persona pequeño.
El dragón se fue volando por el mismo sitio que había llegado, dejando todavía más fuego y humo por el cielo.
Al de un rato el cielo fue perdiendo el color marrón y el árbol abrió su corteza para que los tres niños pudieran salir.
Estaban muy asustados.
—¿Qué le pasa a ese dragón? —preguntó Helena.
—Nos da mucho miedo. Siempre viene buscando niños y no queremos que nos coma —respondió Dani.
Se quedaron todos muy callados durante unos segundos. El árbol rompió su silencio:
—A veces las cosas no son lo que parecen.
—Siempre nos dices eso cada vez que viene el dragón —le contestó Ander—. Pues parece que se nos quiere comer. Y lo parece cada vez que abre esa bocaza llena de fuego y dientes.
El árbol no contestó. Cerró sus ojos lentamente y se quedó dormido mientras el viento peinaba sus ramas y sus hojas con suavidad.
Los dos hermanos se llevaron a Helena a su casa y allí estuvieron hablando un rato de lo que había pasado, hasta que les entró hambre y se prepararon una buena merienda con mortadela y manzanas. Y algún trozo de pan, claro.
Ella no podía dejar de pensar que ese dragón, por muy dragón que fuera, tendría alguna razón para tanto grito, tanto fuego y tanto humo. Les propuso a Ander y a Dani ir a buscarle, porque el árbol había dicho lo de que nada es lo que parece.
Al principio la miraron como si estuviera loca. Luego se miraron entre ellos muy serios y, un instante después, se sonrieron pensando a la vez que tenía razón y que no merecía la pena seguir con tanto miedo y huyendo cada vez que el dragón se presentaba en su casa.
—La libélula —dijo Dani.
—¿Qué? —preguntó Helena.
—La libélula —repitió Dani.
Ella seguía sin entender y esperó su explicación.
—Necesitamos una —explicó Ander—, para eso sirven…
Los dos niños se rieron con la cara de sorpresa de Helena y volvieron a rodearles los colores del arco iris. Y cuanto más sorprendida estaba ella, más se reían ellos, así que no pudieron explicarle lo de la libélula hasta pasado un buen rato, cuando ella empezaba ya a pensar que aquellos dos se habían vuelto majaretas.
Se calmaron al fin y le contaron que lo mejor para encontrar lugares ocultos era seguir a una libélula sin dejar de cantar durante todo el viaje.
—¿Y dónde encontramos ahora una? —quiso saber Helena.
—En la hierba —contestaron Ander y Dani.
—Síguenos —añadió Dani.
Los tres se fueron al otro lado del camino que llegaba a la casa, a una zona donde crecía la hierba muy alta. Los hermanos le dieron la mano a Helena y, cada uno por un lado, guiaron sus dedos hasta tocar la punta de la hierba.
—Cierra los ojos y acaríciala —le pidió Ander.
Comenzó a pasar suavemente sus manos sobre los extremos más altos de la hierba, disfrutando de las cosquillas que sentía. Con las cosquillas, cada poco tiempo, le temblaban un poco los dedos. Y con cada temblor surgía una libélula de sus manos. Cuando había creado ya seis, abrió los ojos y observó aquellos insectos con una enorme sonrisa.
Dani pasó también sus manos por la hierba con los ojos cerrados. Surgió una luciérnaga.
—Viajaremos también de noche. Nos hará falta luz —les explicó.
Su hermano le felicitó por la idea y le dijo a Helena que tenía que quedarse solo con una de las libélulas. La niña lo pensó un poco y eligió la más pequeña de todas, que era la primera que había surgido de sus dedos. Tras su decisión, las otras se convirtieron en lluvia y cayeron por la hierba, deslizándose hasta empapar la tierra.
Helena, Ander y Dani se prepararon más bocadillos de mortadela y cogieron más manzanas. Se pusieron en marcha siguiendo a la libélula por unos caminos cada vez más estrechos. Dani tuvo que colocarse en primer lugar cuando se hizo de noche, guiados por la luciérnaga.
Y todo el viaje lo hicieron sin dejar de cantar. Si a alguno le entraba hambre, comía mientras los otros seguían cantando. Cuando se acabaron todas las canciones que conocían, al quedarse en silencio, la libélula se detuvo. Así que empezaron de nuevo con todas las canciones, repitiendo una por una.
Acabas otra vez las canciones y justo cuando iban a empezar a repetirlas por tercera vez, la libélula se paró. Se había hecho de día.
Creyeron que la parada era por la falta de canciones, aunque pronto se dieron cuenta de que había otro motivo. Los primeros rayos de sol les mostraron la entrada de una cueva. Era raro que no la hubieran visto antes porque era enorme.
Aquel lugar estaba lleno de escamas de dragón. Estaba claro. Allí vivía.
Fueron adentrándose en la cueva, pisando de puntillas, sin hacer ruido.
Les pareció escuchar un sonido raro a lo lejos y las ganas de saber qué era les hizo andar más rápido y con menos precauciones. El sonido fue cada vez más alto y pronto comprendieron que era un llanto. Sí, el dragón estaba llorando. Cuando llegaron al final de la cueva se encontraron con él.
No sabían qué hacer. Así estuvieron un rato, esperando, porque el dragón no les había visto entre tanta lágrima.
Aburrida de esperar, Helena se acercó y le dio unos toquecitos en la cola.
El dragón paró de golpe de llorar y se limpió las lágrimas de los ojos.
—¡Bien! Alguno pequeño —gruñó la bestia.
—No, no, no… —dijo Dani—. No nos comas.
Los tres niños quedaron de nuevo muy quietos, como estatuas. Tenían tanto miedo que no eran capaces de moverse. Después de todo, en ese momento no les parecía muy buena idea haber ido hasta la cueva del dragón.
Cuando ya pensaban que les iba a devorar de un solo bocado, el dragón adelantó una de sus patas y repitió:
—Alguno pequeño.
Los niños comprendieron lo que quería al fijarse en que tenía la pata muy hinchada. Había un trozo de madera clavada entre los gordos dedos del dragón. Aquel trozo de madera estaba metido de forma que para él era imposible arrancarlo y le había hecho herida. Helena se acercó con el ánimo recuperado y, agarrando el trozo de madera, comenzó a tirar. Ander y Dani, sujetándola por la cintura, tiraron también con fuerza. Entre los tres lograron que saliera.
El dragón pegó un grito más atronador que todos los que había dado en su vida. Un grito que acabó en un silbido que parecía dulce como las fresas. Y con una voz nueva, que parecía llena de música, les habló a los niños con mucho cariño.
—Vosotros, gracias, gente pequeña. Ayuda grande dando mío pobre pata. Gracias dando. Gracias. Contento seguro. Alta siempre risa.
Helena, Ander y Dani se acercaron al dragón y le acariciaron las alas.
—¿Somos amigos? —le preguntó Ander.
—Amigo fuerte suyo, hoy y mañana.
Los tres niños se echaron a reír y le abrazaron, mientras la cueva se llenaba de arcoiris.
El dragón llevó de vuelta a casa a Ander y Dani, que se despidieron de Helena con dos besos gordotes, sabor manzana y mortadela.
—¿Y yo, qué hago ahora? —preguntó Helena.
—¿Tuya? —le dijo el dragón—. Ahora visto. Agarrándote.
Sujetó a la niña con firmeza, batió sus alas con toda la fuerza que pudo y, cogiendo mucha altura mientras Ander y Dani decían adiós desde abajo, la lanzó hacia arriba, haciéndola rebotar de nube en nube otra vez.
Desde la última nube rebotó hacia la puerta en el suelo de su habitación, que atravesó para caer, como si hubiera pegado un pequeño salto, sobre su cama.
Bajó de la cama, se asomó al hueco de la puerta con más cuidado que la primera vez y se despidió con una sonrisa del dragón y de los dos hermanos.
—Volviendo hoy y mañana siempre querido. Cierra ojos fuerte y estrellita menuda en alfombra.
Desde entonces a Helena siempre le gusta que la manden a la cama, sobre todo si antes hay un cuento con dragones, que cada vez le hacen más gracia.
Y, también desde entonces, el cielo bajo la alfombra de su cuarto nunca más se ha vuelto a poner de color barro.